1. ETNOGRAFÍA
La antropología es la disciplina dedicada al estudio de la condición humana. Ahora bien, como afirma Claude Lévi-Strauss (1986) en su ensayo Raza y cultura, esta humanidad se presenta a nuestros ojos de forma extremadamente diversa. Por ello, para aprehender esta condición en toda su complejidad, la antropología social y cultural ha desarrollado conceptos y métodos específicos que caracterizan su singular perspectiva de conocimiento.
La etnografía ha sido y es, junto con la comparación, el método de conocimiento por excelencia de la antropología. Es el método que más han practicado, desarrollado y sobre el que más han reflexionado los antropólogos. Podemos considerarlo como una de las grandes aportaciones de la disciplina al conjunto de las ciencias sociales. No obstante, como nos recuerda Ferrándiz (2011: 27), los métodos de investigación no pertenecen a ninguna disciplina en particular, y podemos encontrar a sociólogos, psicólogos sociales, y como no, educadores y trabajadores sociales, que utilizan técnicas etnográficas.
En Etnografía, Martyn Hammersley y Paul Atkinson (2001: 15) la definen como un método o conjunto de métodos cuya principal característica es que el etnógrafo participa en la vida diaria de las personas durante un período de tiempo, observando qué pasa, escuchando qué se dice, haciendo preguntas y recogiendo cualquier dato disponible que sirva para iluminar el tema de su investigación. No obstante, la etnografía es más que un método o conjunto de métodos de investigación. La etnografía es también un texto, la presentación de los resultados de una investigación en la que se han aplicado estos métodos. En este sentido, según Rosana Guber (2001: 12-15), la etnografía se caracteriza por la descripción de los hechos desde el punto de vista de los «nativos», evitando etnocentrismos y juicios de valor. Sin embargo, poner por escrito la complejidad vivida del trabajo de campo es más complicado de lo que parece a simple vista, pues no se trata tanto de describir una serie de instituciones, costumbres y personas, sino de hacer inteligible «las estructuras conceptuales con que la gente actúa». Es decir, el etnógrafo debe convertir los datos que recoge en significantes para sus lectores y a la vez mantener la máxima fidelidad posible a la visión local de los hechos. Se trata, por lo tanto, de la interpretación (algunos autores hablan de traducción y/o evocación) que nos proporciona el etnógrafo en tanto que ha estado, ha visto y ha escuchado a las personas de un lugar en concreto. En este sentido, el etnógrafo construye un argumento o, en palabras del antropólogo norteamericano Clifford Geertz (1989), es también un autor.
Así pues, en estas páginas, consideramos a la etnografía como un enfoque que busca comprender los hechos sociales desde la perspectiva de sus actores, agentes o sujetos pero sin olvidar los contextos locales, nacionales e internacionales en los que estos hechos suceden. La etnografía se interesa por el comportamiento de la gente, por cómo interactúan y se relacionan en sus contextos de vida; pero lo más importante es que –tal y como sostiene Woods (1987:14)– «trata de hacer todo esto dentro del grupo y desde dentro de las perspectivas de los miembros del grupo. Lo que cuenta son sus significados e interpretaciones».
Se considera la introducción de Los argonautas del Pacífico occidental de Bronislaw Malinowski, publicado por primera vez en Londres en 1922, como el texto fundacional de la etnografía moderna al establecer el trabajo de campo como pilar de la misma. Ante la necesidad de esclarecer su método de trabajo, el antropólogo polaco describe las circunstancias en las que efectuó sus observaciones y recogida de la información en las islas de los Mares del Sur, estableciendo una serie de criterios científicos con los que recoger lo que él llama «los imponderables de la vida real» (Malinowski, 1995: 36). En efecto, ya no se trata únicamente de recoger una serie de datos interesantes pero inconexos entre sí (mitos, canciones, utensilios, nombres de flores y de animales…) sino que estos se deben interpretar dentro de una totalidad. De hecho, es únicamente viviendo una cultura que el etnógrafo puede transmitirla como algo vivo.
De la misma introducción de esta obra fundacional podemos extraer algunas características básicas. Según Malinowski (1995: 19-42), el ideal del trabajo etnográfico consiste en:
•Dar un esquema claro y coherente de la estructura social y destacar, entre el conjunto de hechos irrelevantes, las leyes y normas que todo fenómeno cultural conlleva. Se trata de relatar lo que Malinowski llama la anatomía de la cultura.
