1. Introducción

Abordar las negociaciones nuestras de cada día es poner énfasis en todas aquellas tratativas que exceden el ámbito exclusivo de lo económico, lo comercial y lo político, ya que no se realizan exclusivamente en esos ámbitos. Las circunstancias de la vida cotidiana nos ponen en situación de tener que negociar de la mañana a la noche con la familia, con nuestras amistades, con nuestros compañeros sexuales y con nosotros mismos. Sin embargo, por muchos motivos que iremos dilucidando, no todas las personas tienen conciencia de ello. Algunas niegan que dichas negociaciones existan, pero lo mismo negocian sin advertir que lo están haciendo… y entonces lo hacen mal. Otras se avergüenzan de asumirlo explícitamente y pierden espontaneidad. Hay también quienes evitan cuidadosamente negociar y se convierten en corresponsables pasivas de lo que sucede a su alrededor. Sin embargo, el hecho de negarlas o eludirlas no las hace desaparecer ni les quita presencia; por el contrario, agrega no pocos obstáculos y perturbaciones personales en las relaciones.

Sabemos que resulta inevitable abordar tentativas permanentes con las personas más cercanas en nuestros intercambios cotidianos por todo aquello que nos incumbe. Desde cosas tan generales y perentorias como la atención de los hijos, la distribución de las tareas domésticas, la administración del dinero, el empleo del tiempo libre, la atención de los mayores y enfermos, etcétera, hasta decisiones muy puntuales como el uso del coche familiar, la elección de los esparcimientos o simplemente dirimir quién se ocupará de preparar el desayuno los días festivos o quién tomará posesión del lado más disputado de la cama. A esto debemos agregar las no menos complejas tratativas a las que nos vemos obligados en nuestra vida de relación sexual. Desde la simple pero nada fácil explicitación de los gustos personales al respecto hasta las arduas negociaciones a las que se ven obligadas muchas personas, fundamentalmente mujeres, para intentar un «sexo sin riesgos». No son pocos los varones que se resisten al uso del preservativo con el argumento de «¿No confiás en mí?» ni tampoco son pocas las mujeres que ceden a las exigencias masculinas por temor a ser abandonadas.

¿Qué es negociar?

Si tuviéramos que definir qué es lo que entendemos por «negociación» podríamos decir que las negociaciones no son ni más ni menos que todas aquellas tratativas con las que intentamos lograr acuerdos cuando se producen divergencias de intereses y disparidad de deseos. Es inevitable que existan divergencias, porque si bien los seres humanos somos semejantes en nuestras necesidades profundas también somos totalmente únicos en nuestra modalidad para satisfacerlas. El amplio espectro de intereses y deseos genera diferendos que reclaman ser resueltos de una u otra manera.

Estos diferendos suelen ser mucho más conflictivos cuando surgen en situaciones donde los afectos ocupan un lugar destacado, lo cual sucede con mayor frecuencia en el ámbito privado. Es allí donde los afectos se convierten en el eje que da sentido a las relaciones, pero también es allí donde se suele aplicar la «lógica de los afectos» de manera indiscriminada y generar así graves confusiones y «empastes». Con frecuencia se confunde «querer bien» con «ser condescendiente», «amor» con «servidumbre», «solidaridad» con «altruismo». Estas confusiones son a menudo origen de grandes dificultades para llevar a cabo negociaciones en este ámbito. Ciertos comentarios son evidencias contundentes de dichas dificultades. Por ejemplo, algunas personas sostienen que no pueden negociar con familiares y amigos con la misma libertad y eficacia con que consiguen hacerlo en el ámbito público. De igual manera, muchas mujeres reconocen que son incapaces de negociar para sí con la misma habilidad con que lo hacen cuando defienden intereses ajenos.

Un punto clave es que las negociaciones son consecuencia de diferendos, ya que las coincidencias no plantean ninguna necesidad de negociar. En ese sentido, podemos afirmar que las negociaciones denuncian que los diferendos existen y con ello rompen una ilusión (entre otras): la ilusión de semejanza y afinidad total con aquellos a quienes amamos. Esta ilusión que identifica amor con afinidad total es responsable en gran medida de muchas dificultades para negociar cuando los afectos circulan por medio, porque a menudo las negociaciones suelen ser interpretadas como «atentados» a la unidad amorosa o como evidencias de desamor a causa de los diferendos, que son consecuencia de la vida humana y no desaparecen por decreto. Por ello, a las personas no les queda otra alternativa que intentar resolverlos.

