Juan Curiel, autor del manuscrito

Juan Curiel,
autor del manuscrito

EL AUTOR DEL MANUSCRITO fue D. Juan Antonio Curiel Luna y Tejada, miembro de la Academia desde 1714 y, por las fechas en que redactó el texto, huésped del colegio mayor de Cuenca en la Universidad de Salamanca. Había nacido en Sevilla el 13 de enero de 1690, y fueron sus padres D. Luis Curiel, natural de Osuna, y D.ª Inés María de Luna, nacida en Villanueva del Ariscal, donde habían contraído matrimonio en 1681. Pertenecía a una familia de pequeños hidalgos locales establecida en Andalucía pero originaria de Palenzuela (Palencia), de donde procedía su tatarabuelo Juan Curiel, que había ganado ejecutoria de hidalguía en la Chancillería de Valladolid en el año 1557, documento que habrían de esgrimir entre 1691 y 1696, en Villanueva del Ariscal, donde por entonces estaba la casa familiar[1].

Los Curiel debían su ascenso social a la carrera administrativa. Establecidos en Osuna (Sevilla) desde la segunda mitad del siglo XVI, habían desempeñado allí desde el principio oficios de Alcalde y Regidor por el estado noble. La promoción familiar había culminado en D. Luis Curiel, que alcanzaría plaza de consejero de Castilla a principios del siglo XVIII. El mismo D. Luis fue Alcalde de la Hermandad en el Estado Noble de Osuna hasta que su carrera le llevó a establecerse en Sevilla, hacia 1687, como Alcalde del Crimen de la Audiencia y oficial y consultor del Santo Oficio. En Sevilla nacerían sus hijos, y él y sus descendientes aparecerán entre los expedientes de la «Blanca de la Carne», donde se registraban los que por su condición de noble obtenían la devolución del impuesto del mismo nombre[2]. La proyección de la carrera administrativa de D. Luis le llevaría unos años más tarde a Madrid, nombrado fiscal del Consejo y alcanzando en 1713 plaza de consejero de Castilla. Coincidió esta promoción profesional en la corte con el advenimiento de la nueva dinastía y el anuncio de variaciones en la vida académica, administrativa y eclesiástica española. El mismo D. Luis participó de forma activa en las polémicas regalista y anticolegial. La llegada al trono de Felipe V alimentó las aspiraciones de los anticolegiales, que redoblaron sus ataques contra la casta que postergaba a los manteístas en las cátedras y en los cargos. Arreciaron las invectivas contra los abusos de la vida colegial y sus conexiones con los ministros del consejo, que les beneficiaban en sus intereses. Desde la corte personajes importantes como el confesor real, P. Robinet, el fiscal del Consejo de Castilla Macanaz y el Abate Alberoni se expresaban abiertamente contra los colegiales y su control de las altas instancias del gobierno. Fue Macanaz quien promovió la reforma regalista, y de la vida universitaria y la reorganización del Consejo, relevando al mismo D. Luis de la fiscalía del Consejo en 1713. D. Luis Curiel, él mismo colegial, protagonizó un abierto y enconado enfrentamiento con Macanaz y sus iniciativas reformistas, cuyas tensiones estallaron en 1714 al hacerse público el informe del fiscal para la reducción del número de eclesiásticos en la alta administración. Protestó enérgicamente D. Luis, que comunicó aquella iniciativa al Inquisidor General Giudice. El documento recibió la condena oficial, y aunque entonces Macanaz se salvó y Curiel sufrió un temporal alejamiento de la vida pública, a principios del año siguiente, como consecuencia de los cambios en la corte, sería Macanaz quien caería en desgracia y Curiel recuperaría su posición[3].

En el mismo año 1714, Luis Curiel tuvo ocasión de expresar su postura respecto a la polémica colegial, enviando al confesor real su «Discurso sobre los Colegios Mayores de Salamanca, Valladolid, etc.», fechado en 30 de mayo. Curiel se atrevía a alabar a los colegios como «seminarios de los mayores hombres de España», admitiendo luego la introducción de excesos, la relajación de las costumbres, el abandono del estudio en la vida colegial y las nefastas consecuencias de aquella protección que los colegiales disfrutan desde el Consejo y la Cámara, que sin esfuerzo garantizaba la promoción ventajosa de sus becados. Sin embargo, proponía que bastaba por entonces con la reforma de algunos ligeros abusos que aseguraran la calidad y formación de los colegiales. Medidas timoratas que no afrontaban la connivencia con el Consejo ni atendían a los sistemas de promoción colegial y sus ventajas frente a los manteístas. Se ponía así de relieve su postura en aquella disputa dialéctica, justificada por su propia condición de colegial y por la presencia de sus hijos entre los miembros de aquellas comunidades. Para su ventaja, caían poco después los ministros desafectos a los colegiales, el propio Macanaz entre ellos, y se restauraba de nuevo la política colegial[4].

