Lo hice y lo aprendí

 

Hay una famosa cita de Confucio que reza: «Me lo explicaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí». Después de lo que me sucedió hace unos años, entendí plenamente el significado de estas palabras.

Por entonces, hablo del año 2003, yo tenía un estudio de arquitectura e interiorismo, que todavía conservo, que se dedicaba a realizar promociones inmobiliarias, obras por encargo e interiorismo efímero. Era el momento de máximo auge del boom inmobiliario en España, así que me ganaba bien la vida. Combinaba pequeñas promociones de pisos con buenos encargos profesionales, de modo que las cosas me iban bien y disfrutaba con mi trabajo. Además, acababa de tener a mi primer hijo y el segundo estaba en camino. De alguna manera tenía la sensación de que mi vida se regía por factores conocidos que en su mayoría podía controlar.

Aquel mismo año 2003 surgió una oportunidad de aquéllas que pocas veces aparecen en la vida: un solar precioso en el centro de Sabadell, la población barcelonesa en la que vivo. Allí construí el hogar de mis sueños: un piso amplio, con un gran patio para los niños y todas las comodidades. Un piso, en definitiva, que de otra forma no habría podido comprar nunca y que gracias a aquella oportunidad pude tener y disfrutar.

Mi mujer, mis dos hijos pequeños (ya había nacido el segundo) y yo entramos a vivir en el flamante piso nuevo en octubre de 2005, después de dos años de obras. Estábamos nerviosos e ilusionados, como es lógico, así que las primeras noches no descansamos muy bien. No le dimos mayor importancia y pensamos que a todos nos hacía falta adaptarnos al nuevo espacio. Pero al cabo de unas semanas los niños seguían durmiendo mal, se levantaban varias veces por la noche, arrastraban el cansancio durante el día y se mostraban más alterados e irritables que antes del traslado. Lo mismo sucedía con mi mujer, que ni siquiera en las pocas noches que los niños estaban tranquilos conseguía descansar.

Pasamos así algunos meses, quizá cinco o seis, hasta que al final la situación se hizo insostenible. Mi mujer se levantaba cada día chafada y sin energía, más cansada incluso que cuando se iba a dormir. Así que llegó un momento en que no pudo más y empezó a buscar soluciones. Un día llegué a casa y me dijo:

—He hablado con mi madre. Me ha recomendado un geobiólogo.

—¿Un geoqué? —respondí al instante.

—Un geobiólogo. Un señor que mirará qué pasa con la casa —respondió mi mujer para simplificar y no tener que darme más explicaciones.

Nunca había oído hablar de aquella profesión, y eso que me dedicaba a la arquitectura, así que seguí preguntando:

—¿Y qué hace un geobiólogo?

—Pues al parecer mira si las casas tienen algún problema que impide descansar bien a los que viven en ellas.

—Esta casa no tiene ningún problema —repliqué, sacando el orgullo profesional.

—Bueno—dijo ella—, a lo mejor él detecta algo que nosotros no sabemos ver.

—¿Y qué tiene que detectar ese individuo?

—No lo sé exactamente, Pere —respondió mi mujer—. Mi madre me ha dicho que viene con un péndulo o unas varillas y mira si hay radiaciones naturales que afectan a las personas.

Me indigné:

—¡¿Un péndulo o unas varillas?! ¡Vaya, lo que me faltaba por oír!

Yo era por entonces una persona muy cartesiana, de las que buscan una explicación racional a todo y sólo creen en lo que se puede explicar científicamente. Además, conocía a mi suegra y sabía de su afición por lo que yo consideraba «cosas alternativas y un poco esotéricas». Por todo ello, al principio me mostré muy escéptico. Por fortuna, mi mujer era más abierta que yo. Y más pragmática, pues en definitiva estaba dispuesta a creer en cualquier cosa que funcionara, tuviera o no una explicación lógica. Así que al final vino aquel señor, y durante un rato se paseó por la casa con un péndulo colgando de una mano. Mientras recorría los dormitorios asintió un par de veces, como confirmando sus sospechas, y cuando acabó el recorrido nos explicó que los niños y mi mujer estaban durmiendo sobre una corriente de agua y que aquello era lo que les impedía descansar bien.

