Capítulo I

LA COSMOLOGÍA PRECIENTÍFICA

La cosmología es tan vieja como la cultura humana. Como disciplina científica empieza con Einstein. Pero entre las cosmologías animistas de los primeros hombres que observaban el cielo estrellado y el mundo que los rodeaba y el Big Bang inflacionario que representa nuestro conocimiento del Universo en pleno siglo XXI hay una historia del pensamiento que tiene un primer salto cuántico en el paso del mito al logos con los filósofos presocráticos. La tradición de los filósofos milesios y de los pitagóricos, recogida por Aristóteles, configuró un primer modelo racional del mundo.

1. El cosmos antes de Copérnico

Aristóteles (384-322 a.C.) desarrolló un sistema del mundo en el que la Tierra era esférica y se encontraba inmóvil en el centro del Universo, mientras que el cielo, con todos sus astros, giraba a su alrededor. Además, postuló una diferencia fundamental entre los cuerpos terrestres y los celestes. Según Aristóteles, los cuerpos terrestres estaban formados por los cuatro elementos fundamentales presocráticos, que poseían movimientos naturales propios: la tierra y el agua hacia el centro de la Tierra, el aire y el fuego en sentido contrario. Cada elemento tenía como lugar natural una esfera (todavía hoy hablamos de litosfera, hidrosfera y atmósfera).
Con respecto a los cuerpos celestes, Aristóteles hace una contribución original e introduce una quinta sustancia, el éter, incorruptible e inmutable, del que están formados los cuerpos celestes, que trazan un movimiento natural de forma circular. Aristóteles consideraba que el Sol, la Luna y los planetas estaban fijados sobre sus esferas correspondientes. Las estrellas, a su vez, se encontraban fijas sobre una esfera que giraba en torno a la Tierra y correspondía a la frontera del Universo. Pero ¿qué había más allá de la esfera estelar? Aquí, Aristóteles tuvo que recurrir a varios juegos de manos filosóficos para explicar que, más allá, no había nada, pero que esta nada no equivalía a un vacío en extensión; todo ello para decir que el Universo se acababa «realmente» en la esfera celeste.
Si hay un pensador que contribuyó a configurar la cultura occidental, ese es Aristóteles. Su influencia se ha dejado sentir durante más de dos milenios, tanto a través de la cultura judeocristiana como de la musulmana, y hasta la revolución científica prácticamente nadie osó cuestionar sus aportaciones en todos los campos del pensamiento. Así pues, no es extraño que el cosmos aristotélico fuera casi artículo de fe o modelo intocable y que marcara la historia del pensamiento occidental.
Las características básicas de su modelo han configurado el pensamiento cosmológico de una manera a menudo poco explícita pero tremendamente influyente. Así, mientras que adoptó los cuatro elementos básicos de los presocráticos, no hizo lo mismo con la idea de Leucipo y Demócrito de que toda la materia estaba formada por unas unidades básicas indivisibles llamadas átomos. Eso provocó, por una parte, que esta idea atomista fuera prácticamente inexplorada durante dos mil años y por otra que el microcosmos quedara relegado implícitamente en los modelos cosmológicos, que pasaron a ser un campo de estudio más relacionado con la astronomía, y por tanto con el macrocosmos, que con la física: de hecho no ha sido hasta el siglo XX, con el modelo del Big Bang, cuando la física de partículas ha empezado a interesarse por la cosmología.
Además, con la introducción del éter, o quintaesencia, Aristóteles también separaba el microcosmos de la Tierra (formado por los cuatro elementos clásicos) del macrocosmos de los cielos, permanentes e incorruptibles. Esta separación tuvo una gran influencia tanto desde el punto de vista religioso como científico. De hecho no es hasta el siglo XIX, con la espectroscopia, cuando la ciencia pudo demostrar que la composición de los objetos celestes era exactamente la misma que la materia terrestre. Y no es hasta la teoría de la relatividad del siglo XX cuando el éter pasa a la historia de los conceptos innecesarios o inexistentes. Finalmente, las esferas y los movimientos circulares, introducidos por Platón y Eudoxio, recogidos por Aristóteles y consagrados en el modelo matemático de Ptolomeo, conformaron el Universo helenístico y medieval que, después de ser adoptado por las grandes religiones monoteístas, sobrevivirá hasta la revolución científica no solo entre los estudiosos sino también en el imaginario popular.