Los hijos de D. Luis Curiel representan la sexta generación de los Curiel y ofrecen un perfecto ejemplo de descendencia abultada y estrategia familiar organizada. Repartieron sus destinos entre las tres vocaciones habituales de la nobleza: la administración, la iglesia y el ejército[5], recurriendo a las garantías de promoción de los colegios mayores cuyas becas disfrutarían algunos de ellos apoyándose en la privilegiada posición paterna. Asimismo y con un fin familiar premeditado, los hermanos menores renunciarán a la legítima en favor del mayorazgo, cesión que se vio favorecida también por algunas muertes tempranas.

Juan Antonio Curiel y Luna fue el primogénito de una larga progenie compuesta por diez hermanos, seis varones y cuatro hembras. Como el mismo D. Juan Antonio, otros dos de ellos fueron colegiales del mayor de Cuenca en la Universidad de Salamanca: Pedro Curiel, luego canónigo de Santiago, catedrático de Decreto de Salamanca, vicario general y juez apostólico del arzobispado de Sevilla, ministro del Santo Oficio, consultor y juez ordinario de la Inquisición, arcediano de Sevilla y subdelegado de Imprentas en aquella ciudad donde murió en 1764; y Fray Agustín Curiel, graduado de bachiller en Cánones por Salamanca, subdiácono y religioso profeso de San Francisco en Sevilla, que murió después de 1769. Otros dos hermanos siguieron el camino de las armas: Miguel, teniente de las Reales Guardias de Infantería española, y José Agustín, Capitán de Caballería en el regimiento del Rosellón, ambos muertos antes de finalizar la tercera década del siglo. Por último, Francisco fue presbítero, y murió también en fecha temprana. Por otro lado, dos de las hermanas, Catalina y María, profesaron religión en Sevilla, María Jacoba, murió «doncella» según reza en el testamento de su madre 1725, y solo una se casó, Rosa María en 1708[6] con Marcos Corona y Rojas colegial de Santa María de Jesús de Sevilla y catedrático de Prima de la universidad, oidor de la chancillería de Granada[7]. La estrategia familiar de la dinastía se redondearía por los años iniciales del siglo XVIII con el ingreso de algunos de sus miembros en las Órdenes Militares: el progenitor, el consejero D. Luis, lo haría en la de Santiago por Real Orden de 11 de noviembre de 1703, y poco después solicitaría hábito para sus hijos Juan Antonio y José Agustín, que les fue impuesto en 1720[8].

D. Juan Antonio Curiel y Luna ingresaría en el colegio mayor de Cuenca al alcanzar la edad requerida. En julio de 1708 opositaba a una beca de jurista y se ponían en marcha la pertinente información testifical con que se determinó su genealogía y la pureza de sangre junto a su condición hidalga y, «habiendo sido vistas y examinadas informaciones por los colegiales de dicho colegio en su capilla secreta... salieron aprobadas y justificadas la limpieza y calidad del dicho opositor y se le dio la posesión de la beca el día 23 de febrero del año pasado de 1709»[9]. De la beca disfrutaría hasta 1716, siendo elegido rector del Colegio en 1713, y obteniendo en aquel tiempo la licenciatura en leyes por la universidad salmantina. Cumplido el tiempo de colegio que permitían los estatutos, pasó luego, como era ya costumbre, a la hospedería, desde donde esperaría la ansiada plaza de asiento que los privilegiados colegiales mayores castellanos solían alcanzar en aquel más flexible asilo colegial. En la hospedería permanecería hasta 1721, ausentándose una temporada durante el curso 1719-1720. Como solía ocurrir, llegó antes la cátedra que la plaza, ganando en 1721 la de Decretales menores antigua, de la que tomaría posesión por medio de apoderado y en la que no llegó a leer. Su absentismo le costó una multa de 4760 mrs., impuesta por la Universidad en el mismo curso 1721-1722. Poco importaba la pena cuando la cátedra se había convertido en el pasaporte de ingreso en la carrera de los cargos, como inmediatamente se demostró en este caso: a principios de 1722 pasaba a ocupar la Fiscalía de Grados de Sevilla[10].

El itinerario académico y profesional de Juan Antonio Curiel se corresponde con la característica trayectoria del colegial mayor tal y como había venido afirmándose a lo largo del siglo anterior: sin duda la posición del padre en la corte y como fiscal del Consejo pudo influir en el momento de acceso a la beca; la estancia en el colegio le serviría para alimentarse de las alianzas y privilegios que favorecerían su promoción posterior, facilitada por la condición paterna de consejero de Castilla; lazos familiares y colegiales y la paciente espera en la hospedería darían su fruto final resuelto en la plaza de la audiencia sevillana que le catapultaría a la alta administración.

