La AVENTURA SOCIOLÓGICA
Peter L. Berger es uno de los sociólogos contemporáneos de más renombre. Su Invitación a la sociología (1963) es lectura obligada en universidades de todo el mundo mientras que La construcción social de la realidad (1966), escrita con Thomas Luckmann, es una de las obras más influyentes de la sociología
del siglo xx. Además, sus múltiples aportaciones en el campo de la sociología de la religión y
el liderazgo de numerosos proyectos de investigación de alcance internacional le han
consolidado como un sociólogo de referencia mundial.
A pesar de la magnificencia del personaje, justo es decir que Peter Berger rompe con
todos los tópicos de lo que cabría esperar de un académico y sociólogo de primera
división. Es una rara avis no sólo por su fino olfato y originalidad a la hora de formular nuevos interrogantes
para la investigación sociológica, sino también –y sobre todo– por su escritura entendedora
y capacidad extraordinaria para convertir lo más complicado en algo sencillo y accesible
para los más profanos en la materia.
Berger es también un personaje singular. Las relaciones vitales y académicas que marcan
su entrada en el campo de la sociología son una buena muestra de ello. En su libro
autobiográfico Adventures of an accidental sociologist (2011), explica que su vocación era ser ministro de culto luterano pero que, por
casualidad, fue a parar al mundo de la sociología. En la New School for Social Research,
una institución peculiar en el contexto universitario americano por ser refugio de
científicos sociales europeos huidos del nazismo, Berger encuentra el ambiente intelectualmente
vibrante que despierta su pasión por la sociología. Carl Mayer, Alfred Schütz o Albert
Salomon fueron algunos de los profesores que más le influyeron. En numerosos trabajos
les ha agradecido que le transmitieran esa mirada sociológica incisiva, comprensiva
y elaborada a partir de la reflexión en torno a las obras de los clásicos de la sociología.
Autores, por otro lado, bastante desconocidos para el gran público. Sus teorías, pero,
y especialmente en el caso de Alfred Schütz, han ganado presencia dentro de la sociología
gracias, en buena parte, al protagonismo que les atribuyen Peter Berger y también
Thomas Luckmann.
Desde esta entrada «accidental» en el mundo de la sociología, podríamos decir que
toda su trayectoria académica ha seguido caminos poco ortodoxos. Berger siempre se
ha movido en los umbrales de las grandes instituciones universitarias americanas,
y ha mostrado una fuerte desconfianza hacia el mundo académico en general. De hecho,
hace sátira constante de la ingenuidad de los «integrantes de los clubes universitarios»,
a quienes ve como esnobs y cortos de miras y considera excesivamente animados en un
diálogo autoreferencial y con poca capacidad para comprender qué sucede más allá de
su torre de marfil. Y es que Peter Berger, más que presentarse como un académico,
se define a él mismo como un sociólogo en un sentido fenomenológico del término, como
una manera de ser y estar en el mundo. El oficio de sociólogo como «una fascinación
inmensa por las ocurrencias del mundo humano y un esfuerzo para poder comprenderlas»
(2011:260).
Este hecho parece que se traduce en un estilo propio que entronca con la mirada de
los clásicos de la sociología, en el sentido de cuestionarlo todo, sin miramientos,
siempre añadiendo un toque de humor agudo. Esta curiosidad incesante e interrogación
pícara se hacen patentes en todas sus obras, y le han llevado a investigar temáticas
tan diversas como la fe Bahá’í en su tesis, las relaciones entre modernidad y desarrollo
económico en países de América Latina y África o el sentido del humor, así como a
ser financiado por vías tan pintorescas como la industria tabaquera, fundaciones benéficas,
empresarios tejanos o filántropos interesados en la sociología.
Berger no se enzarza en debates teóricos y conceptuales que requieran meticulosidad
o en los que sea preciso recitar autores con tono erudito. A pesar de que su obra
es eminentemente de carácter teórico, Berger rehuye y critica, como C. Wright Mills
(1959), los grandilocuentes laberintos teóricos, que ve de una complejidad gratuita
y, a menudo, con cierta sospecha. De hecho, es un gran defensor de la sociología como
ciencia empírica, a pesar de no ser un hombre de trabajo de campo, o, por lo menos,
de no ser un hombre acostumbrado al tipo de trabajo de campo que explicaríamos en
una asignatura de técnicas de investigación o metodología. Su aproximación al terreno
es, a veces, un poco desmañada, es su interés personal el que le empuja y le guía.
Por eso, cuando cree que ya tiene una respuesta a sus preguntas, acostumbra a perder
el interés por el tema concreto que le ocupaba; es, pues, su curiosidad la que define
el objeto sociológico o la que marca los límites y el alcance de su trabajo. Peter
Berger más bien ha hecho mofa de aquellos que, quizás en un extremo contrario, construyen
todo su pensamiento sociológico –o la falta de este– detrás de grandes artefactos
metodológicos adornados con horas y horas de trabajo de campo pero sin una reflexión
que provoque una ruptura con el mundo de las certezas que se dan por sentado.
