Rachel se acomodó entre los cojines del sofá mientras presionaba con insistencia el botón de «siguiente» del mando a distancia, tratando de encontrar algún programa decente que amenizase aquel aburrido jueves. Su padre acababa de marcharse a la ciudad, donde trabajaba como vigilante nocturno en un edificio de oficinas, después de haber cenado juntos una pizza.
Estaba palmeándose el estómago con gesto ausente, cuando llamaron al timbre. Algo sorprendida, dado que ya había anochecido, se puso en pie y se calzó las zapatillas.
En cuanto abrió la puerta, emitió un gemido ahogado al encontrarse con el rostro magullado y ensangrentado de Mike.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios! Mike, ¿estás bien? —Se hizo a un lado para dejarlo pasar—. Mike, ¡di algo, por favor!
Él dio un paso al frente con la mirada clavada en el suelo de madera. La puerta se cerró a su espalda con un golpe seco que retumbó en el silencio de la noche. Todavía sin mirarla, extendió los brazos buscando el calor de su cuerpo y la estrechó con desesperación contra su pecho.
—Estoy bien —le susurró al oído—. Tranquila…
Se hubiese quedado así para siempre; pegado a ella, unidos en cierto modo, sin decir nada, sin más preguntas ni más respuestas. Solo silencio… y la calidez y el agradable aroma a frambuesas que Rachel emanaba.
Suspiró hondo cuando ella se apartó para evaluar su rostro con atención. Y de inmediato sintió el peso de la culpabilidad al ver que se enjugaba una lágrima con el dorso de la mano. No tendría que haber ido allí. Justo ahora.
—Siento haber venido…
—Mike, ¡deja de decir tonterías! Ven, túmbate en el sofá. —Cogió su brazo y lo acompañó hasta el comedor—. Quédate aquí, ¿de acuerdo? Voy a por algunas cosas para curarte. No te muevas.
—No me muevo.
Regresó del baño llevando un cuenco con agua, gasas, desinfectante y un antiséptico. Tras dejar todos aquellos utensilios sobre la mesita, se sentó junto a él en el sofá. Temblaba cuando se inclinó sobre su rostro para inspeccionarlo.
Tenía un corte en el labio inferior y la sangre, ya seca, formaba un reguero rojizo que se perdía bajo su barbilla. Por lo demás, se entreveían algunos rasguños superficiales en la mejilla derecha y la piel que cubría el pómulo izquierdo empezaba a mostrar un color amarillento.
—¿Cómo puede hacerte esto? —preguntó.
Él no respondió. Rachel sintió las lágrimas agolparse de nuevo en las los párpados y su mirada se tornó borrosa. Respiró hondo, tratando de contener la angustia.
—No te preocupes. —Pasó la mano por su frente con ternura, apartándole el cabello castaño hacia atrás. Mike se estremeció ante el contacto—. Yo cuidaré de ti.
Después, todavía trémula, se apresuró a coger el trapo, meterlo en el cuenco y escurrir el agua sobrante. Lo deslizó con cuidado por su barbilla, las mejillas, los labios… Limpió todas las heridas; las que podían verse y las que Mike se callaba. Cuando terminó, aplicó el desinfectante y antes de coger el antiséptico, rompió aquel prolongado silencio.
—¿Qué ha pasado?
Él rehuyó su mirada. Odiaba mentirle, y esa noche tenía que hacerlo.
—Lo de siempre.
—¿Y qué es exactamente «lo de siempre»? —Presionó la herida de la mejilla con un algodón y él gruñó, molesto por el escozor—. ¿Por qué tienes que defenderla? ¡Ella quiere seguir con ese monstruo, es su decisión! —exclamó consternada—. ¿Por qué dejas que te hagan esto? ¡Jim ni siquiera es tu padre…! ¡No deberías…! ¡No tienes que aguantarlo más! —gritó, e hizo una pausa para inspirar hondo porque le faltaba el aire y su voz sonaba entrecortada.