Antes de ir a tomar posesión de su plaza en Sevilla D. Juan contrajo matrimonio con D.ª Josefa de Álamos y Miranda, nacida en Sevilla en 1701 donde estaba de paso su padre José de Álamos Atienza y Quiñones, regidor perpetuo de León, y de su mujer Manuela Tomasa de Miranda y Gamboa, marquesa de Villasinde, señores de Alcuetas de Mingalbín y Perales. La ceremonia se celebró en Madrid, el 5 de febrero de 1722, en el oratorio de Don Luis Curiel. Con esta unión D. Juan emparentaba con la nobleza titulada[11]. De este matrimonio nacería su único hijo, Luis Antonio Curiel y Álamos, que casaría hacia 1743 con doña Josefa Pérez de la Torre y Maldonado, señora de la villa de Zurita de los Canes, natural de la villa de Pedraza, y vecina de Madrid[12], que le darían a D. Juan su único heredero superviviente, su nieto Epifanio Curiel de La Torre, al morir el padre en 1773[13]. Aún se casaría por segunda vez D. Juan. A finales del 1746 murió la primera esposa y solo unos meses después, el 8 de septiembre de 1747, contraería matrimonio con D.ª Maria Bárbara de León Santos y Avellaneda, viuda de D. Josef de Cisneros y Robles, que había sido colegial del mayor de Oviedo en Salamanca y llegó a ser alcalde de casa y corte. Murió también la segunda esposa el 11 de junio de 1752[14]. Este segundo matrimonio reforzaba los vínculos colegiales y en la administración de nuestro autor.

Otra relevante decisión paterna para apoyar la progresión social de D. Juan Antonio fue la de fundar único mayorazgo al tiempo que los hermanos renunciaban a la legítima en su favor. Fundación y renuncias se fecharon en 1724, y era la ejecución del compromiso adquirido en las capitulaciones del primer matrimonio de D. Juan, para vincular los bienes que habrían de servir de sustento a la familia. A finales del mismo año, el 27 de noviembre, moría en Madrid su padre D. Luis Francisco Curiel y Tejada, y el 10 de diciembre del siguiente lo hacía su madre[15].

Apenas concluido el tiempo de la beca en el colegio salmantino y habiendo pasado a las hospederías, ingresó D. Juan a formar parte de la Real Academia Española, solo un año después de su fundación, siendo admitido en la sesión del 10 de junio de 1714 para ocupar la silla R. En la siguiente sesión celebrada un mes más tarde accedería también su padre a la corporación. Casi de inmediato fue nombrado D. Juan como uno de los revisores de la parte primera del Diccionario de Autoridades «letra A ante P», y poco después se le repartía tema para el discurso que como académico estaba obligado a desarrollar, cuya lectura debería tener lugar en agosto de 1715. No ocurrió así y de nuevo en 12 de enero de 1718 volvieron a señalarle tema para noviembre aunque no leyó hasta marzo del 1719 su «Disertación apologética por los Andaluces en la gutural pronunciación de la H aspirada»[16]. Entre las dos ocasiones señaladas para el discurso de ingreso, se sitúa el texto del autor que aquí se transcribe, y que según sus propias palabras respondía a una práctica acostumbrada por la que «la eruditissima Rl. Academia Española por el turno de sus Yndividuos pone cada mes al cuidado y savia discreción de vno algun asumpto que divierta e instruia deliciosamente la escrupulosa atencion de todos». Para la ocasión proponía como tema los progresos de la universidad salmantina, de la que por aquellas fechas aún formaba parte.

Por estos años en que seguía disfrutando de las ventajas de la residencia en la hospedería del colegio, su asistencia a las sesiones de la Academia no debieron de ser muy frecuentes, y quizás esa fuera la razón del retraso en la lectura de su discurso de ingreso hasta 1719. Luego, el nombramiento para la plaza en Sevilla ampliará la distancia y limitará su presencia física en las reuniones de la corporación aunque mantendrá los compromisos adquiridos por encargo de la institución: el 12 de marzo de 1722 se despedía prometiendo remitir las «autoridades» de las Partidas del Rey don Alfonso de las que había sido encargado[17].

El regreso a Madrid hacia 1740, promocionado como alcalde de Casa y Corte, le permitirá retomar sus tareas en la Academia, y por entonces vuelve a estar mencionado en las sesiones y forma parte de la junta particular que se nombró en noviembre para resolver las dudas sobre acentos en la ortografía. Concluiría luego, el 27 de agosto de 1743, su compromiso llevando a la junta las voces de las Partidas de Alfonso el Sabio para el diccionario histórico.

El desarrollo final de la carrera administrativa de D. Luis en la Corte le permitió compaginar sus actividades profesionales y responder a sus obligaciones como académico de forma más continuada, aunque no siempre su asistencia fuera puntual, razón por la que renunció a los gajes correspondientes hacia 1745, y en ocasiones solicitó licencia para prolongadas ausencias de algunos meses. En la Academia presidió varias veces por su antigüedad, en calidad de decano y en ausencia del director. Faltando por entonces a la Academia una sede propia, ocasionalmente cederá sus propias casas para las reuniones, como ocurrió en 1746, por muerte del director titular Andrés Fernández Pacheco, marqués de Villena, y nuevamente en años sucesivos hasta mediar los años 50. También por entonces le fueron encargadas algunas misiones delicadas. Finalmente en los primeros días de 1759 él mismo pidió la «jubilación de su plaza en la Academia» alegando «sus muchas ocupaciones y su quebrantada salud», lo que le fue concedido precediendo el oportuno agradecimiento por los servicios prestados y por sus presidencias, y sobre todo por haber prestado casa para las reuniones de la Academia en numerosas ocasiones[18].

