Capítulo I
LOS GENOCIDIOS DEL SIGLO XX
1. Caracterización de los genocidios
Al comienzo de su monumental historia del siglo xx, Eric Hobsbawn recoge algunas impresiones de personalidades de la cultura mundial
acerca de este siglo. Así, Isaiah Berlin señala: «He vivido durante la mayor parte
del siglo xx sin haber experimentado sufrimientos personales. Lo recuerdo como el siglo más terrible
de la historia occidental». No se aparta demasiado de ese canon William Golding, cuando
afirma: «No puedo dejar de pensar que ha sido el siglo más violento en la historia
humana». Sin lugar a dudas, uno de los fenómenos que contribuyó a hacer verdaderas
estas afirmaciones ha sido la proliferación de genocidios.
Sin embargo, aunque hay consenso en la existencia de genocidios, no lo hay tanto respecto
de su significado. Y es que la palabra genocidio está cargada de valor, y a menudo
es usada incorrectamente cuando se aplica a hechos trágicos de la historia. No es
extraño confundir genocidios con masacres, calamidades, con crímenes de guerra o asesinatos
a gran escala.
La palabra genocidio fue creada ex novo por el jurista polaco de origen judío Rafael Lemkin, en su obra de 1944 Axis Rule in Occupied Europe, donde define genocidio como la destrucción de una nación o de un grupo étnico. Este neologismo surge de
la palabra griega genos, que significa ‘raza’, ‘tribu’, y el vocablo latino cide, que significa ‘matar’. Se corresponde así en su formación con otras palabras como
tiranicidio, homicidio, infanticidio, etc. Por supuesto, el hecho de que dicho término se creara en esa fecha no significa
que en el pasado no hubiera genocidios, sino que lo que faltaba era el término para
nombrarlos y caracterizarlos.
Precisamente, la incorporación tras la Segunda Guerra Mundial del delito de genocidio
en textos jurídicos internacionales (en concreto, en el Convenio para la prevención
y sanción del genocidio de 1948) como delito de derecho internacional reflejó la intención
de la comunidad internacional de enfrentarse a catástrofes humanas que, como el Holocausto,
habían golpeado la conciencia social mundial. En este sentido, junto con los crímenes
contra la humanidad, el delito de genocidio ha sido denominado el «crimen de los crímenes»
y «la más grave violación posible de los derechos humanos».
En el esquema primigenio del jurista polaco –quien perdió a toda su familia en Auschwitz–,
lo que caracteriza al genocidio no es tanto la destrucción más o menos extensa de
un grupo de personas (que también se puede dar en los delitos de guerra o crímenes
contra la humanidad) como la existencia de un plan coordinado de acciones, una intencionalidad
compartida entre los perpetradores, cuyo objetivo es destruir las manifestaciones
esenciales de vida de los grupos sociales (ya sean naciones, grupos religiosos, étnicos
o raciales). En la perspectiva de Lemkin, el genocidio es un plan de acción llevado
a cabo por un grupo con el objetivo de eliminar las instituciones políticas y sociales,
la cultura, la lengua, los sentimientos nacionales, la religión o la existencia económica
de los grupos víctimas. El genocidio se dirige contra el grupo (nacional, religioso,
étnico, racial, etc.) como entidad, y las acciones que entraña se dirigen contra los
individuos, no en su individualidad, sino como miembros de un grupo. En este sentido,
se trata de un bien jurídico supraindividual cuyo titular no es tanto la persona física
como el grupo, la colectividad. El genocidio es así la antítesis de la concepción
tradicional de la guerra, pues esta se dirige, en principio, contra los soberanos
y los ejércitos, no contra los ciudadanos. En cambio, la finalidad del genocidio es
la destrucción de determinados grupos humanos.
Como se ha señalado antes, desde un punto de vista histórico-jurídico, el delito de
genocidio surge justo al finalizar la Segunda Guerra Mundial, tras la cual la comunidad
internacional toma conciencia de la magnitud de los crímenes nazis. De este modo,
las potencias vencedoras decidieron establecer los medios jurídicos para evitar o,
al menos, dificultar su repetición. En este contexto se promulga en 1948, en el seno
de la ONU, la Convención sobre la sanción y prevención del genocidio, aunque como
se mencionará más adelante, su eficacia práctica distó mucho de los iniciales propósitos
que guiaron su nacimiento. En parte, esto fue así por las tensiones entre las grandes
potencias en la fase de redacción del convenio. La delegación soviética tenía razones
para delimitar –y así restringir– con mucha precisión el alcance del delito. De ahí
que batallara para excluir de su definición la destrucción de los grupos políticos,
ya que en caso de incluir esta cláusula podría ser el primer país en ir al banquillo
por su política de purgas contra los opositores a Stalin. Como se verá más adelante,
la exclusión de los grupos políticos de la definición de genocidio es uno de los aspectos
más controvertidos ya que supone dejar fuera uno de los supuestos más frecuentes por
los que se persigue a un grupo humano. Un ejemplo de ello es el caso Pinochet y la
muerte y desaparición de miles de opositores políticos chilenos, elemento que dificultó
enormemente la petición de extradición del dictador chileno por parte de la Audiencia
Nacional española.
En cualquier caso, el artículo 2 del Convenio entiende por genocidio una serie de
actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, solo a estos
cuatros grupos: nacional, étnico, racial o religioso. Los juristas suelen destacar
que hay dos aspectos centrales en esta definición de genocidio: la serie de acciones
materiales (el actus reus) y la intención con que son llevadas a cabo (el mens rea).
Las conductas materiales que constituyen el delito de genocidio son:
a) Matanza de miembros del grupo.
b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo.
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear
su destrucción física, total o parcial.
d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo.
e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Las conductas descritas en el precepto son únicamente la forma mediante la que el
autor persigue la destrucción del grupo. Según las modalidades empleadas, se suele
distinguir entre varios tipos de genocidio: a) físico, siendo el objeto las conductas
dirigidas a erradicar físicamente al grupo (se persigue la muerte de todos sus miembros);
b) biológico, con el que se busca la desaparición del grupo por extinción, por ejemplo,
impidiendo los nacimientos en el seno del grupo para que llegue un día en que este
desaparezca.
Junto con las conductas materiales que caracterizan ciertas acciones como genocidas,
la Convención establece que deben haber sido llevadas a cabo con una intención específica:
la de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, racial, étnico o religioso.
Para la consumación del delito, es decir, para poder afirmar que se ha cometido un
delito de genocidio, no es necesario que el autor logre aquel resultado con cuya intención
actúa; o dicho de otro modo, no es necesario que alcance la efectiva destrucción del
grupo, sino que basta con que logre uno de los resultados enumerados, por ejemplo,
la muerte o las lesiones de un miembro del grupo, siempre que haya sido con la intención
de destruir al grupo.
De hecho, según esta caracterización hay pocos genocidios en la historia, especialmente
en los tiempos más alejados del presente, ya que no todas las matanzas tenían el propósito
de exterminar a una nación, etnia o grupo religioso. Las conquistas de los romanos,
árabes, turcos, españoles, franceses o ingleses difícilmente pueden ser caracterizadas
como intentos de eliminar a las poblaciones vencidas. Quizá los primeros genocidios
modernos sean los llevados a cabo por los estadounidenses contra los indígenas, y
de una manera más clara, el de los turcos contra los armenios a comienzos del siglo
xx. Como señalaré más adelante, esta es una de las objeciones tradicionales a la caracterización
jurídica del genocidio: ser muy estricta y, por lo tanto, dejar fuera de su ámbito
de referencia acontecimientos que desde una perspectiva más amplia podrían ser calificados
como genocidios.
En todo caso, merece la pena examinar las diferencias entre el genocidio y otros delitos
similares: los crímenes de guerra y el crimen contra la humanidad. Respecto del primero,
el genocidio no puede confundirse con el delito de iniciar una guerra o, como también
se denomina jurídicamente, el delito de agresión.
En cuanto al segundo delito, crimen contra la humanidad, las similitudes entre ambos
han provocado que con frecuencia se califique el genocidio como una especie del crimen
contra la humanidad. Sin embargo, la evolución de ambos conceptos conduce a su diferenciación.
El genocidio es un crimen contra la humanidad en un sentido amplio, pero no todo crimen
contra la humanidad es un genocidio. Por otro lado, se puede observar que las diferencias
estriban por un lado, en la no exigencia de una intención de destrucción de un grupo
en el caso del delito contra la humanidad y en las distintas conductas materiales
que se contemplan en el crimen contra la humanidad: asesinato, exterminio, deportación,
violación, prostitución y la desaparición forzada como parte de un ataque generalizado
o sistemático con la participación o tolerancia del poder político de iure o de facto.
Más allá de su caracterización jurídico-formal, los episodios genocidas no pueden
deslindarse de otros factores que suelen actuar de manera concomitante, el racismo
y la guerra, pues los genocidios son procesos colectivos que constituyen el punto
culminante de una serie de acciones previas que conducen a la voluntad de eliminar
a los miembros de un grupo considerado inferior. Para que haya un colectivo más o
menos numeroso dispuesto a llevar a cabo un genocidio es preciso previamente manipular
su conciencia para que acabe creyendo que el grupo víctima es, en tanto que inferior,
merecedor de ser eliminado. En la mayoría de los genocidios, la acomodación de la
conducta individual a la del grupo o a la autoridad no es casual o espontánea, sino
que más bien es fruto de varios factores que a su vez se dividen en etapas. El principal
de estos procesos es el racismo, esto es, la cosificación o animalización del grupo
víctima.
El proceso de deshumanización que produce el racismo no es inmediato sino que por
lo general se desarrolla en varias etapas, que van desde la identificación de los
grupos opuestos hasta la puesta en práctica del exterminio. Este proceso de deshumanización
se suele desarrollar en siete etapas: 1) definición del grupo víctima; 2) registro
de las víctimas; 3) designación de las víctimas; 4) restricciones y confiscación de
bienes; 5) exclusión; 6) aislamiento sistemático; 7) exterminio.
En cuanto a la definición del grupo víctima, el mero hecho de dividir a individuos
en grupos lleva casi necesariamente a la oposición y tendencialmente al enfrentamiento:
«Lo enseña la observación cotidiana y lo prueban numerosos experimentos. Allí donde
se forman grupos sean cuales fueran, sus miembros experimentan enseguida la presencia
de fronteras reales que los separan de los otros grupos, incluso cuando hay relación
de sangre, historia común o semejanza anterior entre esos miembros. Establecidas las
fronteras, brotan las comparaciones con otros grupos, y por regla general, esas comparaciones
son favorables a los nuestros y hostiles a los de fuera. Aparece la «nostredad» (we-ness), la creencia en la superioridad de las ideas, cultura, religión del grupo propio
(in-group) frente a las de los componentes de grupos ajenos (out-group) que no merecen el mismo respeto. No hay ningún nosotros sin el correspondiente ellos
al que oponerse: somos lo que somos porque ellos no son lo que nosotros somos.» (Arteta,
2010, pág. 102.)
El siguiente paso de esta identificación con un grupo es lo que Arteta denomina indiferencia
a los demás: «una simplificación o deformación del otro a fuerza de encuadrarlo bajo
alguna categoría de "ello" –y son legión, desde el sexo hasta la etnia– que lo adscribe
a alguna clase de "ellos". Así las cosas, y en caso de ser objeto de injusticia, se
da la espalda al otro desde el prejuicio de que cualquier injuria que sufra es su
destino o un suceso excusable» (Arteta, 2010, pág. 103).
En efecto, el primer paso en el exterminio es la definición del grupo víctima: es
un requisito del genocidio definir esta categoría de personas que son tan radicalmente
diferentes que deben ser exterminadas. Para separar y crear grupos, no hace falta
apoyarse en diferencias sustantivas entre grupos. Bastan diferencias menores. Como
recuerda Ignatieff, Freud ya señaló que «nada fomenta tanto los sentimientos de extrañeza
y hostilidad entre las personas como las diferencias menores», y continuaba: «Me tienta
abundar en esta idea, pues quizá del narcisismo de las diferencias menores podría
proceder la hostilidad que, en todas las sociedades humanas, lucha contra los sentimientos
fraternales y acaba por imponerse al mandamiento de amarnos los unos a los otros»
(Ignatieff, 1998, pág. 71).
De esta manera, se crean chivos expiatorios. El genocidio armenio no se puede entender
sin el panturquismo, el genocidio camboyano sin el maoísmo y el genocidio ruandés,
sin la hipótesis camítica que oponía a hutus y tutsis. En el Holocausto, la contraposición
fue entre raza aria y raza judía.
El corolario de la definición del grupo víctima es su registro. En el caso ruandés,
el manifiesto Bahutu exhibía el miedo de la confusión de hutus con tutsis, y de ahí
que fuera también necesario registrar a las futuras víctimas e identificarlas. Como
es bien sabido, algo similar ocurrió en la Alemania nazi, donde se fueron dictando
medidas que progresivamente iban identificando a los judíos y los expulsaban de la
vida social.
La tercera fase consiste en la designación de las víctimas, lo cual incluye la imposición
de símbolos físicos que permiten identificarlas fácilmente. En el caso del Holocausto,
lo más característico fue la estrella de David en los trajes y vestidos de los judíos.
También fue relevante la estigmatización mediante el lenguaje y su potente capacidad
simbólica, como puso de manifiesto V. Klemperer al constatar la aparición de neologismos,
metáforas o el cambio de significado de ciertas palabras para referirse a los miembros
del grupo inferior. Esto también sucedió en Ruanda, donde se etiquetó a los tutsis
como cucarachas, señores feudales, serpientes o enemigos. En segundo lugar, el proceso
de designación se hizo mediante los carnés de identidad y el señalamiento de casas,
entre otros mecanismos. En el caso ruandés, la inclusión de la etnia en el carné de
identidad fue central en esta identificación, pues su uso era necesario en la mayoría
de los trámites administrativos o en los movimientos entre poblados.
El segundo de los factores que desempeña un papel fundamental en la comprensión de
fenómenos genocidas es la guerra. Y es que aunque conceptualmente los genocidios son
fenómenos distintos de las guerras, lo cierto es que la mayoría de los genocidios
se han desarrollado en un contexto bélico. Los genocidios no tienen lugar normalmente
en el vacío, sino en el marco de una serie de circunstancias que hacen que las intenciones
racistas se vuelvan reales: una revolución o una guerra. Por ejemplo, en el genocidio
armenio, el contexto fue la Primera Guerra Mundial; en el genocidio judío, la Segunda
Guerra Mundial; y en el caso de Ruanda, estas circunstancias hay que encontrarlas
en la revolución de 1959 y la guerra contra el Frente Patriótico Ruandés (FPR).
Hay varias formas en las que la guerra está vinculada estrechamente al genocidio.
La guerra libera al Estado de las cortapisas jurídico-sociales que prevalecen en tiempo
de paz, incluyendo la opinión pública, la oposición y los límites morales. La delegación
de todo el poder en el Estado opera bajo la justificación de que es la institución
más eficiente para hacer frente al enemigo. Pero a la vez, se corre el riesgo de que
el Estado monopolice el curso de la guerra y de los acontecimientos de modo que se
trate de manipular la conciencia de sus ciudadanos acerca de los riesgos que amenazan
al país. De ahí que, por ejemplo, la maquinaria propagandística nazi lograra hacer
pensar a la población que el principal enemigo de los alemanes eran los judíos, a
pesar de que estos habían mostrado reiteradamente lealtad al país. Por otro lado,
la guerra cierra o bloquea las opciones políticas de negociar o tratar con los enemigos
internos debido al miedo. Como señala Glover, para el Estado que asume progresivamente
el papel de agente genocida, la expulsión de los enemigos internos puede devenir en
imposible, mientras que su asimilación o segregación puede llevar demasiado tiempo
o no ser conveniente dadas las circunstancias. Por este motivo, las guerras constituyen
el marco propicio para el exterminio.
Pero el efecto principal de la guerra es la exacerbación del miedo. El conflicto da
lugar a sentimientos de vulnerabilidad y temor paranoico que vinculan a los supuestos
«enemigos internos», los «otros», con los agresores. Las víctimas de los principales
genocidios son a menudo relacionadas con potencias externas en un complot contra la
patria o contra la revolución en marcha. Así, los turcos aseveraban que los armenios
se habían coaligado con los rusos; los nazis afirmaban que los judíos eran aliados
de los bolcheviques; y según los hutus, era incuestionable que los tutsis actuaban
de consuno con el Frente Patriótico Ruandés. Como señala Ignatieff, el miedo hobbesiano
conduce al individuo a buscar refugio y protección en el grupo frente a la amenaza
externa de los «otros»:
«El nacionalismo crea comunidades del miedo, grupos convencidos de que solo están
seguros si se mantienen juntos, porque los seres humanos se hacen nacionalistas cuando
temen algo, cuando a la pregunta «¿y quién me protege ahora?» solo saben responder
"los míos".» (Ignatieff, 1998, pág. 68.)
El conocido como dilema de los prisioneros permite explicar la situación de miedo
recíproco y la motivación que puede tener uno de los grupos para pasar al ataque.
Cuando se vive en un contexto de amenazas recíprocas, no es difícil que el temor ofrezca
alicientes para atacar primero. Y puesto que cada uno puede ver que el otro tiene
esos motivos, el miedo se retroalimenta y provoca que haya más «razones» para ser
el primero en golpear. En efecto, esta situación, en la que las partes se ven involucradas
en una carrera de odio recíproco que acaba en conflicto, no ha sido un fenómeno raro
o infrecuente. Este proceso tuvo lugar en el genocidio ruandés donde se arrastraba
un conflicto entre el Gobierno hutu y el Frente Patriótico Ruandés que desde territorio
ugandés lanzaba ataques y amenazaba seriamente con la invasión del país, con todos
los miedos asociados a la eventual venganza tutsi. El miedo a un ataque y a que se
volviese a una situación de dominio tutsi constituía un temor real en la mente de
algunos hutus. Y ello a pesar de que justamente en los días previos al estallido de
la violencia se acababa de firmar un acuerdo de paz en Arusha (Tanzania) entre las
partes contendientes. Pero el miedo era superior a las posibilidades de un acuerdo
pacífico. Y como ya señalara Hobbes, no hace falta que la amenaza sea real para generar
el miedo; basta que los individuos crean que exista esa amenaza para que el miedo
surta sus efectos y sea la espoleta para convertirse en potenciales cumplidores obedientes
de órdenes y, finalmente, en genocidas.
Para finalizar esta introducción, es preciso matizar que la adopción del concepto
jurídico de genocidio, dada su idiosincrasia, llevaría a calificar como de actos de
genocidio a pocos episodios de matanzas ocurridos en la historia y, en particular,
cometidos en el siglo xx. De hecho, la noción que recoge la Convención de 1948 ha sido criticada por dos razones
principales: a) la caracterización de los grupos y en concreto, la exclusión de otros
grupos, especialmente los políticos, como grupos víctimas; b) la noción de intención.
Respecto del primer punto, se ha señalado que no toda colectividad está protegida
por la definición de genocidio; este solo puede cometerse en contra de grupos nacionales,
étnicos, raciales o religiosos. Más allá de la propia definición de nacional, étnico, racial y religioso, que ya plantea problemas más que notables, otra dificultad sustancial con la que
se han enfrentado los tribunales es establecer los criterios de pertenencia de los
individuos a esos grupos. En este sentido, hay dos perspectivas en conflicto y que
conducen a consecuencias distintas: la que sostiene que el estándar para definir al
grupo debería ser el criterio utilizado por el victimario, y la que considera que
sería mejor utilizar un criterio objetivo.
El otro gran problema de la definición de genocidio es el relativo a la exclusión
de los grupos políticos. En tal sentido, por ejemplo, el asesinato de oponentes políticos,
por muy numerosos que sean y aunque concurran los demás elementos, no constituye genocidio.
Una de las razones contrarias a la inclusión de los grupos políticos en la definición
de genocidio es que estos carecen de la estabilidad, firmeza o permanencia que otros
grupos ofrecen (los nacionales, étnicos, raciales o religiosos).
Junto con las razones conceptuales mencionadas, se produjeron circunstancias políticas
en el proceso de redacción de la Convención. Como ya se mencionó anteriormente, la
inclusión de estos grupos en la definición del delito de genocidio habría conducido
a algunos Estados a oponerse a la ratificación de la Convención, dado que podrían
ser acusados por haber destruido a grupos políticos en el interior de su propio país.
Pensad que, pocos años antes, la URSS había iniciado una purga política de enormes
dimensiones que condujo a cientos de miles de personas a campos de trabajo.
Por último, también se aludió a razones estratégicas de carácter jurídico, pues tal
inclusión abriría la puerta a la adición de otros grupos, como los de carácter económico
o profesionales, y dejaría el precepto en una zona de indeterminación contraria al
principio de seguridad jurídica.
A pesar de los argumentos citados, son muchos los autores que reclaman la incorporación
de los grupos políticos, pues en definitiva, ¿qué diferencia hay con los grupos religiosos?
¿No son dos tipos de ideologías o creencias que modelan la identidad de los individuos?
Por otro lado, si los principales actos de genocidio del pasado pudieron ser por razones
religiosas, los contemporáneos lo son por razones políticas. Y dejarlos fuera, tal
y como se mostró en el caso Pinochet, supondría dejar impunes a los culpables de algunas
de las principales matanzas contemporáneas.
Es más, algunos autores han defendido que la caracterización del genocidio no debería
girar en torno a la categoría de grupos identificados por ciertos rasgos (nacionalidad,
religión, ideología política, raza, etnia, etc.), sino que la determinación de la
existencia o no de un genocidio debería tener como fundamento el hecho de que las
víctimas fueran simplemente un grupo numeroso.
Respecto de la intención y su papel en la definición de genocidio, se establece que
el autor del delito debe haber actuado con la intención específica de destruir al
grupo. Una razón de este énfasis en el propósito del agente radica en el proceso de
gestación de la Convención para la sanción y prevención del delito de genocidio (1948).