•Describir los datos de la vida diaria y el comportamiento habitual de los indígenas, completando y de alguna manera dotando de vida, el esquema anterior.
•Descubrir las formas típicas de pensar y sentir que corresponden a las instituciones y a la cultura de una comunidad determinada, y formular los resultados de la forma más convincente posible.
Como la estructura, la vida diaria y la mentalidad indígenas no pueden conocerse por sí solas, el etnógrafo extrae el material empírico necesario para su posterior interpretación a partir de las observaciones que hace y las relaciones sociales que establece durante el trabajo de campo. Por ello, el etnógrafo debe sumergirse en la vida de las personas que quiere estudiar hasta que esta forma de vida pierda su carácter exótico y/o extravagante. Es solo mediante esta inmersión que el etnógrafo puede captar el punto de vista de los nativos. De hecho, Malinowski hizo tres expediciones entre 1914 y 1920, estableciendo, para el trabajo de campo, una temporalidad mínima de dos años de duración.
Los principios metodológicos establecidos en la introducción de Los argonautas del Pacífico occidental servirían a partir de entonces como fundamento científico del trabajo de campo. Algunos de los dilemas que plantea siguen vigentes en la etnografía contemporánea, cuya meta sigue siendo la misma enunciada al final de esta famosa introducción: «llegar a captar el punto de vista del indígena, su posición ante la vida, comprender su visión de su mundo» (1995: 41).
El lector podría considerar que el método etnográfico, tal como fue concebido por Malinowski, tiene sentido sobre todo en sociedades pequeñas, tradicionales y/o rurales con un alto grado de cohesión interna. Como hemos visto, este método implicaba que el etnógrafo debía pasar largos períodos de tiempo viviendo en una sociedad que no era la suya para intentar captar el punto de vista de los nativos. Suponía también que la profunda diferencia del etnógrafo con la sociedad estudiada era la que proporcionaba la distancia social necesaria para asegurar cierto grado de objetividad y cuestionar las propias categorías de pensamiento del etnógrafo o, en otras palabras, su etnocentrismo.
Sin embargo, un rápido vistazo a algunas etnografías contemporáneas con títulos tan explícitos como El viajero subterráneo: un etnólogo en el metro (Augé, 1998) o La casa de jabón. Etnografía de una cárcel Boliviana (Cerbini, 2012) nos convencen rápidamente de que la etnografía ha conquistado desde hace tiempo al mundo urbano. Como afirma el antropólogo Manuel Delgado (2002: 91) cuando defiende una etnografía del espacio público: «el comparador de culturas lo que hace es reconocer como la diversidad humana, que Occidente había puesto en trance de desaparición en su expansión, ha venido a reproducirse en su propio seno».
En efecto, hoy en día existen numerosos antropólogos investigando en realidades socioculturales cercanas o similares a las suyas. Los anglosajones han llamado a este nuevo panorama internacional anthropology at home (Pujadas, 2010a: 56). La antropología ha conseguido adaptarse a un nuevo contexto internacional del que prácticamente han desaparecido las mal llamadas sociedades «primitivas» gracias a que su objeto de conocimiento no son los «otros» en sí mismos, sino la condición humana en su variedad y diversidad. Además, la crítica postmoderna a la autoridad etnográfica y, por lo tanto, a la supuesta objetividad de esta disciplina conseguida gracias a la distancia social con los sujetos de estudio, ha favorecido también la existencia de una etnografía at home. De hecho, la etnografía moderna asume la porción de subjetividad inherente al método etnográfico explicitando de forma minuciosa, en extensos apartados dedicados a la metodología, las condiciones de recogida de los datos. La pregunta, no obstante, sigue en pie: ¿qué pasa a la hora de aplicar este método en sociedades urbanas?