El ascendente paterno le sería fundamental a D. Juan para su propia promoción desde los primeros momentos. Fue una referencia importante para ganar la beca en el colegio aunque no le eximiera de afrontar las pruebas de ingreso, y fue también la iniciativa paterna la que le permitió ganar hábito de Calatrava al mismo tiempo que su hermano, hábito que solicitó para ellos su padre en 1705, y que le fue concedido en atención a los servicios prestados. Sin duda debió a su padre en buena medida su ingreso en la carrera judicial a principios de 1722 tras recibir el nombramiento para la Audiencia de Sevilla. Y quizás la desaparición de su padre, muerto en 1724, y la dura competencia en la carrera retrasaron el ascenso de D. Juan, que hubo de esperar más de tres lustros para cumplir con su aspiración última, la de alcanzar plaza en Madrid.

Finalmente en 1739 una Real Cédula de 24 de septiembre le promovía como Alcalde de Casa y Corte, cesando como juez de grados, aunque no tomaría posesión hasta 1740 a fin de cumplir cierta comisión encomendada por el rey. Poco después daba poder a su hermano Pedro para la administración de sus bienes en Andalucía y partía hacia la Corte, donde pasaría a ejercer la ansiada plaza retomando por entonces la asistencia a la Academia. A partir de ese momento la proyección de D. Juan se verá acelerada. A principios de 1741 le fue concedida la fiscalía del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda en sala de justicia, y antes de finalizar el año 1745 obtuvo nombramiento real para plaza en el Consejo de Castilla, ascenso que fue efectivo el 13 de agosto siguiente, ocupando la vacante producida por José Agustín Camargo[19]. D. Juan será el último consejero nombrado por Felipe V.

La culminación de la carrera de D. Juan Curiel se sitúa en los años cincuenta. A principios de 1752 sería designado «juez privativo de imprentas del reino». En mayo del año siguiente y precediendo las pruebas pertinentes, le llegaba despacho del nombramiento como ministro titular del Santo Oficio[20]. A partir de entonces compaginará Curiel sus actividades como Juez de Imprentas con el desempeño de las plazas en los consejos de Castilla y de la Inquisición, y atenderá al mismo tiempo sus compromisos en la Academia, que no abandonará hasta su renuncia en 1759, jubilándose diez años después del Consejo de la Inquisición y del de Castilla, pero con el sueldo íntegro, excepcionalmente y contra costumbre[21]. Al mismo tiempo, la sanción de su ascenso social llegó con la concesión del título de Conde de San Rafael en 1760, otorgado con motivo de la jura del nuevo monarca, Carlos III, y como reconocimiento a sus servicios. El título lo disfrutarían su hijo y luego su nieto[22].

Sería precisamente en el desempeño del empleo de Juez de Imprentas donde realizaría su contribución fundamental al redactar el Reglamento sobre censura e impresión[23], que tuvo grandes repercusiones en la vida literaria del momento, provocando la reacción adversa de editores y libreros, que lo tacharon de tradicionalista y hostil a las nuevas ideas al aplicar estrictamente las leyes de la Nueva Recopilación[24]. El pensamiento de D. Juan se expresó con ello en la misma línea que lo había hecho su padre D. Luis en su violenta oposición a las reformas de Macanaz.

El control de los impresos en España a través de la censura civil estaba entonces regulado por la Pragmática de los Reyes Católicos (Toledo, 1502), luego endurecida por exigencias de la Contrarreforma, especialmente durante los reinados de Felipe II y Felipe IV. Esencialmente se trataba de someter todos los textos que pasaran por la imprenta al control del Consejo de Castilla, que aseguraría la adecuada censura y garantizaría la obtención de licencias. La normativa se apoyaba en severas penas de prisión, multas pecuniarias y amenazas de privación de oficio a los impresores. Acaso trasnochadas y fuera del espíritu del momento, lo cierto es que las leyes sobre censura estaban en la práctica olvidadas de modo que una resolución de 1705, ratificada en 1728, y nuevamente renovada en 1749, tuvo que recordar la prohibición de imprimir sin licencia del Consejo[25].

A mediados del siglo XVIII, cuando tuvo lugar el nombramiento de Curiel como Juez de Imprentas, había cierta preocupación entre los sectores mas tradicionalistas por el influjo de las ideas extranjeras a través de libros, gacetas y revistas, sobre todo de las «luces» francesas que tan perniciosas y contrarias se mostraban para con la «tradición peninsular». Por ello, el 22 de noviembre de 1752 Curiel dictaba Auto por el que sacaba a la luz un Reglamento donde dejaba constancia de la gravedad de la situación en materia de impresión y censura, de la inobservancia de las leyes por libreros e impresores, del escaso celo sobre los textos llegados de fuera, «resultando de todo los graves daños y perjuicios a que quedan expuestas la Religión, las buenas costumbres, las regalías de S.M. y el honor de la Nación». Proponía luego la «necesaria providencia» para que impresores, mercaderes y tratantes de libros y otros impresos, cumplieran con las reglas bajo graves penas, sin poder argumentar la creencia de estar abolidas dichas leyes o consentida su inobservancia[26].