En efecto, los redactores pretendieron que el delito de genocidio se configurase de
una manera específica, como un delito de especial gravedad que trataba de recoger
el peor crimen que pudiera cometer un individuo o grupo (May, 2010). Para ello, destacaron
que la víctima del delito no era un sujeto particularizado sino que la acción criminal
debería reflejar el ánimo de destruir a un grupo humano en todas sus manifestaciones
(sociales, culturales, religiosas, etc.). De hecho, esta intención especial es la
que se erigiría como uno de los principales elementos que permiten distinguir el genocidio
de otros crímenes contra la humanidad, contribuyendo así a resaltar su especial gravedad.
También fue un objetivo de los legisladores el hecho de que no fuera un delito vacío
o meramente simbólico. A pesar de esta voluntad inicial, hay que recordar en este
sentido que desde que se promulgó la Convención para la sanción y prevención del delito
de genocidio y hasta hace relativamente muy poco tiempo, no ha habido condenas de
genocidio, teniendo en cuenta que se han producido distintas matanzas perfectamente
susceptibles de ser calificadas de genocidio.
Esta tensión entre, por un lado, reservar la calificación de genocidio a supuestos
muy concretos y graves y, por otro lado, el propósito de no dejar impunes a los eventuales
autores de actos calificables de genocidio, se refleja en la discusión contemporánea
acerca de la intención en la caracterización del genocidio. El problema es que los
tratados internacionales no definen el grado o cualidad de esta intención. De ahí
que hayan surgido distintas interpretaciones que restringen o amplían el sentido de
intención, lo cual repercute en el número potencial de responsables de un acto genocida.
En este sentido, se puede hablar de dos interpretaciones acerca de la intención: a)
la intención como intención especial; y b) la intención basada en el conocimiento
y en el dolo eventual, siendo la primera más restrictiva que las segundas. En efecto,
la consecuencia práctica más inmediata de la decantación por una concepción u otra
es la ampliación (o reducción) del posible número de individuos que podrían ser acusados
de genocidio.
Por esta razón, seguiré una caracterización más amplia con el objeto de recoger en
esta breve crónica las masacres que habitualmente se califican como genocidios. Seguro
que me dejo en el tintero episodios que también podrían ser calificados como genocidios,
pero en mi descargo creo que hay consenso en afirmar que estos son los principales
genocidios del siglo xx.
2. El genocidio armenio
2.1. Introducción
El asesinato de aproximadamente un millón de armenios en Turquía entre 1915 y 1923
no es tan famoso como otras masacres que ocurrieron posteriormente en el siglo xx. Pese a ser uno de los primeros crímenes contra la humanidad que fue llevado ante
los tribunales internacionales, de hecho, durante varias décadas, el principal conocimiento
acerca del genocidio armenio venía dado por una referencia de Hitler. En efecto, cuando
Hitler estaba organizando la invasión de Polonia, trató de calmar las reticencias
de algunos de sus generales recordándoles algunos hechos históricos. El primero hacía
referencia a Gengis Kan quien, a pesar de haber cometido masacres con numerosas víctimas,
era recordado como una gran figura de la historia. El segundo recordatorio histórico
versaba sobre los armenios. En la alocución dirigida a los grupos de combate exigiéndoles
ardor guerrero y que no cayeran en el desánimo si tenían que matar a niños y mujeres,
pronunció la frase que ha pasado a la historia: «¿Quién, después de todo, habla hoy
de la aniquilación de los armenios?».
La profecía de Hitler está en la actualidad claramente falseada por la realidad. El
genocidio armenio es ampliamente conocido y hasta se suele citar como uno de los genocidios
típicos del siglo xx. Pero tampoco el comentario de Hitler era correcto en el mismo momento histórico
en el que tuvo lugar, pues el destino de los armenios no solo era conocido sino que
incluso provocó una gran movilización en el mundo occidental. Así, por ejemplo, fue
el motivo para que Rafael Lemkin empezara a investigar sobre hechos similares, lo
cual daría lugar en última instancia al surgimiento del término genocidio. Por otro
lado, en Estados Unidos despertó el primer movimiento de derechos humanos significativo.
Tal fue el grado de conocimiento y de horror que provocaban las noticias de lo que
ocurría en el territorio armenio que algunos expertos sostienen que el primer uso
de la palabra Holocausto –en concreto, por el periódico New York Times– tuvo lugar no para referirse al genocidio judío, sino al armenio. Una última anécdota
acerca de este genocidio es que se trata probablemente del primero del que se tienen
imágenes fotográficas gracias especialmente a la labor del embajador norteamericano,
Henry Morgenthau, y de funcionarios alemanes que trabajaban en la construcción del
ferrocarril Berlín-Bagdad.
2.2. Orígenes del genocidio armenio
Suelen citarse tres aspectos clave en el origen y desarrollo del drama armenio. En
primer lugar, el declive del Imperio Otomano que provocó la desesperación y humillación
entre la población turca y, con esto, una reacción violenta incluso entre aquellos
más proclives a la modernización de Turquía. En segundo lugar, la posición vulnerable
de los armenios en el dominio otomano. Y por último, la Primera Guerra Mundial, que
en ese momento fue el mayor conflicto armado vivido por la humanidad y que condujo
a la participación de Turquía y su posterior derrota.
Sin embargo, antes de llegar a ese momento clave en el que se desencadena el genocidio,
parece necesario ofrecer un brevísimo panorama de la evolución del pueblo armenio,
de cuya existencia hay datos de hace 3.000 años en la zona del Cáucaso. Con el paso
del tiempo fue cristianizándose y manteniendo una lengua propia, así como peculiaridades
religiosas y culturales. Desde el siglo xi hasta el xvi, mantuvo un grado de independencia política. Pero en ese siglo los turcos invadieron
la parte occidental, mientras que la oriental pasó a dominio persa.
En lo que respecta a los armenios bajo dominio turco, estos quedaron arrinconados
en el imperio otomano y constituyeron la comunidad no islámica más grande. Su población
se concentró en la península de Anatolia. En muchos aspectos, su posición bajo el
dominio otomano tenía ciertas semejanzas con la situación de los judíos en Europa,
en el sentido de que estaban aislados debido a sus creencias religiosas, así como
marginados en la vida política y económica, pero como aquellos, encontraron un ámbito
donde desarrollarse económicamente, en parte debido a la importancia que daban a la
educación y a la cultura. Por estas circunstancias, se convirtieron en una minoría
que despertaba envidia y desagrado en la sociedad otomana.
El declive del Imperio Otomano comenzó cuando fueron expulsados de Viena en 1688,
pero el agravamiento de su decadencia en Europa ocurre en el siglo xix, lo que provocó un hondo sentimiento de humillación en la población turca. En efecto,
las pérdidas de Grecia y Egipto a principios del siglo xix fueron las primeras, pero a ellas siguieron Besarabia y Serbia. En 1878 se perdió
Bosnia, Herzegovina, Bulgaria y Chipre, territorios que en su conjunto comprendían
una tercera parte del Imperio y el 20 % de la población, lo cual produjo un fuerte
impacto en la conciencia del pueblo otomano.
El comienzo del siglo xx no hizo más que empeorar la crisis al ver cómo se perdían Albania y Macedonia. En
1913, Turquía ya solo mantenía un pequeño territorio en suelo europeo.
En este contexto de derrotas, las autoridades otomanas se vuelven hipersensibles a
las interferencias europeas en los asuntos internos. Este factor será clave en el
desarrollo de la tragedia armenia. En efecto, en 1878, durante los conflictos entre
turcos y búlgaros, los británicos protestaron por las atrocidades cometidas contra
los cristianos búlgaros. Las injerencias se agravaron en el caso armenio, con las
protestas de ingleses y rusos que buscaban aumentar su influencia en esa zona. Pero
en lugar de mejorar la situación de los armenios, tales intervenciones la empeoraron
al provocar que los otomanos considerasen que se habían aliado con sus enemigos. Esto
les hizo perder su estatus de comunidad minoritaria reconocida (millet) en el Imperio Otomano.
Paralelo al declive otomano, surge la conciencia nacionalista armenia promovida por
estudiantes que habían viajado a Europa y se habían impregnado de las ideas románticas
y liberales. Tal conciencia tiene sus primeras manifestaciones en la creación de sociedades
revolucionarias que se enmarcan en un movimiento más amplio, el Renacimiento armenio.
Tales sociedades preconizan el terrorismo y la lucha armada. Simultáneamente surgen
partidos armenios que reclaman la igualdad plena dentro del Imperio y que solicitaban
en el exterior protección y apoyo. Pero tales iniciativas no hicieron más que incrementar
la hostilidad de los otomanos que, por otro lado, también iban acentuando su conciencia
nacional.
Dados esos dos movimientos que iban en direcciones opuestas, no fue extraño que entre
1895 y 1896 el sultán Abdul Hahmid ordenara varias masacres en las cuales murieron
entre 80.000 y 200.000 armenios. Tales matanzas reforzaron el movimiento de resistencia
organizada de la Federación Revolucionaria Armenia, la cual acabará organizando guerrillas
en territorio ruso.
Los asesinatos provocaron una notable reacción internacional. Los representantes del
pueblo armenio pidieron al Tribunal Otomano protección y garantías: impuestos justos,
garantías de libertad de conciencia, de asociación, de igualdad, de la propiedad y
de honor. Aunque hubo concesiones formales, cada vez más la percepción entre los otomanos
era que los armenios se habían convertido en una minoría incómoda.
El Imperio Otomano como tal desaparece en 1908, y es sustituido por un movimiento
nacionalista turco organizado por el Partido Unión y Progreso, que posteriormente
se convertiría en el movimiento de los Jóvenes Turcos, compuesto principalmente por
militares que pretendían llevar a cabo la modernización del país. Los armenios, junto
con otras minorías, acogieron favorablemente estas medidas que prometían transformar
el país, especialmente porque había en sus inicios un ideario que permitiría que en
el Imperio conviviesen las diferentes culturas y minorías en un contexto de reconocimiento
constitucional.
No obstante, como suele ocurrir en los movimientos revolucionarios, los nuevos gobernantes
otomanos se dividieron en dos grupos, uno de tendencia liberal-democrática y otro
de características autoritarias y ultranacionalistas. Estos últimos profesaban un
profundo panturquismo y pretendían recuperar la grandeza del Imperio Otomano, excluyendo
a cualquier otra minoría disidente.
En 1913, tras el desastre turco en los Balcanes, la facción más radical del Partido
Unión y Progreso lleva a cabo un golpe de Estado y expulsa del Gobierno a la facción
moderada. Se formó entonces un triunvirato de militares que desembocará en una dictadura
de facto.
Mientras tanto, Turquía pierde el resto de las posesiones europeas. Las derrotas sucesivas
y el delirio ideológico reforzaron el temor a una secesión armenia aprovechando la
debilidad turca. Pero esa hipótesis es inaceptable para el Estado turco y hace que
las posiciones encontradas entre ambos grupos se radicalicen todavía más.
2.3. Guerra, masacre y deportación
El armenio es un ejemplo paradigmático de genocidio que ocurre en el transcurso de
una guerra, en este caso la Primera Guerra Mundial. La ideología nacionalista extrema
de los Jóvenes Turcos se desarrolla en un contexto bélico al ser Turquía agredida
por dos frentes: por los Dardanelos atacaban las tropas aliadas y por el nordeste,
los rusos. Estas circunstancias bélicas son las que han hecho que históricamente los
diferentes gobiernos turcos hayan negado el genocidio armenio, dada la atmósfera de
guerra, emergencia y caos que se vivía en aquella época. Aunque no haya razones para
aceptar estas explicaciones, es cierto que la guerra es un factor que facilita el
exterminio y que tiende a diluirlo en un contexto bélico generalizado donde los asesinatos
masivos no son infrecuentes.
En abril de 1915, cuando los Aliados estaban a punto de invadir los Dardanelos, los
turcos lanzaron un asalto sobre la ciudad armenia de Van, a la que acusaban de traición
por apoyar a las tropas rusas. Tal batalla constituye una parte importante de la identidad
armenia pues la defensa de la ciudad fue heroica y, finalmente, exitosa. Sin embargo,
esa inicial derrota y retirada dio a los turcos una excusa para posteriormente aumentar
la dimensión y el alcance de la destrucción de los armenios. Así, pocos días después,
el 24 de abril de 1915, en Constantinopla y otras ciudades, los turcos procedieron
a encerrar a la élite armenia. Posteriormente, comenzó el envío a campos de trabajo,
incluyendo torturas y asesinatos. Estas acciones fueron seguidas de un asalto coordinado
en las zonas armenias.
La fase inicial del asalto consistió en generocidio contra los varones armenios. Al
igual que el inicial eliticidio, el propósito fue separar de la comunidad armenia
a aquellos que podrían movilizarse para defenderla. A lo largo del territorio armenio,
los varones en edad de luchar fueron detenidos. Según cuenta el embajador estadounidense
Henry Morgenthau, a los armenios les fueron incautadas todas sus armas y fueron transformados
en mano de obra, efectuando labores que llevaron a muchos a la muerte. En otros casos,
se aplicaron medidas más fulminantes: el asesinato generalizado. En julio de 1915,
gran parte de los doscientos mil varones armenios fueron exterminados a sangre fría,
y se redujo al resto de la comunidad a condiciones de vida penosa que hacía fácil
que acabaran muriendo.
Las autoridades del Gobierno turco fueron destruyendo progresivamente al resto de
la población armenia. Se dictaron varias leyes sobre deportación, confiscación y expropiación
temporal. Para facilitar los traslados, se les explicaba a los supervivientes armenios
que serían transferidos a lugares seguros, pero tal y como explica Morgenthau, el
propósito de la deportación no era más que el robo y la destrucción. Los armenios
eran llamados reunirse en asambleas celebradas en lugares céntricos de sus respectivas
poblaciones, donde se les informaba de que serían rápidamente deportados para que,
a continuación, los turcos se apropiaran de sus bienes.
El pillaje fue acompañado de una política de destrucción de la herencia cultural armenia:
sus monumentos e iglesias fueron dinamitados y sus casas, destruidas. La población
fue expulsada de sus ciudades y pueblos, obligada a huir a pie. En otras ocasiones,
eran transportados en tren pero para ser abandonados en el desierto de Siria, en condiciones
tales que la muerte era más que probable. Las deportaciones, mayoritariamente compuestas
de mujeres y niños, se llevaban a cabo sin contar apenas con comida y bebida, y además
tenían que soportar los ataques de kurdos y chetes –bandas violentas de condenados
que fueron liberados para luchar contra los rusos, pero que después continuaron su
tarea con la destrucción de los armenios. En parte, esto respondía a una estrategia
de evitar responsabilidades gubernamentales al poder alegar que las matanzas fueron
perpetradas de manera espontánea y fuera de control por tales bandas.
En muchos casos, los niños y las mujeres fueron secuestrados por los habitantes de
los pueblos que atravesaban. Las mujeres se convertían forzosamente en sirvientas
o esclavas sexuales, mientras que los niños eran convertidos al Islam. Un superviviente
cuenta su experiencia: «Cualquiera que quisiera un niño o una mujer, venía y lo tomaba...
Aquello parecía un ganado que se vendía en una subasta». Morgenthau cuenta el desenlace
de una de esas marchas, que comenzó con dieciocho mil personas y acabó con solo ciento
cincuenta supervivientes.
En 1917, entre la mitad y las dos terceras partes de los armenios otomanos habían
sido exterminados. Pero esto no fue el final. Las masacres a gran escala continuaron.
En los meses finales de la Primera Guerra Mundial, Turquía cruzó la frontera rusa
y ocupó partes de la Armenia rusa para asesinar a la mitad de la población. Según
fuentes rusas y armenias, en cinco meses de conquista y ocupación turca murieron cerca
de doscientos mil armenios, aunque una parte de ellos como consecuencia de la resistencia
que ofrecieron al ataque.
La derrota turca en la Primera Guerra Mundial, y el consiguiente colapso del país,
ofreció a los supervivientes armenios la oportunidad para la autodeterminación. En
1918, se declaró unilateralmente la República Independiente de Armenia en el sudeste
de Transcaucasia, un territorio históricamente armenio que había estado bajo soberanía
rusa hasta comienzos del siglo xix y una parte de la Armenia otomana. El presidente norteamericano W. Wilson garantizó
los límites de la nación armenia formalizados en el tratado de Sévres de 1920. Este
tratado también fue relevante dado que establecía en su articulado el castigo de las
violaciones de leyes y costumbres de la guerra, así como el enjuiciamiento de los
responsables de las matanzas perpetradas durante la guerra por un tribunal especial
creado por la Sociedad de Naciones o por los propios Aliados. Aunque finalmente el
tratado de Sèvres no fue ratificado, constituyó uno de los primeros intentos de juzgar
un genocidio.
Sin embargo, Turquía, con su nuevo líder, Mustafá Kemal (conocido como Ataturk, ‘padre
de los turcos’), renunció al tratado de Sévres y declaró en un comunicado secreto
que era indispensable que «Armenia fuese aniquilada política y físicamente». El nuevo
régimen turco invadió, y rápidamente reconquistó, seis de las originarias provincias
otomanas que habían sido concedidas por el tratado de Sévres a la independiente Armenia.
Por su parte, la Unión Soviética, después de un periodo de colaboración, controló
completamente su parte armenia en 1921, incorporándola a la TSFSR (Federación de las
Repúblicas Socialistas Soviéticas Transcaucásicas, en su traducción castellana) en
1922. En 1936, se creó la República Socialista Soviética de Armenia.
Entre 1918 y 1920, es decir, entre la caída del Imperio Otomano y el ascenso de Ataturk,
y en virtud de la insistencia de los Aliados, el Gobierno turco inició una serie de
juicios contra los acusados de perpetrar directamente el genocidio armenio. En 1919,
uno de los tribunales pronunció las siguientes palabras: «El desastre armenio no fue
un evento aislado o local. Fue el resultado de una decisión premeditada tomada por
un órgano centralizado... Y las inmolaciones y excesos que tuvieron lugar estuvieron
basados en órdenes orales y escritas dictadas por un cuerpo central». Cerca de unos
cien oficiales gubernamentales fueron acusados y muchos de ellos, trasladados a Malta.
Algunos de los principales dirigentes fueron condenados a muerte. Pero solo tres representantes
menores del Gobierno turco fueron ejecutados.
El sentimiento nacionalista turco creció todavía más con estos juicios, al oponerse
el Gobierno a ellos. Como consecuencia de esta actitud hostil del Gobierno, las sanciones
fueron debilitándose y los tribunales fueron más benévolos con sus sentencias, condenando
mayoritariamente por robos y enriquecimiento injusto a expensas de las víctimas.
La estrategia de Ataturk en ese periodo fue tomar como rehenes a varios soldados británicos.
Gran Bretaña, interesada en perder la menor cantidad de efectivos, y con ganas de
calmar al Gobierno turco, liberó a muchos de los turcos a los que custodiaba y, en
1923, los Aliados firmaron el tratado de Lausana, por el que ya no se hacía mención
a la independencia de Armenia. En opinión de Lloyd George, fue «una rendición abyecta,
cobarde e infame».
Negada la justicia formal, un número de militares armenios se organizó para vengar
la barbarie sufrida por su pueblo. Tres de los más importantes organizadores turcos
del genocidio fueron asesinados en la posguerra: Talat Pasha en 1921, a manos de Soghomon
Thelirian; Enver Pasha mientras lideraba una revuelta antibolchevique en 1922; y Jemal
Pasha, en Tiflis en 1922 a manos de insurgentes armenios.
2.4. La negación
La negación del genocidio armenio ha sido una constante entre los gobiernos turcos.
Más allá de que de puertas adentro está apoyado por la maquinaria gubernamental, en
el ámbito internacional, Turquía ha contado con el respaldo de EE. UU. La necesidad
norteamericana de contar con un país de tanta importancia estratégica ha hecho que
tuviera que ceder en algunas cuestiones. En el pasado, Turquía desempeñaba un papel
central frente a la URSS, mientras que en la actualidad es un baluarte contra el islamismo
fundamentalista.
Sin embargo, en tiempos más recientes, el esfuerzo negacionista del Gobierno turco
está teniendo un éxito menor. Frente al dato pesimista de que de los 193 países miembros
de la ONU, solo 22 han reconocido el genocidio, contrasta que el Parlamento Europeo
y las Naciones Unidas sí lo hayan hecho. Quizá la acción más importante fue llevada
a cabo en 1998 por la Asamblea Nacional Francesa, que reconoció formalmente el genocidio
armenio de 1915. Esta declaración superó las quejas y amenazas turcas contra intereses
franceses. En el 2004, una declaración parecida fue dictada por la Cámara de los Comunes
canadiense.
EE. UU todavía no ha hecho nada parecido. En el año 2000, la Cámara de Representantes
estuvo a punto de reconocer el genocidio armenio, pero minutos antes de la declaración
se cambió de intención, especialmente atendiendo a las advertencias del presidente
Clinton de que una declaración de ese tipo dañaría la seguridad nacional y las relaciones
con un socio tan importante geoestratégicamente como Turquía.
Incluso en Turquía, cada vez se es más consciente de la responsabilidad propia por
el genocidio. Más allá de la aparición de estudiosos turcos que reconocen la participación
en la masacre, circunstancias como el deseo de entrar en la Unión Europea empujan
decisivamente hacia esa dirección.
3. La masacre en la URSS
Probablemente ningún otro Estado en la historia había iniciado una política dirigida
a eliminar a tanta gente de su población como lo hizo la Unión Soviética durante varias
etapas del siglo xx. El Gulag se ha convertido en sinónimo de la represión soviética. Constituía una
extensa red de campos de trabajo repartidos a lo largo y ancho de la URSS, desde las
islas del Mar Blanco hasta el Mar Negro, desde el círculo ártico hasta las llanuras
de Asia central. Sin embargo, el énfasis en el Gulag hace que se olviden otros episodios
de masacres cometidas durante la etapa soviética: el Holodomor (‘hambre-terror’) impuesto
sobre Ucrania y otras regiones soviéticas, las ejecuciones en masa y las deportaciones
y traslados de poblaciones enteras. Sin embargo, a pesar de la gravedad que supusieron
los terribles episodios ocurridos en la URSS, aquel juicio sobre la gravedad del exterminio
en manos soviéticas quizá debe ser matizado en dos aspectos importantes. En primer
lugar, porque la proporción de la población camboyana asesinada de manera directa
por los Jemeres Rojos se acerca a una cuarta parte de la población, es decir, un porcentaje
mayor que lo acontecido en la URSS. En segundo lugar porque, en términos absolutos,
bajo la China de Mao Zedong se habría producido un mayor número de muertes de ciudadanos
chinos.
