Capítulo I
EL COMPLEJO DE EDIPO
El complejo de Edipo es un concepto fundamental en la teoría del psicoanálisis, que
será útil en el momento de intentar comprender una serie de elementos teóricos, como
por ejemplo la metáfora paterna, lo real, lo simbólico, lo imaginario, el falo, la
represión originaria, el deseo, las formaciones del inconsciente. Todos estos conceptos
forman un cuerpo teórico propio del discurso psicoanalítico, y el complejo de Edipo
es una de las puertas de acceso más adecuadas a la comprensión del inconsciente, al
que se dirige la práctica analítica.
Dentro del marco de la teoría psicoanalítica, el sujeto –en la medida que habla– es
impensable si lo apartamos del lenguaje, y es justamente si lo consideramos inmerso
en un mundo de lenguaje cuando encontraremos los elementos que lo definirán como ser
escindido, dividido. Estas afirmaciones sobre la preeminencia del lenguaje en cuanto
a la constitución del sujeto están sólidamente fundamentadas en las consideraciones
de Jacques Lacan –médico y psicoanalista, fundador de la Escuela Freudiana de París–
sobre el complejo de Edipo. De estas consideraciones destacaremos principalmente la
que se refiere a la instauración de la ley reconocida en un orden simbólico.
Pero, en primer lugar, hay que aclarar la diferencia que se establece entre los conceptos
de orden simbólico y el lenguaje.
1. Las dimensiones simbólica e imaginaria
La diferencia que hay que destacar es que dentro del campo del lenguaje coexisten
las dimensiones simbólica e imaginaria. La dimensión simbólica del lenguaje es la
que encuentra sus fundamentos en el significante (término que proviene de la lingüística
de Saussure, como la imagen acústica que se relaciona a un significante, es el elemento
fonológico del signo. En la teoría de Lacan es quien representa al sujeto y lo determina),
en lo que Lacan denominará la palabra verdadera. Por otro lado, tenemos la dimensión
imaginaria, que está relacionada con el significado, la significación y la palabra
vacía. La distinción es que dentro del lenguaje la dimensión simbólica no es la preeminente.
La dimensión simbólica surgirá sobre un sustrato imaginario como resultado del complejo
de Edipo.
Este sustrato imaginario encuentra su fundamento en lo que se denomina el estadio
del espejo. En el estadio del espejo el niño se aliena en la imagen que le devuelve
el espejo, una alienación por medio de la cual el niño recupera esta imagen como propia.
La imagen se le presenta ofreciendo una unidad a su cuerpo.
Esto no se fundamenta solo en el aspecto de la visión, en la visión que él haga de
este reflejo. Lo que hace posible que el niño se encuentre y se acepte en esta imagen
que es exterior a él es lo que aquí denominaremos «mecanismo fundamental». Este mecanismo
es efectivo porque la presencia de otro diferente –un co-parecido–, está allí para
reconocerlo, una presencia que, en este caso, tendrá el carácter de una mirada de
afirmación.
Imaginemos la situación siguiente: el niño ante el espejo y su madre detrás, dirigiendo
su mirada hacia el niño que se presenta ante el espejo, hablando con él y dándole
su afecto. A esto se refiere Lacan cuando caracteriza el estadio del espejo como formador
del yo. Cada vez más el niño se identificará con esta imagen, se podrá reconocer en
las fotografías y sabrá que cuando le hablan, se ríen de él o lo regañan, se están
dirigiendo a esa imagen que él es. Una imagen que para él siempre será exterior y
que, si se quiere, solo podrá ser vista, reconocida, en otro, porque todo puede ser
visto por el ojo, excepto el propio ojo.
En el complejo de Edipo es donde todo esto tiene un desarrollo más claro. Por esyo
iniciaremos el análisis dividiéndolo en tres tiempos.
1.1. El niño en el orden real
En el primer momento del complejo de Edipo –antes de que el padre entre en escena–,
el niño se encuentra en el orden de lo real, y lo real se considera la plenitud. Por
eso no le hace falta nada más, ni tampoco puede cuestionar ni tener en cuenta ninguna
presencia.
Lacan hace una diferencia entre lo «real» y lo que entenderá dentro de su teoría como
«realidad». Lo real se considera todo lo que nos viene dado, que existe sin estar
determinado por la palabra, y también diremos que lo real es para todos. En cambio,
cuando hablamos de realidad, esta será solo para un sujeto, puesto que estará formada
por aquellos elementos de lo real que adquieren una significación especial para el
individuo, y sobre los cuales este puede explicar que hay una carencia.
Un ejemplo de «real»
En su Seminario VI, Lacan comenta, a modo de ejemplo, que lo real puede ser entendido como el vértice
de una habitación, el lugar donde se unen el techo y las paredes. De este lugar no
sabemos nada, simplemente está allí, y será así hasta que una araña despliegue allí
su tela. Este rincón solo se nos hará presente a partir de la llegada de este nuevo
elemento.