El espectro de la luz

Todo el mundo ha visto un arco iris, sea en la atmósfera en tiempo tormentoso, sea a través de las gotas de agua que dispersa un aspersor de riego. Este fenómeno, causado por la descomposición de la luz en sus colores al pasar a través de las pequeñas gotas de agua en la atmósfera, pone de manifiesto lo que denominamos espectro de la luz.
La luz es una onda electromagnética, y lo que nosotros experimentamos como color no es más que el efecto fisiológico producido en nuestros órganos perceptores por la frecuencia de esta onda (más elevada hacia el azul y menos hacia el rojo). Cuando la luz pasa desde un medio material a otro (por ejemplo, del aire al agua) se produce el denominado fenómeno de refracción, en que los rayos de luz cambian de dirección. El grado de cambio de los rayos depende de la frecuencia de la luz: los diferentes colores cambian de dirección en grados ligeramente diferentes y por eso es por lo que la luz blanca, compuesta por todos los colores, se descompone en todos ellos (lo que denominamos espectro continuo) y esto constituye el espectacular arco iris.
Si hacemos pasar la luz emitida en cualquier interacción física a través de un espectrógrafo (aparato para separar la luz en sus colores), observaremos su espectro característico que depende de los átomos que participan en esta interacción. En el espectro de una luz cualquiera, superpuestas al continuo (el arco iris) se pueden apreciar varias bandas oscuras (líneas de absorción) o luminosas (líneas de emisión), que son características de los diferentes elementos químicos que intervienen en el proceso que produce la luz estudiada. El espectro de la luz es una firma inequívoca de la composición de la materia que la emitió.

1.1. Alejandro Magno y Ptolomeo

Un macedonio, discípulo de Aristóteles, propagó la influencia griega por todo el mundo conocido. Alejandro Magno es sin duda uno de los personajes reales que han alcanzado casi el nivel del mito en la historia. No en vano, con sus conquistas, unió la civilización griega con Egipto y Oriente hasta la India. En términos actuales podríamos decir que protagonizó la primera globalización, ya que fue el creador de la llamada cultura helenística.
Alejandría, la capital de la dinastía de los ptolomeos, sucesores de Alejandro, se convirtió en el centro de esta cultura, punto de encuentro entre el este y el oeste, por donde fluían las ideas y las creencias en una y otra dirección. Allí encontramos el primer centro de investigación de la historia, fomentado y mantenido por el poder político: la mítica Biblioteca de Alejandría. A su alrededor surgió una serie de científicos que, aplicando el razonamiento y la observación, contribuyeron a cambiar radicalmente la visión del mundo y a establecer las bases sobre las que, más de mil años después, se produciría la revolución científica.
Aristarco, Eratóstenes, Hiparco y Ptolomeo son, desde todos los puntos de vista, precursores (de la misma importancia) de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton. No podemos dejar de preguntarnos qué habría pasado si no hubiera habido una ruptura de más de un milenio entre la ciencia alejandrina y la reanudación renacentista. En cualquier caso, el hecho es que las investigaciones de estos cuatro científicos alejandrinos dieron paso a una nueva visión, basada en observaciones y cálculos meticulosos, de un mundo inimaginablemente mayor que el de nuestra realidad diaria.
La ciencia astronómica helenística culmina con Ptolomeo de Alejandría (hacia 90 d.C. - hacia 168 d.C.). Aparte de escribir sobre geografía, astrología y música, Ptolomeo compiló en su histórico tratado Almagesto todos los conocimientos astronómicos acumulados hasta el momento en un modelo coherente que estará en la base de la cosmovisión occidental hasta la revolución copernicana y de hecho, como modelo cosmológico, hasta Newton. Desde el punto de vista cosmológico, Ptolomeo recoge el Universo aristotélico, pero, sobre la base de la ciencia helenística, introduce un modelo más sofisticado que las esferas de Platón y Eudoxio para explicar el movimiento de los planetas.
El modelo de los epiciclos (círculo que se mueve en otro círculo, llamado deferente), introducido originalmente por Apolonio de Perge, sirve para explicar el movimiento retrógrado observado en los planetas, así como la variación de su distancia (y por lo tanto, de su luminosidad). El centro del deferente no se encuentra en la Tierra sino que está ligeramente separado (un fenómeno que se llama excentricidad). Además, Ptolomeo introdujo el ecuante, o punto ligeramente alejado del centro del deferente, en torno al cual se produce el movimiento uniforme del epiciclo (de otro modo no se podía explicar la variación en el movimiento retrógrado de los planetas).
El modelo de Ptolomeo fue el primer modelo matemático del Universo con capacidad predictiva, ya que era capaz de predecir con bastante exactitud la posición de los planetas sobre la bóveda celeste. A estos efectos había que introducir un número variable de epiciclos (epiciclos dentro del epiciclo) según el planeta; todo ello configuraba un modelo bastante elaborado que, con el fin de ajustarse a las observaciones, rompía con la perfección de las esferas platónicas y aristotélicas.
Como instrumento puramente matemático la capacidad predictiva del modelo heliocéntrico que plantearía Copérnico catorce siglos más tarde, no era mejor que la del modelo geocéntrico de Ptolomeo y tanto uno como otro en muchos casos fueron considerados por sus partidarios simples modelos para efectuar cálculos, y no representaciones del funcionamiento real del cosmos. La gran ventaja del modelo heliocéntrico fue, inicialmente, su simplicidad. En cualquier caso, el pensamiento aristotélico y la matemática helenística combinadas en el Almagesto solidificaron en un modelo cosmológico que sobrevivió durante catorce siglos.
A menudo parece que entre el Almagesto de Ptolomeo y el De revolutionibus de Copérnico nos separen catorce siglos de oscuridad intelectual con respecto a la visión del mundo. Dejando aparte que eso sería casi imposible (las revoluciones necesitan un caldo de cultivo), el hecho es que a menudo pasa desapercibido que, en los primeros siglos del cristianismo, se produce un cambio muy significativo en la cosmovisión, que tendrá un gran impacto en el debate cosmológico posterior. Dos pensadores cristianos, Tertuliano de Cartago (hacia 155-230) y Agustín de Hipona (354-430), introducirán la idea de la creatio ex-nihilo, que hasta entonces había estado ausente en todas las consideraciones cosmogónicas o cosmológicas. Efectivamente, tanto en las cosmogonías míticas como en el cosmos naturalista presocrático (recogido por Aristóteles) la materia es preexistente. El demiurgo platónico no crea la materia sino que trabaja en ella; los epicúreos negaban explícitamente la posibilidad de la creación de la nada; el Génesis no dice explícitamente que Dios creara el cielo y la tierra de la nada.
La idea de la creación a partir de la nada, introducida originalmente por Tertuliano, se consolida gracias a la figura de san Agustín, uno de los padres y doctores de la Iglesia de mayor influencia. Formulada por un pensador de su prestigio, en los mismos momentos en que el emperador Teodosio convertía el cristianismo en la religión oficial del Imperio romano y cuando se estaba produciendo la transición del mundo antiguo al medieval, la idea de un mundo creado de la nada quedará ligada al Universo aristotélico y ptolemaico en un sólido edificio, defendido firmemente por los poderes eclesiástico y político, que no se tambaleará hasta Galileo.
Desde San Agustín, el cielo del cosmos es el cielo creado por Dios, la Ciudad de Dios. Así será durante más de mil años y cuando Galileo defienda la realidad del modelo heliocéntrico de Copérnico, los teólogos de Roma le preguntarán cómo explica que Josué detuviera el Sol para ganar la batalla de Jericó.