Una primera respuesta la encontramos en Estados Unidos, donde el método etnográfico fue rápidamente aplicado por sociólogos interesados en investigar en las grandes metrópolis norteamericanas. Los sociólogos de la llamada «Escuela de Chicago» consideraban que las ciudades estaban compuestas por una gran cantidad de grupos diversos que conformaban unidades similares a las «culturas» estudiadas por sus colegas los antropólogos. Por ello, entendían que estos grupos urbanos se podían analizar aplicando su mismo método de investigación. Es así como a partir de los años veinte del siglo xx se empiezan a realizar trabajos de campo en los guetos, donde se asentaban los grupos de inmigrantes, pero también allí donde se hallaban delincuentes, indigentes, prostitutas y otras minorías marginales con el objetivo de definir la especificidad cultural de la vida urbana.
Esta línea de investigación etnográfica en torno a los mundos marginales urbanos ha sido muy fructífera hasta la actualidad, especialmente en los EE.UU. Por poner un ejemplo, citamos a dos de las publicaciones ya clásicas en esta línea de investigación como son Antropología de la pobreza (1959) y, sobre todo, Los hijos de Sánchez (1961), ambas del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, quien utilizaría el método de las historias de vida para explicar cómo vivían los habitantes de los suburbios de la capital mexicana. Lewis interpretó la forma de vida de estos «pobres» –algo que después sería muy criticado (Harris, 1984: 395)– como una adaptación a la vida marginal, describiendo e interpretando sus valores, normas y actitudes como una «cultura de la pobreza».
Nos detenemos un momento aquí para subrayar algunos aspectos críticos de este tipo de etnografía y que pueden ser especialmente sugerentes para cualquier profesional de la acción social. Para ello, nos basamos en algunos argumentos que el sociólogo Loïc Wacquant expone en Merodeando las calles: trampas de la etnografía urbana (2012). En este libro, Wacquant hace una crítica demoledora a la dirección actual que ha tomado este tipo de etnografía urbana. El autor denuncia que muchas de las etnografías sobre las ciudades norteamericanas de los años noventa buscan contrarrestar los estereotipos negativos sobre la gente de la «calle» (subproletariado urbano, guetos, vendedores ambulantes, indigentes…) con trabajos que ensalzan moralmente a dichas comunidades en una especie de neorromanticismo que, ni respeta las reglas de la investigación científica, ni permite mostrar las causas estructurales de la pobreza. Según Wacquant (2012: 12), estos trabajos son presos de problemáticas prefabricadas por los estereotipos públicos y la política asistencial estadounidense de los años noventa. En sus propias palabras:
Ir contra el sentido común y combatir los estereotipos sociales son tareas propias de las ciencias sociales, y especialmente de la etnografía (…) Pero esta tarea difícilmente puede llevarse a cabo reemplazando esos estereotipos por figuras de cartón pintado invertidas surgidas del mismo marco simbólico (2012: 129).
El mayor problema de estas investigaciones no consiste únicamente en que fuerzan la interpretación de los datos etnográficos para amoldarlos a dicha visión «neorromántica», sino que eliminan también otras cuestiones estrechamente relacionadas con la pobreza como son el poder de clase o la participación del Estado en la producción de la marginación social y la exclusión. No solo eso, Wacquant considera incluso que estas fábulas neorrománticas están vinculadas a «la construcción del Estado neoliberal y su complejo asistencial carcelario para el manejo punitivo de los pobres» (2012: 15). Al presentar una versión positiva de la misma figura social deformada y al eliminar del análisis a los movimientos sociales, la política y el Estado, dichas investigaciones insisten en la responsabilidad individual y los «valores morales» de los pobres sin iluminarnos demasiado sobre las causas estructurales de la pobreza urbana.
Así como en la introducción del libro alertábamos sobre los peligros que supone desarticular la práctica educativa de la concepción del mundo que esta vehicula, Wacquant también nos advierte sobre los desaciertos de la etnografía que se realiza bajo la bandera del empirismo puro, desconectándose de la teoría. Dicha etnografía suele situarse demasiado cerca de los agentes, repitiendo su punto de vista sin relacionarlo con un sistema más amplio o, por el contrario, demasiado lejos, forzando las observaciones hasta hacerlas entrar en un esquema teórico preconcebido. La solución, afirma Wacquant, consiste en ir integrando la teoría y sus implicaciones en cada paso de la construcción del objeto. O en otras palabras, asumir el mandato antropológico de articular teoría y datos dentro de la misma etnografía, como forma de comprensión de la realidad.