El Reglamento constaba de 19 capítulos que establecían la exhaustiva vigilancia de la impresión, circulación y venta de impresos, regulando escrupulosamente el examen previo (censura previa) de todo tipo de publicaciones, y asegurando también el control de las librerías. Se prohibía cualquier impresión de libro o papel sin licencia del Consejo que habría de llevar a cabo un detallado examen previo, y a quien correspondería tasar y corregir; se exigían controles de prelados y ordinarios diocesanos, o de la Inquisición para ciertas publicaciones; se prohibía también la introducción y venta de libros impresos en el extranjero, que debían ser tasados por el Consejo; se establecía el control del número y localización de las prensas, la visita a las librerías y tiendas, y la determinación de precios. El rigor en la aplicación de la ley se apoyaba en la dureza extrema de las penas impuestas: severas multas, años de cárcel, incautación de propiedades y bienes, destierro perpetuo e incluso la pena de muerte ante la reincidencia o para los textos considerados más peligrosos[27].

No fue fácil ni inmediata la aplicación de dicho reglamento. La ordenanza provocó la airada respuesta de los libreros, que multiplicaron memoriales y súplicas, definiendo los capítulos como anticuados y antilegales, y exigiendo al Consejo la anulación de lo dispuesto y la destitución del Juez. Curiel tuvo que responder defendiendo ante el Consejo su autoridad para dictar el señalado auto, afirmando no haber dispuesto otra cosa que las garantías para el cumplimiento de la legislación vigente, y por último solicitando celeridad en la resolución para facilitar la aplicación de la norma. Finalmente triunfaron las argumentaciones de Curiel y, previas algunas modificaciones (la supresión de la pena de muerte contra la impresión, venta y posesión de libros prohibidos, y contra la introducción y venta de libros impresos en el extranjero sin las licencias previas), el reglamento fue aprobado por Real Resolución, el 27 de junio de 1754. Para completar sus objetivos, una cédula de 19 de junio de 1756 establecía el nombramiento de un cuerpo de censores cualificados y remunerados, que asegurara el celo en el examen previo de todos los textos. En opinión de Rumeu de Armas, fue esto último lo que constituiría la aportación más trascendental de Curiel[28], aunque finalmente fracasaría en ello.

Aguilar Piñal ha calificado el Reglamento de Curiel (1752) como «la más rigurosa ley sobre impresiones de toda la historia» y considera que constituyó un «golpe de muerte al comercio del libro extranjero»[29]. Por su parte, Mestre puntualiza que si bien los artículos del reglamento son «un ataque a la penetración de las ideas ilustradas», contra las que se alineó Curiel, «entrañaban también una preocupación por defender la actividad impresora española», frente a la invasión del mercado nacional del libro por los comerciantes extranjeros de diversa procedencia y por el interés de los libreros nacionales en el negocio de la importación que constituía con frecuencia el mayor y más rentable segmento de su actividad[30].

Desde los orígenes de la polémica sobre el Reglamento, críticos y opositores habían encontrado poderosos aliados entre los ministros reales y entre las más relevantes voces del panorama reformista español, que vieron en Curiel un enemigo del «progreso». Los libreros contaron desde el principio con la protección del secretario Ricardo Wall, lo que derivó en el enfrentamiento entre ambos oficiales. Manuel de Roda, futuro secretario de Gracia y Justicia y uno de los futuros ministros reformistas de Carlos III, actuó entonces como abogado de los libreros e impresores, e incluso fue el inspirador de uno de los memoriales al rey contra el auto de Curiel, que sería condenado por los fiscales del Consejo, y Roda acabaría encausado por ello. La confrontación más significativa tuvo lugar entre Curiel y Mayans. La relación epistolar del ilustrado valenciano con Roda permite constatar su amistad y la coincidente postura de ambos en este tema hasta el punto de que Mayans publicaría, en marzo de 1753, unas «observaciones» al auto de Curiel. Partiendo de la necesaria acomodación de las leyes a los tiempos, sus críticas van dirigidas sobre todo contra el centralismo del Consejo (permisos del consejo, pago de tasas, corrección detallada de cada página...), contra las trabas a la difusión de la cultura y a las relaciones de los intelectuales españoles con los movimientos de pensamiento europeo, y contra la dureza de las penas a los infractores. Las críticas y los reiterados alegatos contrarios enviados al monarca y al Consejo, conseguirían la introducción de algunas modificaciones al reglamento, como la anulación de la pena de muerte, antes de su aprobación definitiva en 1754.