Al mismo tiempo, pero, también es plenamente consciente de los límites de su aproximación
y por eso es frecuente encontrar en sus libros afirmaciones como «eso habría que comprobarlo
empíricamente». En otros casos, ha intentado suplir dicha carencia estableciendo colaboraciones
con otros científicos e intelectuales de su confianza, como David Martin con los pentecostales,
Joan Estruch con el Opus Dei o Robert Hefner con el islam. Y lo ha hecho siguiendo
el coffee-house principle, la metodología interdisciplinaria de trabajo en grupo que ha sido el modus operandi de sus investigaciones como director del Institute on Culture, Religion and World
Research Affairs (CURA) de la Universidad de Boston.
A Peter Berger no le gusta que le hagan preguntas del estilo: «¿Y usted a qué se refería
exactamente en la página 5 de la primera edición de su libro...?». Las encuentra una
pérdida de tiempo. No le gusta recrearse en su obra, a pesar de que ya se han escrito
algunos libros monográficos y alguna tesis doctoral. Para él, un texto escrito ya
tiene vida propia y no acostumbra a revisarlo o comentarlo. En cualquier caso, sería
un nuevo texto. Un nuevo escrito. Lo que considera resuelto no le interesa, a pesar
de que no teme rectificar –como, de hecho, ha demostrado con su aproximación a la
teoría de la secularización, como veremos más adelante.
Estas son algunas de las características que le convierten en un sociólogo académicamente
atípico. La sociología es como un juego y puede ser divertida. Ni la labor de erudito,
de sabelotodo o de rata de biblioteca encajan con su talante. Sin embargo, esto no
quiere decir que en ocasiones no se lamente del mal uso que se ha hecho de algunas
de sus aportaciones y, especialmente, de La construcción social de la realidad (1966). Berger se distancia con firmeza de todas las lecturas –o apropiaciones– que,
desde versiones posmodernas, se han realizado del libro que escribió junto con Thomas
Luckmann. Asímismo, se lamenta cuando desde la derecha más rancia se utilizan sus
teorías para decir cosas que él nunca ha afirmado. Y es que nada más lejos de su intención:
Berger es el hombre que ha luchado toda su vida para encontrar el middle ground entre el relativismo y el fanatismo, entre el nihilismo y el fundamentalismo, entre
el orden y el caos. Es el hombre que ha hecho de la búsqueda del sentido una sociología
llena de sentido. La sociología del conocimiento le ha ayudado a desarrollar una perspectiva
desde donde poder entender que, a pesar de que la búsqueda de sentido es constitutiva
del ser humano, la sociedad es la gran coartada que nos permite mantener la angustia
a raya y la duda en suspenso.
A la vez, desde la sociología de la religión ha abordado su gran preocupación teológica:
entender, sin caer ni en el fundamentalismo ni en el relativismo, de qué forma puede
sobrevivir la fe en un mundo donde la religión deja de ser «heredada» para pasar a
ser escogida. De esta inquietud originada en el marco de la teología y de su propia
vivencia, Berger construye una de las aportaciones sociológicas más sólidas de los
últimos tiempos. Este libro que tenéis en vuestras manos es una presentación a su
obra.
A pesar de que no es una tarea fácil hacer divulgación de un sociólogo que es un maestro
de la divulgación y que hace sociología para ser entendida, las páginas que siguen
son un intento de aproximarse de manera clara y concisa a su universo. Por honestidad,
tenemos que confesar de entrada que nuestra explicación de Berger refleja, inevitablemente,
nuestra propia mirada particular a su obra. Una mirada en la que hay determinadas
aportaciones que tienen un peso preponderante –como Invitación a la sociología (1963) o La construcción social de la realidad (1966)– mientras que otras –como La revolución capitalista (1986)– son prácticamente ausentes. Las limitaciones de espacio explican, en buena
parte, la necesidad de discernir lo que nos ha parecido más interesante para el lector
de este libro. No podemos negar, pero, que nuestras propias inclinaciones teóricas
y de investigación, y las del centro de investigación en el que trabajamos, han jugado
un papel clave en esta elección. Hay que reconocer especialmente el papel de Joan
Estruch, que desde hace años nos ha hecho de cicerone –a nosotras y a un buen número
de sociólogos catalanes– de la obra de Berger. El vínculo personal y de amistad que
une Estruch y Berger se ha nutrido, principalmente, de su interés común por la sociología
del conocimiento y la sociología de la religión. Un interés que no se ha hecho extensivo
al campo de la sociología del desarrollo y la modernidad, donde Berger ha desarrollado
un pensamiento que no ha obtenido demasiada repercusión en nuestro país y que nosotros
hemos decidido, también, tratar sólo superficialmente.
Aprovechamos esta introducción para agradecer al profesor Joan Estruch –a quien, por
cierto, debemos el subtítulo de esta obra– su maestría sociológica y su sensibilidad
a la hora de aproximarnos a la figura de Peter Berger. Y, obviamente, también damos
las gracias al propio Peter Berger, que con muy buena disposición acogió en su centro
de Boston a una de las coautoras de este libro, compartió largos ratos de conversación
con ella y le transmitió su curiosidad infinita por los asuntos humanos.