Lo real es la presencia absoluta donde pueden darse todas las posibilidades. El niño
se encuentra en este orden, pero no está solo sino que se conforma dentro de un triángulo
imaginario. Además del niño, participan en dicho triángulo la madre y un tercer elemento,
que será el que articulará esta relación: el falo.
El niño se encuentra en el orden de lo real, porque sus necesidades se ven satisfechas
por su madre de manera tan inmediata que podríamos pensar que las satisfacciones surgen
conjuntamente con las necesidades. El cuidado que tiene la madre de su hijo nos aproxima
a lo que Lacan explica sobre la posición del niño como objeto de la madre, puesto
que, como se demuestra en la vida cotidiana, la madre se encarga, en cierta medida,
de determinar cuándo el niño tiene hambre o frío, por ejemplo. Es posible ver la objetivación
de la madre en frases como: «tiene calor», «se ha quedado con hambre». En estos casos
vemos que sus observaciones responden a necesidades orgánicas; ahora bien, son imaginables
las consecuencias que tendrán predicados que vayan más allá, como por ejemplo: «nunca
dejó sola a su madre», «es un chico triste», «de mayor será..».
En esta relación entre madre e hijo, considerada como el primer estadio del complejo
de Edipo, es cuando el niño es ubicado como el objeto que satisface a la madre y ocupa
el lugar de lo que a ella le falta. Se identifica con lo que ella no tiene, que es
justamente el tercer término de la tríada imaginaria: el falo. Si en la teoría se
sitúa el falo en este lugar ausente y se identifica al niño como el falo de la madre,
no es sin dejar bien claro que este es un significante y como tal puede recibir tantos
significados como sujetos existen. Por este motivo debe evitarse remitir el término
«falo» al pene, puesto que este no es ningún objeto en particular.
El falo será, pues, el significante que sirve para denominar lo ausente. Afirmar que
el niño se identificará con el falo es señalar que se identifica con el deseo de la
madre, y es por esto por lo que que se dice que el niño pretende ser «deseo de deseo»
de la madre, esto es, identificar su deseo con el deseo de ella.
Lacan denominará falo imaginario al falo con el que el niño se identifica –porque
es lo que la madre desea más allá del hijo–, lo que imaginariamente satisface la carencia
de la madre. El niño entra en una alternativa dialéctica: ser o no ser el falo.
1.2. El niño se frustra
En el segundo momento del complejo de Edipo habrá que analizar cómo el niño, que está
inmerso en el mundo del lenguaje, se aproxima por primera vez a este mundo. Por eso
es conveniente remitirnos a lo que desarrolla Lacan como la dialéctica de la frustración:
«La frustración es el verdadero centro de la relación madre-hijo», dice Lacan. ¿Por
qué surge la frustración en esta relación? O, mejor dicho, ¿cómo surge la relación
teniendo en cuenta que solo es posible que se produzca frustración si cae algo que
estaba establecido? Será en esta relación donde lo real, lo simbólico y lo imaginario
se volverán a presentar.
En esta relación entre madre e hijo, el primer objeto con el que el niño establece
una dependencia es el pecho materno, y este objeto es un objeto real, en «relación
directa», es decir, está o no está en relación con el ausente. Aun así, el pecho,
como objeto real, solo está en representación de él mismo, y por lo tanto este objeto
no se puede considerar todavía un objeto simbólico.
En cuanto a la madre, no aparece desde el inicio. Se trata de algo un poco diferente
del objeto primordial y está presente desde los primeros juegos, en los que el niño
tomará algún objeto y repetirá la situación de lanzarlo y después recuperarlo. En
este juego de presencia y ausencia es donde se encuentra la madre para el niño, gracias
al «registro del llamada». En esta llamada es donde se empieza a entrever la presencia
de un orden simbólico todavía precoz.
Si bien hemos dicho que el niño está inmerso en un mundo de lenguaje, todavía no ha
surgido hasta ahora lo que podemos denominar «ausencia», la cual se evidencia ante
lo que es llamado, donde se convoca lo ausente. Y aquí es donde la relación con la
«carencia» del objeto real (el pecho materno) encuentra su vínculo con la madre, como
agente de frustración.
La madre es, pues, agente de frustración en cuanto que agente simbólico, un agente
a quien el niño puede hacer presente mediante la llamada, aunque no responda. Cuando
la madre no responde, Lacan afirma que, en caso de que esté inscrita en una estructuración
simbólica, pasa a convertirse en real. Y el hecho de que la madre se presente o no
dependerá de su arbitrio y no de las llamadas del niño.