2. De la revolución copernicana a la científica

Nicolás Copérnico (1473-1543), un erudito renacentista polaco que entre sus múltiples actividades incluyó la astronomía, es el autor de uno de los libros más influyentes de la historia: De revolutionibus orbium coelestium. Publicado poco después de su muerte, desató la revolución científica que culminaría con los Principia de Newton. En su libro, resultado de décadas de trabajo, Copérnico expone sus tesis. La Tierra no es el centro del Universo y este está cerca del Sol. La distancia de la Tierra al Sol es muy pequeña comparada con la distancia que hay hasta las estrellas. La rotación diaria de la Tierra es lo que causa el movimiento aparente de las estrellas sobre la bóveda celeste. El movimiento de la Tierra en torno al Sol es la causa de su movimiento aparente entre las estrellas y también la causa de las estaciones. El movimiento de los planetas entre las estrellas está causado por la combinación de su movimiento en torno al Sol y de la propia Tierra en torno a este.

Las distancias en astronomía

Mientras que en nuestra vida diaria el metro y sus múltiplos (kilómetros) y submúltiplos (centímetros y milímetros) son unidades útiles y familiares para medir distancias, para el Universo a gran escala se han adoptado otras unidades mayores, vistas las dimensiones implicadas. La Tierra es aproximadamente una esfera de 12.732 kilómetros de diámetro, la Luna está a unos 380.000 kilómetros y el Sol a unos 150 millones. La distancia del Sol a su planeta más lejano es de unos 4.500 millones de kilómetros y a partir de aquí el sistema métrico deja de ser una herramienta útil.
Para las inmensas distancias implicadas en el estudio del Universo, utilizamos unidades mayores y más comprensibles. Para ello, aprovechamos que la velocidad de la luz es una constante universal y muy grande (para los estándares humanos), de aproximadamente 300.000 km/s. Si utilizamos como unidad de distancia lo que recorre la luz en un intervalo de tiempo (por ejemplo 1 segundo-luz serán 300.000 kilómetros; un año luz aproximadamente 10 billones de kilómetros) tendremos herramientas de medida mucho más útiles. La distancia del Sol a la estrella más próxima es de unos 4 años luz, el diámetro de nuestra galaxia es de unos 100 mil años luz y las galaxias de nuestro grupo local están separadas por distancias típicas de unos millones de años luz. Los astrónomos utilizan un múltiplo del año luz, llamado pársec, equivalente a 3,26 años luz. El pársec es la distancia a la que el radio de la órbita de la Tierra en torno al Sol tiene una paralaje de un segundo de arco (véase «Cómo medir las distancias astronómicas»).
Copérnico desarrolló su teoría heliocéntrica unas décadas antes de su publicación, pero era tan revolucionaria que se resistió a darla a conocer. Incluso en el prólogo de la primera edición (escrito por el teólogo Andreas Osiander) se especificaba que el modelo que se describía en el libro no quería ser una descripción de cómo era el Universo real sino simplemente un utensilio para simplificar el cálculo del movimiento de los planetas. Y la verdad es que la controversia que desató el libro fue de carácter más científico que filosófico.
Hay que decir que, a efectos prácticos, la teoría de Copérnico, que pretendía una mayor simplicidad que la de Ptolomeo, no lo era tanto como él deseaba, dado que, con el fin de mantener las órbitas circulares perfectas también tenía que recurrir a los epiciclos ptolemaicos. Además, no había ninguna evidencia observacional en favor del modelo de Copérnico: ésta tendría que esperar a las observaciones telescópicas de Galileo de las fases de Venus. Uno de los argumentos contundentes contra el sistema heliocéntrico es que las estrellas no mostraban ninguna paralaje. Hoy día sabemos que este efecto existe, pero que no podía ser medido con las técnicas renacentistas: la primera medida de una paralaje se realizó bien entrado el siglo XIX. Copérnico argumentó (¡y acertó!) que eso podía ser debido a las enormes distancias estelares, pero no abandonó la esfera celeste sobre la que las estrellas se encontraban a una distancia enorme pero finita: el Universo copernicano tenía el mismo tamaño que el ptolemaico.