Para hacernos una idea de la importancia de esta articulación, no hay más que ver cómo los cambios ocurridos en el siglo xx han afectado a la misma práctica etnográfica. En el mundo actual, es casi imposible imaginar la cultura como algo homogéneo, estable y adscrito a un territorio y a unas personas concretas, tal como ocurría en las etnografías funcionalistas y estructuralfuncionalistas de la primera mitad del siglo xx. La globalización –afirma Ferrándiz (2011: 199)– ha roto el supuesto vínculo automático entre cultura y lugar. Por ello, la etnografía está obligada a adaptarse a nuevas situaciones sociales y a nuevos entornos si quiere continuar siendo un enfoque interesante y útil para la comprensión de los hechos sociales.
Una de estas adaptaciones ha sido la llamada etnografía multisituada o multilocal. Según Ferrándiz (2011: 204), «se trata de una estrategia metodológica diseñada para estudiar gentes, productos culturales o hechos sociales que son expresión directa de los diversos flujos de la globalización». Por su parte, Jordi Roca (2010: 266) la define como «una práctica etnográfica deslocalizada que se basa en la utilización de una multiplicidad de unidades de observación y participación». Así, la etnografía se desplaza de una única localización territorial (comunidad, barrio, institución…) a varios lugares de investigación, observación y participación. Como afirma Marcus (2001: 118), uno de sus principales teóricos:
La investigación multilocal está diseñada alrededor de cadenas, sendas, tramas, conjunciones o yuxtaposiciones de locaciones en las cuales el etnógrafo establece alguna forma de presencia, literal o física, con una lógica explícita de asociación o conexión entre sitios que de hecho definen el argumento de la etnografía.
Es más, la misma globalización y sus características (multiculturalismo, circulación de bienes y personas…) condicionan los temas de investigación favoreciendo el auge actual de aquellos estudios que siguen, en diversos escenarios, los movimientos de las personas (migraciones, fronteras, exilios y diásporas), los objetos (dinero, bienes, arte) o las historias (memoria, medios de comunicación) (Marcus, 2001: 117-119).
Aunque la etnografía contemporánea se encuentra enfrentada a otros retos y contextos de investigación que precisan de nuevas técnicas especializadas a la hora de mostrar el impacto de los fenómenos globales en las sociedades locales (como por ejemplo el análisis de las redes sociales o el trabajo de archivo); algunas de las principales técnicas de investigación sistematizadas para lograr el peculiar enfoque etnográfico –como la observación participante– continúan siendo extremadamente útiles para cualquier investigación que busque privilegiar el punto de vista de los actores.
1.1. Las técnicas de investigación en la etnografía
Una de las premisas del trabajo de campo es que son las vivencias del investigador las que van apuntando qué y cómo se tiene que investigar. Rosana Guber (2001: 55) afirma que, comparado con los procedimientos de otras ciencias sociales, el trabajo de campo etnográfico se caracteriza por su falta de sistematización. Durante su trabajo de campo, el etnógrafo puede dar clases de alfabetización o de cocina, participar en rituales religiosos, vivir en una casa ocupada, charlar con el alcalde, los jubilados o los niños, vigilar ovejas, tejer bufandas, asistir a bodas, reuniones de vecinos y asambleas de partidos políticos o tomar el té y jugar a las cartas con mujeres de la alta sociedad. Todo depende de qué le interese así como de la calidad y la tipología de las relaciones que haya establecido con los sujetos sociales. De hecho, ningún trabajo de campo es igual a otro aunque se desarrolle en un mismo lugar o, en otras palabras, hay tantos trabajos de campo como etnógrafos. Es esta ambigüedad, afirma Guber (2001: 56), la característica distintiva de un método que (1) precisa de mucha flexibilidad para adaptarse a cada contexto, (2) parte de la ignorancia metodológica del investigador para situarse en el terreno y (3) basa su conocimiento en las relaciones sociales que éste establece con los actores. A pesar de esta ambigüedad, la antropología ha ido definiendo algunas técnicas de investigación características de este método. Por razones de espacio y también por la utilidad que pueden representar para los profesionales de la educación y el trabajo social, en tanto que permiten recoger el punto de vista de los sujetos más allá de estereotipos y juicios de valor, describiremos las más conocidas: la observación participante y la entrevista etnográfica.