¿Imponer, ceder o negociar?

Resolver los diferendos es una eterna tarea humana nada fácil de realizar. Ante esa necesidad ineludible, las personas echan mano —según su estilo y su sensibilidad— a tres alternativas posibles: imponer, ceder o negociar.

El hecho de considerar la negociación una alternativa que se agrega a las muy tradicionales de imponer o ceder, sorprendió a más de una de las mujeres que participaron en los talleres que coordiné sobre el tema. La sorpresa provenía de descubrir que la negociación no sólo no era una «mala palabra» que connotaba una supuesta actitud «materialista», «fría» y/o «calculadora» sino que, además, en la tríada de actitudes posibles para enfrentar los diferendos, la negociación era la alternativa que ofrecía mayores garantías de respeto humano. Es, intrínsecamente, una alternativa no autoritaria, ya que —por definición— incluye un espacio para que las distintas partes puedan defender sus intereses y sus necesidades. Sin embargo este descubrimiento no lleva a disolver automáticamente los prejuicios personales y los mitos sociales que hacen que la negociación sea para muchas mujeres un comportamiento desprestigiado, indigno de quienes se quieren, antifemenino o poco espiritual.

Muchas tienden a creer equivocadamente que la negociación es un mecanismo «natural» y exclusivo del ámbito público y que, por lo tanto, su empleo en el ámbito privado empaña las relaciones personales y afectivas y las contamina de «materialismo», «especulación», «egoísmo» y otros gérmenes. Circula un ocultamiento tendencioso que pretende hacer creer que las negociaciones que se llevan a cabo en el ámbito de lo privado tienen un halo de «indecencia».

Todo esto contribuye a que no resulte fácil revertir la mala fama que tiene la palabra «negociación». Para algunas personas, negociar es «hacer trampas y enredos». Para otros, es sinónimo de corrupción, debido a prácticas muy actuales y tristemente frecuentes como son, por ejemplo, los «negociados». Este es un término derivado de «negociación» que hace referencia a los acuerdos venales. No faltan tampoco mujeres para quienes negociar es lanzarse a una lucha leonina donde se juega la vida. Ante tal variedad de significados que se le atribuyen a la negociación resulta imprescindible destacar que no es necesariamente —como la plantean muchas personas y ciertas corrientes políticas, económicas y filosóficas— una lucha a muerte en la que el beneficio del ganador surge a expensas de la destrucción del perdedor. Ganar —a mi juicio— no es obtener el máximo de beneficio específico en aquello que se disputa sino que incluye cuidar la relación con quien se negocia y contribuir, de alguna manera, a la preservación tanto de la persona como de la relación.

¿Es ético negociar?

La afirmación anterior nos conecta directamente con el tema de la ética y su relación con la negociación. Es importante tener presente que la negociación como alternativa para resolver diferendos no es mala o buena en sí misma. Igual que el dinero o el poder, depende de cómo se la utiliza y con qué objetivos. La negociación adopta signos positivos o negativos según el contexto ético dentro del cual se la pone en práctica. Así por ejemplo, en un contexto de corrupción, las negociaciones son corruptas. En un contexto de competencia extrema, son leoninas. En un contexto de solidaridad, son alternativas para hallar soluciones que contemplen las necesidades de las partes. Es el contexto ético en el que se inserta cada negociación el que le confiere los atributos. En otras palabras: el peligro que muchas mujeres atribuyen a la negociación no reside en negociar sino en la ética que se esgrime al hacerlo.

Al respecto resulta muy importante no confundir los recursos con su utilización. Muchas de las mujeres que no discriminan suelen terminar renunciando a negociar por temor a caer en una práctica reñida con la ética y la solidaridad. Este error las conduce a autopostergaciones reiteradas que deterioran sus vínculos más intensos, porque la solidaridad no consiste en ceder espacios y aspiraciones legítimas sino en repartir equitativamente tanto los inconvenientes como los beneficios.