Cómo medir las distancias astronómicas

Medir las distancias de los objetos astronómicos no es una tarea sencilla. Las primeras medidas de los objetos más próximos, como la Luna y el Sol, las llevaron a cabo los astrónomos alejandrinos a partir del estudio de los eclipses y de las posiciones relativas de estos astros en el cielo. Para objetos más lejanos hay que recurrir a métodos específicos. En los objetos más próximos, la distancia se puede conocer midiendo la llamada paralaje. Efectivamente, observando un mismo objeto desde dos puntos separados por una gran distancia, se puede medir el desplazamiento del objeto sobre el fondo de estrellas más lejanas (paralaje) de una manera tan precisa como los instrumentos de observación. Teniendo en cuenta que la órbita de la Tierra en torno al Sol nos permite observar desde posiciones separadas por el diámetro de la órbita (del orden de 300 millones de kilómetros) y con la actual precisión de los telescopios, con este método se llega a distancias de unos cuantos centenares de años luz.
Este método es pues claramente insuficiente para la mayoría de las medidas galácticas y, aún más, para las extragalácticas. Aunque hay diferentes métodos en circunstancias concretas (según el tipo de objeto observado), el único método general de medida de grandes distancias es el de las candelas patrón, que veremos más adelante.
A Giordano Bruno (1548-1600) corresponde el mérito de haber ampliado el Universo copernicano: «Hay un número innumerable de soles, y un número infinito de tierras que giran en torno a estos soles», osó afirmar (la idea ya había sido defendida por Lucrecio en el siglo I a.C. y por Nicolás de Cusa en el siglo XV). No obstante, Bruno llegó a estas conclusiones a partir de especulaciones metafísicas que poco tenían que ver con un método científico. Su visión del mundo es, en realidad, animista, y se acerca más al panteísmo que a la ciencia moderna. Y si puso al Sol en el centro del sistema solar, no fue por razones astronómicas, sino porque le asignaba a este astro propiedades vitalistas, al estilo de la filosofía hermética de su época. De todas maneras, las ideas de Bruno le valieron ser acusado de hereje y morir en una hoguera de la Inquisición romana, justo cuando se iniciaba el siglo XVIII, lo que le convirtió en un mártir del libre pensamiento.

2.1. Las armonías de Kepler

Un siglo después de Copérnico, el gran astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) se propuso encontrar las «armonías» que rigen el movimiento de los planetas. Convencido de que el Sol es el centro del Universo, Kepler dedicó largos y penosos años a estudiar los datos observacionales, recopilados por su maestro Tycho Brahe (1564-1601), con la esperanza de encontrar algunas de las leyes simples que regían con toda precisión el curso de los planetas. Su investigación no fue en vano; Kepler descubrió las famosas tres leyes que ahora llevan su nombre.
De golpe, se hundió el sistema de los epiciclos, del que ni Copérnico había podido liberarse, para dar paso a la inesperada simplicidad de las elipses: Kepler acaba con dos milenios de círculos como figuras perfectas que representan el movimiento de los astros. Por otra parte, a Kepler le desagradaba la idea de un Universo infinito. Consideraba que la cuestión de la finitud o la infinitud del mundo era ajena a la experiencia humana. Encontró un argumento para demostrar que el Sol era muy diferente de las estrellas. Antes de que se inventaran los telescopios, se creía que el tamaño aparente de las estrellas correspondía a su tamaño real.
Kepler demostró que si las estrellas se encontraban tan distantes como implicaba el sistema de Copérnico, el diámetro real de una estrella típica tendría que ser mayor que la órbita terrestre. Aún más, el cielo visto desde de una estrella tendría una apariencia muy diferente de la que tiene desde la Tierra: las estrellas se verían como grandes bolas de luz y no como pequeños puntos luminosos. Hoy día, sabemos que el tamaño aparente de una estrella es solo un espejismo producido por la atmósfera terrestre, que amplía su imagen, pero este fenómeno era desconocido en tiempo de Kepler, por lo que su argumento parecía perfectamente sólido.