1.1.1. La observación participante
Identificada a menudo con el trabajo de campo en general e incluso con la etnografía, la observación participante se caracteriza por ser la técnica de investigación diseñada para trabajar directamente sobre el terreno. Es, según Ferrándiz (2011: 84), «el método central, definitorio y más auténtico de la etnografía». Apreciaremos pronto la aparente contradicción entre las dos palabras que componen el nombre de esta técnica de investigación. Es en esta tensión entre la observación y la participación, entre la distancia y la proximidad o entre el exterior y el interior, donde radica su fecundidad y aportación original a las ciencias humanas y sociales (Augé, 1996: 59).
Rosana Guber (2001: 57) considera que la observación participante consiste en dos actividades principales: «observar sistemática y controladamente todo lo que acontece en torno del investigador, y participar en una o varias actividades de la población». Por un lado, el investigador participa de la vida cotidiana de los sujetos, realizando sus actividades y aprendiendo a comportarse como uno de ellos. Por el otro, el investigador observa a la sociedad estudiada registrando todo lo que ve y escucha. El objetivo de la observación participante –nos dice Sanmartín (2003: 51-52)– es acumular un corpus de información etnográfica que facilite la elaboración del conocimiento sobre algún problema propio de las ciencias sociales. Este corpus de conocimientos se consigue sobre todo gracias a la inserción del investigador en la vida cotidiana de los actores, es decir, gracias a la experiencia del trabajo de campo. La observación participante requiere, además del bagaje teórico, de ciertas cualidades por parte del investigador como la paciencia, la capacidad para escuchar, una mentalidad abierta, un interés genuino por las ideas y experiencias de los demás o la capacidad de adaptación a nuevas situaciones, entre otras (Ferrándiz, 2011: 89-90).
Si la observación participante necesita de la flexibilidad y capacidad de adaptación del investigador, requiere también de la comprensión, paciencia y aceptación por parte de los sujetos de estudio. En efecto, la observación participante supone una relación personal con los actores que condiciona forzosamente los resultados de la investigación. No obstante, parece imposible que el etnógrafo establezca este tipo de relación con todos los miembros del grupo. El etnógrafo entra en contacto, se comunica, se relaciona y se entrevista con un número finito de personas, a menudo escogidas ya sea por sus conocimientos particulares o por la afinidad de caracteres, su disposición a colaborar e incluso el azar. A estos interlocutores se les ha llamado tradicionalmente «informantes» en tanto que explican los detalles y matices de su cultura al etnógrafo que no la conoce. Aunque esta denominación haya sido criticada (p. ej. Bartolomé, 2003: 208-209) por enfatizar una relación unidireccional que no concede suficiente protagonismo a los sujetos de estudio o porque no incluye el retorno de los resultados de la investigación a los mismos, resalta en cambio la situación de ignorancia metodológica que caracteriza al etnógrafo. A diferencia de otras disciplinas, donde el científico se sitúa en la posición del saber y la autoridad, el etnógrafo conoce muy poco sobre la situación que quiere estudiar. Será el «informante» quien lo guíe a través de su cultura, le explique pacientemente aquello que no conoce, lo acoja en su casa o quizás le presente a otras personas que se convertirán, a su vez, en futuros informantes. Esta relación personal requiere obviamente de una ética profesional por parte del etnógrafo que respete la confianza y la seguridad de los sujetos con los que trabaja.
La forma preferida para registrar lo que ve, escucha y vive un etnógrafo es el diario de campo. Este tipo de documento consiste en un conjunto articulado de entradas escritas que recogen conversaciones, pensamientos o hechos vividos por el etnógrafo durante su trabajo de campo. Mientras está en el terreno, el etnógrafo anota regularmente todo lo que hace, lo que le pasa y lo que siente de forma similar a como lo haríamos en un diario íntimo, solo que enfocado en el lugar y tema de su investigación (García Jorba, 2000: 15). Hoy en día, otras formas de registro, como son las grabadoras de voz, el vídeo y la fotografía se han incorporado para completar el tradicional diario de campo (Ardèvol, 2006), considerado ya por Malinowski como el método ideal de registro etnográfico. En el cuarto capítulo nos ocuparemos más detalladamente de esta forma particular de registro de los datos en relación con su posible incorporación en la actividad cotidiana de los profesionales del campo social y educativo.