Como digo, yo era por entonces muy escéptico, así que primero se me escapó una risita ladeada y luego lancé una mirada irónica al cielo. Pero lo peor vino luego, cuando mi mujer preguntó qué teníamos que hacer y él nos recomendó que cambiáramos las camas de sitio. Me indigné. ¿Tenía que cambiar un diseño interior que había hecho a medida, que había imaginado y plasmado con toda la dedicación y el amor del mundo, que había concebido para que resultara cómodo y funcional, a la vez que estéticamente atractivo, sólo porque un señor raro, que se había paseado con aires místicos por MI casa con un péndulo en una mano, me lo dijera? ¡Ni hablar! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Me resistí con firmeza, pero mi mujer insistió con la misma firmeza. Al final lanzó un argumento-pregunta que no pude replicar:

—¿No estás dispuesto a probarlo ni siquiera por tus hijos?

Ahí tuve que aflojar, pues me tocó la fibra sensible. El prurito profesional es importante, pero el bienestar de los hijos está por encima de todo. Así que, al final, después de darle un par de vueltas, llegamos a un acuerdo. Por un lado cambiamos de lugar las camas de los niños, por si acaso. Por otro, y dado que yo no creía en el diagnóstico de aquel hombre, intercambiamos nuestros lugares en la cama, de modo que mi mujer empezó a dormir en el lado que hasta ese momento había ocupado yo, y yo, en el que había ocupado ella.

Lo habitual, ahora lo sé por experiencia, es que estos cambios tarden unos días en dar resultado, pero en el caso de los niños, que son especialmente sensibles y no tienen prejuicios, el efecto puede ser instantáneo. Así fue en aquella ocasión: mis hijos notaron el cambio la primera noche. Me quedé sorprendido, pero aun así mantuve que aquello era casual y que lo más probable era que los niños se hubieran empezado a acostumbrar a su nueva casa después de unos meses. Hasta que, pasadas unas cuantas noches, empecé a sufrir insomnio. Al principio lo atribuí al estrés del trabajo, a los nervios por los nuevos proyectos, a los cambios recientes, entre otros motivos. Busqué todas las excusas posibles, hasta que un día, agotado y harto de no dormir bien, cedí y decidí cambiar la cama de sitio. Estaba tan exhausto que no tenía fuerzas ni para mantener mi escepticismo.

Al principio nos limitamos a mover la cama hacia el armario, tal y como nos había indicado el geobiólogo, con lo cual en un lado apenas quedaba espacio para acceder a la cama y en el otro quedaba un espacio enorme prácticamente vacío. Era, desde un punto de vista funcional, una aberración, pero me convencí a mí mismo de que no perdía nada probándolo. Al fin y al cabo, pensé, las personas racionales también se fían del clásico método de prueba error, ¿no?

Fue entonces cuando empezó a tomar pleno sentido para mí la cita de Confucio, sobre todo esa parte que dice: «Lo hice y lo aprendí». Dicho de otra forma: todos empezamos a dormir bien. No había una explicación lógica desde mis parámetros de arquitecto, pero la realidad era incuestionable.

Así fue como aprendí por experiencia, mediante mis propios actos, que, para descansar bien y reponernos, las personas tenemos que dormir en determinadas circunstancias, circunstancias que no siempre coinciden con nuestras elecciones personales, estéticas y/o funcionales. En nuestro caso, la cama estaba en un lugar que yo jamás habría elegido (y allí sigue), pero dormíamos y descansábamos bien. Así que acepté la evidencia. Acepté que aquel hombre extraño del péndulo tenía razón. Y que, entre tener razón y tener salud, prefería lo segundo. Eso sí: me propuse averiguar cómo diablos funcionaba aquello, desvelar el misterio de las buenas y las malas ondas.

RECUERDA

Para descansar bien tenemos que dormir en determinadas circunstancias, que no siempre coinciden con nuestras elecciones personales, estéticas y/o funcionales: debemos situar la cama en un lugar libre de radiaciones naturales.