La legislación de Curiel sufrió algunas transformaciones importantes impulsadas por el nuevo monarca, Carlos III y sus ministros y colaboradores. La intervención de Pérez Bayer, inmediato promotor de la reforma universitaria carolina y contrario a la normativa de Curiel, influiría en la supresión de la tasa que liberaba la venta de libros (noviembre de 1762). Bayer atacó también otros aspectos del reglamento, defendiendo la conveniencia de que los censores hicieran gratis sus censuras, que se suprimieran las primeras páginas donde se hacían constar las aprobaciones y alabanzas, tachadas de estúpidas e inútiles. Los capítulos de Curiel fueron modificados por la Real Orden de 22 de marzo de 1763, y el juez tuvo que volver a responder con un dilatado documento remitido por el consejo a los fiscales. Finalmente se reformó la estructura del libro, eliminando los preliminares barrocos, suprimiendo aprobaciones y tasas, se modificó el sistema de censura y se cambió la regulación sobre comercialización. La Real Cédula de 1768 delimitaba las competencias de la Inquisición y la Iglesia en materia de imprenta[31].

El inicio del reinado de Carlos III y la instalación en la corte de los ministros reformistas constituyeron un duro trance para Juan Curiel, que, según señala su biógrafo, «representaba la tradición española y buscaba el modo de reanimar la vida cultural del país sobre la base de las antiguas leyes, cuyo cumplimento se había abandonado»[32]. Por ello fue objetivo de múltiples ataques que lo situaban entre los enemigos del espíritu ilustrado y de la reforma, y representante de las castas colegial y jesuita contra las que se lanzaron todos los dardos del reformismo. En la ya referida animadversión de Mayans se fundían la defensa de su propio pensamiento y la enemiga de Curiel contra sus escritos, algunos de los cuales fueron «embargados» por el juez, como su Gramática, en palabras de Mayans, «sin más motivo ni fin que impedir el methodo que pretendo establecer»[33]. En 1757 Mayans remitió un informe a Roda con el significativo título de «Reflexiones sobre el reciente auto tocante a impresiones que se publicó siendo juez de imprentas D. Juan Curiel, colegial i hechura de los jesuitas». Según rezará el texto impreso, «D. Gregorio Mayans hizo estas Reflexiones a instancia de D. Manuel de Roda que era el abogado de los impresores i libreros, i que por ello fue procesado, i aburrido dejó la carrera de abogado i tomó la de secretarías, lo que fue para ser mas exaltado en Roma i en Madrid»[34].

Contra aquel «tirano de las letras» del que hablaba Mayans también lanzó sus opiniones Campomanes y quedaron vertidas en informes, dictámenes y escritos redactados desde la fiscalía del Consejo de Castilla contra el auto y reglamento del Juez de imprentas. Pero el enfrentamiento entre ambos se amplió con referencia al tema de los jesuitas y en vísperas de la expulsión. Igual que Mayans acusaba al juez y antiguo colegial mayor de «hechura de los jesuitas», un informe anónimo remitido al Secretario de Gracia y Justicia Manuel de Roda en agosto de 1765, donde se definía a los ministros de consejos, chancillerías y audiencias según sus tendencias filojesuitas, antijesuitas o tomistas, calificaba a Curiel de «jesuita de cuarto voto», tratando de subrayar su grado de compromiso con la Compañía y de proximidad a sus planteamientos ideológicos[35]. Sumaba de este modo el promotor de la reforma de la censura previa las condiciones de antiguo colegial y filojesuitismo, dos frentes abiertos por reformistas y golillas, cuyas invectivas se encargaron de propagar una conexión entre ambos grupos que no siempre existió aunque sí parece que fuera acertada en este caso[36]. El fiscal Campomanes, ideológicamente enfrentado a Curiel, nunca le perdonó su manifiesto jesuitismo y la apropiación que pretendía de competencias del Consejo en materia de imprentas. El pulso sostenido entre ambos acabó dando la victoria al fiscal, que consiguió sacar adelante las modificaciones al Reglamento de Curiel en 1762 y 1763, y las limitaciones de la Inquisición en materia de imprenta aprobadas en 1768. De hecho, la jubilación de Curiel en 1769, dejando la plaza de juez de imprentas y la del Consejo, ha sido interpretada como su derrota final[37].

La década de los sesenta y las variaciones políticas del reinado carolino asestaron un duro golpe a la carrera de D. Juan Curiel, que tropezó con el reformismo ministerial y las tendencias regalistas dominantes. Curiel fue removido de su plaza en el Consejo de la Inquisición a finales de noviembre de 1761 y aunque no se precisaron las razones de tal decisión, en un memorial de su mano remitido al rey, él mismo declaraba haber sido a causa del voto particular emitido en consulta del consejo de Castilla sobre la exigencia de examen previo del Consejo a la publicación de todos los documentos pontificios –que daría lugar a la Real Pragmática de 18 de enero de 1762–, voto que le hacía temer haber incurrido en el desagrado real. Se justificaba diciendo «que no hubo culpa en mi voto, pero sí la huvo en mi torpe, e infeliz expresión de los motivos, a que dio motivo mi ignorancia, o un celo indiscreto por la necedad (que me cupo en suerte) de un genio meticuloso, que siempre me amenaza de daños futuros». No se le concedió entonces ser rehabilitado en la plaza aunque se le hacía saber que «no avia el suplicante perdido su gracia (de S.M.)». Seis años más tarde, en 1767 volvía a quedar vacante la plaza de la que había sido removido, y enviaba un nuevo memorial al rey en el que solicitaba ser repuesto en ella, considerando haber purgado su desacierto y alegando sus anteriores servicios en los tribunales durante 46 años, los de su padre como fiscal único del Consejo, y los de sus hermanos José y Miguel, fallecidos en el desempeño de las armas. Será propuesto en primer lugar y designado para la plaza. Paradójicamente el nombramiento será despachado por Manuel de Roda, nuevo ministro de Justicia[38]. A aquellas alturas de su vida y en un ambiente hostil a sus principios, la recuperación de la plaza en el Consejo era sobre todo una cuestión de honor. La necesidad de ser restaurado en el lugar del que había sido apartado. Solo dos años más tarde se jubilaba al mismo tiempo del Consejo de Castilla y del de la Suprema.