Mike se concentró en el gesto enfadado de Rachel, no sabía qué decir.
Hubiese podido denunciar a su padrastro un millón de veces, pero sabía que, si lo hacía, su madre le daría la espalda. No quería estar solo, más solo. Cuando era un crío, había albergado la esperanza de que, en caso de que ella tuviese que escoger entre uno de los dos, lo habría elegido a él. Ahora, ese pensamiento era solo una ridícula utopía. Ya no se engañaba a sí mismo. Su madre aseguraba querer a ese hombre. Incluso cuando la pegaba y la vejaba con insultos, incluso cuando regresaba a casa oliendo a una desagradable mezcla de alcohol y tabaco, o incluso cuando (por suerte) desaparecía durante varios meses sin previo aviso y acababa regresando e irrumpiendo de nuevo en sus vidas.
A Mike le daba igual que ella no quisiera que la defendiese. Era incapaz de quedarse de brazos cruzados. Sabía que cada vez que se enfrentaba a Jim, ambos salían mal parados, pero no podía evitarlo. Ese era su papel dentro de aquel caos en el que había crecido. Y ahora, ahora todo se había descontrolado demasiado…
Después de la pelea de aquella noche y de lo que Mike estaba obligado a hacer, ya nada volvería a ser igual. Ni siquiera él. Sabía que una parte de sí mismo se rompería para siempre, pero no tenía otra opción. No la tenía.
—Mike, ¿por qué no puedes responderme? Dime algo. Lo que sea… —suplicó.
—Es mi madre —contestó.
Apartó la mirada de ella cuando vio la decepción en sus ojos castaños. Eso era peor que un par de puñetazos. Le hubiese gustado poder ofrecerle un argumento elaborado y lógico, pero ya le había mentido demasiado. Esa era la auténtica razón. Aunque a veces le costaba reconocerla como tal, ella seguía siendo su madre y él le debía lealtad; tenía que cuidarla. ¿Quién lo haría si no? Él la quería. De algún modo retorcido e incomprensible, la quería. Era su única familia.
—¿Vas a defenderla siempre? ¡Tú ya has sufrido demasiado por culpa de sus malas decisiones! Y lo peor es que ella no quiere una vida diferente ni remediar la situación, ¿no te das cuenta, Mike?
Rachel tiró de mala gana el algodón sobre la mesa auxiliar del comedor, donde estaban los demás utensilios, y sollozó antes de esconder el rostro entre sus manos. Él se incorporó en el sofá, sintiéndose más culpable que nunca. La abrazó, preguntándose por qué no lo había hecho antes, por qué no la había abrazado cada día… Descansó la barbilla sobre el tembloroso hombro de la joven y le acarició el cabello y la espalda con la mano que tenía libre.
—No llores, Rachel, por favor. —La retenía con tanta fuerza que aflojó por temor a hacerle daño—. Lamento… no sabes cuánto lamento que no puedas entenderlo, pero necesito que estés a mi lado —suplicó—. Algún día todo esto quedará atrás. Si tú me das la espalda, no sé cómo podría…
—Sabes que siempre estaré para ti —lo cortó—. Incluso aunque no te entienda. No importa. Supongo que puedo entender que a veces no consiga entenderte.
Mike curvó las comisuras de sus labios al tiempo que hundía una mano en el cabello pelirrojo de Rachel, sujetando su nuca con delicadeza.
—Solo me he quedado con lo de que siempre estarás para mí —se burló—, pero con eso me es más que suficiente.
Ella sorbió por la nariz, sin ser consciente de que en aquel mismo instante Mike se concentraba en contar las pecas de su nariz. Una a una. Tranquilizándose.
—Pecosa, ¿nunca te he dicho que eres preciosa? —Rachel tomó aire cuando sus miradas se enredaron y negó lentamente con la cabeza—. Pues debería haberlo hecho. Eres preciosa, Rachel —repitió.