Es así como aquel objeto que decíamos que era un objeto real –el pecho materno– pasa
a ser un objeto simbólico, porque empieza a existir para el niño a partir de la ausencia.
Una ausencia o presencia que ya no es la de un objeto de satisfacción pura y simple,
sino la simbolización de una potencia favorable, la del reconocimiento de su madre.
Este reconocimiento encuentra su articulación en el primer momento del complejo de
Edipo, cuando la madre ubica al niño en el lugar del falo, el lugar de la carencia.
Este segundo momento está determinado por el ingreso del padre, que participa como
un cuarto elemento dentro del complejo de Edipo. El padre se presenta como un rival
para el niño, y para el niño se reforzará incluso más por la alternativa en la que
se encuentra en relación con la madre, la de ser o no el falo, puesto que el padre
es quien aparece en el mismo plano en que se encontraba el niño. Es por esto por lo
que a este padre se lo denomina «padre imaginario».
Este padre se presenta privando a la madre de su hijo como falo, y, respecto al niño,
frustrando su posición de falo para la madre, es decir, cuestionando su lugar como
sujeto que satisface plenamente a la madre, puesto que esta posición estará reservada
al padre. Este padre aparece como ley, no como quien la representa, sino como la ley
en sí misma, porque es quien ejecuta esta doble prohibición, tanto para el niño como
para la madre.
Este movimiento que se produce cuando se introduce el padre solo es posible si la
madre funciona como mediadora de su ley, es decir, si ella lo acepta, puesto que de
nada valdría para el niño que el padre apareciera con todo su cuerpo si la madre no
lo reconociera como el que tiene derecho sobre ella. Este cuarto elemento solo existe
para el niño si su madre se presenta sometida a una ley que va más allá de ella y
a la cual supedita su deseo. Lo que hay que destacar en este segundo tiempo del complejo
de Edipo no es solo la aparición de este «otro» que se presenta como rival, sino la
ley que este «otro» introduce.
La cuestión de la ley no solamente está implicada como una idea de mandato o de obediencia.
Lo que en realidad denota es que el deseo como tal está supeditado, sometido a la
ley del deseo del otro. Es por esta razón por lo que ya no habrá para el niño esta
reciprocidad de satisfacción imaginaria en que encontraba su lugar como falo de la
madre. A partir de la ley que rige el deseo del otro, este lugar será cuestionado.
El mensaje es el que recibirá el niño por parte de su madre, antes de ocupar un lugar
o posición en relación con esta, si entendemos por posición la que adoptará, por ejemplo,
el niño como falo de la madre. Esta posición solo será posible si el mensaje que recibe
el niño es aquel por medio del cual la madre lo ubica en este lugar. En este caso
diremos que el niño es escuchado desde el lugar donde previamente se lo ha reconocido.
Es por eso por lo que si la función interdictora del padre es efectiva, solo lo será
por mediación de la madre, y será recibida por el niño por medio del discurso de la
madre, cuando ella reconoce la ley del padre y acepta que «él hace la ley». Se produce
entonces lo que se llama un mensaje sobre mensaje, que es el mensaje de la prohibición.
Si la madre recibe el mensaje del padre «no reintegrarás tu producto», es que reconoce
esta ley, una ley que regirá su deseo. Al niño le llegará un «mensaje de mensaje»,
uno «no» como mensaje, puesto que si la madre se tiene que remitir a una ley del otro,
es que el niño no es el objeto de deseo de la madre. Es aquí donde lo que mencionábamos
de la ley del deseo del otro adquiere sentido para el niño.
En este segundo tiempo es cuando la posición del niño de ser «deseo del deseo» adquiere
todavía más fuerza, puesto que lo que se pone en evidencia es que hay algo más allá
del niño y que la madre desea. Se presenta así la principal característica del deseo:
su insatisfacción. Así lo manifestará la madre cuando dé entrada al padre y se coloque
bajo su ley, lo cual provocará la renuncia del niño a ser su objeto de deseo.
El padre imaginario es el que se presenta ante el niño como rival, debido al reconocimiento
que de él hace la madre, y que adquiere el lugar de padre simbólico, pero hay que
aclarar que esta figura, por sí misma, es inexistente. Es decir, el padre, como tal,
no ocupa su lugar con todo su peso sino más bien con toda su sombra, una sombra simbólica.
Una palabra que denunciará su presencia. Una palabra que podría ser cualquiera, pero
que para el niño es un mensaje de la madre: el hecho de no ser su objeto de deseo.
Esto es así porque solo es posible que aparezca el padre si la madre, en su papel
de madre simbólica, da un lugar al padre. Un lugar a su lado, un lugar que ya no es
el del niño.
La madre, cuando acepta y reconoce la ley del padre, es la que introduce al niño en
el orden simbólico por medio del que surgirá el significante del nombre del padre.
