Mike cogió una pila de discos de vinilo y los transportó con cuidado hasta la mesa del escritorio donde el padre de Rachel estudiaba con interés unos ejemplares nuevos que había encargado la semana anterior.

Robin Makencie era un amante de los clásicos del rock, tenía ediciones muy valiosas y peculiares, y Mike se ofrecía para ayudarlo cada vez que hacía un nuevo inventario y organizaba las estanterías donde guardaba los discos. Cualquier excusa era buena para pasar menos tiempo en su casa y todavía más si podía estar con Robin, el tipo de hombre que hubiese deseado tener como padre. No tenía nada que ver con su padrastro Jim; eran polos opuestos.

El señor Robin le había abierto las puertas de par en par años atrás, poco después de que retase a su hija a golpear aquella pelota de béisbol. Le enseñó todo lo que sabía sobre música, a distinguir un acorde de otro y a apreciar la magia de cada melodía. Habían pasado muchas horas dentro de las cuatro paredes de su estudio. A veces, también los acompañaban Jason y Luke. Y Rachel solía entrar con sigilo cuando ya llevaban allí un buen rato, siempre con un libro en la mano, para dejarse caer sobre la alfombra que había en el centro de la estancia y seguir con la lectura.

—Deberíamos repasar de nuevo los de la letra efe. Aquí se nos ha colado uno. —Robin le tendió con delicadeza el disco y Mike lo miró con interés antes de depositarlo en la estantería correspondiente.

—Vale. Ahora los miro —dijo—. ¿Ponemos música mientras tanto?

—Claro. —Robin le sonrió; unas arrugas amables aparecían en las comisuras de sus ojos claros cuando lo hacía—. Elige tú, chico.

—¿Nirvana?

—Siempre Nirvana… —El señor Robin negó con la cabeza y lo miró divertido. De todos los grupos que coleccionaba y veneraba, aquel no era precisamente su preferido, aunque le gustaba escucharlo de vez en cuando—. ¿Se puede saber por qué te gusta tanto?

—No lo sé. —Mike se encogió de hombros y colocó sobre la enorme pila de discos otro más—. Puede que sea porque… está roto. Todo está roto.

Robin frunció el ceño y no llegó a responder porque Rachel abrió la puerta en ese momento y entró. Vestía un peto vaquero y llevaba el cabello pelirrojo recogido en una trenza. Se cruzó de brazos frente a ellos.

—¿Sabéis qué hora es? ¡Me muero de hambre!

Mike arqueó una ceja y la miró divertido.

—Llevas chocolate en la mejilla, pecosa.

—¡Por culpa vuestra! —Se limpió con brusquedad. La habían pillado—. Aun así sigo teniendo hambre. Y deja de llamarme pecosa.

Robin prorrumpió en una de esas carcajadas que parecían aletear por la habitación tiempo después, como si su risa fuese más vigorosa que la de los demás.

—Está bien. Seguiremos luego, ¿de acuerdo, chico? Es sábado, tenemos toda la tarde. —Mike asintió con la cabeza—. Veamos qué podemos hacer para comer…