Él dejó de sonreír y deslizó los dedos por la palma de su mano; la mantuvo abierta sobre la suya y recorrió con la yema del índice las líneas que surcaban aquella superficie aterciopelada. Quería meterse bajo su piel. Esa mano era tan perfecta, tan pequeña y delicada…
—¿Qué estás haciendo?
—No lo sé. Te toco. —Ascendió por el mentón y las mejillas, despacio, disfrutando del recorrido, como si estuviese dibujándola con los dedos en su memoria. Limpió las lágrimas que todavía brillaban sobre su piel, eliminando aquel rastro de dolor—. Y creo que voy a besarte.
—Mike…
—¿Te apartarás si lo hago?
—Tendrás que arriesgarte.
Lo hizo. Arriesgó.
Fue un beso tierno, húmedo, lento. Mike atrapó aquellos labios entre los suyos y mordisqueó con cuidado la piel suave y deliciosa mientras Rachel gemía en su boca.
Estaba perdiendo el control. Tenía la certeza de que aquello no era lo correcto; no para ella, al menos, pero la deseaba más que nada en el mundo. Y, por eso mismo, temía arrastrarla a su infierno. Ella merecía algo mejor, más estable.
Mike desechó la llamada de su conciencia y profundizó el beso ignorando el intenso dolor que sentía en el labio a causa de la reciente herida, y acunó su rostro con ambas manos, trazando pequeños círculos con el pulgar sobre su mejilla. No quería perderla. Todavía no.
—Espera… —murmulló Rachel.
Ambos respiraban agitados. Él rozó sus labios una última vez, conteniéndose, y se separó de ella despacio, contemplando hipnotizado el rubor que le cubría las mejillas.
—¿Qué ocurre?
—Solo… Solo necesito asimilar… lo que acaba de ocurrir.
—Emitió una risa dulce y Mike sonrió travieso y se inclinó sobre ella hasta que ambos estuvieron tumbados sobre el sofá. La miró desde arriba y le apartó con la mano el cabello suelto, despejando su rostro.
—De acuerdo. Puedes ir asimilándolo mientras sigo besándote, ¿no?
Deslizó la boca por su cuello y dejó un reguero de besos que desembocaba en la barbilla de la joven y se desviaba después por el pómulo, la punta de la nariz y sus labios entreabiertos.
Rachel cerró los ojos, todavía aturdida. Era como estar flotando a muchos, muchos metros de altura. Sentía vértigo. Las manos de Mike se movían por su cuerpo con soltura y cierta familiaridad, como si conociese de antemano cada tramo de su piel.
Ella hundió los dedos en su cabello y le acarició la espalda con la otra mano. Cuando pensaba que era imposible estremecerse más, Mike inventaba nuevas caricias, nuevos besos y nuevas palabras que le susurraba al oído. Deseando tocarlo, deslizó la camiseta por su torso y se la quitó. Se miraron en silencio. No huyó de aquellos ojos grises al despojarse también de la suya; permaneció quieta mientras él devoraba con la vista el sujetador azul oscuro que vestía. Mike inclinó la cabeza y depositó un beso suave en su estómago, al lado del ombligo, que le erizó la piel.
—Estás temblando.
—Estoy nerviosa.
Mike apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo. Tenía el ceño fruncido y una mirada culpable que ella no supo descifrar.
—¿Por qué estás nerviosa?
—Porque sí. Porque eres tú y soy yo. Por eso mismo. Si fueses cualquier otra persona no sentiría nada, no temblaría. Te quiero, Mike. Siempre te he querido. Lo sabes.
Él tragó saliva con cierta dificultad. Temía mover un solo dedo más, tocarla de nuevo, no poder escapar de aquellas palabras. Escondió la cabeza en el hueco del hombro de Rachel, la pegó a su cuerpo y la retuvo con desesperación. Piel con piel. Y solo el latir de sus corazones. No supo cuánto tiempo estuvieron en silencio, pero fue una eternidad y, al mismo tiempo, un suspiro. No quería soltarla.
—¿He dicho algo malo? —La voz insegura de Rachel inundó la estancia.
