Antiguamente el michay1 tenía flores blancas, hasta que ocurrió un acontecimiento que cambió su fisonomía.
Cuando los pieles blancas atravesaron el gran lago para dominar a los reche, a los verdaderos dueños de la tierra, Füta Chao –el Señor y Rey del Cielo, de la Tierra y de los Hombres– mandó a su hijo muy querido para vigilar y poner a prueba a los blancos, y también para proteger a los mapuches de la ambición y la crueldad de aquéllos.
Cierta vez, el hijo de Füta Chao pasaba por el bosque de collimamüll –que ahora los huincas llaman arrayán– cuando de repente apareció a su lado una víbora caminando. Caminaba parada igual que los hombres, pues su creador –el ceñudo Huecufü– quería que se asemejara a ellos.
Como se le apareció de repente y sin ruido, el joven se asustó muchísimo; tanto, que enfureció. Tomó entonces una rama de michay que estaba cubierta de flores, pero también de espinas, y le pegó a la víbora diciendo:
–¡Toma y toma, por asustarme!
Así fue como las flores se tiñeron de rojo con la sangre de la víbora y de amarillo con su veneno, como se las ve hasta el día de hoy. Al mismo tiempo le aplastó la cabeza con su pie cubierto con tsumel, llamada Bota de Potro, porque está hecha con la piel de la pata de este animal. La cabeza quedó achatada, formando un triángulo para siempre.
La víbora odia desde entonces a los caballos y trata de morderlos en los cascos, porque cree que fueron ellos los que la atacaron. Como al mismo tiempo le quebraron el espinazo, no puede ya caminar parada y tiene que arrastrarse penosamente. Además, para mostrar su odio por el doloroso castigo, siempre levanta la cabeza triangular, mostrando al morder su lengua partida por el pisotón.
El arbusto michay tiene, por ello, las flores rojo-amarillentas y sus frutitos son oscuros como la sangre coagulada. La serpiente se enrosca con agrado bajo el michay para sorprender y morder a la gente que busca la fruta. Aún hoy muestra en su piel los rastros de las espinas puntiagudas que la hicieron sangrar. Acaso trata de encontrar párpados para sus desnudos ojos y por eso su mirada siempre busca los zapatos causantes de su desdicha.
Todo el país de los guaraníes sufría una gran sequía. Los dos ríos que pasaban por la región ya casi no llevaban agua y los peces habían muerto. Ya no se extraía alimento. Ya no valía la pena arrojar atarrayas.
Los cazadores regresaban de la selva sin haber encontrado qué cazar. Los pantanos se habían secado y los pájaros se habían ido por falta de agua.
Era la primera vez que los guaraníes sufrían hambre. Le rogaban a Tupá que les mandara la lluvia, pero el cielo continuaba azul y el sol ardía y quemaba lo poco verde que todavía se podía encontrar en los rincones sombríos.
La tierra estaba endurecida y ahora se abría bajo las pisadas de los hombres que salían de la región en busca de comida. Pero en todas partes se veía la misma miseria.
Muchos murieron. “Tupá no ayudará”, decían los que quedaban, desesperados. Entre éstos había dos guerreros solteros que caminaban delante de los demás.
A Avatí y Ñandé, que así se llamaban, les daba lástima el llanto de los niños, y estaban dispuestos a arriesgar sus vidas para salvarlos.
Un día, mientras ambos estaban discutiendo las necesidades de los suyos, aseguraron una vez más:
–Daríamos nuestra vida para aliviar el hambre de nuestros hermanos.
Apenas pronunciaron estas palabras, apareció ante ellos un hombre desconocido, que les dijo:
–Escuché sus palabras. Si hablaban en serio, Tupá los ayudará. Él me mandó a la Tierra a buscar a un hombre que esté dispuesto a dar su vida por los demás; de su cuerpo nacerá la planta que les dará de comer a todos. Crecerá en todas partes, si los hombres la cultivan cerca de sus pueblos, y sus frutos se podrán guardar para tiempos de sequía. Con esta planta divina ya no habrá miseria entre los guaraníes.
Al oír esto, ambos jóvenes se levantaron y dijeron:
–Moriremos si Tupá así lo ha dispuesto.
–No es necesario que mueran ambos –contestó el desconocido –. Uno debe quedar vivo y buscar un sitio junto al río, cerca del pueblo. Allí excavará la tierra y enterrará a su amigo. Del cuerpo de éste nacerá la planta de Tupá, que le dará vida eterna por haberse sacrificado por los demás.
Los amigos buscaron el lugar y se dieron la mano. Ambos deseaban salvar a su pueblo, pero Avatí fue el elegido por Tupá y le tocó la muerte. Ñandé alistó la tierra, y llorando lo enterró. Todos los días iba a visitarlo y a regar la tierra con agua del río, y las palabras de Tupá se cumplieron. De la tierra salió un vástago que Ñandé jamás había visto; la planta creció, floreció y dio abundantemente sus primeros frutos.
Entonces Ñandé llamó a su gente, les mostró la planta y les contó lo que había sucedido. Cuando terminó su relato, apareció el hombre desconocido y exclamó:
–Ñandé les dijo la verdad. Avatí vivirá para siempre, mientras ustedes siembren los granos secos de esta mata y cuiden los surcos. Tupá mandará la lluvia y nunca volverá a haber hambre entre los guaraníes.