Pero antes de llegar a estos episodios, parece necesario exponer la situación previa,
incidiendo en dos hechos clave: la Revolución Rusa y la llegada de los bolcheviques
al poder, y el trasfondo de la Primera Guerra Mundial.
3.1. Los antecedentes
En pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial, el ejército ruso se enfrentaba a
las fuerzas austrohúngaras y alemanas de manera que había llegado casi a una situación
de colapso y de hambre generalizada entre la población rusa. Ante el creciente descontento
popular y de las élites organizadas en oposición política, el zar Nicolás II abdicó,
dejando el poder a un Gobierno provisional de corte liberal bajo el mando de Alexander
Kerensky. Sin embargo, este decidió continuar la guerra, y las fuerzas rusas se derrumbaron
en una ofensiva mal planeada militarmente. Cientos de miles de soldados desertaron,
lo cual llevó a muchos de ellos a tomar de manera espontánea las tierras, algo que
acrecentó el caos en Rusia.
Ante esta situación caótica, el partido bolchevique, que desde el exilio luchaba contra
el régimen zarista, obtuvo un gran beneficio político. Además, el partido contaba
con el apoyo del Gobierno alemán, que veía a los bolcheviques como una fuerza que
podría contribuir a sacar a Rusia de la guerra.
Tras el asalto del Palacio de Invierno en Petrogrado, y habiendo tomado el mando de
las infraestructuras básicas del país, los bolcheviques asumieron el poder. Con miras
a mantenerse en el poder y seguir contando con el apoyo popular, aceptaron firmar
un tratado de paz con Alemania y en el tratado de Brest-Litovsk de 1918 cedieron una
parte del territorio ruso.
La contrarrevolución no se hizo esperar. Las fuerzas de la derecha buscaban expulsar
a los bolcheviques, aprovechando las quejas de americanos e ingleses por haber llegado
Rusia a un acuerdo con los alemanes y por el temor de que una revolución pudiera extenderse
por Europa. Con donaciones, armas y cientos de miles de tropas apoyaron a las tropas
blancas durante tres años en su lucha contra los bolcheviques.
La guerra civil, una de las más destructivas del s. xx, produjo un número aproximado
de nueve millones de muertos. Las fuerzas rojas impusieron el comunismo de guerra,
una política económica que expulsaba a los campesinos de sus tierras, a la vez que
se hacían con su grano para entregarlo a la población de las ciudades. Todo aquel
que se opusiera a las medidas contra los contrarrevolucionarios era considerado un
enemigo del pueblo. Una de las proclamas de Lenin fue: «Es de suprema importancia
que animemos y usemos toda la energía del terror de masas contra los contrarrevolucionarios».
La guerra civil acabó con la victoria del ejército rojo, pero a costa de un empobrecimiento
del país. El hambre golpeaba a numerosas regiones del país y millones de individuos
en las zonas rurales pudieron sobrevivir gracias a la ayuda de países extranjeros.
Lenin reconoció la inviabilidad de la situación y decidió abandonar el comunismo de
guerra, permitiendo que los campesinos retornaran a las granjas. Instauró entonces
la Nueva Política Económica (NEP), que permitió que volvieran a activarse los mecanismos
de mercado y, con ello, que la economía se reactivara.
Tras la muerte de Lenin en 1924, aparece la figura de Joseph Dzhugashvili, apodado
Stalin (‘hombre de acero’). Su origen caucásico, los abusos sufridos en la infancia
y los años pasados en el seminario ortodoxo se conjuntaron con la convulsa época de
la guerra civil para conformar una personalidad cruel y carente de empatía.
Después de que los bolcheviques tomaran el poder, fue nombrado secretario general
del Partido Comunista en 1922. No era una posición distinguida en el organigrama del
partido, pero Stalin la usó para establecer un control sobre la burocracia del partido,
a la vez que se ganó una reputación de líder dinámico.
En 1928, Stalin fue nombrado como líder supremo y optó rápidamente por el socialismo
en el país, lo cual significaba un programa de rápida industrialización. En esta decisión
se encontraba el germen de dos políticas que supusieron la muerte de millones de personas:
la masiva expansión de los campos de trabajo (Gulag: Dirección General de Campos de
Trabajo) y la campaña contra el campesinado, especialmente contra los agricultores
y campesinos con tierras (kulaks), cuyo grano se necesitaba para alimentar las ciudades
que se estaban industrializando.
Las dos estrategias actuaron de manera conjunta, pues Stalin utilizó la guerra de
clases para expropiar a los campesinos y obligarles a trabajar en los proyectos industriales.
Por otro lado, recluyó en los campos a los disidentes, que fueron utilizados para
extraer recursos naturales necesarios para la maquinaria industrial.
3.2. Colectivización de tierra y la hambruna
La actitud del Gobierno soviético hacia los campesinos ha sido calificada como esquizofrénica,
ya que por un lado se les consideraba «el alma del pueblo y la esperanza del futuro»,
pero por otro lado eran vistos como un obstáculo para el progreso. Las víctimas principales
de esta contradictoria política fueron los kulaks, a los que Lenin convirtió en objetivo
de sus medidas económicas y políticas.
Stalin llevó esta política hasta el extremo, aprobando fríamente la liquidación de
los kulaks como clase. Durante la década de los treinta, la dictadura soviética forzó
a millones de campesinos a trabajar en granjas colectivas controladas por el Estado.
Muchos de los que ofrecieron resistencia fueron asesinados. Cientos de miles de campesinos
fueron enviados a campos de concentración, a menudo en condiciones tan graves que
morían durante el traslado. Cerca de dos millones de kulaks fueron enviados a los
campos de trabajo siberianos.
Tras la destrucción de los kulaks, el régimen estableció que el grano de las granjas
fuera recogido con el fin de alimentar a los obreros de las ciudades. El resultado
de tales medidas fue que el hambre se extendiera por la Unión Soviética, pero siendo
especialmente cruel en Ucrania, donde se produjo una hambruna de enormes proporciones,
conocida como Holodomor. La hambruna era para Stalin el precio de la colectivización,
de la industrialización y del progreso. Una reciente estimación sobre la hambruna
establece que entre 1930 y 1933 murieron 5,7 millones de personas, es decir, aproximadamente
un número similar al de las víctimas judías en el Holocausto. Como se mencionará más
adelante, las dudas acerca de la intencionalidad en el exterminio a través de la hambruna
son manifiestas. Para algunos expertos no se puede dudar del propósito destructor,
pero para otros, la enorme mortandad fue un resultado no intencional de la política
económica, así como de la conjunción con una serie de malas cosechas.
3.3. El Gulag
Como ya se ha mencionado anteriormente, durante los años de colectivización de tierras
y de intensa reindustrialización, centenares de miles de kulaks fueron deportados
a los distintos Gulags. Tal y como se ha documentado, las condiciones de trabajo eran
similares a las de un sistema esclavista en aras de un proyecto industrial megalómano.
Aunque en ocasiones tales proyectos apenas tuvieron uso, como el faraónico canal en
el Mar Blanco.
La red de campos, y en especial el de Kolyma, con un número de fallecidos entre un
cuarto de millón y un millón, se ha convertido en símbolo de los horrores del estalinismo.
Dada la situación de los campos –muchos de ellos en Siberia–, se alcanzaban temperaturas
de 50 grados bajo cero, por lo que no era extraño que el promedio de fallecimientos
por año llegara al 30 %. Junto con las muertes por hambre, enfermedades y accidentes
también estaban las ejecuciones del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD).
Se calcula que en el campo de Serpantika, murieron ejecutados en el año 1938 un número
mayor de personas que los muertos en la época zarista.
Respecto a la naturaleza exterminadora de dichos campos, existe un arduo debate. Algunos
autores sostienen que eran campos de trabajo con durísimas condiciones de vida que
provocaban numerosas muertes. Otros expertos sostienen un juicio más severo al calificarlos
como campos de exterminio. Otros autores llegan a un punto intermedio cuando señalan
que la respuesta a si hubo intención genocida puede variar según la localización geográfica
y el contexto histórico-político. Las muertes en los campos del norte del círculo
ártico parecen mostrar un alto grado de intencionalidad. El predominio de prisioneros
políticos y campesinos a los que se calificaba como enemigos políticos peligrosos
sería un indicio bastante relevante para justificar esta acusación. Hay que recordar
que las condiciones de vida tan horribles eran toleradas y perpetuadas, que las expectativas
de vida se medían por semanas y meses y que apenas se tomaban medidas para mantener
la vida de los prisioneros. Por eso, su situación puede ser asemejada a campos de
exterminio.
Sin embargo, las condiciones descritas no eran generales en todos los campos del Gulag.
Fuera de los campos del ártico, los regímenes de trabajo eran menos duros y los porcentajes
de muertes fueron menores. Por lo tanto, se puede concluir que no parecía que hubiera
una intención directa de causar la muerte, ni había selección de prisioneros como
ocurría en los campos de exterminio.
3.4. La Gran Purga de 1937-38
Aunque en los años anteriores ya se había iniciado una campaña de acusaciones contra
los kulaks, fue en 1937 cuando se puso en marcha la purga que los situó como objetivo.
Aprovechando la muerte de Sergei Kirov en Leningrado, Stalin inició la persecución
sistemática que supuso que cerca de un millón y medio de personas fueran arrestadas
y unas seiscientas ochenta mil, ejecutadas. Las purgas representan más que otros episodios
la megalomanía y la profunda paranoia del dictador y la cumbre del terror estalinista.
El objetivo de su megalomanía no era un grupo determinado, sino que todos aquellos
que no tuvieran una fe ciega eran susceptibles de ser detenidos y ejecutados; incluso
eventualmente, también aquellos que creían ingenua y genuinamente en las bondades
del régimen podían ser acusados.
La campaña comenzó con medidas contra la oposición de derechas de Nikolai Bujarin,
que había cuestionado la colectivización y las campañas de industrialización, y que,
de manera simultánea, reclamaba una nueva política económica así como una reconciliación
con el campesinado. La oposición fue señalada en tres juicios-espectáculo entre 1936
y 1938, en los que Bujarin y otros líderes fueron acusados de conspiración junto a
los trotskistas y los elementos foráneos a los que se acusaba de intentar sabotear
el régimen estalinista. Aunque las pruebas eran obtenidas mediante torturas y amenazas,
y en muchos casos resultaban poco convincentes, bastaron para dar cobertura a las
sentencias.
Otro aspecto propio de las purgas y las persecuciones fue el establecimiento de un
sistema delaciones que se generalizó entre la ciudadanía. De esta manera, se promovía
que se acusara arbitrariamente, sin necesidad de aportar prueba alguna, casi a cualquier
persona tachándola de traidora. Como señaló Solzhenitsyn, «cualquier adulto de este
país, desde las granjas colectivas hasta el Politburó, sabía siempre que podría costarle
un viaje al abismo sin retorno el decir una palabra o hacer un gesto sin cuidado...
En los años del terror, no había hogar en el país donde la gente no temblara en la
noche».
La Gran Purga terminó cuando se tomó conciencia de que con el promedio de arrestos
que se había alcanzado, la población urbana disminuiría en unos pocos años. Llevada
a cabo también la purga en el propio NKVD, Stalin proclamó en el Congreso del Partido
de 1939 el cumplimiento de los objetivos de la purga. Solo el 35 % de los 2.000 delegados
que habían asistido al Congreso anterior seguían vivos.
3.5. La destrucción de las minorías nacionales
La actitud del Gobierno soviético hacía las minorías nacionales ya se había comprobado
con su comportamiento respecto de los ucranianos –comunidad que se había mostrado
como la más inclinada hacia la independencia dentro de las minorías que componían
el mosaico soviético– en los tiempos de la hambruna. Durante la Segunda Guerra Mundial,
otra de las comunidades objeto de su política fueron los soviéticos de origen germano,
a los que se acusó de colaboracionismo con el nazismo, lo que condujo a que fueran
reubicados en distintos territorios de la URSS.
Otros grupos nacionales víctimas de la política estalinista fueron los pueblos del
Cáucaso y de Crimea (bálkaros, chechenos, tártaros de Crimea, ingusetios, karachais,
kalmikos y mesquetienos), a quienes los soviéticos acusaron de colaborar con el nazismo
durante el tiempo que fueron ocupados por las tropas hitlerianas. Esta política sistemática
contra grupos enteros vino a significar que Stalin por primera vez había decidido
actuar no solo contra los miembros particulares de naciones sospechosas, o categorías
de enemigos políticos, sino contra naciones enteras.
La invasión alemana de Polonia en 1939, seguida de la firma del tratado de no agresión
con la Alemania nazi, trajo consigo atrocidades que todavía no son muy conocidas.
La excepción es la matanza de 20.000 oficiales polacos en el bosque de Katyn, que
tras haber sido inicialmente atribuida a los nazis, posteriormente se descubrió que
fue obra de los soviéticos. Tal masacre fue solo una parte de una campaña más amplia
contra la nación polaca, especialmente con la destrucción de sus líderes políticos.
Tras el caso polaco, los soviéticos siguieron con la misma política en los países
bálticos.
3.6. Stalin y el genocidio
La violencia infligida por Stalin contra los diferentes colectivos mencionados (kulaks,
opositores políticos, minorías nacionales) parecería constituir un genocidio. En el
caso de la destrucción de las minorías nacionales, es donde se encontraría más apoyo
para aplicar la noción jurídica de genocidio, ya que no solo se asesinó a cientos
de miles de miembros de minorías –por medio de ejecuciones, deportaciones letales,
enfermedades, privaciones, etc.–, sino que fue organizado un asalto sistemático sobre
la base de sus culturas nacionales. Una aproximación similar se ha adoptado respecto
al caso de las muertes llevadas a cabo en Ucrania y Polonia.
La caracterización de genocida aplicada al desastre humano de la hambruna ucraniana
es más controvertida. Lo cierto es que aquella hambruna acabó con la vida de millones
de personas y tuvo lugar en un marco de persecución, de ejecución de masas claramente
dirigida a disminuir a los ucranianos como grupo nacional. Además, a través de los
documentos recuperados se puede dibujar una imagen de lo que ocurrió en Ucrania, de
forma que es difícil negar la responsabilidad de las autoridades soviéticas. La expulsión
de un vasto número de kulaks a territorios marginales, la continuación de la toma
de grano y el rechazo a distribuir sus reservas son acciones que parecen genocidas
a muchos expertos.
Respecto de la represión política, particularmente contra los kulaks y el partido
comunista mismo, nos enfrentamos otra vez quizá a la más notable deficiencia del Convenio
sobre genocidio de la ONU al no incluir a los grupos políticos y socioeconómicos entre
las categorías de víctimas del genocidio. No es sorprendente que Stalin jugara un
papel relevante en los esfuerzos para no incluir a tales grupos en la fase de redacción
de este convenio.
4. La masacre en China
4.1. Los antecedentes
Pocos pueblos en el transcurso del siglo xx, a excepción de la URSS, han padecido tantas masacres como el chino. Las estadísticas
muestran la magnitud de las catástrofes sufridas, pues se calcula que en torno a 39
millones de chinos fueron víctimas de las matanzas vividas durante el pasado siglo,
aunque no cabe duda de que el número tan elevado está en consonancia con la demografía
china. Sin embargo, como se examinará después, pocos de los episodios de la catástrofe
china pueden ser considerados propiamente genocidas, pues mientras que el número de
muertos fue inmenso tanto en los episodios del Gran Salto Adelante como en la Revolución
Cultural, es difícil probar que hubiera una intención directa de proceder a la destrucción
de los propios ciudadanos. Sin embargo, existen más dudas acerca de si la intervención
china en el Tíbet es susceptible de ser calificada de genocida.
El siglo xx se inicia con las masacres causadas por la rebelión bóxer contra la ocupación foránea
de China, que supuso que murieran entre cincuenta mil y cien mil personas. Posteriormente,
el país cayó en una situación anárquica tras el hundimiento del poder central en 1917.
En 1928, Chiang Kai Chek unifica China. En los diez años siguientes, nacionalistas,
comunistas y señores de la guerra provocan que mueran cerca de tres millones de civiles,
mientras que en ese contexto de guerra fallecen diez millones a causa del hambre.
La guerra chino-japonesa (1939-1945) provocó diez millones de muertos, de entre los
cuales hubo seis millones de víctimas civiles entre los nacionalistas a causa del
reclutamiento forzoso, ejecuciones y hambres producidas por la destrucción de las
cosechas o de los diques. Por otro lado, cuatro millones de civiles chinos fueron
víctimas de los japoneses.
Las campañas militares de Japón fueron llevadas a cabo con extrema brutalidad; se
iniciaron con el saqueo de Nankín, que supuso más de trescientos mil muertos, y prosiguieron
con la campaña contra la población de las regiones que apoyaron a la guerrilla, mediante
el bombardeo de las grandes ciudades, con el fin de aterrorizar a los habitantes.
Las atrocidades fueron sistemáticas, incluyendo experimentos con cepas de bacilo en
los prisioneros de guerra chinos. Tales crímenes contra la humanidad se mantuvieron
en secreto y ni tan siquiera fueron juzgados por los tribunales que se formaron tras
la guerra para juzgar los crímenes japoneses.
Entre 1926 y 1950 tuvo lugar la guerra civil entre el Partido Nacionalista chino y
el Partido Comunista, que causó cinco millones de víctimas civiles, a partes iguales.
Tras la victoria del Partido Comunista, China emprende el más vasto proyecto de transformación
de una sociedad jamás concebido, puesto que abarca a quinientos millones de campesinos.
Como sucedió antes en la URSS, China planificará y controlará una enorme reforma agraria
que entre otros aspectos, incluía el traslado de millones de personas, mientras que
otros tantos serían enviados a campos de trabajo forzado. Sobre estos centros no hay
cifras seguras, pero los expertos estiman una cifra de víctimas de cuatro millones
(entre 1949-1958), seis millones (entre 1959-1967) y veinte millones (entre 1967-1976).
4.2. El Gran Salto Adelante
A partir de 1949, cuando China es unificada y centralizada, el Partido Comunista chino
encabezado por Mao Zedong obliga al país a efectuar un Gran Salto Adelante que entró
en vigor en 1958: una política de colectivización forzosa que sustrajo de la producción
agrícola a más de 100 millones de personas para emplearlas en la industria y en la
construcción de obras públicas faraónicas.
La confianza de la población en la idoneidad de tales vastos planes económicos ideados
por el propio Mao Zedong tenía su base en que durante la Larga Marcha de 1930, el
ejército comunista había mostrado capacidad de superar los obstáculos y mejorar las
condiciones de vida del pueblo. Por ello, hubo una gran confianza en que la economía
socialista planificada podría eliminar la pobreza. El megalómano proyecto para aumentar
la producción de alimentos y de acero incluía el traslado de millones de personas,
la colectivización de granjas y animales, así como la eliminación de la propiedad
privada de la tierra.
Sin embargo, el resultado final de esta política fue una drástica reducción de la
producción y la interrupción de las importaciones, con una consiguiente hambruna.
Aunque fuera consecuencia de un error de planificación vinculado a una política megalómana
e incoherente, el resultado fue la peor hambruna de todos los tiempos, en la que fallecieron
entre viente y treinta millones de personas.
4.3. La Revolución Cultural
Tras el fracaso del Gran Salto Adelante, el segundo gran proyecto de Mao fue la Revolución
Cultural (1966-1969), la cual fue interpretada como una maniobra para lograr mantenerse
en el poder y derrotar a los enemigos internos. Se trató de una campaña de masas dirigida
contra altos cargos del partido e intelectuales a los que Mao y sus seguidores acusaron
de traicionar los ideales revolucionarios. Según la interpretación más extendida,
el trasfondo de la Revolución Cultural fue una lucha por el poder en la que subyacía
la aspiración de Mao por recuperar la autoridad moral que había menguado por el fracaso
del Salto Adelante. En este proyecto se vio apoyado por las ambiciones de otros miembros
del partido, como su esposa Jiang Quing y el líder del ejército Lin Biao. El objetivo
era apartar del poder político a Liu Shaoqui, jefe del Estado, y a Deng Xiaoping,
secretario general del partido.
Sin embargo, la Revolución Cultural también fue un instrumento para reactivar el espíritu
revolucionario de la mayoría de la población e inculcar de nuevo los valores de la
revolución. Y el medio para alcanzar esta reeducación de la población era el trabajo,
especialmente bajo el presupuesto de que los burgueses que vivían en las ciudades
tenían que aprender las labores campesinas. Sin embargo, fueron otros los efectos
de tal política: se generalizó el fanatismo y en los ciudadanos se apoderó un temor
compartido a ser delatados y enviados a los campos de reeducación. La distinción entre
opresor y víctima se desvaneció, dado que todos los estratos sociales estaban afectados
por la política paranoica basada en la delación.
Con anterioridad, en el año 1951 se inició la campaña Reforma del Pensamiento, cuyo
objetivo eran los intelectuales chinos, a los que se trataba de inocular las creencias
y principios del régimen. Para ello, no se dudó en presionar física y psicológicamente
para que aquellos renunciaran a sus creencias e ideología previas y aceptaran las
nuevas, provenientes del régimen. No fue extraño en esta época de opresión que los
presos sufrieran las más variadas medidas humillantes y de presión psicológica.
Otro aspecto de la Revolución Cultural fue el rechazo de la cultura china tradicional,
incluida la influencia de Confucio. En virtud de tal política, los guardias rojos
arrasaron la mayoría de los templos de China, y también se destruyeron libros y obras
de arte, se puso en entredicho la autoridad de los maestros y se humilló a autoridades
regionales y locales. Medidas características de esta época fueron hacer desfilar
a la gente por las calles con eslóganes degradantes en placas que colgaban del cuello,
o con capirotes o la cabeza rapada.