—No, claro que no. —Él la estrechó con más fuerza, clavando la yema de sus dedos en la línea de su cintura—. Solo quiero quedarme así para siempre. Abrazarte. Sentirte. Solo eso.
No hubo más besos. Rachel se entretuvo acariciando el cabello de Mike y él continuó con el rostro escondido en su cuello; cada vez que ella notaba su aliento cálido soplando contra su piel, sentía un cosquilleo raro, como si le pellizcasen el corazón.
—¿Vas a quedarte a dormir? —preguntó en un susurro.
—¿Quieres que me quede?
—Sí.
—Entonces lo haré.
—Pero mañana…
—No te preocupes, me iré antes de que llegue Robin.
Mike alzó la cabeza y después se movió para coger del suelo su camiseta y la de Rachel.
—Levanta los brazos —pidió, y cuando ella lo hizo le pasó la prenda de ropa por encima de la cabeza y la bajó suavemente por su cuerpo, rozándole la cintura con los nudillos.
—He hecho algo malo —confirmó la joven, incapaz de apartar la vista de la expresión contrariada de Mike mientras terminaba de vestirse.
—No. Te juro que no. Tú nunca podrías hacer nada malo. —Le sujetó la barbilla con los dedos e hizo un esfuerzo por sonreír—. ¿Sabes por qué me encantan tus pecas?
Se mantuvo callada mientras él se tumbaba de nuevo en el sofá y la acomodaba sobre su pecho. Ella le rodeó el torso con un brazo, cerró los ojos e inspiró hondo.
—¿Por qué?
—Porque son como estrellas sobre el lienzo más bonito del mundo, tu rostro… —confesó—. Cuando era pequeño, antes de que mi padre trabajase en la empresa de transportes, solía volver a casa a las seis y entonces se desataba el infierno. Yo siempre estaba allí, pero nunca entraba dentro. Me quedaba en el jardín, detrás del abeto que talaron hace dos años, escuchando los gritos, los llantos y… —Tomó aire, no estaba acostumbrado a hablar de aquello con tanta franqueza—. Y contaba lo que fuera, las piedras del jardín, las hojas, las estrellas. Aquello era lo único que me tranquilizaba. Igual que tus pecas. Me calman, las necesito. Te necesito.
Deslizó la mano por el rostro de Rachel, acariciando sus mejillas suaves y se contuvo como nunca antes para no besarla. No volvería a hacerlo. No la besaría. Eso sería injusto y egoísta. No quería arrastrarla hacia la abrumadora oscuridad que, tarde o temprano, lo atraparía. Estaba destinado a ello.
En cuanto despertó, Rachel notó la ausencia del cuerpo de Mike. Si no hubiese sido porque todavía olía a él, a aquel aroma a jabón mentolado y fresco, hubiese pensado que todo había sido un sueño.
—Te he preparado el desayuno, cariño. —Su padre apareció en el umbral del comedor y le tendió una taza de café con leche antes de depositar sobre la mesita de cristal el plato que llevaba en la otra mano. Ella le sonrió, todavía rememorando la noche pasada—. Tortitas. Muy hechas, como a ti te gustan.
—No era necesario. Gracias, papá.
—¿Desde cuándo las tortitas son algo innecesario, hija? —rio y se sentó en el silloncito que había enfrente, también con una taza de café en las manos—. Te quedaste dormida en el sofá —bostezó—. Hacías lo mismo cuando eras pequeña, ¿recuerdas? No había forma de que conciliases el sueño en la cama.
Rachel le dio un sorbo a su desayuno, deleitándose con el delicioso aroma y el sabor algo amargo del café recién hecho. Asintió con la cabeza, distraída. Distraída porque no dejaba de pensar en sus ojos claros, en sus labios, en el tacto algo áspero de sus manos y el modo en que la había mirado, como si fuese lo más valioso para él en ese instante.