Las estrellas

Una estrella es una esfera de materia, formada por la atracción gravitatoria de su material, que genera energía en su centro como consecuencia de las reacciones nucleares que se producen en ella. La gravedad de la materia que constituye la estrella gobierna totalmente la evolución y el control de las reacciones nucleares que le permiten producir una gran cantidad de energía y brillar. Cuanta más masa tiene una estrella, más rápida es la evolución, es decir, consume más rápidamente el combustible nuclear. Ésta masa puede medir entre una décima parte de la masa del Sol y unas cien veces ésta. Las estrellas de más masa tienen una vida de unos pocos millones de años, comparados con los 10 mil millones de años que puede vivir una estrella como el Sol.
Los últimos estadios de la vida de las estrellas marcan las diferencias más relevantes en su comportamiento. Durante gran parte de su vida, las estrellas producen elementos químicos a partir de la fusión de núcleos de hidrógeno. Una vez consumido el hidrógeno, y en función de su masa y también de su entorno, la estrella entra en fases diferenciadas. Algunas se acaban consumiendo lentamente. Otras se acaban en procesos explosivos que desprenden inmensas cantidades de energía, conocidos como supernovas. Las supernovas y algunas estrellas variables constituyen verdaderos faros, visibles a gran distancia, que nos permiten deducir información sobre el Universo a gran escala.

2.2. Llega Galileo

Pero el gran impulsor del Universo copernicano y uno de los primeros científicos modernos es Galileo Galilei(1564-1642). Quizás Galileo no fue el primer hombre que miró el cielo a través de un telescopio, sin embargo sí que fue el primero en hacerlo sistemáticamente, en interpretar sus observaciones y, sobre todo, en divulgar sus descubrimientos y hacerlos accesibles a un círculo más amplio que el de los eruditos versados en latín. Galileo fue un apasionado defensor de Copérnico, y sus observaciones astronómicas confirmaron sus convicciones. Pero bajo la presión de los aristotélicos que dominaban la vida cultural de aquella época, la Iglesia romana ya había tomado partido por el sistema geocéntrico, por supuestas congruencias con la narración bíblica. Con pruebas objetivas, Galileo se propuso convencer a los altos prelados de la Iglesia de que Copérnico tenía razón; pero después de insistir durante varios años, solo obtuvo una prohibición oficial de enseñar el sistema heliocéntrico.
A pesar de todo, en 1632, Galileo publicó el Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo, libro en el que confrontaba, de una manera supuestamente imparcial, las doctrinas de Aristóteles y de Copérnico. Pero nadie podía engañarse con la simpatía del autor: el héroe del libro era Salviati, defensor de Copérnico, quien refutaba de uno en uno los argumentos de su contrincante, el filósofo peripatético Simplicio, torpe defensor de Aristóteles. El Diálogo fue escrito originalmente en italiano y pretendía ser un libro de divulgación más que un texto científico. Del sistema de Copérnico, solo aparecía la idea heliocéntrica, sin los detalles matemáticos de la teoría. No todos los argumentos de Galileo eran claros, ni siquiera verdaderos: al final del libro, por ejemplo, aparece una teoría de las mareas, totalmente errónea, con la que pretendía demostrar el movimiento de la Tierra. Aún más, no se dice ni media palabra sobre los descubrimientos de Kepler, que Galileo no pudo valorar correctamente. Pero, a pesar de sus limitaciones, el Diálogo tuvo el efecto suficiente para causar revuelo en el medio científico y religioso. Nada más publicarse, fue vetado por la Iglesia, y Galileo fue juzgado y condenado a retractarse de sus convicciones.
Las observaciones realizadas con su telescopio le permitieron acumular argumentos contra el modelo ptolemaico y a favor del modelo copernicano. Observó montañas en la Luna y manchas variables en el Sol, con lo cual parecía claro que los cuerpos celestes no eran inmutables y no estaban formados por una sustancia diferente a la de la Tierra. Descubrió cuatro satélites del planeta Júpiter (los mayores, que hoy se llaman galileanos), lo que ponía en entredicho el modelo geocéntrico; y también fases en el planeta Venus, imposibles de explicar con aquel y en cambio perfectamente explicables con el modelo heliocéntrico. Y además descubrió que la Vía Láctea está formada por una infinitud de pequeñas estrellas que no se pueden distinguir si no es con un telescopio: así se aclaraba el misterio de esta banda luminosa del cielo que tanto había despertado la imaginación de los filósofos y los poetas.
Galileo también descubrió que el telescopio reducía el tamaño aparente de las estrellas. Sospechó que este tamaño era una ilusión óptica y lo atribuyó al mecanismo de visión del ojo. No obstante, siguió pensando que el diámetro aparente no era totalmente ilusorio y calculó que una estrella muy débil debía de encontrarse a 2.160 veces la distancia del Sol. Aunque erróneo, este valor permitía considerar seriamente que las estrellas son parecidas a nuestro Sol, al contrario de lo que mantenía su contemporáneo Kepler. En cuanto al tamaño del Universo, Galileo se mostró excepcionalmente cauto. «Es todavía incierto (y creo que lo será siempre para la ciencia humana) si el mundo es finito o, por el contrario, infinito», llegó a afirmar y con cierta razón, dado que cualquier otra posición basada en los conocimientos de su época hubiera sido una simple especulación.
En años posteriores a Galileo, dos astrónomos, el holandés Christian Huygens (1629-1695) y el escocés James Gregory (1638-1675), agrandaron las estimaciones de las distancias a las estrellas, el primero en un factor 10 y el segundo todavía en otro factor 4 (¡y todavía se quedó corto en un factor 5!). En cualquier caso nos encontrábamos ante un Universo de unas dimensiones fabulosas. Huygens escribió admirado: «Una bala de cañón tardaría centenares de miles de años en llegar a las estrellas». Se quedaba corto.