El ideario maoísta de que la nueva China debía establecer una nueva sociedad suponía
alejarse radicalmente de los hábitos feudales del pasado. Así se establecieron medidas
drásticas que afectaron a la cultura tradicional china. Un aspecto central de estas
medidas vino dado por el fomento entre los jóvenes de la creencia de que debían erradicar
los denominados «cuatro antiguos»: los usos, las costumbres, la cultura y el pensamiento
antiguo. La decisión acerca de qué componentes de la vieja sociedad china eran susceptibles
de ser calificados como antiguos o burgueses quedó en manos de los propios guardias
rojos. Estos estaban guiados por un deseo de demostrar su genuino espíritu revolucionario,
por lo que iniciaron una campaña de destrucción de obras de arte, libros, templos
y edificios antiguos. Junto con estas prácticas, sometían a humillantes sesiones de
autocrítica a intelectuales y altos cargos del partido a los que acusaban de reaccionarios.
Como había sucedido antes en la URSS, una mínima señal de disidencia o el mero hecho
de haber expresado en su vida pública un interés cultural o artístico distinto a la
exaltación de la figura de Mao era suficiente para ser acusado de reaccionario. De
ahí que uno de los colectivos que sufrió el ensañamiento de los guardianes de la Revolución
Cultural fuera el de los escritores y artistas, quienes fueron perseguidos y trasladados
a granjas campesinas para su efectiva reeducación, donde por su inexperiencia en las
tareas campestres sufrían de manera indecible.
Junto con el ataque a la cultura tradicional, la Gran Revolución Cultural Proletaria
dirigió su acoso a numerosas obras de arte, a la religión tradicional china y al sistema
de escritura. Así, un gran número de templos budistas y taoístas fueron clausurados
y muchos monjes fueron obligados a seguir programas de reeducación.
Una diferencia cualitativa respecto al Gran Salto Adelante es que este había enfocado
su acción en el medio campesino, de forma que esta clase social fue la principal víctima.
En cambio, la Revolución Cultural tuvo como víctimas a la clase intelectual –técnicos
cualificados, profesores universitarios, profesionales urbanos– y dirigente del país,
a los que se acusó de manera genérica de llevar a cabo actividades contrarrevolucionarias.
Como consecuencia de esta paranoia, los exámenes de acceso a la universidad fueron
abolidos a la vez que los programas de estudios fueron rediseñados con el objetivo
de dar más relevancia a la transmisión ideológica que a la enseñanza de las materias
puramente intelectuales y científicas, a las que se tildaba de burguesas. Los estudiantes,
en lugar de acceder a una educación propiamente universitaria, sufrían un adoctrinamiento
ideológico intensivo en las tesis revolucionarias. La consecuencia fue una ralentización
del desarrollo tecnológico y educativo del país, aunque en descargo del régimen maoísta
algunos expertos han señalado que la Revolución Cultural tuvo efectos positivos en
la escolarización primaria y la extensión de la alfabetización a toda la población.
Como acertadamente señala Glover, durante esta época de humillaciones colectivas,
de delaciones y de ejecuciones la psicología colectiva jugó un papel importante. La
tendencia al conformismo y la búsqueda de un chivo expiatorio fueron síntomas de esa
psicología. Las presiones y la propaganda condujo a mucha gente a asumir la visión
del propio régimen. De la misma manera que en la Unión Soviética de Stalin, el miedo
fomentó la ortodoxia ideológica en el seno de las familias, siendo uno de los aspectos
más terribles el miedo que sentían los padres a decir nada que pudiera provocar dudas
en sus hijos, pues estos ejercían de eficientes delatores.
La Revolución Cultural no solo tenía pretensiones de cambiar las estructuras económicas
o políticas de la sociedad, sino que trataba de incidir y de trastocar la identidad
de las propias personas. En este sentido, el propósito deliberado era el diseño de
una nueva persona, para lo que era necesario destruir el sentido de identidad personal
previo que tenían los individuos. Por consiguiente, las medidas incidieron salvajemente
sobre la vida privada, la cual trató de ser extirpada para que quedara todo el ámbito
de vida personal en manos del Estado. De este modo, el Diario de la Juventud China (1958) establecía lo siguiente: «Las personas más queridas del mundo son nuestros
padres, y sin embargo, no se les puede comparar con el presidente Mao y el Partido
Comunista... El amor personal no es tan importante». En otro apartado, se señalaba:
«El marco de la familia individual, que ha existido durante milenios, ha saltado en
pedazos para siempre... Debemos considerar la Comuna del Pueblo como nuestra familia
y no prestar demasiada atención a la formación por nuestra cuenta de una familia separada».
Todo debía sacrificarse en aras del triunfo de la Revolución, incluyendo la vida personal
y la propia identidad moral. Esta debía estar volcada con el compromiso absoluto con
la revolución. Como señala Glover, la magnitud del adoctrinamiento fue de tanta intensidad
que permite explicar por qué bajo la China de Mao no existió una KGB, pues no hacía
falta.
Son muchas las anécdotas que muestran la carencia del sentido de la moralidad de Mao.
Por ejemplo, creía que de los 600 millones de habitantes que tenía China, unos 30
millones debían ser considerados enemigos del pueblo. Su punto de vista era sencillo:
«Tenemos tanta gente, que podemos permitirnos el lujo de perder unos cuantos. ¿Qué
importa?». No había ninguna prueba ni ningún criterio para deslindar quién era el
enemigo. De igual manera, aplicó el mismo razonamiento a la bomba atómica. Pronunció
un discurso en el que señaló que estaba dispuesto a que murieran trescientos millones
de personas en una guerra atómica, lo cual sería una pérdida importante de la población,
pero no supondría un descalabro demográfico grave mientras el país pudiera producir
más habitantes.
Como señala J. Glover, esta combinación de pensamiento a gran escala y ausencia de
frenos morales permitió a Mao aspirar a la construcción total de la vida en China,
y no solo de la economía y de la agricultura. Mao veía en el pueblo chino una tabula rasa: «Una hoja en blanco no tiene borrones, de modo que en ella se pueden escribir las
palabras más nuevas y más hermosas y se pueden pintar los cuadros más bellos y más
hermosos».
4.4. El conflicto del Tíbet
En su origen, el Tíbet estaba constituido por tres provincias (Chamdo, Kham y U-Tsang),
pero en la actualidad solo ocupa la última provincia. De los 6 millones de tibetanos,
solo 1,8 millones viven en sus territorios históricos.
Después de la caída de la dinastía manchú en 1911, el Dalai Lama proclamó la independencia
del Tíbet, hasta entonces bajo soberanía china. Sin embargo, ningún Gobierno reconoció
dicha independencia y, en 1950, el ejército popular de China invadió el país. El Gobierno
chino firmó con el Dalai Lama un «acuerdo en diecisiete puntos» mediante el cual se
reconocía el sistema político en vigor, la libertad religiosa y la especificidad cultural
del Tíbet.
Pero a pesar del acuerdo, China inició una serie de reformas democráticas que sirvieron
en realidad para instalar a colonos chinos. La rebelión de esas provincias y el éxodo
hacia Lhasa en 1958 provocaron poco tiempo después una insurrección en la capital
que fue reprimida mediante bombardeos. El Dalai Lama y unos cien mil tibetanos se
refugiaron en la India. China impuso entonces el comunismo en el Tíbet, a la vez que
destruía su herencia cultural en pos de su «sinización».
El resultado de tal política permite deducir que hubo una voluntad de destrucción
religiosa y cultural: de un total de cuatro mil monasterios y monumentos religiosos,
solo quedan treinta en pie. A pesar de la dificultad de contrastar las cifras, parece
que entre 1955 y 1959 hubo sesenta y cinco mil muertos, de los cuales cuarenta mil
fueron víctimas de los bombardeos, y que después de 1959, unos cien mil niños fueron
deportados y ochenta y siete mil tibetanos, ejecutados.
La Comisión Internacional de Juristas se reunió en 1959 para tratar de establecer
si hubo genocidio por parte de China. Dicho comité estableció que el «Gobierno chino
se propuso destruir en el Tíbet a un grupo religioso como tal: el grupo religioso
budista, [...] que los asesinatos y deportaciones de niños fueron cometidos con el
fin demostrado de exterminar al grupo budista tibetano» y que esos hechos constituían
«un acto de genocidio con respecto al derecho internacional al uso». La Comisión determinó
que era «un caso prima facie de genocidio», y recomendó a las Naciones Unidas que iniciaran una investigación.
De hecho, la Comisión reconoció que los hechos se podrían subsumir en las acciones
que el artículo 2 de la Convención califica de genocidas, pero no se pudo probar la
mens rea, es decir, la intención de destruir a los tibetanos como grupo nacional o religioso.
5. El Holocausto
El Holocausto es uno de los grandes acontecimientos históricos del siglo xx que pocas personas desconocen, aunque curiosamente la atención y la conciencia social
sobre su gravedad estuvieron solapadas durante varias décadas no solo en la propia
Alemania, sino en el mundo occidental. En parte, esta actitud de ceguera venía dada
por varias circunstancias: el impacto de los más de cuarenta millones de muertos que
había dejado la Segunda Guerra Mundial, así como el propio deseo de los alemanes de
olvidar esa parte oscura de su historia, lo cual fue también apoyado por EE. UU. en
su voluntad de encontrar un aliado potente ante el peligro que suponía la URSS en
la época de la Guerra Fría. Solo a partir del juicio contra Eichmann empezó a conocerse
mejor la magnitud en cuanto a extensión y propósito genocida de los nazis respecto
del pueblo judío y algunos otros colectivos.
5.1. Los antecedentes
La concepción cristiana dominante en Europa había reservado a los judíos una posición
subordinada, no exenta de persecuciones y masacres ocasionales. La razón a la que
se apelaba para otorgarles ese tratamiento es que con la muerte de Jesús, habrían
violado el orden moral del mundo. Al rechazarlo y haberlo matado, los judíos habrían
desafiado la concepción universalmente aceptada de Dios. De esta forma, para los cristianos
se convirtieron en una representación simbólica del mal en el mundo.
La Iglesia católica, y más tarde la protestante, estigmatizaron a los judíos, especialmente
Martín Lutero, que los calificaba como «sedientos de sangre y asesinos de toda la
cristiandad». A partir de ahí surgieron infamias en torno a ellos, como que raptaban
y mataban a niños cristianos para usar su sangre en rituales de su religión. Alimentados
con esta y otras fantasías, tuvieron lugar los primeros progromos. En otros lugares,
los judíos que rechazaban convertirse al cristianismo fueron expulsados, como ocurrió
en España en 1492.
El nacimiento de la modernidad y del Estado-nación hizo que cambiaran las formas en
las que se expresaba el antisemitismo tradicional. El término antisemitismo es, de hecho, un producto de esta era, acuñado por Wilhelm Marr en 1879. En Alemania,
por un lado, los judíos fueron vistos como enemigos de la modernidad, de ahí que en
algunos lugares fueran progresivamente aislados para que no formaran parte del Estado-nación.
Paradójicamente, también fueron acusados de ser peligrosos agentes que amenazaban
la unidad y la identidad del Völk (pueblo), en tanto que eran considerados como actores principales de las instituciones
económicas opresivas y, como cosmopolitas, contrarias al orden tradicional.
Pero también sería erróneo presentar la historia europea como una larga campaña de
discriminación y represión contra los judíos. Durante varios siglos, los judíos en
Europa gozaron de un periodo de paz relativa, tranquilidad y florecimiento. En muchas
sociedades, los judíos que buscaron la integración fueron aceptados. Finales del siglo
xix y comienzos del xx han sido consideradas como las mejores épocas para los judíos
en Francia, Gran Bretaña y Alemania.
De hecho, Alemania fue considerada como uno de los Estados más tolerantes con los
judíos: Prusia fue el primer país europeo en conceder la ciudadanía a los judíos en
1812. Sin embargo, la persecución nazi solo se puede explicar analizando el contraste
entre, por un lado, la tolerancia de la sociedad y, por otro lado, la política alemana
que apenas fue liberal o democrática de la manera en que lo fue en Gran Bretaña o
Francia.
Por otro lado, la sociedad alemana entró en un gravísimo colapso al finalizar la Primera
Guerra Mundial, especialmente por las duras condiciones impuestas por las potencias
aliadas en el tratado de Versalles, que supusieron una carga económica extenuante
y una humillación para la sociedad alemana: además de perder sus colonias ultramarinas,
así como otros territorios europeos, sus fuerzas armadas fueron reducidas y las reparaciones
económicas fueron colosales.
Como consecuencia de esas imposiciones, el resentimiento se extendió entre amplias
capas de la población, lo que provocó que una parte de la misma tratara de encontrar
una vía de escape ajena a la vía democrática recién iniciada con la República de Weimar.
El descontento social empeoró a raíz de las sucesivas crisis económicas que a su vez
provocaron una fortísima inflación y desempleo altísimo. Así, hubo dos momentos críticos:
1923, cuando la hiperinflación hizo que en el cambio un dólar valiera 4,2 trillones
de marcos; y 1929, cuando la crisis bursátil provocó una elevación nunca vista de
las cifras de desempleo.
El resultado que tuvo ese colapso económico fue el aumento del extremismo político.
Su principal beneficiario fue el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP),
fundado en 1920. Entre sus fundadores se encontraba Hitler, un cabo que había sido
condecorado en la Primera Guerra Mundial y que había fracasado como artista en Viena.
La manera de resarcirse de ese fracaso fue dedicarse a la política con un programa
que incluía la resurrección de Alemania y la extensión de su hegemonía sobre toda
Europa.
No obstante, el acceso al poder por parte de Hitler no fue rápido pues tuvo que esperar
más de una década, pasando incluso un tiempo en la cárcel a causa de los intentos
de golpe de Estado que llevó a cabo a principios de los años veinte. En 1932, su partido
ganó solo un número pequeño de escaños parlamentarios. La mayoría de los alemanes
votaron a partidos de izquierda más que a los de derechas, pero las divisiones entre
los socialistas y los comunistas permitieron que en las siguientes elecciones los
nazis fueran el partido con más votos en el Reichstag, y que Hitler fuera canciller
en 1933.
Una vez en el poder, los nazis no tuvieron dudas en su propósito de demoler las estructuras
jurídicas y democráticas de Alemania. En tres meses alcanzaron el control total del
Estado alemán, aboliendo su estructura federal, desmantelando el Gobierno democrático
y declarando ilegales los partidos políticos y los sindicatos. Una ley de marzo de
1933 otorgaba a Hitler carta blanca para aterrorizar y neutralizar a toda la oposición
política. Inmediatamente, los nazis comenzaron la persecución política contra los
judíos. En unos pocos meses los judíos vieron cómo sus negocios eran boicoteados por
los nazis, cómo eran expulsados de los hospitales y las escuelas, y cómo eran quemados
los libros judíos y otros libros considerados degenerados. Las leyes de Núremberg
de 1935 presionaron todavía más a los judíos y dieron carta legal a la discriminación
racial, de modo que se prohibieron los matrimonios mixtos.
Con los edictos de Núremberg y con la amenaza de todavía peores medidas, un número
cada vez mayor de judíos huyó de Alemania. El abandono, muchas veces precipitado,
de los hogares y de los ahorros en Alemania significó en la mayoría de los casos una
penuria en el extranjero. La falta de voluntad general en el extranjero para acoger
a los judíos supuso que muchos de ellos tardaran en huir.
La persecución se hizo todavía más fuerte tras la Noche de los Cristales Rotos (9-10
de noviembre de 1938), dirigida a las propiedades judías, sus residencias y personas.
Varias docenas de personas murieron esa noche, se causaron daños por un importe cercano
al billón de marcos y treinta mil judíos fueron conducidos a campos de concentración.
5.2. El exterminio de los judíos
Entre el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, y el comienzo
del exterminio a gran escala a mediados de 1941, la principal preocupación de los
nazis respecto de los judíos, en especial en los territorios que iban conquistando
en el este de Europa, fue confinarlos en guetos, zonas de las ciudades donde los judíos
eran traslados y que tardaban poco tiempo en estar superpobladas y sufrir de restricciones
y carencias de todo tipo. En ellos, los nazis buscaban crear condiciones inhumanas
y una combinación de penosa saturación, hambruna provocada y enfermedades varias como
el tifus y el cólera redujo el número de judíos. Junto con esta medida, también empezaron
a recluirlos en campos de concentración.
Sin embargo, no se tardó en dar un paso adelante en la persecución y aniquilación
de los judíos. En los meses siguientes a la invasión alemana de la Unión Soviética
el 22 de junio de 1942, cerca de 1,2 millones de judíos fueron capturados y asesinados,
la mayor parte de ellos por disparos en ejecuciones masivas que tenían lugar al poco
tiempo de ocuparse las poblaciones rusas. Los agentes del genocidio fueron los conocidos
como Einzatsgruppen, cuatro batallones que en total sumaban unos tres mil hombres que iban por detrás
de la Wehrmacht en su avance hacia la Unión Soviética.
El papel del ejército en esta etapa de genocidio ha sido muy discutido. Durante los
primeros años se consideró que su papel en las matanzas fue casi nulo, pero esta visión
estaba parcialmente distorsionada dado el contexto político donde los países aliados
estaban interesados en contar con el apoyo de Alemania. Sin embargo, estudios más
detallados han mostrado que la Wehrmacht fue clave en el desarrollo del Holocausto,
especialmente en la muerte de 3,3 millones de soviéticos.
En esta primera etapa de la guerra, con esta particular matanza masiva pero artesanal
mediante fusilamientos, los nazis no podían esperar lograr sus objetivos, esto es,
eliminar a los judíos europeos, ya que requerían una enorme cantidad de balas y además,
este método generaba rechazo entre los miembros de los batallones, dado el elevado
coste psicológico que suponía asesinar a niños y mujeres a corta distancia.
Para reducir el estrés psicológico y aumentar la eficiencia de la masacre, se llevó
a cabo la industrialización de los campos de la muerte con cámaras de gas. Los campos
de exterminio crecieron dentro del sistema de campos de concentración que los nazis
habían establecido desde que accedieron al poder en 1933. El asesinato masivo mediante
cámaras de gas se empleó por primera vez en 1939 como parte de la campaña de eutanasia,
que fue el precedente del genocidio contra los judíos. De esta forma, las cámaras
permitían cumplir el deseo de establecer distancias físicas y psicológicas entre verdugos
y víctimas. Principalmente por este medio fueron asesinados más de un millón de judíos
en Auschwitz, a través del Zyklon B inserto en las tristemente famosas duchas colectivas.
Uno de los debates sobre el Holocausto ha sido si es razonable distinguir entre campos
de concentración (y guetos) y campos de exterminio donde el gas fue el medio normal
de exterminio. En los primeros no había cámaras de gas y el propósito no era aniquilar
directamente a los prisioneros, cosa que sí sucedía en los segundos. Sin embargo,
algunos autores han señalado que las condiciones de vida y de trabajo a las que se
sometía a los prisioneros llevaban casi inexorablemente a la muerte, por lo que de facto se alcanzaban niveles de fallecimientos parecidos a los campos de exterminio. Así,
cerca de medio millón de judíos murieron en los guetos, convertidos de facto en campos de concentración.
De manera notoria, el sistema exterminador continuó funcionando incluso cuando dificultaba
el desarrollo del esfuerzo de guerra nazi. En este sentido, fue especialmente sangrante
la actuación en Hungría. En marzo de 1944, los nazis intervinieron ocupando Hungría
como un muro frente al avance soviético y, una vez allí, Eichmann inició el traslado
de los judíos húngaros hacia Auschwitz incluso cuando los nazis ya eran conscientes
de la derrota. Afortunadamente, el papel de varios diplomáticos permitió salvar la
vida de miles de judíos. Fueron los casos de Raoul Wallenberg, Perlasca y Sanz Briz.
5.3. Puntos de debate en el Holocausto
Los alemanes corrientes y los nazis
Uno de los temas que más han interesado en los últimos años es el que atañe a la relación
entre el nazismo y la ciudadanía germana. Inmediatamente después de finalizada la
guerra, se discutió el papel en general pasivo de una gran parte de la ciudadanía
durante la persecución de judíos. Uno de los primeros en poner el dedo en la llaga
fue Karl Jaspers, en su conocida reflexión sobre la distinta culpa atribuible a los
alemanes durante este episodio de su historia. En uno de los párrafos aborda la cuestión
de los «espectadores», esto es, la actitud de aquellos alemanes que sabiendo lo que
estaba ocurriendo con los judíos, permanecieron pasivos como si el asunto no fuera
con ellos.
«Cada uno de nosotros es culpable por no haber hecho nada. En la medida en que permaneció
inactivo [...] Pero la pasividad sabe de su culpa moral por cada fracaso que reside
en la negligencia, por no haber emprendido todas las acciones posibles, para proteger
a los amenazados, para aliviar la injusticia, para oponerse. En ese sometimiento propio
de la impotencia quedaba siempre un margen para una actividad que, aun cuando no sin
peligro, sí que era efectiva cuando se desarrollaba con precaución.»
No cabe duda de que la participación en la humillación, persecución y muerte de millones
de judíos no se puede reducir únicamente a las autoridades que dieron las órdenes
para llevar a cabo la Solución Final, a los miembros de la SS, a los miembros de los
Einzatsgruppen, etc. También hubo individuos que sin estar obligados ni tampoco amenazados a llevar
a cabo acciones conducentes a la muerte de los judíos, colaboraron o ayudaron en dicho
proceso. Hay muchos casos de este tipo de colaboradores relatados por historiadores.
Como antes señalaba, la cuestión acerca de la responsabilidad de los alemanes ha generado
una discusión importante que en los últimos años ha vuelto a renacer a raíz del libro
de Daniel Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler, en el que se sostiene la tesis de la responsabilidad general de los alemanes. Por
otro lado, otros autores han tendido a diluir el diferente papel jugado en el Holocausto
de los perpetradores y los testigos o espectadores. Yves Ternon parece suscribir esta
tesis cuando señala:
«Todos estuvieron implicados: los que sabían, los que veían, los que sospechaban,
los que no querían saber, los que no sabían nada... El genocidio no es un espectáculo
donde actores y espectadores son distintos.»