Suspiró y se giró hacia su padre, que la miraba como si ella fuese transparente y él pudiese ver todos los secretos que escondía. Ignoró el calor que se apoderó de sus mejillas y contempló las marcadas ojeras que destacaban bajo sus ojos verdosos. ¿Cuándo habían empezado a aparecer las primeras canas en su cabello castaño y esas arruguitas cerca de las sienes…?
—Deberías acostarte ya —le aconsejó—. ¿Cuándo van a cambiarte el turno de noche? No es justo que siempre te toque a ti.
—¡Si todo en esta vida tuviese que ser justo…! —emitió una risita vivaracha. Así era su padre, conformista y desenfadado, sabía amoldarse a los diferentes escenarios que la vida iba colocando frente a él—. No te preocupes por mí. —Se frotó el mentón—. ¿Qué tienes pensado hacer hoy? ¿Has quedado con los chicos?
—Sí, tenemos que cuadrar los horarios de la universidad, los míos no coinciden con los de Jason y Mike. Y Luke va por libre, tiene tantos partidos y entrenamientos que será casi como si estuviese en otra ciudad. No creo que podamos verlo mucho…
Permaneció pensativa durante unos instantes, contemplando los rayos de sol que parecían resbalar por el ventanal el comedor. Ahora que todos iban a ir a la universidad temía que las cosas entre ellos cambiasen.
Jason, Mike y Luke estudiarían Publicidad y Marketing. El único que sabía desde hacía tiempo qué quería hacer era Jason. Mike nunca tuvo claro a qué deseaba dedicarse, así que siguió los pasos de su amigo, lo que no era un mal plan porque, a pesar de no ser muy constante y metódico, tenía buenas ideas y podía ser muy creativo sin ni siquiera proponérselo. Y a Luke no le importaba demasiado qué estudiar con tal de poder jugar al fútbol. Todavía era pronto para saberlo, pero le habían dado una beca deportiva y apuntaba maneras para convertirse en una promesa más pronto que tarde.
¿Y ella? Bueno, ella siempre supo que su futuro estaba lleno de palabras y páginas garabateadas. Cualquier trabajo relacionado con eso le resultaba atrayente, así que había conseguido que la admitiesen en la misma universidad que los chicos para cursar literatura, aunque estaría en un campus diferente. Por eso llevaba días intentando cuadrar sus horarios para que pudiesen coincidir y verse durante los ratos libres. No concebía cómo podría ser su vida sin esos tres chicos a su alrededor. Había crecido con ellos. Era quien era por ellos.
—Será mejor que me vaya ya a la cama. —Su padre se levantó del sillón y, antes de marcharse, le dio un cariñoso beso en la frente.
—Descansa, papá.
Nadie volvió a ver a Mike durante los siguientes dos días.
Fue como si se hubiese desvanecido de la noche a la mañana. Le llamaron, lo buscaron, preguntaron a otros amigos del instituto…
Nada. Ni rastro.
Rachel no podía apartar de su cabeza el estado en que se encontraba la noche del jueves, ¿le habría hecho algo su padrastro?
Se había acercado a su casa un montón de veces, pero no se había atrevido a volver a cruzar la verja… ¿y si en realidad se había ido por algo de lo que había sucedido con ella? Jason y Luke estaban preocupados, pero no les dijo nada de lo que había pasado entre ellos. Y aunque estaba segura de que Jason imaginaba algo, porque era increíblemente intuitivo, no se sintió con fuerzas para contarle los detalles. Que la había besado. Que se había quedado a dormir a su lado. Y que después había desaparecido del mapa. ¿Era por ella? ¿Se había ido por eso? No conseguía encajar las piezas del rompecabezas. Mike jamás se había ausentado así sin más, y mucho menos sin decírselo a alguno de los tres. Se sentía desencantada. Pero luego… Luego recordaba que era él. Y todo lo demás dejaba de preocuparla. Porque Mike nunca le haría daño, nunca.
No podía ser por ella, tenía que haberle pasado algo. Algo grave que explicase que no pudiese contactar con ellos. Tenía que hablar con los chicos y tenían que ir a su casa a pesar de todas las prohibiciones.