3. La ciencia newtoniana

Las leyes de Kepler, basadas en los datos observacionales de Brahe y las observaciones y los experimentos físicos de Galileo, abrieron la puerta a la obra científica de lo que muchos consideran el científico más grande de la historia: Isaac Newton (1643-1727). Antes de Newton no se había establecido ninguna relación entre la caída de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas en el cielo. Nadie había refutado la doctrina de Aristóteles según la cual los fenómenos terrestres y los celestes son de naturaleza totalmente diferente, y que los sucesos más allá de la órbita lunar no pueden entenderse sobre la base de nuestras experiencias mundanas.
La situación cambió drásticamente cuando Isaac Newton descubrió que la gravitación es un fenómeno universal. Todos los cuerpos del Universo se atraen entre sí; y la fuerza de atracción (F) entre dos cuerpos es proporcional a sus masas (M1 y M2) e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (D) que los separa:
Según una popular leyenda, Newton llegó a esta conclusión un día que, mientras meditaba sobre la atracción que mantenía la Luna unida a la Tierra, vio caer una manzana. La realidad es más prosaica: Newton dedujo su ley a partir de las leyes de Kepler. Estas le dieron la pista de que el movimiento de los planetas en torno al Sol (y de la Luna en torno a la Tierra) se podía explicar a través de una única ley universal que regía la atracción de los cuerpos. A estos efectos Newton utilizó los métodos matemáticos que había inventado cuando era más joven: él fue el inventor, con Leibnitz, del cálculo infinitesimal. Junto con sus estudios sobre la mecánica de los cuerpos, basados en los de Galileo, publicó todos sus resultados, en el año 1687, en su obra monumental Philosophiae Naturalis Principia Mathematica.
La existencia de la gravitación universal implica que las estrellas tienen que estar muy alejadas para no influir sobre el Sol y sus planetas. El mismo Newton perfeccionó los cálculos de Gregory y obtuvo unas estimaciones bastante aproximadas de las distancias a las estrellas más próximas. Pero, aunque muy pequeña, esta atracción no puede ser totalmente nula: un conglomerado de estrellas acabaría por colapsar sobre él mismo debido a la atracción entre sus partes, y este sería el destino de un Universo finito. Newton llegó a la conclusión de que, para que eso no suceda, el Universo tiene que ser infinito y uniforme; solo pequeñas regiones pueden colapsar sobre sí mismas para formar regiones más densas, y es quizás así como se forman las estrellas.
En cualquier caso, con la aparición de la física newtoniana quedó liquidada definitivamente la física aristotélica, con las esferas celestes y las regiones formadas por diferentes elementos. No quedaba duda: nuestro sistema solar es justo un punto en el espacio y las estrellas son los verdaderos componentes del Universo. De hecho algunos autores han querido ver una base científica para el racionalismo y el empirismo en las dos grandes obras de Newton, respectivamente los Principia y la Óptica. La primera es un gran sistema matematicodeductivo, mientras que la segunda tiene un carácter más abierto, experimental e hipotético.
La magnitud de la obra de Newton y su prestigio pusieron las bases para las ideas de la Ilustración e influenciaron a las generaciones posteriores de pensadores y científicos, tanto teóricos como experimentales. Locke y Voltaire aplicaron los conceptos de ley natural a los sistemas políticos, Adam Smith los aplicó a la economía. Por otra parte, su mismo prestigio también apoyó una visión teísta del cosmos. Efectivamente, Newton previno contra una utilización de sus leyes para formular un cosmos como si fuera un gran reloj.