En este sentido, parece necesario (como ya han hecho notar muchos historiadores) puntualizar
tanto la atribución de Goldhagen como la de Ternon, señalando que hubo distintos tipos
de participación, pues la atribución global de responsabilidad de culpa lleva, como
dice Hanna Arendt, a la imposibilidad de juzgar. Por otro lado, en esta empresa es
bueno tener presentes las palabras de Primo Levi cuando señala la necesidad de evitar
caer en la tentación de simplificar las responsabilidades, pues aquí, como en otros
ámbitos de la vida, nos gustaría que hubiese ganadores y vencidos, buenos y malos,
para así poder escoger fácilmente. Pero no todos los casos pueden caer tan fácilmente
en una categoría u otra.
En cualquier caso, los individuos que conocían lo que estaba ocurriendo en Alemania
con los judíos pero que permanecieron pasivos –es decir, no intervinieron– y que no
eran aceptantes constituyen lo que se ha denominado los espectadores (bystantders). Su actitud ha sido descrita a través de muchos testimonios. Fue el grupo de individuos
que se dieron la vuelta para no ver los crímenes y así no verse afectados por ellos.
Uno de estos relatos es el de Inge Deutschkron, que en aquel tiempo era una niña judía
que sobrevivió oculta en Berlín y que cuando fue adulta narró sus vivencias en aquellos
tiempos de terror. Uno de los episodios que relató fue la reacción de los berlineses
cuando, en sus casas o en plena calle, los judíos eran detenidos y llevados presos:
«La gente se detenía en la calle, se hablaban unos a otros al oído y luego seguían
rápidamente su camino, a la seguridad de sus hogares, donde espiaban por las ventanas
con las cortinas corridas para ver qué sucedía.»
No todos estos alemanes tuvieron la misma reacción de aquiescencia frente a la realidad
de lo que estaba ocurriendo. Otros espectadores mostraron vergüenza ante la humillación
que sufrían los judíos. Horwitz cuenta los sentimientos de una alemana ante lo que
sucedía:
«Se les obliga a cavar sus propias tumbas –susurra la gente. Se les quita la ropa,
los zapatos, la camisa. Se les manda desnudos a la muerte. El horror es tan increíble
que la imaginación se niega a aceptar su realidad. Algo no funciona. Simplemente se
deja de extraer cierta conclusión [...] Esa indiferencia es lo único que hace posible
seguir viviendo. Darse cuenta de estas cosas es amargo y vergonzoso.»
Esta actitud de los espectadores ha sido especialmente debatida, dado que fue una
gran parte de la población alemana la que se comportó de esta manera, y de ahí que
surja una de las cuestiones más imperiosas que plantea el nazismo: ¿cómo pudo la ciudadanía
alemana permanecer impasible con la destrucción de los que habían sido sus vecinos?
La responsabilidad de los alemanes pasivos, indiferentes o conformes con la suerte
de los judíos ha sido destacada en el acontecer y éxito del Holocausto, pues a pesar
de no haber actuado en la matanza, es muy probable que sin su pasividad tal desastre
no hubiera ocurrido. Como ha señalado Ian Kershaw:
«Es la indiferencia del pueblo alemán hacia el destino de los judíos... alimentada
por el antisemitismo latente lo que propició el clima en el que la espiral de la agresión
nazi hacia los judíos tuvo lugar sin obstáculos.»
Aunque no quepa la menor duda de que la mayor parte de la responsabilidad del genocidio
debe adscribirse a Hitler y sus secuaces, también parece fuera de toda duda el hecho
de que la matanza habría tenido pocas probabilidades de éxito sin la apatía o aquiescencia
de los alemanes. De nuevo Kershaw pone el dedo en la llaga:
«El camino hacia Auschwitz fue construido por el odio, pero pavimentado por la indiferencia.»
Los salvadores
Frente a los espectadores, se alzan los salvadores que se caracterizan por su actuación
altruista. Las muestras de comportamientos altruistas registrados durante el Holocausto
han sido numerosas, pero desgraciadamente fueron pocas en comparación con las actitudes
de apoyo o aquiescencia a las políticas genocidas del régimen nazi. La acción de los
rescatadores ha recibido elogios y agradecimientos diversos, como ocurre con la fundación
Yad Vashem, que honra a los gentiles que salvaron vidas de judíos.
Una de las preguntas que sugiere el Holocausto es por qué hubo tan pocos comportamientos
altruistas, cuando parece que el altruismo se constituye en un rasgo de la naturaleza
humana. Como señala H. L. A. Hart, los seres humanos no somos ángeles, pero tampoco
somos demonios, sino que nos situamos en un punto intermedio y en este sentido no
somos completamente egoístas sino que podemos tener interés en el bienestar de nuestros
semejantes, aunque sea un interés limitado en extensión e intermitente en el tiempo.
Los casos de salvadores durante el Holocausto han sido registrados y analizados profusamente.
Aquí nos encontramos casos como el de Le Chambon, un pequeño pueblo francés donde
bajo la dominación del régimen de Vichy la mayor parte de la población colaboró en
la salvación de judíos. En esta tarea, el pueblo estaba encabezado por el pastor protestante
quien, ante la requisitoria de las autoridades francesas colaboracionistas, respondió
que no estaba dispuesto a entregar a los judíos, pues según él: «Nosotros no sabemos
qué es un judío, solo conocemos hombres».
Otro caso interesante de salvador, pero aquí sin éxito, fue el del químico Kurt Gerstein,
oficial alemán de las SS encargado de fabricar el gas Zyklon B para los campos de
concentración. En un principio Gerstein pensaba que el gas se utilizaría para desinfectar
barracones, hasta que un día descubrió el verdadero uso que se le daba. Horrorizado,
y animado por su honda conciencia cristiana, intentó comunicar su descubrimiento a
sus más íntimos amigos de su comunidad religiosa. Algunos le sugirieron que dimitiera,
pero él decidió seguir y así poder ofrecer pruebas documentales del exterminio. Tal
intento constituyó un fracaso. Gerstein permaneció en las SS hasta el final de la
guerra, y fue capturado por tropas francesas. Se le trasladó a la prisión militar
de Cherche-Midi donde, 20 días después, fue encontrado muerto. En definitiva, dadas
las convicciones religiosas de Gerstein se puede pensar que tenía una motivación altruista
pura, pero sus actos (en principio, exentos de sacrificio) fueron un fracaso y no
pudo detener el Holocausto y ni siquiera salvar vidas.
Muy distinto fue el caso de Oskar Schindler, cuya tarea salvadora ha sido novelada
y llevada al cine, de modo que es mundialmente conocida. Es sabido que era el dueño
de varias empresas en la Cracovia nazi y que utilizó sus contactos con las autoridades
nazis para conseguir mano de obra judía que obtenía del gueto de Cracovia y del campo
de concentración de Plaszow. En unos anejos a la fábrica, alojó a unos 900 judíos.
Posteriormente, sumó a unos 100 judíos más provenientes del campo de Goleszow.
La actuación de Schindler no es fácil de caracterizar. Parece que realmente tenía
una consideración humana hacia los judíos, actitud fuertemente apoyada por su esposa,
Emile. Y no cabe duda de que corrió riesgos, sobre todo cuando tenía que negociar
con nazis como Amon Goeth, el demoníaco comandante del campo de concentración de Plaszow.
Pero también parece que en su actuación había una motivación auto-interesada: se aprovechó
de la mano de obra casi gratis que constituían los judíos. Basta para resumir su personalidad
las palabras de su esposa cuando se le preguntó después del estreno de la película
si su marido había sido un santo o un demonio, a lo cual respondió: «un santo del
demonio».
La resistencia judía
La descripción de los judíos como un pueblo que aceptó pasivamente su muerte fue dibujada
por primera vez por Raul Hilberg y continuada por Hanna Arendt. Entre otros juicios,
señalaron la coordinación entre la Agencia Judía (que buscaba promover la inmigración
judía hacia Palestina) y las autoridades nazis. También subrayaron el papel de los
consejos judíos (Judenrät, cuerpo de delegados por los nazis para controlar los guetos
y facilitar el transporte de los judíos). Según la opinión de Hannah Arendt, sin tales
líderes y la organización que montaron para la gestión de las necesidades cotidianas
en los guetos, el pueblo judío habría sufrido todavía más miseria en manos de los
nazis, pero por otro lado, el número total de víctimas habría sido posiblemente inferior.
Sin embargo, los últimos estudios mostrarían matices a esa descripción, especialmente
señalando que bajo terribles circunstancias los judíos encontraron formas de resistencia
no solo escondiéndose, sino también luchando para preservar su cultura e incluso lanzando
ataques armados (por ejemplo, el intento de fuga de Sobibor y el levantamiento del
gueto de Varsovia en abril de 1944).
Los aliados y las iglesias: ¿pudieron ser salvados los judíos?
Algunos autores han señalado que retrospectivamente los europeos podrían haber hecho
algo más por evitar la tragedia de los judíos; empezando por la Conferencia de Evian
de 1938, donde los representantes de los países occidentales tuvieron la ocasión de
haber ofrecido mejores oportunidades abriendo las fronteras a los refugiados judíos.
Sin embargo, aquellos esquivaron su responsabilidad moral, lo cual facilitó que Hitler
tuviera las manos libres en Alemania para presionar a los judíos.
En lo que respecta al desarrollo de la guerra, parece claro que los detalles de las
matanzas eran bien conocidos por los Aliados desde muy pronto, pues las comunicaciones
de radio de la policía nazi aludiendo al asesinato en masa fueron interceptadas.
También se discute mucho si el bombardeo de los campos de concentración hubiese retrasado
en demasía el avance de las tropas aliadas o de las soviéticas, especialmente en la
fase final de la guerra, cuando los nazis pusieron su atención en los judíos húngaros.
El papel de la Iglesia católica también ha sido objeto de discusión y de crítica.
El papa Pío XII se mantuvo en silencio respecto de la masacre que estaban cometiendo
los nazis, incluso con los judíos que vivían en Roma. En Alemania, las iglesias prácticamente
no hicieron nada para impedir el genocidio, cuando hubieran tenido la oportunidad
de influir en algunas decisiones de los nazis, pues estos demostraron varias veces
ser sensibles a la opinión pública, como sucedió en el caso del programa T4 contra
los retrasados mentales: las protestas hicieron que tal campaña cesara en 1941.
6. Camboya: los Jemeres Rojos y el Año Cero
Del 17 de abril de 1975 al 7 de enero de 1979, Camboya fue dirigida por la organización
guerrillera denominada Jemeres Rojos, que tomó el poder con un proyecto de purificación
étnica y de limpieza social emparentado con el nacionalismo y el comunismo más radicales.
El genocidio camboyano fue concebido y perpetrado como un programa de uniformización
de la sociedad que incluía la supresión de los grupos étnicos y religiosos, así como
de los individuos considerados «irrecuperables».
Se calcula que durante los cuatro años del régimen de los Jemeres Rojos, murieron
2 millones de personas. No ha sido la masacre con más muertos, pero si se tiene en
cuenta la población camboyana, supuso la matanza de una cuarta parte de la población.
En este sentido relativo es, quizá, la masacre más virulenta del siglo xx.
Como ha señalado Glover, el genocidio camboyano es la radicalización de los regímenes
de Stalin y Mao, aunque presenta ciertos rasgos característicos que lo particularizan:
el grado de paranoia acerca de los enemigos, la obsesión por la pureza y la creencia
en que se podría erradicar de la sociedad a los individuos irrecuperables. El proyecto
principal consistía en la reforma total de la sociedad, venciendo cualquier barrera
basada en los sentimientos morales previos, la tradición o las creencias religiosas
compartidas. El proyecto jemer se extendía a todos los rincones de la sociedad, incluyendo
la modificación de la identidad de los individuos.
6.1. Breve crónica de Camboya
Hasta el siglo xix, el conocido como reino Angkor había estado ocupado por Siam (actual Tailandia),
pese a lo cual había logrado mantener su identidad jemer. Sin embargo, en 1884 el
país volvió a padecer una ocupación extranjera, en este caso bajo dominio francés,
país que se limitó a explotar Camboya y no a organizarlo para su propio desarrollo.
Como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, en 1941 Japón ocupa la capital Phnom
Penh, proclama el final del sometimiento de Asia a las potencias europeas y declara
la independencia de Camboya. El joven rey Norodom sube al trono con 18 años. Sin embargo,
este episodio de libertad dura poco ya que los franceses vuelven en 1946, restituyen
las fronteras de Camboya y lo convierten en un Estado autónomo en el seno de la Unión
Francesa.
Hay que esperar hasta 1953 para que Camboya recobre su soberanía. Se crea un partido
apoyado por el rey, la Comunidad Socialista Popular (Sangkun). Durante la Guerra de
Vietnam, se mantiene neutral. Conserva buenas relaciones con Occidente, pero también
con los países comunistas. Sin embargo, los conflictos no tardan en extenderse. En
1965 empiezan los incidentes fronterizos con Tailandia y Vietnam. Entonces, el rey
se acerca a China y acepta la implantación de santuarios Viet Cong cerca de la frontera
camboyana. En 1969, EE. UU. bombardea esos santuarios. En 1970, mientras el rey está
de visita en Francia, se prepara un golpe de Estado apoyado por EE. UU. que lleva
al poder al mariscal Lon Nol, con la esperanza de utilizar Camboya contra Vietnam.
En dos meses son detenidos y masacrados 30.000 vietnamitas, pero los norvietnamitas
replican invadiendo Camboya. Los norteamericanos responden bombardeando esas zonas,
de forma que en tres años caen en Camboya más bombas que sobre Japón durante toda
la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, el derrocado Norodom Sihanuk forma el Frente Nacional Unido de Kampuchea
y crea un Gobierno en el exilio en China, con antiguos estudiantes Jemeres Rojos.
A pesar de que la alianza es antinatural, al unirse un grupo comunista con un monarca,
el trasfondo es estratégico pues los Jemeres utilizan al príncipe y su legitimidad
para el asalto al poder.
Los Jemeres Rojos dejan que Lon Nol y los norvietnamitas luchen entre sí para después
iniciar la liberación. Las zonas liberadas les sirven de banco de pruebas para experimentar
su «utopía». La vida social se transforma por completo: los campesinos son expulsados
de sus pueblos y reagrupados en comunas populares, concebidas como cooperativas autónomas
y aisladas del mundo exterior. Los Jemeres Rojos les prometen que todo será repartido
y que nadie pasará hambre, pero hacen reinar el terror. La organización que gobierna
a los Jemeres Rojos, Angkar, está en todas partes y lo controla todo.
Paralelamente, inician un programa de depuración étnica y política que incluye a los
vietnamitas y a los comunistas venidos de Vietnam. Entre 1973 y 1975, el pueblo camboyano
vive entre el Gobierno profascista de Lon Nol y los Jemeres Rojos. La guerra produce
más de un millón de muertos, repartidos a mitades entre ambos bandos; se calcula que
unos 100.000 a causa de los bombardeos norteamericanos, y hay que recordar que Camboya
no estaba en guerra con EE. UU. Apenas se puede dudar de la responsabilidad de este
país en el surgimiento de los Jemeres Rojos. El príncipe Sihanuk señaló que Nixon
y Kissinger fueron su creadores al extender la guerra a Camboya, pues a estos les
fue fácil ganarse a los campesinos, golpeados por la guerra y los bombardeos.
El 17 de abril de 1975, Phnom Penh recibe a los «liberadores». La guerra ha acabado.
Los jóvenes jemeres, nada más entrar, ordenan a sus habitantes abandonar la ciudad.
Se evacúan incluso los hospitales, donde había más de 20.000 enfermos y heridos de
todo tipo. Todos los extranjeros son agrupados en las embajadas, las cuales son forzadas
a entregar a todos los refugiados camboyanos. Comienza el éxodo de 2 millones de personas
que recibieron la orden de volver a su pueblo natal, pero que se dispersaron por cualquier
lugar.
Los Jemeres Rojos pretenden descubrir la identidad de cada uno los camboyanos, con
el objetivo de destruir los grupos sociales considerados enemigos del régimen, para
lo cual arrebatan a los ciudadanos sus carnés de identidad. Los militares y funcionarios
del antiguo régimen son los primeros en morir.
Por otro lado, los Jemeres Rojos cortan todo vínculo con la comunidad internacional
cerrando las fronteras y sometiendo a una fuerte vigilancia las costas. Los extranjeros
son expulsados. Excepto los establecimientos diplomáticos de nueve países comunistas,
el resto de las embajadas –incluida la soviética– son cerradas. Las únicas informaciones
sobre la vida en Camboya son suministradas por la radio de la capital, que emite en
lengua jemer. En el interior, las ciudades permanecen semivacías. Camboya se transforma
en un inmenso campamento de trabajo donde la población es brutalmente sometida a medidas
de una radicalidad sin parangón en la historia contemporánea. Toda la vida social
y económica es planificada con un rigor implacable.
6.2. Los Jemeres Rojos
El sentimiento nacional jemer surge en 1936 con el movimiento Issarak –‘Jemer libre’–,
caracterizado por una ideología independentista y no comunista. Durante la Segunda
Guerra Mundial, los movimientos antifranceses se multiplican y los jóvenes camboyanos
se alían con los miembros del Partido Comunista Indochino, fundando en 1930 por Ho
Chi Minh. De esta mezcla de movimientos antifranceses, comunistas y nacionalistas
nacieron los Jemeres Rojos, cuyos miembros eran antiguos alumnos de Sisowath, la escuela
secundaria de la capital donde son educados los hijos de la alta sociedad camboyana.
Posteriormente el movimiento se desarrolla en la propia Francia, donde son enviadas
a estudiar las élites camboyanas. En la Casa de Indochina de la ciudad universitaria
surge la Asociación de Estudiantes Jemeres, la cual limita inicialmente sus pretensiones
a la independencia.
Los más militantes forman el Círculo Marxista-Leninista Camboyano de París, apoyado
por el Partido Comunista Francés, al cual se afilian la mayor parte de los futuros
Jemeres Rojos: Thiorun Mumm, el pionero y su hermano, Thoioun Prasith; Khieu Sampah,
Son Sen, Hou Youn, Hu Nim, Ok Sakun y, sobre todo, Saloth Sar, Ieng Sary, Khieu Thirith
y su hermana Khieu Ponnary. Son estos estudiantes quienes crean en los años cincuenta
la Unión de Estudiantes Jemeres (UEK), la cual se convierte en foco de las ideas revolucionarias.
De retorno a su país, se convierten en políticos.
Un año después de declararse la independencia del país, el movimiento estalla, de
modo que algunos de sus miembros se instalan en Vietnam del Norte y otros se quedan
en Camboya. En 1960 se constituye el Partido de los Trabajadores de Kampuchea (Camboya),
que cinco años después se transformará en el Partido Comunista de Kampuchea.
6.3. El mito agrario
Los Jemeres Rojos deseaban eliminar la vida de las ciudades a favor de una sociedad
rural, de ahí que adquirieran la mitología de los campesinos, como colectivo históricamente
humillado y despreciado por cualquiera que ejerciera el poder. Pero paradójicamente,
a la vez que adquieren su visión, pretenden transformar su identidad. De ahí que no
tardaran en ideologizarlos, convirtiéndolos en fieles y crueles soldados. Los jefes
políticos experimentan con ellos el modelo de sociedad que quieren imponer en Camboya.
La Revolución China les sirve de ejemplo, pero quieren llegar más lejos. El odio hacia
lo urbano se exacerba, pues se consideraba que estaba formado por explotadores inmorales
y vagos. Como cita Glover, «la ciudad es el mal, porque en la ciudad hay dinero. Se
puede reformar a las personas, pero no a las ciudades. Sudando para limpiar y arar
la tierra y cosechar los cultivos, los hombres aprenderán el verdadero valor de las
cosas. ¡El hombre tiene que saber que ha nacido de un grano de arroz!».
El pilar sobre el cual se erige la nueva sociedad es la cooperativa como central de
trabajo donde todos los integrantes trabajan, desde los niños de 12 años –o incluso
más pequeños–, hasta los viejos (llamados «jóvenes viejos»). Las jornadas de trabajo
se extienden hasta 15 horas o más, además de que escasean la comida, los cuidados
médicos y los medicamentos.
6.4. La construcción de una nueva sociedad
La influencia de Mao en el proyecto de reconstrucción de los Jemeres Rojos fue más
que notable. Había un optimismo exacerbado acerca de la agricultura como motor de
la economía. Sin embargo, el desarrollo de esta se hacía descansar no sobre reformas
tecnológicas, sino sobre la base de un voluntarismo ciego. El presupuesto sobre el
que se basaba el futuro éxito era que el trabajo por parte de enormes cantidades de
personas sería suficiente para superar cualquier obstáculo. Era más importante el
trabajo que la tecnología o las habilidades. Como apunta Glover, «la tecnología no
es el factor decisivo: los factores determinantes de una revolución son políticos,
gente revolucionaria y métodos revolucionarios». Para hacerse una idea del voluntarismo
jemer, basta una cita de Pol Pot: «Antes para ser piloto hacía falta educación secundaria,
o sea, entre doce y catorce años de estudio. Hoy día está claro que la conciencia
política es el factor decisivo».
Sin embargo, los Jemeres Rojos desarrollaron su programa de transformación con un
ímpetu mucho mayor que la revolución maoísta, pues en esta no se llegó a vaciar todas
las ciudades ni se trató de eliminar el dinero, como tampoco se clausuró tan férreamente
el país frente a las influencias provenientes del extranjero.
Bajo el régimen jemer, la eliminación de la vida urbana supuso que casi toda la población
viviera y trabajara en granjas colectivas agrarias, sobre las que se construyó todo
el crecimiento económico. El mito agrario era tan fuerte que se creía ciegamente que
bajo el antiguo reino de Angkor se había podido tener una segunda cosecha anual en
la estación seca y que los jemeres podrían repetir el proyecto.
Al igual que Mao con la Revolución Cultural, los Jemeres Rojos aspiraban a recrear
la totalidad de la vida y, con ello, destruir la totalidad de la cultura tradicional.
Era el Año Cero: un comienzo totalmente nuevo de la historia. Como señala Glover,
el programa jemer suponía abolir, desarraigar y dispersar lo restos culturales, literarios
y artísticos de los imperialistas, colonialistas y todas las otras clases opresoras.