El sábado por la noche iba a llamar a Jason cuando este se le adelantó y le contó que Luke acababa de ver a Mike en una fiesta de la urbanización.
—Dice que está raro —añadió—. Que no parece el mismo.
—¿Qué quieres decir? —Rachel empezó a vestirse de inmediato, todavía con el teléfono apoyado sobre el hombro derecho.
—No lo sé.
—¿Y dónde dices que es esa fiesta?
—En casa de Jack. El del equipo de Luke, el defensa derecho —aclaró. Quedaba a solo tres manzanas de su casa—. ¿Seguro que estás bien? ¿Sabes algo que yo no sepa? Si ha ocurrido algo con Mike puedes contármelo.
—Hablaremos después, pero no te preocupes.
Intentó parecer calmada. Estaba segura de que había una explicación. Mike se la daría, le detallaría punto por punto por qué se había esfumado y después la abrazaría y le susurraría que todo iba a ir bien. Eso, o bien algo había pasado con Jim. Rachel tuvo un mal presentimiento al volver a recordar las heridas de su rostro cuando irrumpió en su casa dos noches atrás.
—De todas formas —Jason no parecía convencido—, me acercaré a esa fiesta en… una hora, más o menos. Antes tengo que terminar de hacer un par de cosas. ¿Quieres esperarte y te recojo de camino?
—No. Iré primero —contestó decidida—. Nos vemos allí.
—Claro. Nos vemos.
Colgó el teléfono y emitió un suspiro cargado de preocupación antes de regresar al comedor. Rodeó el sillón donde su padre estaba sentado, viendo un concierto en diferido de David Bowie. Sonrió con ternura y le dio un beso en la mejilla.
—Tengo que salir, papá. No creo que llegue tarde.
Robin apartó la mirada de la pantalla y la centró en su hija.
—Está bien. Ve con cuidado.
La casa de Jack estaba repleta de estudiantes que gritaban y bailaban emocionados, probablemente celebrando que en un par de semanas muchos de ellos estarían en la universidad, disfrutando de un nuevo comienzo.
Rachel atravesó el interior de la vivienda, parando a menudo para saludar a los conocidos que encontraba a su paso. Tardó un buen rato en conseguir salir al jardín trasero. Respiró hondo, aliviada por el aire fresco de la noche, mientras observaba en derredor intentando encontrar a Luke… o a Mike.
Esquivó a varias personas y avanzó sobre el césped. En medio del jardín había una piscina llena de gente. Se quedó absorta viendo cómo una pareja se lanzaba agua entre risas, y después regresó al interior y tropezó con Stuart, el chico con quien solía sentarse en clase de biología.
—¿Quieres algo de beber?
—No. Estoy buscando a Mike, ¿lo has visto?
Había un grupito de chicas que reían sentadas sobre la mesa de la cocina con unos cubatas en la mano.
—Creo que lo he visto subir al piso de arriba hace un rato —comentó como de pasada—. ¿Seguro que no te apetece nada? El hermano mayor de Jack ha comprado un arsenal de bebidas.
—De verdad que no, pero gracias, Stuart.
Se despidió con la mano y subió de dos en dos los escalones hasta la planta superior. Se encontró a un par de jóvenes hablando en el pasillo. No los conocía, así que los ignoró y pasó por su lado en silencio. Avanzó unos cuantos pasos hasta que escuchó una voz femenina que provenía de la habitación más cercana. La acompañaba otra voz. Una que era mucho más ronca, más grave, más familiar.
La puerta estaba entornada, pero el hueco abierto era lo bastante grande como para observar la estancia completa. Aunque quería huir de esa voz, Rachel dio un paso adelante. Y entonces lo vio. Los vio.