D. Juan Antonio Curiel y Luna falleció en Madrid el 29 de noviembre de 1775, en las casas del duque de Parque, en la calle de la Sartén, y fue enterrado en la capilla del Santísimo Cristo de los Milagros de la iglesia parroquial de San Martín. Al día siguiente se dio cuenta de su fallecimiento en la Academia que acordó mandar decir las 50 misas acostumbradas[39].

Notas

[1] Janine FAYARD, Los miembros del Consejo de Castilla (1621-1746), Madrid, 1982, p. 254 y n. 232. La autora se refiere al testamento de los padres de nuestro autor, fechado en Madrid, el 8 de septiembre de 1710, y al expediente de hidalguía presentado ante la Real Chancillería de Granada.

[2] José DÍAZ NORIEGA Y PUBUL, La Blanca de la Carne en Sevilla, Madrid, 1976, pp. 91-92.

[3] FAYARD, Op. cit., pp. 159-166. S. M. CORONAS, Ilustración y Derecho. Los fiscales del Consejo de Castilla en el siglo XVIII, Madrid, 1992, p. 251. Antonio López Gómez, «Los fiscales del Consejo Real», Hidalguía, nº 219 (1989), pp. 193-243. Ver también A. ÁLVAREZ DE MORALES, «La Universidad y el poder real en los siglos XVII y XVIII», en Corte y Monarquía en España, Madrid, 2003, pp. 184-188.

Aunque no hay acuerdo sobre si la caída de Macanaz permitió a D. Luis recuperar la fiscalía del Consejo, parece que no fue así: en un memorial elevado al rey en 1767 por su hijo D. Juan Antonio solicitando restauración en plaza del Consejo de la Inquisición, indica el solicitante entre los méritos los servicios prestados por la familia y precisa los siete años que sirvió D Luis como fiscal del Consejo, lo que parece apuntar a que no volvería a ocuparla después de 1715. Cfr. R. GÓMEZ-RIVERO, «Los consejeros de la Suprema en el siglo XVIII», Revista de la Inquisición, nº 7 (1998), pp. 165-224 (incluye el memorial procedente del AGS, GJ, LEG. 624).

[4] L. SALA BALUST, Reales reforma de los antiguos colegios de Salamanca anteriores a las del reinado de Carlos III (1623-1770), Universidad de Valladolid, 1956, cap. II, sobre todo pp. 52-57. R. L. Kagan (Universidad y Sociedad en la España Moderna, Madrid, 1981, p. 186) al tratar sobre el mencionado Discurso, se refiere a D. Luis Curiel como antiguo colegial, aunque no hemos podido verificar este dato que no se señala por ningún otro autor ni nos consta por ningún otro documento, incluidas las referencias a las pruebas de ingreso en las Órdenes Militares.

[5] FAYARD, Op. cit., p. 304.

[6] IBIDEM, p. 298.

[7] Ángel GONZÁLEZ PALENCIA, El sevillano Don Juan Curiel, juez de imprentas, Sevilla, Diputación Provincial, 1945, pp. 16 y ss. El autor de esta biografía hace además referencia a otros miembros relevantes de la familia como D. José Curiel, hermano del consejero D. Luis, y Fray Juan Curiel, presbítero lector de la orden de San Francisco y calificador del Santo Oficio en 1697.

[8] Vicente DE CADENAS Y VICENT, Caballeros de la Orden de Calatrava que efectuaron sus pruebas de ingreso durante el siglo XVIII, Madrid, Hidalguía, 1987, T. II, pp. 38-40. Y del mismo autor, Caballeros de la Orden de Santiago. Siglo XVIII, Madrid, Hidalguía, 1977, T. I, p. 176.

[9] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 18.

[10] IBIDEM, p. 18. El biógrafo hace mención a esta sanción cómo consta en los libros de cuentas de la universidad salmantina.

[11] IBIDEM, p. 20. Los títulos y el mayorazgo de la familia política serían heredados por la hermana mayor de la contrayente, Eugenia de Álamos, casada con José Anselmo de Quiñones y Herrera, regidor perpetuo de León y señor de la casa de Alcedo en dicho reino.

[12] IBIDEM, pp. 37 y 42.