La «sociedad nueva» se asentaba sobre el adoctrinamiento de toda la población, incluyendo
presiones psicológicas. Pero junto a este ideario más o menos abstracto, es necesario
consignar la lista de decisiones mucho más concreta que impusieron los jemeres, amparados
por ese ideal del Año Cero: el rechazo de los instrumentos musicales tradicionales,
la desaparición de tradiciones artesanales, artísticas y gastronómicas. La prohibición
de conservar objetos de la ciudad, vestir prendas de color, manifestar los sentimientos,
las influencias occidentales, los medicamentos, los libros, etc.
Por otro lado, se buscó una independencia política y económica total, lo cual llevó
a rechazar ayuda alimentaria internacional e, indefectiblemente, a un aislamiento
total. Pensaban que podrían ser autárquicos y transformar la sociedad sin ayuda externa.
El programa jemer se inmiscuía también en la vida privada de los ciudadanos, incluyendo
la desaparición de la propiedad privada, de los mercados, del dinero, de la religión,
de los matrimonios y de la familia. En efecto, los individuos tenían que compartirlo
todo. Las comidas comunales pasaron a ser obligatorias, así como los dormitorios comunales
para hombres y mujeres. Los niños eran separados de sus padres a los 7 años y recibían
una enseñanza específica, completamente politizada, para después ser enrolados en
el ejército. Como sucedió en la Unión Soviética con Stalin y en China con Mao, se
convirtieron en espías, pues solo debían obediencia al Angkar.
El concepto de clase autorizaba todos los excesos. El jefe de la cooperativa y los
soldados ostentaban todo el poder para castigar según su libre discreción y «hacer
desaparecer» a sus víctimas. No había rastros de tribunales y de garantías procesales.
Las ejecuciones solían ser públicas y crueles, y era frecuente aplastar la cabeza
del condenado con un mazo o cortarla con una azada.
La reeducación social incluía una nueva clasificación de las personas según su origen.
En primer lugar, estaban los que tenían «plenos derechos» (campesinos trabajadores
medios y pobres), entre los cuales se incluía el derecho a votar. En segundo lugar,
la gente de clase media baja o campesinos ricos («candidatos»), a los que se les permitía
decir qué pensaban pero no votar. Y en tercer lugar, los clasificados como «capitalistas»
y los miembros de las minorías no camboyanas («heces»), que quedaban excluidos de
las reuniones y privados de toda actividad cívica.
6.5. La purificación de la identidad personal
Un propósito clave de los Jemeres era la purificación social pero también individual,
proceso que llevó a lo que un experto ha denominado «vaciar el cesto y volver a poner
en él solo la fruta que se sabe con certeza que no está podrida». Y es que según Pol
Pot, la sociedad debía ser considerada análoga a un organismo que puede ser debilitado
e incluso destruido por la acción de los gérmenes:
«Hay una enfermedad en el seno del Partido... No podemos localizarla con precisión.
La enfermedad debe salir a la luz para poder examinarla... buscamos microbios, sin
éxito. Están enterrados. Sin embargo, a medida que nuestra revolución socialista avance
y penetre más vigorosamente en todos los rincones del Partido, el ejército y el pueblo,
localizaremos los horribles microbios.»
Sería fácil comparar la revolución que impulsaron los Jemeres Rojos con otras revoluciones,
incluida la francesa, la rusa y la china, que también estuvieron obsesionadas por
la eliminación de «traidores». Pero había una diferencia cualitativa, pues en estas
revoluciones, en general se seleccionaba a los individuos o los grupos a los que había
que purgar. En cambio, en la Camboya bajo los Jemeres Rojos, como señala Glover, el
proceso fue muy distinto: consistía en «vaciar el cesto», pues se partía de la presunción
de que todo el mundo es «fruta podrida», de ahí el vaciamiento de las ciudades y la
presunción de que todos los ciudadanos pertenecientes a una clase social eran sospechosos
o directamente acusados de traidores.
En este sentido, eran frecuentes eslóganes como «Hay que cortar lo que está infectado»,
«Lo podrido debe ser eliminado» o «Podar una planta mala no es suficiente, hay que
arrancarla». Pero el que quizá daba cuenta de una manera más dramática de esta forma
de pensar paranoica era el siguiente: «¡Uno o dos millones de jóvenes bastan para
hacer la nueva Kampuchea!». Del resto, obviamente, se podría prescindir.
Pero no solo era la población la que sufría las paranoias de los altos dirigentes
de los Jemeres Rojos. Los cuadros intermedios también vivían inmersos en el terror
del complot y no tardaban en destruirse entre ellos mismos. Como había sucedido en
la URSS con las purgas, los campos de concentración empezaron a llenarse de «enemigos
interiores». Uno de estos centros era Tuol Sleng, establecimiento donde unos 20.000
internos fueron torturados y ejecutados siguiendo un macabro orden: un día para los
niños, otro para las mujeres, otro para los obreros, etc. La mayoría de las víctimas
eran Jemeres Rojos considerados peligrosos, ya fuera por su discrepancia o por ser
sospechosos de intento de derrocamiento.
Dado que gran parte de las víctimas eran los propios camboyanos, algunos expertos
hablan de endogenocidio, pues parecía tratarse de una política suicida. Los Jemeres
Rojos se vanagloriaban de no necesitar más de un millón de jóvenes ideológicamente
sólidos para construir la nueva Kampuchea.
El extremismo de los Jemeres superó con creces el modelo maoísta de la Revolución
Cultural de Mao. Las estimaciones señalan que entre 1 y 2 millones de camboyanos,
sobre una cifra de 7 millones, murió en los menos de 4 años en los que los Jemeres
Rojos estuvieron en el poder, lo cual lo convierte en uno de los genocidios más mortíferos
de la historia.
Curiosamente, en 1979 la Asamblea General de la ONU admitió a los Jemeres Rojos como
representantes de Camboya. El escaño de los Jemeres Rojos se mantuvo hasta 1982, con
el apoyo de la mayor parte de los miembros de la Asamblea General.
7. El genocidio ruandés
7.1. Breve crónica de Ruanda
Ruanda es un pequeño país cuyo territorio ocupa 26.338 km2 (algo mayor que la Comunidad Valenciana) en la zona africana de los Grandes Lagos.
Como ocurre con muchos países africanos, poco se conoce de su historia precolonial.
Se tiene constancia de que estaba habitada inicialmente por una etnia, los hutus,
provenientes del oeste africano. Posteriormente llegaron los tutsis procedentes del
norte, supuestamente de Egipto y, a pesar de que estos eran numéricamente inferiores,
consiguieron dominar el territorio formando un sistema jerarquizado de castas. Ruanda
incluía un tercer grupo étnico, al que se conoce bajo el nombre de twa o pigmeos, que representaba solo el 1 % de la población y ocupaba el lugar más bajo
de la jerarquía social y de la estructura de poder. A pesar de que los twa no constituían una amenaza para nadie, la mayor parte de ellos también fueron aniquilados
en 1994. En la historia ruandesa se constata una división socioeconómica en la que
los tutsis eran principalmente ganaderos y los hutus agricultores, lo cual repercutía
en una superioridad política de los primeros. Más allá de estas diferencias, lo cierto
es que todos los ruandeses tenían las mismas tradiciones, la misma lengua (kinyaruanda)
y se habían sometido al mismo rey tutsi (mwami). De esta forma se constituyó una sociedad dominada por la dinastía tutsi, pese a
ser solo el 15 % de la población.
Ahora bien, esta es una de las versiones del origen histórico y étnico de Ruanda.
No encontramos un acuerdo unánime acerca de que en realidad haya dos etnias distintas,
pues de hecho compartían el mismo idioma, tenían las mismas creencias y tradiciones
religiosas, las mismas costumbres y el mismo Gobierno, y las diferencias en cuanto
al aspecto físico no está claro que existan o sean tan pronunciadas como para hablar
de dos razas.
Algunos historiadores sugieren que la historia basada en las diferencias étnicas de
hutus y tutsis es, en realidad, un mito, una explicación sin base científica. El propagador
de tal hipótesis diferenciadora fue un explorador británico, John Hanning Speke, quien
relacionó unas investigaciones poco rigurosas sobre los habitantes de áfrica central
con el relato bíblico. De ahí surgió en 1863 el libro Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo, en el que aventuraba que en el territorio que es hoy Ruanda había un conjunto de
jefes que se denominaban a sí mismos tutsis y que, entre otros aspectos, se caracterizaban
por medir la riqueza no por el terreno que poseían, sino por el número de vacas. También
destacaba este grupo, en su opinión, por ser sus integrantes más altos y por tener
una nariz más angulosa que los hutus. En opinión de Speke, el origen de dicho clan
debería encontrarse en una tribu de cristianos que habían emigrado de los desiertos
de Oriente Medio (posiblemente Egipto) y que, por lo tanto, tendrían un origen noble.
En cambio, los hutus serían, en la interpretación de Speke, un grupo caracterizado
por tener pelo negro y rizado, así como una nariz ancha y los labios prominentes.
No es casual que hutu signifique ‘seguidor’. Esto servía a la visión de Speke según
la cual la división y jerarquía entre ambas etnias correspondía a los designios divinos.
Así, los hutus eran los que cultivaban la tierra, lo cual le hacía pensar que descendían
de Cam, el hijo de Noé que, a tenor del noveno capítulo del Génesis, había cometido
el pecado de espiar a su padre. Como castigo a tal falta, Noé lo maldijo, así como
a su descendencia: «será para sus hermanos como el esclavo más vil». En la concepción
histórica de Speke, esta descendencia habría marchado hacia áfrica central, y de ahí
surgirían los hutus, los «seguidores», los subordinados al grupo aristócrata.
Esta interpretación histórica del origen de Ruanda, conocida como la hipótesis camita,
tuvo una gran influencia, pues contribuyó a que los tutsis cercanos al poder comenzaran
a creer que formaban una clase especial. Por otro lado, desde un punto de vista económico-social
se generaron unas relaciones de dependencia de tipo clientelar entre agricultores
y ganaderos (el código ubuhake) que afianzó como clase gobernante a los tutsis, lo cual derivó en la creación de
minifeudos aglutinados alrededor del monarca muami, que siempre fue un tutsi.
Esta situación, en la que se daba simultáneamente el dominio monárquico de los tutsis
y la convivencia pacífica de ambas etnias, no se vio gravemente alterada en 1885 cuando,
en la Conferencia de Berlín, Ruanda pasó a jurisdicción alemana, dado que apenas enviaron
a funcionarios coloniales para administrar el país. En cambio, la situación varió
en 1926, cuando a resultas del desenlace de la Primera Guerra Mundial se decidió que
Ruanda pasara a ser dominio belga.
El mandato belga vino a acentuar unas diferencias étnicas que hasta el momento no
habían tenido apenas importancia en las relaciones entre hutus y tutsis. Los colonizadores
belgas hicieron desaparecer muchas de las costumbres y relaciones sociales que permitían
la convivencia entre hutus y tutsis. Fomentaron una visión racial y postularon una
supuesta superioridad natural de la minoría tutsi sobre la mayoría hutu, convirtiendo
a los primeros en una clase de funcionarios a su servicio. Los colonos belgas siguieron
una política de «divide y vencerás», y en ese sentido adoptaron las hipótesis de Speke
respecto a la historia ruandesa. Sobre esta visión racista, remodelaron la organización
del poder que favorecía el acceso privilegiado por parte de los tutsis a la educación
y a los puestos de mando en la sociedad. En cambio, los hutus vieron cómo su posición
subordinada en la sociedad ruandesa se intensificaba merced a la opresión tutsi, a
veces alentada por las autoridades belgas.
Otro de los cambios que introdujeron los belgas fue el catolicismo y con ello la llegada
de misioneros, lo cual tendría consecuencias insospechadas para la historia de Ruanda,
ya que fueron ellos uno de los focos desde los que se difundió la ideología pro-hutu.
La visión racista que adoptaron los belgas no acabó aquí. Trataron de documentar científicamente
la superioridad tutsi, llegando a afirmar, después de haber tomado medidas, que sus
narices eran dos milímetros más largas que las de los hutus. Por otro lado, extendieron
esta discriminación al ámbito laboral y al educativo. En el primero de estos ámbitos,
los empleos en la Administración colonial fueron reservados para los tutsis. Y en
el segundo, se enseñaba en clase la doctrina según la cual los tutsis eran superiores
a los hutus. Pero quizá la medida racista adoptada por los belgas que con el tiempo
tendría una mayor significación fue la implantación de la pertenencia étnica en los
documentos de identidad. En efecto, tal dato, en apariencia trivial, servirá durante
el genocidio para señalar quién era hutu y quién era tutsi.
Los belgas, como antes los alemanes, decidieron gobernar a través de los tutsis, y
al hacerlo los favorecieron. Así, por ejemplo, establecieron la categoría de jefes
del territorio. En 1959, 43 de estos jefes eran tutsis y solo 2, hutus. Otra de las
iniciativas belgas fue la de establecer un sistema de trabajo en el que la peor parte,
los trabajos agrarios más pesados, eran efectuados por los hutus. Igualmente, establecieron
un sistema de propiedad de tierras en el que los tutsis también fueron beneficiados.
Algo parecido sucedió en la educación. Todo esto contribuyó a que los tutsis y los
hutus interiorizaran las diferencias étnico-raciales establecidas por los colonizadores
europeos. Dadas estas discriminaciones, los hutus empezaron a odiar a los tutsis como
enemigos raciales.
Esta situación empezó a cambiar en la década de los cincuenta con el nacimiento de
la ideología racial hutu, alentada por el clero, y que fomentaba la creencia de que
ellos eran los «indígenas» y los tutsis, los extranjeros, y que estos habían impuesto
tradicionalmente su poder a los nativos. Como resultado de este clima surgirá el PARMEHUTU
(Partido del Movimiento de Emancipación Hutu).
En 1959 tuvo lugar la revolución popular que llevó a los líderes hutus al poder, y
simultáneamente el derrocamiento de la monarquía tradicional y la convocatoria de
elecciones democráticas, las primeras que se celebraban en Ruanda. En la rebelión,
se produjeron los primeros asesinatos de tutsis. También hubo violaciones y se quemaron
poblados tutsis. El resultado de las elecciones fue claramente favorable a los intereses
hutus, que consiguieron el 90 % de los escaños. El poder había cambiado radicalmente
de manos y aunque la mayoría hutu podía justificar la rebelión con el propósito de
derribar la histórica subordinación a la minoría aristócrata tutsi, lo cierto es que
los líderes que encabezaron la revuelta apenas tenían ideología más allá del deseo
de venganza.
Este movimiento de reafirmación coincidió con la independencia de Ruanda en 1962.
A partir de ese momento, la Administración populista hutu consideró a los tutsis como
conspiradores, pérfidos, especuladores y parásitos dentro de un país con exceso de
población. Una consecuencia de esta nueva ideología fue la adopción de medidas discriminatorias
que se convirtieron en matanzas en 1963. Estas supusieron la muerte de 10.000 tutsis
en la prefectura de Gikongoro, así como la huida en masa de miles de tutsis (se calcula
que unos 250.000). Uno de ellos era Paul Kagame, el que sería el líder del FPR y posteriormente
presidente de Ruanda tras el genocidio.
En 1973, el líder hutu Juvenal Habyarimana toma el poder por medio de un golpe de
Estado. Nace así lo que se conoce como Segunda República, pero que progresivamente
fue corrompiéndose y convirtiéndose en un régimen más cercano a una dictadura.
En 1979, y como respuesta a esa situación de deterioro, se gesta el Frente Patriótico
Ruandés, formado mayoritariamente por hijos de los tutsis que habían huido de Ruanda
en los años sesenta durante la «Revolución Hutu». Su base principal de operaciones
se situó en la frontera ugandesa, desde la que desarrollaron una guerra de guerrillas.
Como se ha indicado antes, Paul Kagame, actual presidente de Ruanda, era el jefe militar
de este grupo. Sus miembros eran conocidos por su capacidad de esconderse, y de ahí
que recibieran el nombre peyorativo de «cucarachas». Lamentablemente, con dicho término
pasó a señalarse a todos los tutsis.
La consecuencia de los ataques del FPR fue que el Gobierno hutu radicalizó su política
contra los tutsis, en la que no faltó actos de violencia y persecución. El FPR fue
ganando terreno, lo que provocó que los mítines del presidente de la República versaran
sobre la cada vez mayor amenaza de los tutsis.
A comienzos de los años noventa hay ya una situación de guerra larvada. El FPR aumentó
sus efectivos, así como los ataques en el norte del país desde sus bases de Uganda.
Las reacciones del Gobierno de Ruanda se concretaron tanto en un aumento espectacular
del número de soldados como el de represalias. Se producen detenciones masivas e indiscriminadas,
justificadas en numerosas ocasiones simplemente en relaciones de parentesco o de amistad.
En otras ocasiones, sirven para diezmar a enemigos políticos o de la oposición apoyándose
en el argumento del enemigo interior.
La tensión alcanza tal grado que provoca que Francia y Bélgica envíen tropas para
proteger a sus ciudadanos, pero los franceses también adiestran a las milicias del
Gobierno. Sin embargo, el FPR continúa con su política de agresiones desde la frontera
que le lleva finalmente a conquistar la ciudad de Ruhengeri.
En 1991 se producen negociaciones entre el Gobierno y el FPR, que conducen a la firma
de la paz en Dar es Salaam, y el primero se compromete a reconocer el derecho a la
repatriación de los exiliados y a garantizar la participación de los refugiados en
el proceso democrático. Sin embargo, el alto el fuego dura poco tiempo. La vuelta
del conflicto genera que haya 350.000 refugiados tutsis, pero también se producen
asesinatos de hutus a manos del FPR.
En este mismo año, el Ministerio de Defensa crea grupos de autodefensa popular: las
milicias del Movimiento Republicano Nacional para la Democracia y el Desarrollo (MRND),
conocidas como Interehamwe (‘los que permanecen juntos’ o ‘los que pelean juntos’) y las milicias conocidas
como Impuzanmugambi (‘los que tienen la misma meta’). Estos grupos se convertirán en una milicia oficial
y combatirán junto a las tropas gubernamentales. Su misión principal será la persecución
de los tutsis acusados de ser miembros o simpatizantes del FPR. Su instrucción se
encomienda a la Guardia Presidencial, cuyos miembros son adiestrados por militares
franceses del DAMI (Détachement d’Assistance Militaire d’Instruction). Tras estas
directrices se encuentra el grupo conocido como akazu, altos funcionarios, militares y empresarios que temen perder cuotas de poder con
los acuerdos de paz, ya que estos incluyen la incorporación de los tutsis en los resortes
de la Administración y del ejército.
En marzo de 1992 vuelve a acordarse la paz en Arusha, bajo los auspicios de la Organización
para la Unidad Africana. El FPR acepta ciertas concesiones, entre las que se encuentra
la retirada de sus tropas del norte del país, a cambio de la formación de un Gobierno
y de una asamblea de transición, que incluiría al FPR, pero nada acaba de concretarse.
En septiembre comienzan las emisiones radiofónicas de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM), que alienta el exterminio de los tutsis y de los hutus traidores. Como se
verá a continuación, el papel de esta emisora fue clave en la gestación y el desarrollo
del genocidio, dado que contribuyó decisivamente a generar odio hacia los tutsis y,
por otro lado, desempeñó un papel relevante al señalar con nombres y apellidos quiénes
debían ser perseguidos y asesinados.
7.2. El genocidio
El 6 de abril de 1994 tuvo lugar el hecho que desencadenó el genocidio: el avión presidencial
donde viajaban el presidente Habyarimana y el de Burundi, Ciprian Ntaryamira, que
regresaban de Dar es Salaam, donde habían mantenido conversaciones de paz, fue derribado
por dos misiles SAM poco antes de aterrizar en Kigali. Aún existen dudas sobre la
autoría del magnicidio. Las hipótesis que se barajan son que fue cometido por radicales
hutus pertenecientes a la Guardia Presidencial, contrarios a las negociaciones, mientras
que la otra sospecha recae en miembros del FPR (hipótesis que en la actualidad parece
más verosímil). En todo caso, en ese momento se acusó de la autoría a los tutsis y
así se abrió la espoleta del odio.
Al día siguiente, fueron asesinados la primera ministra Agathe Uwilingiyimana (hutu
proclive a los acuerdos de paz) y diez cascos azules belgas que intentaban protegerla.
También el presidente de la Corte de Casación. Poco después empieza una auténtica
persecución y eliminación sumaria de los principales miembros de la oposición política
y de los tutsis. En pocas horas son asesinados los principales líderes de los partidos
opositores. Así, murieron el presidente y vicepresidente del partido socialdemócrata
y del partido liberal. Dada la rapidez con que se localizó y se ejecutó a las víctimas,
quedan pocas dudas de que todo fue preparado con antelación.
Dos días después, se forma un nuevo Gobierno interino integrado por hutus extremistas
y presidido por Theodor Sindikubwabo, antiguo portavoz de la Asamblea Nacional. Se
culpa al FPR y las tropas belgas de UNAMIR del asesinato del presidente Habyarimana,
en una clara señal de dar cobertura al genocidio. Se calcula que en apenas dos meses
son asesinadas entre 800.000 personas y 1 millón. Estas son las cifras absolutas,
que ya dan cuenta de la magnitud de la tragedia, pero si se toman en consideración
otras cifras, aumenta la dimensión del genocidio ruandés. En efecto, el genocidio
en Ruanda produjo la tercera cifra más alta de víctimas de las producidas por los
genocidios que han tenido lugar en el mundo desde los años cincuenta, superada únicamente
por las matanzas en Camboya. Sin embargo, dado que la población total de Ruanda es
mucho menor, la magnitud proporcional del genocidio en Ruanda en cifras relativas
de población asesinada supera con mucho la de Camboya.
El grado de crueldad del genocidio apenas tiene parangón en la historia: las víctimas
eran asesinadas por doquier, siendo el principal instrumento de la matanza el machete.