3.1. Kant y la infinitud del Universo

Fue precisamente una de las grandes lumbreras de la Ilustración, el filósofo alemán Immanuel Kant(1724-1804), quien abordó el problema de la finitud o infinitud del Universo desde un punto de vista filosófico. Pero aunque sus especulaciones en este aspecto se volvieron obsoletas a medida que avanzaba la ciencia, otras especulaciones suyas sobre cosmología acabarían siendo inmortales.
Kant conocía el modelo de Wright del Universo planar y la teoría de la gravitación universal de Newton, y se dio cuenta de que eran incompatibles. El problema fundamental era mantener la estructura de la Vía Láctea sin que se colapsara sobre sí misma. Kant encontró la clave del problema en el Sistema Solar: los planetas son atraídos por el Sol, pero no se le caen encima porque giran a su alrededor y la fuerza centrífuga compensa la atracción gravitacional.
De la misma manera, la Vía Láctea podría mantenerse estable si las estrellas estuvieran distribuidas, no en un plano infinito, sino en un disco en rotación. Las estrellas describirían gigantescas órbitas alrededor del centro de la Vía Láctea y su fuerza centrífuga impediría el colapso.
No lo bastante satisfecho con una hipótesis tan audaz, Kant dio un segundo paso todavía más espectacular. Si la Vía Láctea es un conglomerado de millones de estrellas con forma de disco, ¿no podría haber o tras Vías Lácteas, parecidas a la nuestra y tan lejanas de ella como las estrellas lo están de los planetas? Estos conglomerados se verían como simples manchas lumínicas a causa de sus enormes distancias y sus formas serían circulares o elípticas. Y precisamente este tipo de objetos ya habían sido observados, señaló Kant: eran las llamadas estrellas nebulosas, o al menos una clase de estas, manchas luminosas solo visibles con un telescopio, cuya naturaleza era un misterio en su época.
El gran astrónomo británico de origen alemán William Herschel (1738-1822) llegó a conclusiones parecidas, pero a partir de observaciones directas. Herschel construyó lo que fue el mayor telescopio de su época, y con él estudió la configuración de la Vía Láctea. Suponiendo que la extensión de una región sideral es proporcional al número de estrellas que se ven en ella, Herschel concluyó que nuestro sistema estelar tiene una forma aplanada, de contornos irregulares y con el Sol en la región central. Herschel también descubrió numerosas nebulosas y se preguntó, igual que Kant, si no serían conglomerados de estrellas muy lejanos. Parece que esta era su opinión, hasta que un día descubrió una nebulosa con forma de anillo y una estrella situada en su centro, asociada sin duda a la nebulosa; no podía ser un «universo-isla”», sino materia circundante de la estrella.
Mientras pensadores como Kant o astrónomos como Herschel asentaban las bases de lo que sería una nueva revolución en nuestras concepciones sobre el Universo, la física iba dando pasos de gigante en nuestro conocimiento tanto del microcosmos como del macrocosmos y confirmándose como ciencia por excelencia. Durante el siglo XVIII la mecánica establecida sólidamente por Newton tuvo un gran desarrollo, fundamentalmente de la mano de matemáticos como Leonardo Euler (1707-1783), Louis Lagrange (1736-1813) y Pierre Laplace (1749-1827). Este último es particularmente significativo porque en su Méchanique céleste, que muchos autores consideran una reformulación de los Principia en términos estrictamente matemáticos, Laplace planteó un Universo con una visión absolutamente opuesta a la de Newton. El Universo de Laplace era un reloj mecánico en el que las leyes de Newton eran capaces de prever la posición y el movimiento de cada una de sus partículas una vez estaba en movimiento. Además, Laplace recogió la hipótesis nebular de Kant y le dio forma en su libro de 1796, Exposition du systeme du monde, en el que planteaba el origen del sistema solar por la condensación de una esfera de gas que daría origen a un disco en rotación y este, a partir de una condensación central al Sol y de condensaciones locales, al resto de los planetas.