¿Es menos violento ceder que negociar?

Es frecuente comprobar que muchas mujeres prefieren ceder antes que negociar para mantener lo que ellas llaman la «armonía del hogar». El mantenimiento de esa armonía suele consistir en evitar discusiones, en tolerar estoicamente el disgusto del cónyuge o simplemente en soportar el cansancio que produce el infructuoso intento de establecer un diálogo con un compañero permanentemente esquivo.

Mirado desde este ángulo, el hecho de ceder les resulta mucho menos violento, porque se convencen de que postergar o evitar el malestar es hacerlo desaparecer. Sin embargo, esa «no violencia» es sólo aparente, porque es el resultado de amordazar permanentes desacuerdos.

Se les oye decir:

No lo voy a contradecir para que no se enoje.

Mejor me callo, si no terminaremos peleando.

Prefiero renunciar a lo que me gustaría con tal de mantener la armonía del hogar.

En estos casos se trata de un ceder aplacatorio por temor a las reacciones o los castigos de aquel con quien desacuerdan. El ceder aplacatorio es muy distinto del ceder estratégico, por el que se acepta renunciar a una parte de los propios intereses para hacer posible un acuerdo que finalmente resuelva los diferendos. El ceder aplacatorio abre la puerta a las condescendencias que terminan convirtiéndose en sumisiones. Es resultado de múltiples violencias invisibles. Violencias que, por ser tan habituales, terminan naturalizándose y pasan inadvertidas. Todo el mundo sabe —aunque no siempre lo tengamos presente— que la violencia no reside sólo en la actitud desenmascaradamente hostil, el gesto atemorizante o la palabra mordaz. La violencia ocupa espacios que no siempre son evidentes. Y su forma más encubierta no es la menos dañina.

Hay infinidad de violencias que son «invisibles» para nuestros ojos simplemente porque no estamos acostumbradas a considerarlas como tales. Muchas de ellas se ocultan y escudan detrás de hábitos nunca cuestionados, prescripciones sociales e inercias personales. Algunas de las más frecuentes son el silencio autoimpuesto, las autopostergaciones y la sacralización de los roles femeninos. Veamos a qué me refiero.

El silencio autoimpuesto es el que resulta de ahogar emociones, disimular actitudes o encubrir pensamientos por temor a provocar disgusto, malestar o incomodidad. Es un silencio que bloquea y desdibuja la presencia de la persona como sujeto al reducir sus deseos y opiniones a una acomodación condescendiente en calidad de satélite del otro. Lo que «no se puede decir» queda aprisionado en algún espacio virtual, y ese aprisionamiento se convierte en espacio de violencia invisible. Y nos preguntamos, junto con el poeta: «¿Adónde van las palabras que no se dijeron?»1 ¿Adónde van los anhelos abortados, los silencios forzados y las renuncias autoimpuestas? Seguramente van a parar a una cuenta interminable de facturas incobrables que se cubren con la herrumbre del resentimiento.

La autopostergación, sobre todo dentro del grupo familiar, pone en evidencia que existe un reparto poco equitativo de las oportunidades. Suele pasar inadvertida porque se apoya en justificaciones legitimadas por el orden social como es, por ejemplo, decir que «toda autopostergación femenina está justificada cuando se hace en aras de la felicidad de aquellos a quienes ama». No deja de llamar la atención una concepción tan particular del amor que se basa en la abnegación y la falta de reciprocidad. Dicho de otra manera, en un aprovechamiento unilateral. Una mujer comentaba que en la época de su noviazgo, la tía de quien sería su marido cuestionaba su relación sosteniendo: «Esta chica es demasiado ambiciosa para ser buena esposa de un médico», con lo cual daba por sentado que su sobrino necesitaba una mujer que estuviera a su servicio y dedicara sus mejores energías a consolidar su carrera profesional, al margen de cualquier ambición personal. Esta tía (mujer seguramente tradicional y celosa custodio de los valores conservadores) prefería para su sobrino a una mujer capaz de vivir para otro y a través de otro, que se olvidara de sí misma y se sintiera halagada por estar destinada a desempeñar un rol no protagónico. No son poco frecuentes las mujeres que, convencidas de que ese rol de acompañante constituye un privilegio, dedicaron la vida a sostener y consolidar la carrera de sus esposos.