Porque el padre, como tal, no existe para el niño si no es por medio de la madre.
Es entonces cuando al niño le llega el «no» del padre, porque es la ley a la que tiene
que responder la madre. Este significante corresponde a la función de aquel que lo
ha privado de la madre. Aquel padre que tiene o no tiene –puesto que lo tendrá que
demostrar– el objeto que la madre desea: el falo.
Lacan llama a este significando «metáfora del nombre-del-padre», que para el niño
reemplazará –dentro del orden simbólico que ha sido instaurado a partir de la ley–
el significante «deseo de la madre», y que remite a un «significado» que Lacan definirá
como una incógnita (x): ¿qué desea la madre?
1.3. El padre demuestra que tiene falo
En el tercer tiempo del complejo de Edipo, será necesaria la intervención del padre
real, para que esta palabra del padre, que ha sido mensaje para el niño como nombre-del-padre,
adquiera toda su «potencia». Es en este tercer momento cuando el padre tiene que demostrar
que tiene falo, interviniendo como quien lo tiene y no como quien lo es. Solo así
será posible que el niño abandone la dialéctica que lo ubica en la conquista para
ser el falo y se encuentre ante una nueva dialéctica que se constituirá en el registro
de tener o no tener el falo.
Con la intervención del padre, que se presenta afirmándose como quien tiene el falo,
se conjugarán las acciones antes mencionadas: la doble prohibición, la frustración
(del niño como falo de la madre) y la privación (a la madre de su objeto fálico).
De este modo, el padre se presenta para ejercer dentro del complejo de Edipo su función
fundamental: la castración.
En este tercer tiempo mediante el complejo de castración se producirá la declinación
del complejo de Edipo y será posible que el niño asuma su sexualidad. El niño abandonará
el intento de ser el falo de la madre y de este modo se identificará con el padre,
que se presenta como el que tiene lo que la madre desea.
Para que un sujeto logre su madurez sexual, es decir, que lo que es genital conquiste
su función, hay que haber sido castrado. Es decir, para que el hombre pueda tener
pene, tiene que haberlo perdido. En un primer momento, el niño se consideraba el falo
imaginario de la madre –todo él era este falo–, puesto que se identificaba con el
deseo de la madre, pero cuando llega al orden simbólico, la no diferenciación anatómica
entre el hombre y la mujer es cuestionada y el pene adquiere significación para el
niño: es algo que podría perder. Es por eso por lo que se definirá la castración como
la carencia en el orden simbólico (que se ha instituido a partir de la ley) de un
objeto imaginario, el falo.
El proceso que instaura la metáfora paterna en el sujeto es justamente su constitución
como sujeto del inconsciente, puesto que el niño, antes de este momento, se ubicaba
como objeto (imaginario) del deseo de la madre y se identificaba con este deseo. Será
a partir de este proceso cuando consiga constituirse como sujeto de deseo, sujeto
de la división.
La división que se produce en el niño tiene lugar por medio del orden simbólico, de
forma que lo que antes era una vivencia real pasará a ser simbolizado en el lenguaje.
Esta simbolización de lo real es lo que se produce en la llamada «represión originaria»,
por medio de la cual el primer significante que abre el espacio de la carencia –carencia
simbólica, establecida a partir de la castración–, es el significante del deseo de
la madre, que, ya reprimido, instaura el inconsciente en el sujeto.
El inconsciente se establece como el efecto de la palabra sobre el sujeto y este efecto
conduce a definir el inconsciente estructurado como lenguaje. La represión se presenta
como el origen del deseo del sujeto, fundamentado a partir de una carencia.
Al estar instituida en un orden simbólico, es imposible cubrir esta carencia, puesto
que de lo que carece es del significante, un significante que, para serlo, siempre
participará de una cadena para encontrar el sentido solo en oposición a otros significantes,
y que, como tal, más que cubrir la carencia, siempre será su denuncia, siempre será
intento y nunca éxito.
Lo que se establece como metáfora del nombre del padre puede aparecer como un síntoma,
que evitará que el sujeto caiga en el vacío de la carencia, una carencia imposible,
que lo enfrentará a su castración y lo encontrará desnudo en el momento de responder.
Es entonces cuando lo que se presenta como meta del análisis será la posibilidad de
escoger «lo peor» del padre, puesto que lo peor será asumir plenamente la imposibilidad
constitutiva del deseo.
Los conceptos presentados tienen que servir para lograr una proximidad al discurso
que forma parte de la teoría psicoanalítica, que se sustenta sobre dos pilares fundamentales:
la práctica clínica y la enseñanza, la transmisión. Así, si la historia del sujeto
es crucial en la práctica clínica, la historia de los conceptos y su formación tienen
un papel fundamental para la comprensión de la teoría.