3.2. El nuevo concepto de ciencia

Si el siglo xviii representó la consolidación de la física matemática, el siglo XIX es el momento en que la física toma un carácter propio como modelo de ciencia: los conceptos actuales de ciencia y de científico nacen en este siglo. Se desarrollan plenamente dos nuevas ramas que tendrán una importancia fundamental en nuestro conocimiento del microcosmos. Por una parte el electromagnetismo, obra de varios científicos como Faraday, Ampère, Oersted y otros, que culminará James Clerk Maxwell (1831-1879) con su obra magna, A treatise on electricity and magnetism (1873), un verdadero monumento de la física matemática. Maxwell condensó en cuatro ecuaciones diferenciales el comportamiento de los campos eléctrico y magnético y su interacción con la materia. Además, predijo la existencia de ondas electromagnéticas y su velocidad, independiente del observador. La primera predicción, comprobada experimentalmente en el año 1887 por Herz, producirá desarrollos tecnológicos que hoy son obvios para todo el mundo. La segunda será una de las bases sobre las que Einstein construirá treinta años más tarde su teoría de la relatividad especial.
El segundo gran desarrollo de la física del siglo XIX es la teoría del calor o termodinámica. Obra de un conjunto de físicos, entre los cuales hay que destacar a Joule, Clausius, Kelvin, Gibbs, Helmholtz, Boltzmann y al propio Maxwell, entre otros, introdujo dos conceptos que desde entonces han sido centrales en ciencia y tecnología: la energía y la entropía. Son dos cantidades que se pueden calcular matemáticamente a partir de las variables observables de un sistema, la primera de las cuales se conserva en todos los procesos físicos (Primera ley de la termodinámica) mientras que la segunda siempre crece (Segunda ley de la termodinámica).
Es importante subrayar la influencia de estos conceptos, introducidos el siglo XIX, para nuestra concepción del mundo material. Cuando la teoría de la relatividad especial de Einstein demuestre la equivalencia entre masa y energía, estos dos conceptos, el primero claramente asociado a la materia y el segundo más abstracto, quedarán ligados. Por otro lado, la entropía, concepto también abstracto, está íntimamente relacionado con el tiempo físico; el crecimiento de la entropía se asociará a la flecha del tiempo del pasado hacia el futuro.
El siglo XIX, además de asistir al desarrollo de la física como ciencia por excelencia, también es testigo de una de las otras grandes revoluciones científicas: nos referimos, lógicamente, a la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin. El impacto del darwinismo en la visión moderna del mundo es otro salto copernicano: no solo la Tierra no es el centro del Universo sino que el hombre deja de tener un papel central y singular entre las especies vivas. Estudiar los orígenes (del Universo, del hombre) se convertía en un terreno abonado para la ciencia.
En cualquier caso, al final del siglo XIX, la física y la astronomía eran ciencias que se fiaban plenamente de sus éxitos. Las leyes de Newton, las leyes de Maxwell y las leyes de la termodinámica configuraban un conocimiento matemático detallado del funcionamiento del mundo. Por otra parte, la imagen de un Universo formado por sistemas planetarios parecidos al nuestro y regidos por las leyes de la mecánica celeste, cuyo conjunto constituía un inmenso sistema conocido como galaxia, en el centro del cual estaba nuestro Sol, era un modelo consolidado y que de hecho perduraría hasta bien entrado el siglo XX.
La satisfacción era generalizada; la calma era absoluta. La perspectiva científica era ir profundizando en este modelo. Según una famosa frase, atribuida al físico norteamericano Albert Michelson en el año 1894, el futuro de la física era cuestión «de ir añadiendo decimales». Todo estaba a punto para la revolución.

El efecto Doppler

Todo el mundo que ha ido en moto o en coche sabe que, a una velocidad constante, el tono del ruido del motor es siempre el mismo. En cambio, cuando estamos cerca de la carretera (sobre todo en carreras de motos o de coches, en las que las velocidades son muy grandes) y oímos uno de esos vehículos que se acerca, el tono del ruido es más agudo y, cuando ha pasado y se aleja, el sonido se hace más grave. Hoy en día podemos experimentar este fenómeno de forma cotidiana en el ruido de los vehículos que se acercan y alejan a gran velocidad, o en la sirena de una ambulancia o coche de bomberos.
El cambio en la frecuencia de las ondas (tanto las sonoras como las electromagnéticas) es proporcional a la velocidad, con una dependencia matemática descubierta por Doppler en el año1842: si conocemos la frecuencia de emisión y la de recepción, podemos calcular la velocidad del emisor. Este efecto es una bendición en astronomía, donde los objetos están tan lejanos que no podemos observar su velocidad sobre la bóveda celeste; en cambio, sí que podemos saber si se alejan o se acercan, y a qué velocidad. Estudiando el espectro de la luz de un objeto e identificando las líneas de emisión o de absorción de los diferentes elementos químicos, podemos conocer la velocidad de alejamiento o acercamiento de los cuerpos comparando la frecuencia de estas líneas con las obtenidas en el laboratorio. Así, el espectro de una estrella o de una galaxia no solo nos informa de su constitución, sino también de su dinámica.