En muchas ocasiones, los perpetradores no mataban inmediatamente a las víctimas, sino
que las mutilaban y las dejaban morir desangradas. No era infrecuente que las familias
fueran asesinadas juntas, o que los padres fueran obligados a matar a sus hijos. Las
hijas eran frecuentemente violadas ante su propia familia. Algunos de los cuerpos
fueron descubiertos en cementerios colectivos, algunos en iglesias, casas, escuelas,
campos, y otros fueron encontrados en las riberas de los ríos. La matanza fue tan
extensa que los cadáveres contaminaron los ríos y los lagos. Y si llama poderosamente
la atención la forma del genocidio, el otro rasgo que identifica al genocidio ruandés
frente a otros genocidios fue el grado de participación de la población. Para hacerse
una idea, pocos días antes del inicio del genocidio se repartieron más de 500.000
machetes. En cifras aproximadas se calcula que, de una forma u otra, en el genocidio
intervino un tercio de la población hutu.
Una vez iniciado el genocidio, el FPR comenzó a invadir el país desde la zona este
hasta que finalmente los rebeldes llegaron a Kigali en julio. Tras la conquista de
la capital, se formó un Gobierno nuevo sobre la base del acuerdo de Arusha, lo cual
no evitó la huida en masa de la población hutu hacia el Zaire y otros países vecinos
por el temor a la venganza. Se calcula que el éxodo afectó a un millón de personas,
que viajaban a pie en unas condiciones deplorables. Cientos de miles de ruandeses
se instalaron en campos de refugiados, como el de Goma en el Congo, donde apenas lograban
subsistir, aunque en condiciones infrahumanas, gracias a la ayuda de países occidentales.
A esos campos también fueron a parar las milicias hutus que amenazaban con reiniciar
la guerra.
El cierre en falso de la guerra entre hutus y tutsis tuvo consecuencias más allá de
las fronteras ruandesas, «contaminando» el frágil equilibrio de la zona de los Grandes
Lagos. En 1996 un grupo rebelde inició una fuerte ofensiva en el Zaire contra el régimen
de Mobutu, quien se había aprestado a cobijar a los hutus huidos de Ruanda. Con los
grupos rebeldes colaboraron tutsis de Ruanda y Burundi, que también atacaron los campos
de refugiados hutus, asesinando a miles de víctimas indefensas. En 1997, la coalición
rebelde, con la colaboración de los tutsis, logró entrar en la capital del Congo.
Se calcula que los muertos causados por este conflicto superan los dos millones de
personas.
En la actualidad, Ruanda es un Estado cuyo líder es el presidente Paul Kagame, dirigente
del FPR durante la guerra. A pesar de que ha habido avances importantes en lo referente
a la división étnica, muchos dudan de que realmente la sociedad ruandesa vaya por
el camino de la democracia. Hay dudas de que las elecciones del 2003, en las que Kagame
fue reelegido, fueran «democráticas», dado que el resultado fue favorable a Kagame
por un porcentaje de votos superior al 90 %. Por otro lado, el dominio del país por
los tutsis parece evidente, y los hutus han quedado claramente en una posición subordinada,
como en los tiempos del reinado de los mwami. También están pendientes de evaluación los desmanes cometidos durante el genocidio,
así como los arrestos arbitrarios, desapariciones, venganzas privadas, violaciones,
etc. que tuvieron lugar tras la reconquista del poder. Y por último, el papel jugado
por el ejército en los campos de refugiados, donde se produjeron miles de muertes.
De hecho, tal evaluación está siendo investigada por el juez español de la Audiencia
Nacional, Andreu Merelles, que en febrero del 2008 dictó una orden acusando a 40 militares
ruandeses de alto nivel por la comisión de varios delitos (crímenes de guerra, crímenes
contra la humanidad y genocidio) perpetrados desde 1990 hasta el 2002 contra la población
civil, especialmente hutus, pero también contra otros ciudadanos, entre los que se
incluyen varios misioneros españoles asesinados.
7.3. Los responsables del genocidio
Como antes se señaló, el rasgo distintivo del genocidio ruandés fue el altísimo grado
de participación por parte de la ciudadanía. Se calcula que un tercio de la población
ruandesa intervino de forma directa. No es extraño que finalizado el genocidio, con
el nuevo Gobierno ya instalado, se detuviera y encarcelara a cerca de 150.000 personas.
Es difícil encontrar en la historia de los genocidios un grado tan alto de participación
social. Como era de esperar, el país no tenía los recursos ni la infraestructura suficiente
para hacerse cargo del juicio de ese elevado número de acusados, de modo que, pasados
ya varios años desde el genocidio, muchos de ellos siguen recluidos en cárceles en
condiciones lastimosas.
Por otro lado, parece evidente que no todos los que participaron en el genocidio compartieron
el mismo grado de responsabilidad. Hubo división de tareas, y esto implica la necesidad
de establecer, aunque sea mínimamente, una clasificación según su tipo de participación.
7.4. Los organizadores
Dentro de esta categoría, se incluye aquel grupo de individuos que dieron órdenes
y organizaron la actuación del ejército y de los Interahamwe (los que intervinieron directamente en la matanza usando pistolas o machetes).
De todas maneras, no es fácil identificar a quienes dieron las órdenes, pero en el
caso de Ruanda no parece tan difícil señalar a un número relativamente pequeño de
responsables políticos y militares.
La responsabilidad de la organización de la operación en su conjunto fue del coronel
Theoneste Bagosora, director de servicio en el Ministerio de Defensa y, al fin y al
cabo, creador del Gobierno provisional que rigió los destinos de Ruanda tras el asesinato
del presidente Habyarimana.
En el interior del país, los organizadores locales de las matanzas fueron casi invariablemente
los prefectos y alcaldes, con particular mención para Emmanuel Bagambiki, prefecto
de Cyangugu, y Clement Kayishema, prefecto de Kibuye.
En definitiva, los organizadores del genocidio fueron un pequeño grupo radical hutu
que detentaba un poder político, militar y económico y que había decidido a través
de una mezcla de motivación ideológica y lucrativa resistir al cambio político que
percibían como una amenaza.
La eficiencia en la ejecución del genocidio puede ser vista como una prueba de que
estaba organizado con antelación, aunque una parte de su éxito se debió a la capacidad
para reclutar a voluntarios para la matanza y al apoyo moral y la aprobación de un
amplio segmento de la población hutu.
7.5. Los ejecutores
Hubo diferencias entre el desarrollo del genocidio en la capital y en el interior
del país, en las prefecturas. En Kigali, el genocidio se desenvolvió con gran rapidez,
especialmente debido a que estaba centralizado y organizado previamente. Las ejecuciones
fueron iniciadas por la Guardia Presidencial el día 6 de abril. Empezaron a asesinar
jerarquizando a los políticos no afines al programa radical hutu. Lo mismo sucedió
con los periodistas. Otro objetivo fueron los activistas de derechos humanos. Después
reclamaron la participación de los Interehamwe y las milicias Impuzamugambi para continuar con el resto de la población tutsi.
Las milicias Interehamwe y las Impuzamugambi tendían a estar formadas por gente de clase baja. La camaradería y las numerosas
ventajas materiales les hacía atractivo pertenecer a las milicias. El número de miembros
de estas milicias era de aproximadamente 50.000. Su equipamiento solía ser rifles
de asalto AK-7, granadas, cuchillos y machetes (panga). Muchos de ellos habían recibido entrenamiento militar, a menudo por parte del ejército
francés. Se ocuparon de buscar a los tutsis y a los hutus moderados por sus casas
y fueron, en la mayoría de los casos, los ejecutores. Conforme avanzaba la guerra
creció el desorden, y muchos de estos milicianos se convirtieron en pandillas dedicadas
al bandidaje.
Pero hasta la fase final, los asesinos fueron controlados y dirigidos en sus tareas
por los funcionarios de la Administración central (prefectos, alcaldes y consejos
locales). Según parece, si estas autoridades locales no hubiesen cumplido tan obedientemente
las órdenes provenientes de la capital, muchas vidas se hubieran salvado. Esta circunstancia
causará problemas en los futuros gobiernos de Ruanda, ya que deberán dirigir un país
donde casi todo el funcionariado cargará sobre su conciencia crímenes contra la humanidad.
En el contexto ruandés había dos factores que hacían difícil la resistencia a las
órdenes, incluso cuando estas supusieran matar. En primer lugar, una fuerte tradición
de Estado autoritario que se remonta a las raíces de la historia particular ruandesa,
pasando por el dominio tutsi y los gobiernos coloniales alemán y belga. Y en segundo
lugar, una fuerte aceptación de la identidad grupal. En Ruanda un hombre es juzgado,
normalmente, por su pertenencia a una familia, a un linaje o clan. Por eso le hubiera
sido tan difícil a un individuo desobedecer las órdenes de matar cuando todo el resto
del grupo las obedecía.
Los principales actores del genocidio fueron individuos normales. Y es verdad que
muchos de ellos apenas fueron motivados y coaccionados para llevar a cabo la tarea
genocida. Esto fue el resultado de muchos años de adoctrinamiento contra los señores
feudales tutsis.
7.6. Los espectadores
Los individuos que conocían lo que estaba ocurriendo en Ruanda con los tutsis, pero
que permanecieron pasivos, son los «espectadores». Su actitud ha sido descrita a través
de muchos testimonios. Fue el grupo de individuos que sin aceptar el genocidio, se
dieron la vuelta para no ver los crímenes y así no verse afectados por ellos.
Pero si esta categoría adquiría en otros genocidios un relieve más que notable, en
el genocidio ruandés, dado el altísimo grado de participación, no podía ser más que
mínimo, por no decir inexistente.
No obstante, algunos historiadores han incluido en este grupo a los representantes
de la Iglesia y la comunidad internacional, aunque otros historiadores los han catalogado
como aceptantes pasivos. Respecto de los primeros, aunque hubo actos de coraje admirables,
la jerarquía eclesiástica, en una gran medida, no solo se mantuvo pasiva ante las
matanzas, sino que incluso en ciertos casos fue cómplice del genocidio. Hubo, más
bien, una notable connivencia entre los párrocos católicos hutus y los genocidas.
Pocos párrocos fueron asesinados defendiendo a sus fieles. Por ejemplo, el 2 de agosto
de 1994, veintinueve curas de la Iglesia católica escribieron una carta al papa en
la que negaron cualquier responsabilidad de los hutus en el genocidio, atribuyéndola
al FPR y rechazando la idea de un tribunal internacional que investigara los delitos
contra la humanidad.
Otro caso de colaboración en las masacres fue el del padre Atanase Seromba, acusado
de derribar su iglesia con un buldócer para aplastar a los cerca de dos mil tutsis
que habían acudido a él para encontrar cobijo. El Vaticano lo ocultó de forma consciente,
otorgándole un nombre falso y ubicándolo en una pequeña parroquia de Florencia. Su
suerte cambió cuando unos periodistas lo descubrieron.
En cuanto a la comunidad internacional, es ampliamente conocido su papel pasivo. La
ONU tenía un contingente de dos mil quinientos soldados en Ruanda, pero el número
disminuyó a doscientos setenta cuando en el inicio del genocidio diez de ellos fueron
asesinados. Según el mandato de la ONU, sus cascos azules no podían usar la fuerza
más que para ayudarse mutuamente, pero debían mostrarse pasivos en otras circunstancias,
incluida la salvación de víctimas inocentes.
Por otro lado, Estados Unidos tampoco intervino debido, en parte, a la experiencia
negativa que había tenido su fracasada interferencia en el conflicto de Somalia, que
costó la vida a treinta de sus soldados. Además se dio la desafortunada relación que
vivía en ese momento con la ONU, lo cual se reflejó en una directiva según la cual
EE. UU. no apoyaría a la ONU más que en aquellas operaciones que estuvieran relacionadas
con intereses norteamericanos. Y en Ruanda no se daba ese caso.
La pasividad norteamericana no se quedó en esta omisión. Dado que según la actual
legislación internacional es obligatorio para cualquier Estado actuar contra el genocidio,
EE. UU. evitó tal carga negándose a calificar los acontecimientos de Ruanda como «genocidio».
Finalmente la ONU envió a seis mil ochocientos hombres, entre soldados y policías,
después de varios aplazamientos provocados por cuestiones de tipo financiero. Gran
parte de la ayuda fue de tipo humanitario, no la necesaria acción policial.
De otros países no puede decirse que tuvieran un papel pasivo, como es el caso de
Francia. Como ya se ha indicado, tuvo un rol destacado en el apoyo al Gobierno hutu
de Habyarimana, así como en el adiestramiento del ejército y, posteriormente, en la
denominada Operación Turquesa, que facilitó la huida de muchos genocidas hutus. Con
esta operación el Gobierno francés pretendía, formalmente, abrir un corredor humanitario
desde la frontera ugandesa hasta Kigali, y para esto, el Gobierno de Miterrand ofreció
sus contingentes militares para proteger a la población civil –sobre todo tutsi– que
huía de las matanzas. Sin embargo, como se ha señalado anteriormente, la Operación
Turquesa fue denunciada por organizaciones defensoras de los derechos humanos porque
más bien se convirtió en un mecanismo de protección para las milicias hutus que habían
participado en el genocidio y que de esta manera huyeron de las represalias tutsis.
7.7. Las víctimas y el horror
Hay una cierta controversia acerca del número de muertos, lo cual es comprensible
dada la dificultad de calcular, pero una forma razonable es tomar como punto de partida
el censo de 1991. La población ruandesa en ese momento era de 7.148.490 habitantes,
y si se calcula un incremento del 3,2 %, entonces la población en abril de 1994 sería
de 7.776.000 habitantes. De ellos, unos 930.000 debían de ser tutsis.
A tenor del número de refugiados tutsis al acabar el conflicto y de los que sobrevivieron
en Ruanda, el cálculo aproximado de muertos es de ochocientos mil, a los que hay que
sumar los hutus asesinados, lo cual deja una cifra aproximada de ochocientos cincuenta
mil, esto es, el 11 % de la población ruandesa. La vasta mayoría de las víctimas fue
de etnia tutsi. Una vez iniciado el genocidio, y teniendo en cuenta que estaba previamente
organizado, intelectual y militarmente, todos estaban destinados a morir. Los asesinos
no excluyeron de la lista a las mujeres, a los ancianos o a los niños.
En el interior del país, donde la gente se conocía bien, la identificación de los
tutsis era fácil, por lo que apenas tuvieron posibilidades de escapar. No fue lo mismo
en las ciudades y especialmente en Kigali, donde no era tan frecuente que la gente
se conociera entre sí. En los controles que establecían los Interehamwe en las carreteras, no tener el carné con la identidad hutu significaba la muerte,
aunque no siempre tenerlo representaba un salvavidas, pues los opositores hutus también
podían ser condenados a muerte. También corrían peligro aquellos sospechosos de haber
falseado el carné o bien los que simplemente tenían aspecto tutsi. Esto era especialmente
azaroso, debido a los matrimonios interétnicos.
El hecho de que también pudiera matarse a los opositores al régimen, en sentido amplio,
significa que pueda afirmarse que se trató de un genocidio político, además de racial.
Pero más allá de la cifra de asesinatos, de su valor absoluto y relativo, el genocidio
ruandés destaca por el alto grado de participación de «ciudadanos corrientes» y por
la extrema deshumanización y crueldad con que se produjeron las muertes. Si todo genocidio
es la representación de las peores pesadillas que pueden tener los seres humanos,
el genocidio ruandés simbolizaría el horror innombrable.
Respecto de la «transformación» que sufrieron muchos ruandeses, que de un día para
otro pasaron de ser buenos padres de familia, campesinos laboriosos o probos funcionarios
a ávidos asesinos que se esforzaban en perseguir a indefensos ancianos, niños o mujeres,
da cuenta Paul Rusesabagina:
«Nunca olvidaré el momento en que salí de mi casa el segundo día de la matanza. En
la calle había personas a las que conocía desde hacía siete años, vecinos míos que
habían venido a mi casa, a sentarse con nosotros durante la comida al aire libre que
solíamos celebrar los domingos. Todos llevaban uniformes militares suministrados por
la milicia civil. Empuñaban machetes y trataban de entrar en las casas de quienes
sabían que eran tutsis o que tenían parientes tutsis. Había un hombre en concreto
al que todos llamábamos John. Era camionero, de unos treinta años, y tenía una esposa
joven. La mejor palabra que puedo utilizar para describir a John es una palabra norteamericana:
cool (‘guay’, ‘que mola’). John era un tipo cool: simpático con los niños, muy educado, algo bromista y nunca estaba de mal humor.
Aquella mañana lo vi con uniforme militar y empuñando un machete que goteaba sangre.
Constatar que aquello ocurría en mi propio barrio fue como levantar los ojos al cielo
azul del verano y verlo de repente de color rojo.»
La crueldad adquirió la forma de asesinatos poco quirúrgicos. El uso de machetes provocaba
que la muerte fuera larga y dolorosa, además de mucho más barata que utilizando armas
de fuego. Mucha gente que tenía dinero pagaba a sus asesinos para acabar rápidamente
con una pistola antes que con el machete. Hubo abusos sexuales contra las mujeres,
siendo muchas de ellas violadas antes de ser asesinadas. No hubo excepciones con los
niños y ancianos. Las mutilaciones de cualquier parte del cuerpo fueron numerosas
e intencionales. Se calcula que en el río Kagera se lanzaron cuarenta mil cuerpos
que al llegar al lago Victoria contaminaron el agua.
Una especial mención debe hacerse a lo que se podría catalogar como un «generocidio»
dentro del genocidio ruandés. Como se ha señalado en repetidas ocasiones, la intención
final de los alentadores de las matanzas era la eliminación total de los tutsis. Para
el logro de ese objetivo, se estableció una estrategia instrumental que tenía a las
mujeres, y en concreto a las mujeres embarazadas, como víctimas destacadas. Estas
mujeres no fueron víctimas colaterales del genocidio, sino víctimas intencionales.
Dado que el propósito final del genocidio era la eliminación total de los tutsis como
grupo social, evitar que hubiera nacimientos constituía un objetivo central de los
escuadrones de muerte. En consonancia con tal finalidad, también la violación en masa
de las mujeres tutsis obedecía a un objetivo genocida, pues en Ruanda el embarazo
antes del matrimonio –incluso cuando es producto de una violación– era considerado
socialmente como humillante y vergonzoso para la mujer y la familia. Esto provocaba
que frecuentemente las familias rechazaran a la mujer y al futuro hijo, lo cual ocasionaba
la marginación social y económica de estas mujeres que, en muchas ocasiones, acababan
suicidándose.
8. El genocidio yugoslavo
8.1. Breve crónica de los conflictos balcánicos
Los dramas ocurridos en la ex Yugoslavia son la mayor catástrofe que ha conocido Europa
desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y no solo por ser expresión de un conflicto
militar, sino también de episodios genocidas. Como ya se ha visto anteriormente en
otros casos, el odio racial y religioso de hondas raíces históricas explotó en una
guerra que, a su vez, dio lugar a matanzas genocidas.
Los historiadores han señalado tres etapas del conflicto yugoslavo: 1) el conflicto
serbo-croata; 2) el conflicto serbo-bosnio;3) el conflicto serbo-kosovar. Tal diversidad
de actores y conflictos demuestra que fueron también varios los principales grupos
nacionales implicados, con una historia particular, diferenciada y hasta cierto punto
mediada por conflictos atávicos. Desde el siglo xiii, los croatas estuvieron bajo el dominio húngaro en el contexto del Imperio Austrohúngaro
y adhiriéndose la población al credo latino-católico. Como entidad política, Serbia
se forma en época bizantina-ortodoxa, pero desaparece en el siglo xv y durante cinco siglos sobrevive en el marco del Imperio Otomano. Durante esa época,
el territorio se puebla de albaneses. En cambio, en Bosnia-Herzegovina una parte de
la población eslava se convierte al Islam. Entre los que permanecieron serbios y ortodoxos,
unos emigran a Croacia, donde disponen de zonas francas (la Krajina). Situados como
centinelas, defienden al Imperio Austrohúngaro de los otomanos. Otros se retiran hacia
las montañas negras –Montenegro–, donde logran salvaguardar su independencia.
En el s. xix, el Imperio Otomano se desintegra en los Balcanes. Apoyado por Rusia, el sentimiento
nacional serbio se despierta con gran virulencia. En 1878, en el Congreso de Berlín,
Serbia obtiene su independencia, mientras que el Imperio Austrohúngaro administra
«en nombre del sultán» Bosnia-Herzegovina.
Desde entonces, el reino de Serbia sueña con una Gran Serbia. Algunas sociedades secretas
organizan acciones terroristas para reforzar las reivindicaciones nacionalistas. A
lo largo de las guerras balcánicas, las masacres de albaneses y macedonios inauguran
el ciclo de los odios cruzados.
En 1914, se empieza a elaborar la idea de una Yugoslavia unida, especialmente por
eslovenos y croatas.
Durante la Primera Guerra Mundial, Serbia pierde un millón de personas, pero continúan
las conversaciones que conducen, en 1917, a que en la Declaración de Corfú surja el
proyecto de reunión de las tres naciones en una «monarquía constitucional y parlamentaria»
confiada a la dinastía serbia de los Karageorgevic.
Las tres naciones se volcaron en el proyecto político común, dado que tenían el mismo
origen eslavo y además Serbia y Croacia hablaban el mismo idioma (el serbocroata).
Su presupuesto de fondo era que la identidad les permitiría superar sus diferencias
religiosas, culturales e históricas.
Sin embargo, en este propósito compartido había una confusión de fondo: los croatas
y eslovenos se habían inventado Yugoslavia para escapar del dominio austrohúngaro,
ya que su pretensión subyacente era europeizar los Balcanes, no «balcanizar» sus dos
naciones.
Finalmente, los temores de croatas y eslovenos se reflejaron en la Constitución de
1921, ya que en ella no quedaba nada de las identidades nacionales o provinciales,
sino que el país era dividido en pequeñas unidades administrativas. Por otro lado,
los croatas tomaron conciencia de la voluntad hegemónica serbia. Así, en esta época
surge una facción extremista, el movimiento ustachi, que se proclamaba partidario del fascismo italiano.
Las discrepancias entre croatas y serbios aumentaron progresivamente, sobre todo porque
cada uno de ellos tiene una lectura distinta de la historia y de los acontecimientos
recientes. De este modo, los croatas se ven a sí mismos como liberados del yugo austrohúngaro
y que ahora vuelven a ser dominados por los serbios, cuando en realidad ellos se ven
a sí mismos como cercanos a la «civilización occidental» y verdaderos líderes de los
yugoslavos. En cambio, los serbios han dejado un «régimen secular» de opresión por
los otomanos y ahora se ven codirigiendo un nuevo régimen eslavo en virtud de haber
estado en el lado ganador durante la Primera Guerra Mundial, mientras que los croatas
estaban del lado de los vencidos. Se liberaron solos y se proponen como liberadores
de todos los eslavos. Y piensan que los croatas no colaboran.