1.1.2. La entrevista etnográfica
La observación participante es probablemente la técnica de investigación más característica de la etnografía pero no es la única que se utiliza cuando se hace trabajo de campo. Otras técnicas como, por ejemplo, la elaboración de genealogías, mapas y censos, el dibujo (propio o el realizado por los sujetos estudiados), el visionado de álbumes fotográficos con los actores para activar su memoria y recordar aspectos importantes de su vida, los grupos de discusión así como las diferentes modalidades de entrevistas son, entre otras, utilizadas por la etnografía contemporánea. De hecho, el etnógrafo utiliza todas las técnicas (cualitativas y cuantitativas) que considera útiles para su investigación, haciendo, eso sí, una descripción detallada de las mismas en el apartado dedicado a la metodología de su texto final. Una vez abordada la observación participante, nos centraremos en las entrevistas, y sobre todo en la entrevista en profundidad o entrevista no dirigida, que algunos llaman también entrevista etnográfica, por su importancia como técnica no intrusiva de la realidad estudiada.
La entrevista etnográfica, informal, abierta o no directiva, a diferencia de la entrevista cerrada en donde se responde con un sí, un no o con una de las opciones que tiene preparadas el investigador, busca que el entrevistado responda a las preguntas del investigador con sus propias categorías de pensamiento. De hecho, tiende hacia una conversación ideal en donde la persona entrevistada habla y el entrevistador escucha, interviniendo solo cuando lo considera estrictamente necesario para pedir alguna aclaración o para dirigir la conversación hacia algún aspecto que le interese. La entrevista etnográfica es, no obstante, distinta de la conversación informal (muy importante en el método etnográfico) en tanto que investigador e informante se reúnen explícitamente para llevar a cabo la entrevista. Ambas formas difieren también en los instrumentos de registro. Mientras que los recuerdos de la conversación informal suelen escribirse en el diario de campo, las entrevistas etnográficas acostumbran a grabarse en algún instrumento de registro para, más tarde, transcribirlas y trabajarlas de acuerdo con los intereses de la investigación.
El arte del investigador/entrevistador recaerá, en primer lugar, en ser capaz de hacer aquellas preguntas que provoquen la locuacidad del entrevistado y, en segundo lugar, en el rendimiento posterior que extraiga de las respuestas en el conjunto de la investigación. Aun así, es probable que antes de encontrar las preguntas más significativas, el investigador necesite conocer bastantes detalles de su investigación. Rosana Guber (2001: 89) recomienda que, al principio, las preguntas sean lo más generales y descriptivas posibles. Es decir, que el investigador haga preguntas como: -¿Me puede explicar cómo es el barrio? o ¿Me puede explicar sus primeros años de vida en el barrio? en lugar de ir al grano preguntando, por ejemplo, si en el barrio siempre ha habido delincuencia. En efecto, si preguntamos directamente cuáles son los problemas de un barrio marginal estaremos presuponiendo, por un lado, que el barrio tiene problemas y, por el otro, que lo que nosotros consideramos un problema lo es también para sus habitantes; provocando probablemente que los entrevistados nos den respuestas previsibles de acuerdo con el rol que nos otorguen (representante de las autoridades, educador social, etc…). De hecho, el investigador/entrevistador debe ser lo más neutro posible o, mejor aún, debe ser consciente del marco interpretativo que él y/o sus entrevistados están dando a sus preguntas, ya que este provocará variaciones significativas en las respuestas. Esta precisión es importante para los profesionales del campo social y educativo, pues desarrollan un rol profesional al servicio de un encargo (político, institucional, etc.) determinado que condiciona las respuestas del otro y su interpretación.
En resumen, la premisa básica de la entrevista etnográfica es la no directividad que permite que afloren las ideologías, las experiencias y/o los sentimientos de los entrevistados, mostrando sus puntos de vista. La entrevista etnográfica parte de la hipótesis de que si el etnógrafo formula las preguntas y dirige la conversación, está condicionando al entrevistado, que entonces se sitúa, piensa y responde con las categorías del etnógrafo, ocultando así sus propios puntos de vista. En este sentido, tanto la observación participante como la entrevista etnográfica se complementan como técnicas que favorecen el conocimiento del punto de vista de los actores o los significados locales del tema que se está investigando.