Como todas las tardes desde que se había mudado a San Francisco, hacía ya tres años, Rachel se sentó en la acera de la calle, tras la casa donde vivía Mike, a la espera de que este saliese a recibirla con una sonrisa y, juntos, se encaminasen por el sendero de piedra y gravilla que atravesaba la urbanización y se dirigía directamente a la zona donde residían Luke y Jason. Siempre quedaban después de merendar, dispuestos a malgastar el resto del día entre juegos y travesuras; hasta las seis, cuando Mike debía volver a estar en casa.

La niña suspiró, angustiada por el intenso frío que parecía congelar el aire a su alrededor. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro, dando de vez en cuando pequeños saltitos, con la esperanza de que Mike no se retrasase mucho más. Normalmente, no solía hacerla esperar.

Rachel contempló el vaho que escapaba de sus labios entreabiertos y alzó un dedo en alto, deseando tocar el frío que se materializaba frente a ella. Sin embargo, antes de que pudiese siquiera intentar tal estupidez, escuchó un grito ahogado que provenía de la casa y, temblando, se acercó hasta la verja de la entrada, con la intención de descubrir qué era lo que ocurría.

No era Mike quien gritaba. Era la voz aguda de una mujer.

Se aferró con una mano al barrote de metal y apoyó la frente en la verja.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué chillaba de esa forma la madre de Mike? ¿Y si le había pasado algo a él…?

Conforme los gritos se incrementaban, interrumpidos en ocasiones por una vigorosa voz masculina, comenzó a impacientarse. Movió la cabeza de un lado a otro, anhelando encontrar a algún vecino en la calle que pudiese ayudarla, pero allí no había nadie.

Dudó, con la mirada fija en la manivela, recordando las palabras que Mike le había repetido en varias ocasiones desde que se conocían: «Nunca pases de la puerta de la entrada. Espérame fuera, tras el muro. Prométeme que lo harás». Y, por supuesto, Rachel se lo había prometido.

Tanto ella como Luke y Jason sabían que en su casa tenía problemas, a pesar de que Mike rehusaba hablar de ello. Él prefería hablar de cualquier tontería cuando no sabía cómo escapar de alguna pregunta o intentar hacerle la puñeta a Rachel para que ella se olvidase de todas las cuestiones que se agolpaban en su mente curiosa. Solo decía lo esencial, que en resumidas cuentas, era que no podían ir a jugar a su casa porque a su padrastro no le gustaban las visitas.

Pese a la promesa que le había hecho, Rachel no podía evitar que un escalofrío la sacudiese cada vez que volvían a escucharse gritos y llantos. Era incapaz de distinguir las palabras exactas, pero las pocas que lograba cazar al vuelo no eran nada agradables. Temía que a Mike le hubiese ocurrido algo o que estuviesen haciéndole daño, así que, finalmente, giró la manivela y abrió la puerta de la entrada.

Cualquiera hubiese sido capaz de advertir a simple vista que le temblaban las manos, incluso a pesar de que dos enormes guantes rosas las cubrían protegiéndolas del frío. Ignorando el miedo que se apoderaba de ella, avanzó por el descuidado camino hacia la casa, que se recortaba a unos metros de distancia entre algunos árboles enormes que nadie se había molestado en podar. Si su padre hubiese visto aquel jardín, se habría puesto manos a la obra de inmediato; parecía que hacía años que nadie se preocupaba por el estado de la vegetación, ni por el escalón roto que conducía al porche o las tablas de madera sin brillo del suelo.

Antes de que pudiese llegar a la puerta, esta se abrió y Mike clavó su mirada en los ojos aterrorizados de ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —siseó él, casi sin mover los labios y echando una rápida ojeada por encima del hombro al interior de la casa.

—Tu ceja… Tienes sangre.

Mike cerró la puerta de la calle sin hacer ruido y se giró hacia ella mientras se limpiaba la ceja con el dorso de la mano, quitándole importancia.

—No es nada. ¡Venga, vámonos!

—Pero…

Cuando Mike vio que la chica parecía haberse quedado petrificada en el porche, dio un paso hacia atrás y la cogió de la mano, arrastrándola hacia el exterior, con el corazón latiéndole más rápido que nunca. Una vez que hubo cerrado la verja, ambos avanzaron varios metros corriendo hasta internarse en el camino de gravilla. Él cogió mucho aire de golpe, miró de reojo a Rachel e intentó adivinar sus pensamientos. No quería involucrarla en sus problemas. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, comenzó a andar y contó mentalmente los hierbajos que iba pisando y dejando atrás. Contar cosas le calmaba.

—Te dije que no entrases nunca —le recordó.

—¡Lo siento! En serio, no quería, pero es que… —Se paró frente a él, impidiéndole que pudiese seguir caminando—. ¿Tu padrastro te ha hecho eso? —preguntó, alzando un dedo en alto con lentitud para señalarle la ceja, que había dejado de sangrar.

Él negó con la cabeza, contrariado por todos los sentimientos que se agolpaban en su interior, solapándose conforme pasaban los años; por una parte quería gritar, expulsarlo todo fuera, pero, por otra, cuando la miraba tenía el presentimiento de que Rachel, a pesar de llevar con normalidad la muerte de su madre, era demasiado frágil para entender y aceptar que, en ocasiones, ocurren cosas malas contra las que no siempre se puede luchar. Mike había madurado rápido. Por el contrario, ella todavía soñaba con que su padre, el señor Robin, le comprase un traje de tul rosa para el día de carnaval. Y leía cuentos de príncipes, castillos y dragones; cuentos donde el bien siempre vencía al mal y a los villanos les daban su merecido. Su escala de grises era limitada.

A pesar de estar tan cerca y unidos, sus mundos eran completamente diferentes.

—Mike… Puedes contármelo todo. —Rachel tiró de los extremos del gorro que llevaba puesto y se lo quitó—. Toma, póntelo tú. Yo no tengo frío.

Él contempló durante unos segundos el amasijo de lana que ella le ofrecía.

—Es rosa. —Con una sonrisa, lo cogió y volvió a colocárselo a Rachel en la cabeza, con cuidado de no tirarle del pelo—. Y no te preocupes más, pecosa. Tan solo han tenido una pelea; ocurre a veces, ¿sabes? Los mayores discuten. —Atrapó la nariz roja de la niña entre sus dedos, intentando calentársela en vano—. Pero lo de la ceja no ha tenido nada que ver, ha sido un accidente —aclaró, deseando no tener que mentirle—. Ahora vamos, Luke y Jason nos están esperando.