La sacralización de los roles femeninos es otra forma de la violencia invisible doméstica. La mujer como «la reina del hogar» es un eufemismo y una de las bromas más brillantes que inventó la sociedad patriarcal. Sin entrar en detalles, todos sabemos que las reinas de verdad son atendidas, servidas, complacidas, vestidas, alimentadas, homenajeadas, paseadas, protegidas, educadas, etcétera, mientras que las amas de casa, aspirantes a reinas hogareñas, deben dedicar sus energías —para seguir siendo merecedoras del pedestal al que aspiran— a atender a otros, servir a otros, limpiar para otros, sostener afectivamente a otros, curar a otros, proteger a otros, educar a otros, etcétera. Hay que tener mucha imaginación para llegar a creer que ambos reinados son equivalentes. La sacralización de los roles hogareños disfraza con ropaje sagrado lo que es simplemente servidumbre. Y aquí nos encontramos con una doble violencia: la de la servidumbre y la del engaño.

Otra de las situaciones cotidianas más frecuentes de violencia invisible es la que plantean los estados de dependencia no «naturales»2. Una de las más evidentes y más naturalizadas es la dependencia económica de las mujeres en el matrimonio cuando el ingreso de recursos económicos es producido exclusivamente por el varón3. Recuerdo el comentario de un varón que se consideraba «progresista» que, en rueda de amigos afirmó con orgullo que aunque era él quien proveía el dinero en su casa, su mujer no era dependiente «porque ella no tiene ningún problema en usar mi dinero como propio». Este comentario, además de ser un lapsus, era la expresión cabal inconsciente de su concepción sobre el dinero, y por ende, de la dependencia de su esposa. En esta dependencia está instalado un espacio de violencia invisible sostenido por un marido que ostenta una equidad inexistente y una esposa que probablemente avale esas afirmaciones como ciertas. En estas condiciones, resulta poco probable que a ella se le ocurra negociar una autonomía de la que supuestamente ya dispone.

A partir del análisis de estas diversas situaciones cotidianas es posible afirmar que ceder por temor concentra mucho mayor violencia que afrontar negociaciones. El miedo está en la raíz del ceder aplacatorio. Por miedo muchas mujeres ceden espacios, postergan proyectos, hacen concesiones innecesarias, toleran dependencias, silencian opiniones y asumen unilateralmente la responsabilidad de la «armonía familiar». Con todos esos cederes aplacatorios, muchas mujeres se convierten en cómplices no voluntarias de la violencia de un sistema discriminador y poco solidario. Por miedo, muchas mujeres «se hacen a un costado» quedándose al margen de sí mismas. Prefieren ceder para no negociar, con tal de que los otros «no se enojen».

El ceder aplacatorio no es inocuo. En apariencia, resulta ser —para quienes así actúan— la mejor alternativa antes que abordar una negociación a la que vivencian como intrínsecamente violenta. Sin embargo, a medida que se acumulan cederes aplacatorios, se van acumulando también resentimientos. Y estos dan nacimiento a nuevas violencias, generalmente también «invisibles». Con lo cual el ceder aplacatorio —producto de muchas violencias invisibles— se convierte a su vez en generador de violencias que aparecen disfrazadas. Un ejemplo son los reclamos de reconocimiento que hacen muchas mujeres por todas las actitudes de abnegación que fueron acumulando a lo largo de la vida con cada autopostergación. Muchos rostros de mujeres son desafortunadas evidencias de los efectos devastadores de la violencia invisible ejercida contra ellas y de la contraviolencia actuada por ellas como reacción defensiva. Rictus desolados, miradas desvitalizadas, expresiones rígidas son mucho más envejecedores que cientos de arrugas provocadas por haberse reído mucho.

Podríamos sintetizar diciendo que el ceder aplacatorio junto con la imposición forman parte de una conocida díada. Imponer y ceder son dos caras de una misma moneda, que tiene por eje a la violencia. Quienes imponen, ejercen violencia sobre otros porque invaden espacios ajenos, acallan opiniones y descalifican sentires. Quienes ceden, sufren la violencia ajena y, a la vez, la vuelven contra sí mismos al tolerar la autopostergación. Ambas violencias se perpetúan y se potencian con la carga de resentimientos que generan los sometimientos.

