Mike, Luke y Jason estaban preparados para el siguiente lanzamiento. Hacía un día espléndido y el cielo estaba pintado de azul celeste. No había nubes. Uno de los chicos golpeó con el bate de madera la pelota de béisbol, que danzó suavemente bajo el caluroso sol de la tarde.
—¡Aparta, pecosa! —gritó Mike cuando adivinó la trayectoria de la pelota.
Jason no corrió lo suficiente como para lograr atraparla y la pelota se desplazó en el aire con total libertad antes de estrellarse contra el brazo de la niña pelirroja que, sentada en la acera de la calle con las piernecitas cruzadas, observaba jugar a los chicos.
—¡Ay!
La pequeña se llevó una mano al hombro, donde la pelota acababa de golpearla, y se masajeó la zona irritada con la punta de los dedos. Seguro que le saldría un moratón.
Mike apoyó el bate en el suelo de la calzada mientras Jason corría hacia ella. La había visto en el colegio. Era imposible no fijarse en ella, no solo porque era la nueva, sino porque tenía un montón de pecas, como si alguien hubiese sacudido una brocha de pintura sobre su piel, salpicándola de estrellas, y porque el cabello, que caía por sus hombros con delicadeza, era del color de las calabazas maduras.
Parecía diferente.
Y, aunque se esforzaba por negarlo, a Mike le atraían las rarezas.
Siguió a Luke cuando vio que él también iba a ver si le había pasado algo.
—¿Te has hecho daño? —Jason intentó verle el brazo, pero ella rehusó su contacto y se apartó. Tenía acuosos los ojos color caramelo.
Jason la miró apenado, sin saber qué más decir para resarcirse del sentimiento de culpa, y se giró al escuchar a su espalda las pisadas de sus amigos. Ni Luke ni Mike parecían demasiado preocupados por la chica.
—¿Vas a llorar? —Mike ladeó la cabeza con curiosidad—. ¿Qué pasa, que tienes dos años? ¿Eres un bebé?
Jason le dirigió una dura mirada de reproche que Mike fingió no ver antes de dar otro paso al frente, acercándose más a ella.
—¿No sabes hablar? —insistió.
Luke y Mike rieron.
La niña miró a este último cohibida, impresionada por los fríos e imperturbables ojos grises que endurecían todavía más su rostro enfadado. No estaba demasiado segura de qué había hecho mal ni por qué la incordiaba; al fin y al cabo, había sido él quien la había golpeado después de llamarla «pecosa». Rachel tragó saliva y se armó de valor.
—¡Puedo hablar y tengo siete años! —se defendió. El chico rubio, el único que se había preocupado por lo ocurrido, le sonrió y asintió con la cabeza, animándola a que siguiese haciéndoles frente—. Le has tirado mal la pelota, ¡no sabes jugar!
Luke arqueó las cejas con sorpresa, Mike la miró con la boca entreabierta y Jason sonrió más ampliamente, admirado porque una chica se atreviese a plantarles cara.
—¿Qué has dicho, pecosa?
—Cerebro de mosquito, orejas de rana, ni oyes ni piensas, eres como una banana… —canturreó Rachel a pesar de que le temblaban las piernas como si estuviesen hechas de gelatina de limón.
Nunca antes se había enfrentado a un chico.
—¿Cómo…? —Mike frunció el ceño.
—Solo es una canción… —balbuceó Rachel.
Ella siempre procuraba evitar meterse en líos; recogía los juguetes cuando su padre se lo pedía, hacía los deberes en cuanto llegaba del colegio e intentaba ayudar en las tareas de la casa: ponía la mesa, metía la ropa sucia en la lavadora y a veces pasaba el plumero por la estantería de su habitación donde guardaba todos sus cuentos.
Lo único que Rachel deseaba era caer bien a los otros niños del colegio. Hacía unas semanas que papá y ella se habían instalado en aquel vecindario, pero sus compañeros no eran nada simpáticos y el primer día de clase unas niñas habían empezado a llamarla «zanahoria» y le habían quitado el coletero rosa con el que se sujetaba el pelo: era su preferido porque tenía unos corazones de plástico pegados alrededor. Echaba de menos a sus antiguos amigos, pero no podía decírselo a su padre. Él siempre decía que tenía que ser fuerte, que los obstáculos solo están ahí para que alguien pueda saltarlos.
Cuando su madre se marchó al cielo, él le explicó que iban a mudarse porque la casa donde habían vivido todos aquellos años resultaba «demasiado dolorosa». Rachel no entendía cómo una casa podía «doler», pero su padre estaba triste y deseaba contentarlo. Él le aseguró que empezarían desde cero y que sería divertido, y ella se mantuvo callada y fingió que no sabía que mamá había muerto porque un camión había arrollado su coche cuando volvía del trabajo. Se lo había oído decir a tía Glenda durante el funeral, mientras los vecinos la miraban con pena y mordisqueaban los canapés de queso y tomate seco que servían.