[13] Don Juan Antonio Curiel y Luna fundaría mayorazgo en 1764, con adición en 1772 para la transmisión del que sus padres habían fundado para él en 1724, en favor de su único hijo D. Luis. Al morir éste (Sevilla, 1773) lo trasmitió a su único nieto y heredero, Epifanio. Estaba dotado con varios juros, un cortijo de tierra en Utrera, el heredamiento de Majalimar, en la jurisdicción de la ciudad de Sevilla; sesenta y un pedazos de tierra en Villaverde y Carabanchel de Abajo, un millón de reales de vellón en dinero, de cuya cantidad impuso a favor de este mayorazgo y contra el estado de Oropesa la suma de 960.000 reales con réditos de dos y medio por ciento, y los gravó con limosna de 600 ducados cada diez años, a favor de los conventos de religiosas Capuchinas de Granada, Huesca y Sevilla, y de las Descalzas Franciscanas de Santa María de Jesús de Ronda, Cieza y Sevilla (GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 171).

[14] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 46. La segunda esposa era hija de Alonso de León, antiguo colegial mayor del Arzobispo que murió siendo oidor de Granada pero estando en la corte, y de su mujer Maria Teresa Márquez de Avellaneda y Zúñiga.

[15] FAYARD, Op. cit., p. 333 y 341. GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 6.

[16] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 19.

[17] IBIDEM, p. 21.

[18] IBIDEM, pp. 37-39 y 48-49. Residía por entonces en las casas en la calle de la Sartén, parroquia de San Martín, antiguas casas de la marquesa de Castrillo y del duque del Parque.

[19] IBIDEM, p. 39.

[20] IBIDEM, p. 53.

[21] FAYARD, Op. cit., pp. 123-124.

[22] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., pp. 129-130. Real Decreto de 21 de septiembre de 1760 le fue concedido el título de Conde y él mismo elegiría meses después la denominación de San Rafael, siéndole despachado por el rey el 24 de noviembre del mismo año.

[23] Antonio RUMEU DE ARMAS, Historia de la censura literaria gubernativa en España, Madrid, 1940, p. 33.

[24] FAYARD, Op. cit., p. 455, n. 97.

[25] Francisco AGUILAR PIÑAL, Varia bibliographica: homenaje a José Simón Díaz, Reichenberger, 1988, pp. 27-28.

[26] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 54.

[27] Antonio MESTRE, «Informe de Mayans sobre el Auto de censura de libros establecido por Juan Curiel en 1752», Homenaje al Dr. D. Juan Reglá Campistol, Universidad de Valencia, 1975, vol. II, p. 54. La trascripción del Reglamento en GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., pp. 54-59.

[28] A. RUMEU DE ARMAS, Historia de la censura literaria gubernativa en España, Madrid 1940, pp. 23-101.

[29] AGUILAR PIÑAL, Op. cit., p. 28.

[30] Antonio MESTRE SANCHÍS, «Francisco Manuel de Mena: la ascensión social de un mercader de libros proveedor de la élite ilustrada», Revista de historia moderna, nº 4 (1984), p. 59.

[31] Jesús CAÑAS MURILLO, «Inquisición y censura de los libros en la España de Carlos III: la Real Cédula de junio de 1768», Anuario de Estudios Filológicos, col. XXVII, pp. 5-11. Señala el autor que «con un espíritu liberal, viene a aumentar las garantías de los escritores en el desempeño de su función, a asegurar el derecho a una adecuada defensa personal en caso de haber sido imputado, a posibilitar la llegada de sus producciones a manos de sus lectores sin cortapisas no suficientemente justificadas, a crear controles para evitar actuaciones arbitrarias del Santo Oficio».

[32] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 127. Curiosamente Campomanes había sido uno de los censores del cuerpo organizado a partir de 1756, el último de los designados, uno de los tres únicos abogados y laicos en un elenco de eclesiásticos.

[33] Enrique GIMÉNEZ LÓPEZ, «Gregorio Mayans y la Compañía de Jesús. Razones de un desencuentro», Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el s. XVIII: estudios en homenaje al P. Miquel Batllori i Munné, Alicante, abril, 1999, pp. 163-196.

[34] MESTRE, «Informe de Mayans...», Op. cit., pp. 60-63.

[35] Mª del Carmen IRLÉS VICENTE, «Tomismo y jesuitismo en los tribunales españoles en vísperas de la expulsión de la Compañía», Revista de Historia Moderna, nº 15 (1996), Alicante, pp. 73-74 y nota 5.

[36] En 16 de abril de 1759 Curiel ordenó un auto de fe en que se quemaron los folletos antijesuitas publicados en Lisboa por orden de Pombal. Cfr. GIMÉNEZ LÓPEZ, Op. Cit., p. 177, n. 57.

[37] Eva VELASCO, «Fundamentos históricos y principios ideológicos del proyecto de reforma del sistema de censura previa en 1770», Cuadernos dieciochescos, 4 (2003), pp. 126 y 128.

[38] Ricardo GÓMEZ-RIVERO, «Los consejeros de la Suprema en el siglo XVIII», Revista de la Inquisición, 7 (1998), pp. 165-214.

[39] GONZÁLEZ PALENCIA, Op. cit., p. 169.