Tres hipótesis sobre negociación y género

Para concluir esta introducción al tema, deseo hacer incapié en que los significados perturbadores que muchas mujeres atribuyen a la negociación —y que circulan de manera inconsciente— se convierten en serios obstáculos para negociar. Muchas de las dificultades que experimentan mujeres de probada capacidad intelectual, cuando deben aplicar en la práctica lo aprendido en sofisticados cursos de capacitación, no tienen que ver con la falta de inteligencia o de habilidades específicas. Dichas dificultades son en realidad síntomas que expresan conflictos. Estos están íntimamente relacionados con los condicionamientos del género femenino, como iremos viendo a lo largo de este libro, aún cuando no dejo de considerar que dichos conflictos están multideterminados y que, además, no son patrimonio exclusivo de las mujeres. Esto me lleva a plantear dos hipótesis que se complementan con una tercera. Las dos primeras hipótesis son:

  1. Las diversas formas de inhibición que llevan a muchas mujeres a ceder (con un sentido aplacatorio) para evitar negociar, como también a experimentar malestares significativos cuando están negociando, son síntomas que evidencian la existencia de conflictos.
  2. Muchas de estas dificultades no son patrimonio exclusivo de las mujeres pero las afectan mayoritariamente, porque el aprendizaje del género femenino presenta condicionamientos que determinan en las mujeres mayor vulnerabilidad y menores recursos para enfrentarlos.

    Estas dos hipótesis se complementan con una tercera que, a mi juicio, se convierte en clave inestimable no sólo para comprender teóricamente aspectos profundos de esta problemática sino también como herramienta conceptual que permite transitar caminos de transformación en la práctica concreta que trascienden la teoría.

  3. Altruismo no es sinónimo de solidaridad. Sin embargo, se perpetúa una identificación incongruente de ambos conceptos. Dicha identificación se convierte, para muchas mujeres, en un obstáculo que inhibe en ellas las actitudes negociadoras.

Estoy convencida de que la posibilidad de discernir entre el altruismo y la solidaridad es una de las claves fundamentales que permiten poner en marcha cambios concretos en los comportamientos de muchas mujeres en lo que respecta a la negociación. Por ello le asigno a esta tercera hipótesis un valor particularmente significativo. Estas tres hipótesis serán desarrolladas en el último capítulo, que está dedicado a analizar las relaciones específicas entre negociación y género.

Podemos finalizar esta introducción diciendo, de forma sintética, que la negociación que asusta a tantas mujeres cuando deben implementarla para defender intereses propios no es el fantasma que se quiere hacer creer. Es la menos violenta de las alternativas de que disponen los seres humanos cuando se ven en la necesidad de resolver sus diferendos. Pero es mucho más trabajosa y demanda creatividad. Como si esto fuera poco, el hecho de negociar plantea también un desafío personal de cada una consigo misma. Me refiero al desafío que consiste en mantener un equilibrio entre el derecho a defender los propios intereses y controlar las pulsiones de dominio que atentan contra los intereses ajenos. E incluso hay algo más: al cabo de años de investigar, llegué a la conclusión de que casi cualquier negociación empieza siendo una negociación consigo mismo, pero que por la complejidad que ello significa suele ser, con frecuencia, lo último que se aborda cuando debería ser lo primero. Estoy convencida de que no es casual que esta certeza haya aparecido cerca del final de mis investigaciones. Con frecuencia es posible comprobar que cuando el punto neurálgico es candente resulta contraproducente —y a veces imposible— abordarlo de entrada. Se impone, más allá de nuestro deseo, llegar a él dando vueltas, de la misma manera que para atravesar una montaña empinada es necesario ir zigzagueando. La distancia por recorrer se duplica, pero, paradójicamente, es la única manera de acortarla. En este libro respetaré ese «orden de aparición» colocando el capítulo correspondiente a las «negociaciones con una misma» también al final, y sugeriré muy expresamente a lectoras y lectores que controlen los impulsos de precipitarse (como yo tuve que controlar los míos), porque no es poca cosa la preparación y «ablande» que exige el poder enfrentarse con ese tema.