Aquel día, Rachel se encerró en la despensa de la cocina, se sentó en el suelo abrazándose las rodillas y se quedó allí escuchando lo que aquellos invitados decían sobre su madre. No salió hasta que todos se hubieron marchado. Poco después, dejaron atrás el pequeño pueblo cerca de Seattle donde había crecido, a sus amigos del colegio, a la tía Glenda y un montón de recuerdos que ya no podrían perseguirlos.
—Eres rara —declaró Luke rompiendo el silencio.
—¡No es verdad! —gimoteó ella con voz chillona.
Quince minutos antes, a través de la ventana de la cocina, había estado mirando a los chicos mientras se divertían practicando algo parecido al béisbol. Al descubrirla, su padre había apartado un poco más la cortina y le había sonreído antes de animarla a salir un rato para jugar con ellos, siempre que no se alejase demasiado de la puerta de casa. Al final, movida por la curiosidad, le había hecho caso. Se había sentado en la acera con las piernas cruzadas, observándolos con atención. Le sonaba haberlos visto en su nuevo colegio, pero no sabía cómo se llamaban porque nunca había hablado con ellos.
—Vale, toma. —Mike le tendió el bate de béisbol—. A ver qué puntería tienes tú.
Lo último que le apetecía era enfrentarse a él, pero estaba muy nerviosa y era incapaz de reaccionar y protestar, así que permaneció inmóvil durante unos segundos, sosteniendo el bate con las dos manos, consciente de que acababa de aceptar el reto por culpa de su silencio.
—Son las seis —dijo Luke.
—¿Las seis…? —Mike apartó la vista de Rachel y se giró hacia su amigo—. Vigila y avísame si ves que llega a casa.
Rachel no entendía nada de lo que decían ni tampoco tenía intención de preguntarles sobre qué estaban hablando o cuál era el problema de que fuesen las seis de la tarde. El verano todavía no había terminado, así que a esa hora el sol continuaba ondeando en lo alto del cielo como si alguien lo hubiese colgado allí con hilo de pescar.
El amable chico rubio se acercó a ella. Sonrió tímidamente.
—Me llamo Jason Brown —dijo y, sin darle tiempo a protestar, le quitó el bate.
—Yo soy Rachel —respondió ella, indecisa, apenas en un murmullo.
Él asintió, se giró y se colocó a su lado en una posición adecuada para batear. La miró de reojo cuando estuvo listo para explicarle la forma más básica de golpear la pelota.
—Te enseñaré cómo tienes que hacerlo.
—¡Eh, Jason! ¡Eso es trampa! —gritó Mike desde el otro lado de la calle, con la pelota en la mano a la espera de poder lanzarla.
Rachel arrugó la nariz.
Aquel niño era… era… ¡tonto!
Sin pensárselo más, le arrebató el bate de béisbol a Jason.
—No hace falta que hagas esto. Si quieres, puedo decirle a mi amigo que te deje en paz. Solo está enfadado porque le has dicho que no sabe jugar.
Rachel negó con la cabeza.
—Gracias, pero sé batear. Mi padre me enseñó.
Cuando Jason se hizo a un lado, la niña flexionó levemente las rodillas, mantuvo la cabeza recta, la mirada al frente y los brazos en el centro, con el bate levemente inclinado hacia la derecha.
Aquellos ojos pálidos se clavaron en ella desde el otro lado de la calle. Rachel tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse.
—¡Allá va, pecosa!
Cogiendo impulso, él lanzó la pelota de béisbol. Rachel percibió cómo cortaba el aire emitiendo un débil silbido mientras trazaba un arco perfecto. Se obligó a mantener los ojos muy abiertos, a pesar del molesto reflejo del sol y, cuando llegó el momento indicado, retiró el bate hacia atrás y después lo movió nuevamente hacia delante, golpeando así la pelota con precisión.
Pudo ver la sorpresa dibujada en su rostro.
Él no había previsto que Rachel fuese siquiera capaz de utilizar adecuadamente un bate de béisbol, así que ni se había molestado en prepararse para correr.
La pelota aterrizó en el suelo, a lo lejos.
Había ganado. Jason chocó el puño con ella.
—Juegas muy bien —le dijo.
—Gracias.
—¡Eh, tu padre ha llegado! ¡Está en casa! —gritó Luke, que se había perdido toda la diversión al irse a vigilar.
Mike Garber asintió con la cabeza. Caminó hasta Rachel con decisión, le quitó el bate de béisbol de las manos y la señaló con el dedo índice.
—Mañana, aquí, a las cinco, la revancha. Y no llegues tarde.
En otras circunstancias, Rachel hubiese podido tomárselo como una amenaza debido al tono inflexible de su voz, pero estaba segura de que no tenía nada por lo que preocuparse. De hecho, cuando él mostró una leve sonrisa antes de marcharse corriendo calle abajo, ella vio un atisbo de calidez en sus ojos. Y ese agradable descubrimiento provocó que algo en su interior se estremeciese.