Sintió un vuelco en el estómago cuando se encontró con esos ojos que tan bien conocía. Mike la miró fijamente, imperturbable, como si estuviese vacío por dentro, como si fuese una persona distinta con el mismo envoltorio. Él estaba de cara a la puerta donde ella permanecía inmóvil, sentado en el borde de una cama. Había una chica sobre sus piernas, a horcajadas, y no dejaba de reír. Rachel solo podía ver su espalda; estaba desnuda de cintura para arriba, y mientras ella besaba su cuello, él la sujetaba con una mano, clavando los dedos en la piel morena de la desconocida.
Hizo falta que los labios de esa chica atrapasen los de Mike y él devorase su boca sin vacilar, para que Rachel reaccionase al fin y diese media vuelta.
Bajó las escaleras a trompicones. Nunca había sido tan consciente de sus propias palpitaciones; las oía en el pecho, en los oídos, en todo su cuerpo. Salió de aquella casa. Estaba tiritando. Se ahogaba. Era como si pudiese percibir cómo su corazón se rompía literalmente en pedacitos tan pequeños que iba a resultar imposible buscarlos y unirlos de nuevo entre sí…
Corrió por las calles de la urbanización agradeciendo el viento frío de la noche y el dolor en las piernas. Le faltaba el aire y le picaba la garganta. Hubiese corrido hasta agotarse, pero al vislumbrar el umbral de su casa se acercó a la puerta y apoyó las manos sobre las rodillas. Todavía intentaba recuperar el aliento cuando alzó la mirada hacia el cielo lóbrego y negro. No había ni una sola estrella, tan solo un vacío aplastante y triste. Pero era mejor así. Era mejor la nada que las dichosas y estúpidas estrellas de Mike.
Tenía que calmarse si no quería que su padre la viese en aquel estado tan lamentable. Recostó la espalda contra el muro de la fachada y reprimió un sollozo tapándose la boca con una mano. No podía ser real. Era incapaz de creer que la hubiese traicionado así la única persona por la que lo hubiese apostado todo.
Se secó las lágrimas con rabia y se prometió a sí misma que no lloraría más. «No vas a llorar. No vas a hacerlo», repitió mentalmente. Después, despacio e intentando no hacer ruido, metió la llave en la cerradura de la puerta y entró en casa.
Todo habría estado sumido en la oscuridad si no fuese por la lamparita del comedor que su padre debía de haber olvidado apagar y que emitía una cálida luz anaranjada. Rachel depositó las llaves en el pequeño cesto de mimbre que había sobre la mesa del recibidor y avanzó hacia el comedor caminando de puntillas. Estaba a punto de presionar el interruptor de la lámpara cuando advirtió que su padre se había quedado dormido en el sillón.
Reprimió las ganas de llorar un poco más y se acercó a él.
—Papá, despierta —susurró con suavidad—. Vamos, en la habitación descansarás mejor —insistió.
Esperó pacientemente unos instantes. Cuando posó su mano sobre la suya, que descansaba en el brazo del sillón, se le erizó el vello de la nuca. Su padre, que siempre desprendía calidez, tenía las manos frías.
—¿Papá? Papá, estás… ¿Estás bien? —Lo sacudió con fuerza, al tiempo que sentía su corazón encogerse en un puño—. ¿Qué te ocurre…? ¡Despierta, papá! ¡Por favor! —Continuó zarandeándolo por el brazo—. ¡Oh Dios! Oh, Dios mío. ¡Abre los ojos, por favor!
Aterrorizada, cuando comprendió que nada de lo que estaba haciendo daba resultado, corrió hasta la cocina, donde apenas una hora antes había dejado el teléfono tras hablar con Jason y, con dedos temblorosos, logró marcar el número de los servicios de emergencia.
—¿En qué puedo ayudarla? —respondió una voz al otro lado de la línea.
Rachel tragó saliva bruscamente, intentando deshacer el nudo que le impedía hablar. Sentía la bilis ascender por su garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las náuseas. No dejaba de temblar.
—Es una emergencia. Mi padre… mi padre no responde. Está inconsciente —logró decir—. Es el 5th de Farstown. ¡Por favor, dense prisa! ¡Es urgente!