Este profundo malentendido desde los orígenes de Yugoslavia fue aún más hondo en el
curso de la Segunda Guerra Mundial. El ejército alemán, el italiano, el búlgaro y
el húngaro invaden Yugoslavia, que capitula doce días después. El país es desmantelado:
el nordeste de Eslovenia y Serbia es anexionado por Alemania; el sudoeste de Eslovenia,
la costa dálmata, Kosovo y Montenegro, por Italia; Macedonia es anexionada por Bulgaria,
y los territorios fronterizos del noreste de Serbia son agregados a Hungría; por último,
Croacia –menos Dalmacia– y Bosnia-Herzegovina se convierten en un Estado satélite
dirigido por los ustachis, bajo el control de Italia en el oeste y de Alemania en el este. La resistencia se
organiza rápidamente. Los partidarios comunistas de Tito llevan a cabo durante dos
años una lucha de guerrillas. Tito es croata, pero él y sus hombres rechazan las diferencias
nacionales.
A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, muere la décima parte de la población yugoslava
(1,7 millones de personas). Es precisamente en este periodo donde se libra la batalla
de las memorias. Tanto en Serbia como en Croacia, los judíos y los gitanos fueron
víctimas de un genocidio. Pero el Estado croata organizó también la masacre de los
serbios, asesinando pueblos enteros, deportando a sus gentes y luego eliminándolos
en campos de concentración, como en el de Jasenovac, donde se ha calculado entre sesenta
mil y ochenta mil el número de víctimas serbias. La cifra de serbios muertos sobre
el territorio del Estado ustachi se eleva a unos 300.000 aproximadamente. Sobre esos crímenes incontestables, se construye
la ideología nacionalista serbia acerca de los croatas, a los que se caracteriza como
un «pueblo-genocida» o que todos los croatas son ustachi.
La segunda Yugoslavia nace en 1946 y adopta, sin constitución, la fórmula federal:
seis repúblicas –Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia–
y dos regiones autónomas y agregadas a Serbia –Kosovo y Voivodina.
Tras unas décadas de relativa tranquilidad política en el nuevo Estado multinacional,
en 1971 la cuestión nacional vuelve a surgir en Croacia, al ser reprimida duramente
por el ejército la primavera de Zagreb. Los croatas reclamaban más democracia y consideraban
que su posición política no estaba a la altura de su desarrollo económico. Para calmar
la efervescencia nacionalista, el régimen de Tito reformó la constitución en 1974
para otorgar más derechos a las repúblicas, lo cual supuso transformar las dos provincias
de Kosovo y de Voivodina en repúblicas nacionales.
Tras la muerte de Tito en 1980, comenzó la desintegración de Yugoslavia.
La crisis se inicia en Kosovo. Según la mitología serbia, esta región es tierra sagrada,
es la vieja Serbia. Fue ahí donde en 1389 el último reino serbio fue derrotado por
los otomanos. Es el corazón medieval de los serbios y, hasta el siglo xviii, la sede de sus patriarcas. En esa época, después de una emigración de los serbios
hacia el norte, los albaneses, primeros ocupantes del país, no eslavos e islamizados,
son mayoritarios en Kosovo, donde constituyen del 80 al 90 por ciento de la población.
Los serbios jamás aceptaron esa situación. En 1913, y también en 1915, pueblos albaneses
fueron destruidos y sus habitantes, masacrados por los serbios.
En la primavera de 1981, una manifestación albanesa que reivindica el estatuto de
república para Kosovo es calificada de contrarrevolucionaria; es entonces cuando se
pone en marcha un programa de represión y de discriminación. A partir de 1981, los
serbios acusan a los albaneses de querer perpetrar un genocidio contra ellos, una
maniobra de intoxicación cuyo eco explotan.
En 1987, Slobodan Milosevic, primer secretario de la Liga de los Comunistas yugoslavos,
aprovecha para fines personales el descontento de la opinión pública serbia por la
pérdida de «dos provincias serbias» y se compromete a proteger a la minoría serbia
de Kosovo. En julio de 1989, con ocasión del sexto centenario de la derrota de Kosovo,
Milosevic recuerda de nuevo el mito de Kosovo para acrecentar la conciencia nacional
serbia. Por otro lado, toma medidas políticas que acaban en purgas y leyes de excepción,
incrementando además la intervención de la policía y el ejército en las fronteras.
La anexión de Kosovo y Voivodina a Serbia se efectúa mediante una revisión de la constitución.
De este modo, junto con el apoyo de Montenegro, Serbia se asegura la mayoría de los
votos en las instituciones federales. Debido al resurgimiento intencionado del mito
de la «amenaza albanesa», la situación en Kosovo empeora y se pone en grave riesgo
a la población albanesa.
Eslovenia y Croacia son conscientes de que tras los acontecimientos de Kosovo, no
tiene sentido su continuidad en el seno de la federación yugoslava. En los dos países,
las actitudes se radicalizan: se fundan partidos y se celebran elecciones en abril
de 1990. Después de un referéndum, cada una de esas dos naciones proclama su independencia:
Eslovenia el 23 de diciembre de 1990, Croacia el 29 de mayo de 1991. Esta perspectiva
de partición y el desmembramiento preocupan a la Europa comunitaria, que envía una
delegación cuya tarea es examinar la situación, así como redacta una doctrina de la
secesión que la ONU adoptará como base de negociación para la solución pacífica de
una eventual partición. De este modo se establece que la constitución de nuevos Estados
debe garantizar los derechos de las minorías. Una vez que Eslovenia y Croacia avalan
ese compromiso, el 23 de diciembre Alemania adopta una posición unilateral en el seno
de la CEE y reconoce a los dos Estados. Este reconocimiento coincide con el desmembramiento
de la URSS y con la aparición de quince Estados independientes. El fin de la Guerra
Fría facilita la independencia de las repúblicas yugoslavas sin poner en peligro el
orden internacional. Después de haber intervenido en Eslovenia en junio y julio, el
ejército federal se retira. Sin embargo, es ese mismo ejército el que ataca en Croacia,
donde los serbios representan la mitad de la población. La Krajina proclamó su separación
de la república croata y los serbios de Eslovenia proclaman su autonomía. De agosto
de 1991 a enero de 1992, el ejército federal, alineado claramente en el bando serbio
y estrecho colaborador de las milicias serbias de extrema derecha, llevó a cabo acciones
militares que algunos autores han calificado como de limpieza étnica.
La actuación en esta fase de la guerra de las tropas serbias puede ser caracterizada
como un crimen contra la humanidad, el primero cometido en Europa desde la derrota
del nazismo. Los motivos que lo alentaron fueron diversos, destacando la reacción
a la declaración de independencia de Croacia y la protección de las minorías serbias;
pero en cualquier caso, el ataque fue preparado mediante una campaña propagandística
de deshumanización de los croatas, a los que acusaban de haber perpetrado un genocidio
contra los serbios en el pasado.
8.2. El conflicto bosnio
En el seno de la federación yugoslava, Bosnia-Herzegovina era una Yugoslavia en miniatura
dado que de sus 4,4 millones de habitantes, un 43,7 % eran musulmanes, un 31 % serbios
y un 17,3 % croatas. Las poblaciones vivían mayoritariamente reagrupadas «étnicamente»,
aunque en algunos territorios vivían mezcladas en ciudades y cantones, de tal manera
que la delimitación étnica resultaba difícil de establecer. Junto con este rasgo de
la geografía bosnia, habría que señalar una particularidad demográfica: las migraciones
y el crecimiento demográfico habían invertido en los últimos años las relaciones numéricas
entre serbios y musulmanes, pues estos se convirtieron en mayoría. En este sentido,
algunos autores han recomendado matizar la visión estereotipada e idílica de una coexistencia
feliz y pacífica de las distintas comunidades que habitaban Bosnia-Herzegovina bajo
el dominio otomano. Junto con etapas de coexistencia pacífica también hubo paréntesis
para masacres, pillajes, deportaciones o exilio de las poblaciones cristianas.
Por estas razones, ancladas en una tormentosa historia de conflictos, la voluntad
de Bosnia-Herzegovina de independizarse llevó las identidades colectivas al límite.
Los distintos grupos se reafirmaron en su identidad nacional, se polarizaron todavía
más las diferencias entre los mismos y se hizo más difícil el retorno a una coexistencia
pacífica.
Al igual que habían hecho los serbios de Croacia, los serbobosnios decidieron independizarse
en las regiones en que eran mayoría, antes de que el Parlamento bosnio proclamase
en octubre de 1991 su soberanía y su ruptura con la federación yugoslava. De esa manera,
boicotearon la votación del Parlamento bosnio y proclamaron en abril de 1992 una República
Serbia de Bosnia autónoma de Bosnia-Herzegovina, lo cual generó un conflicto de soberanía
entre los dos autoproclamados Estados, construidos sobre dos principios opuestos:
plurinacional para Bosnia-Herzegovina; étnico para la República Serbia autónoma.
Los serbobosnios presentaban una característica que complicaba todavía más el rompecabezas
yugoslavo, pues, al igual que los de la Krajina y Eslavonia occidental, eran nacionalistas
fanáticos. Se identificaban con el Partido Demócrata Serbio de Radovan Karadzic que,
a pesar de su denominación, escondía oscuros propósitos de dominación étnica frente
a sus enemigos y, en ese sentido, carecían de consideraciones morales al respecto.
Cuando el 6 de abril de 1992 la CEE, y después EE. UU. el 7 de junio, reconocieron
a Bosnia-Herzegovina, la guerra ya devastaba el país. Los serbios bombardeaban Sarajevo
y rodearon las poblaciones musulmanas haciendo uso de francotiradores que no distinguían
entre soldados y población civil. Es entonces cuando comienza la purificación étnica:
pueblos enteros son destruidos y su población, masacrada; se crean campos de concentración
en toda Bosnia; hay violaciones masivas y la población masculina es seleccionada para
ser ejecutada.
En Bosnia-Herzegovina estalla una segunda guerra en diciembre de 1992. El 3 de julio
de 1992, los croatas de Bosnia-Herzegovina habían proclamado la Comunidad de Herceg-Bosna,
que agrupaba los territorios de Bosnia-Herzegovina de mayoría croata en un Estado
croata separado. A partir de diciembre de 1992, mientras el frente serbio permanece
relativamente estable puesto que los serbobosnios controlan todos los territorios
que reivindican, una guerra que incluye limpieza étnica comienza en el centro y en
el sur de Bosnia-Herzegovina. Allí los croatas, durante varios meses, bombardean pueblos
y ciudades, incluyendo la principal de ellas, Mostar. También utilizan a los prisioneros
musulmanes de sus campos de detención como detectores de minas o escudos humanos en
primera línea de fuego. Los musulmanes, a su vez, emprenden una depuración étnica
de croatas, mientras los serbios de Bosnia contemplan impasibles esta escalada de
la violencia. La extensión de las prácticas criminales a todas las partes en conflicto
impide culpar únicamente a los serbios de las diversas atrocidades cometidas durante
la guerra. Como algunos autores han sostenido, la guerra en Yugoslavia tenía un cierto
parecido con las «luchas tribales ancestrales» caracterizadas por un enfrentamiento
sin cuartel de todos contra todos y donde las distintas partes implicadas no escatiman
los medios para conseguir sus fines.
La guerra croata-musulmana concluye el 15 de marzo de 1994 con la firma en Washington
de un acuerdo que prevé la creación de una federación croata-musulmana de múltiples
cantones, agregada a Croacia mediante lazos confederales. En virtud de ese acuerdo,
los musulmanes perdieron los territorios que habían conquistado a los serbios.
La descripción del conflicto bosnio quedaría incompleta si no se hiciera referencia
a la estrategia de limpieza étnica por parte de las tropas serbias, la cual estaba
destinada a asegurar no solo la victoria militar y la expulsión de la población, sino
también un «acuerdo» permanente tras el genocidio. El propósito era dejar el territorio
étnicamente puro, y de esa manera asegurarse de que los musulmanes y los serbios nunca
más pudieran volver a vivir juntos. Un aspecto central de esta política era el asesinato
de civiles, especialmente de los hombres. En este sentido, la guerra de Bosnia ofrece
uno de los más vívidos momentos de un generocidio, esto es, el asesinato masivo de
un género. El ejemplo más conocido tuvo lugar en julio de 1995 en Srebrenica, donde
los paramilitares serbios liderados por Ratko Mladic mataron a cerca de veinte mil
musulmanes bosnios, con la culpable pasividad de las fuerzas holandesas de la ONU.
8.3. El conflicto serbo-kosovar
Como se ha indicado anteriormente, tras la muerte de Tito, Serbia experimentó una
efervescencia nacionalista que la condujo a anexionarse las antiguas provincias que
gozaban de un cierto nivel de autonomía, Kosovo y Voivodina. Con el objetivo de contrarrestar
esas medidas políticas, se creó una estructura política paralela caracterizada por
tratarse de un movimiento de resistencia no violento liderado por Ibrahim Rugova.
Su principal objetivo era conservar la lengua y tradiciones de los albanokosovares.
Después de varios años de un sistema de apartheid que los excluía de la vida política, económica y cultural, se creó una guerrilla,
el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), que empezó a lanzar ataques en 1997. La
respuesta serbia fue el asesinato de cientos de civiles kosovares y el desplazamiento
de doscientas mil personas.
El fracaso europeo en detener la escalada de violencia facilitó que en 1999 los serbios
lanzaran una campaña masiva de limpieza étnica dirigida decantar en la zona la balanza
demográfica a favor de los serbios. Por otro lado, también sirvió esa campaña para
amenazar a los aliados occidentales con la desestabilización de toda la península
balcánica. El punto culminante de esta estrategia se alcanzó en marzo, cuando los
aviones de la OTAN bombardearon las posiciones serbias en Kosovo y en su propio territorio.
El resultado fue que se exacerbó más el conflicto, en especial la reacción serbia,
encabezada por Milosevic.
Durante la guerra murieron más de diez mil albaneses, resultado de la limpieza étnica
serbia así como de su generocidio. Los asesinatos fueron acompañados de deportaciones
en un número que ronda las 800.000 personas.
Debido a las presiones rusas y a las acusaciones por delitos varios, Milosevic detuvo
el ataque, lo que supuso la entrada de 18.000 soldados de la OTAN y tres mil quinientos
policías de la ONU. Esto no impidió actos de venganza kosovar contra los serbios del
norte de Kosovo que, a su vez, provocaron que unos doscientos mil serbokosovares emigraran
a Serbia.
9. Los juicios de los genocidios
Durante la primera mitad del siglo xx hubo una insoslayable dificultad jurídica para enjuiciar los distintos episodios
genocidas que habían tenido lugar hasta el momento: no existía el delito de genocidio,
ni tampoco había tribunales con competencia para juzgar los hechos. El proyecto de
establecer un tribunal penal mundial surge de forma concreta en 1937, en el momento
en el que la Liga de las Naciones redacta un borrador de estatuto de un tribunal para
enjuiciar a terroristas internacionales.
El primer tribunal que incorporó ciertas competencias para juzgar atrocidades cometidas
durante una guerra que no fueran consecuencia explícita de delitos bélicos fue el
Tribunal de Núremberg, aunque propiamente no juzgó el genocidio contra los judíos.
El gran mérito de este tribunal fue ser el intento más estructurado de respuesta jurídica
frente a los principales instigadores del nazismo, y de su consecuencia más terrible:
el Holocausto. Así, finalmente, en agosto de 1945, se tomó la decisión de celebrar
un juicio que alcanzara tres objetivos: 1) que los encausados rindieran cuentas por
las atrocidades cometidas; 2) mostrar a la opinión pública mundial la realidad del
régimen hitleriano; y 3) que también pudiera ser un ejemplo a seguir si se volvían
a producir calamidades humanas de naturaleza similar a las que inició el Gobierno
hitleriano. De esta forma, los juicios de Núremberg se constituyeron en una semilla
de la que surgieron tribunales internaciones cuyo cometido ha sido juzgar genocidios
como el de Ruanda o guerras como la de los Balcanes, y más recientemente el establecimiento
de un Tribunal Penal Internacional.
El Tribunal, así como las normas que este aplicaría para juzgar a los jerarcas nazis
se estableció en el verano de 1945, aunque las vistas se iniciaron en noviembre. Su
proceso de creación fue arduo, ya que fueron notables las discrepancias entre los
principales países que habían ganado la guerra acerca de múltiples aspectos del tribunal,
pero especialmente respecto del punto crucial: quién debería ser juzgado y por qué
delitos. Finalmente, se celebraron doce procesos en Núremberg en los que los acusados
fueron agrupados por profesiones (ministros, militares, industriales, magistrados,
médicos, etc.). Pero el juicio por excelencia fue el Proceso Principal que comenzó
en noviembre de 1945 y en el que se juzgó, entre otros, a Hermann Goering, el dirigente
nazi más importante entre los que estaban sentados en el banquillo, pues ocupaba el
segundo cargo en importancia en la estructura de poder nazi detrás de Hitler. En la
sentencia fue condenado a muerte en virtud de crímenes contra la paz, crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad. Sin embargo, se libró del ahorcamiento gracias
a que la noche anterior logró suicidarse. Otros acusados fueron Rudolf Hess, Karl
Dönitz, Wilhelm Keitel, Alfred Jodl, Erich Raeder, Wilhelm Frick, Hans Frank, Hans
Fritsche, Alfred Rosenberg, Konstantin von Neurath, Joachim von Ribbentrop, Hjalmar
Schacht, Walter Funk, Ernst Kaltenbrunner, Arthur Seyss-Inquart, Julius Streicher,
Fritz Sauckel, Baldur von Schirach, Albert Speer y Franz von Papen. El criterio de
selección fue señalar a representantes de los distintos estamentos del régimen nazi,
de ahí que algunos fueran representantes del Gobierno, de los banqueros, del ejército,
de los medios de comunicación, etc.
Como se ha señalado antes, los delitos por los que fueron acusados los principales
dirigentes nazis fueron los siguientes: crímenes contra la paz, crímenes de guerra,
crímenes contra la humanidad y la conspiración (el establecimiento de un plan común
para el delito); pero no el delito de genocidio, que fue recogido por primera vez
en una norma de derecho internacional –la Convención sobre la sanción y prevención
del genocidio– en 1948 en el marco de las Naciones Unidas.
Tras la finalización de los Juicios de Núremberg, se establecieron otros tribunales
para juzgar la participación de otros alemanes en la guerra y en las atrocidades cometidas
durante el nazismo. Por otro lado, también se estableció el Tribunal Militar de Tokio
mediante la Declaración del Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas de 19 de enero
de 1946. El propósito era el mismo: juzgar a los principales dirigentes japoneses
por los delitos de crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la
humanidad. Y al igual que sucedió en Alemania, las fuerzas de ocupación norteamericanas,
además de juzgar a la cúpula del Gobierno japonés, juzgó los casos menores por medio
de otros tribunales inferiores.
No obstante, a pesar del precedente de Núremberg, la capacidad de reacción jurídica
de la comunidad internacional frente a los genocidios ha sido casi nula. Como consecuencia
de esta falta de eficacia práctica, varios episodios genocidas de la humanidad han
quedado sin castigo jurídico (el genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya, los crímenes
cometidos en Vietnam, los delitos contra la humanidad llevados a cabo por las dictaduras
en América Latina o África, etc.).
Para encontrar una respuesta jurídica se ha tenido que esperar a la creación del Tribunal
Penal Internacional y de los tribunales específicos para juzgar los delitos cometidos
en guerra de la ex Yugoslavia y el genocidio de Ruanda. Estos últimos son tribunales
internacionales con jurisdicción limitada, cuyo conocimiento y competencia se circunscriben
a una serie de delitos cometidos en ambos episodios genocidas. No cabe duda de que
los enjuiciamientos llevados a cabo tras los genocidios de Ruanda y de la antigua
Yugoslavia son herederos de Núremberg no solo por los delitos tomados en consideración
(genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra), sino por la propia
caracterización que se adopta de ellos. Este último tribunal estableció en una de
sus sentencias que las matanzas ocurridas en Srebrenica eran constitutivas de genocidio,
y declaró culpable a Radislav Krstić del mayor asesinato masivo en Europa desde la
Segunda Guerra Mundial
Pero sin duda alguna, el principal avance ha sido la creación del Tribunal Penal Internacional,
cuyo Estatuto (conocido como Estatuto de Roma) fue promulgado en 1998 y entró en vigor
en el 2002 tras la ratificación de 60 países. El Estatuto es un documento extenso
y bien documentado que contiene 128 artículos.
Se trata no de un tribunal ocasional –como el de Ruanda y la ex Yugoslavia– ni vinculado
a ciertos países –como el de Núremberg–, sino que es un tribunal independiente (únicamente
vinculado a las Naciones Unidas) y permanente, cuyo cometido consiste en enjuiciar
delitos ya tipificados por el derecho internacional (crímenes de genocidio, de guerra,
de agresión y de lesa humanidad). Su actuación depende de la iniciativa del Consejo
de Seguridad de la ONU o por consentimiento del Estado al que pertenezca el acusado
o en el que se haya cometido el crimen.
Que quedan flecos importantes para que este organismo judicial pueda llevar a cabo
una efectiva tarea preventiva y sancionadora queda demostrado por varias constricciones.
La primera es que solo puede juzgar delitos que se cometan a partir de su entrada
en vigor. La segunda, la exigencia de que para juzgar a un Estado por los crímenes
tipificados, este deba haber ratificado y aceptado la competencia del Estatuto del
Tribunal. Y hay países que todavía no lo han hecho, como Estados Unidos, China, India,
Israel, Cuba e Irak, síntoma claro de que tratan de evitar que sus ciudadanos puedan
ser juzgados por un organismo internacional independiente. Mientras no sea así, será
difícil que los Estados puedan ser juzgados de forma adecuada por los eventuales crímenes
internacionales que puedan cometer.