El Tonto Perico

Para saber y contar y contar para saber. Pan con queso pa los tontos lesos, pan y harina pa ña Catalina, no le echo más matutines pa dejarlos pa los fines. Este era un tonto de capirote que se llamaba Perico.

La abuelita de Perico era una viejecita muy buena y, en vista de que nadie soportaba las tonterías de Perico, ella se lo llevó a su casa y le dijo:

–¡Qué ha de ser tonto mi hijito! ¡Ya verán cómo yo lo enseño y me sirve para los mandados!

Perico dijo:

–Sí, pus, agüelita, mándeme no más. Ya verá que no tengo un pelo de tonto. Afíjese usté que un día me ijo mi mairastra: Perico, cuida a la clueca, que no se levante ni un rato del nío. La clueca era porfiaaza y tras que se levantó. Entonces jui yo y me senté en los huevos, sosegaíto, agüela. Y no jue más. Llegó la mairastra y me sacó e un oreja, me dio una paliza y m’echó pa la calle. Contimás que se me mancharon toítos los pantalones... y tuve qu’ir a lavarlos al río... y ponerlos a secar...

–¡Bueno, bueno! –interrumpió la viejecita–. Ahora tienes que ir al pueblo y me traes un paquete de agujas.

No escuchó más Perico y salió, patitas para qué te quiero, camino del pueblo.

Compró el paquete de agujas y un alfeñique latigudo. Chupa que chupa el alfeñique iba por el camino real, cuando vio una carreta con paja.

–Lléveme, compaire –dijo Perico al carretero.

–¿No estáis viendo que la carreta va llena de paja? ¿Onde querís que te lleve? –respondió el carretero.

Perico pensó:

“Ya que no puedo ir yo, le mandaré las agujas a la agüela, que está tan apurá”.

Pensando esto, desparramó las agujas en la paja y él se tendió debajo de un canelo a dormir la siesta, chupando el alfeñique latigudo.

A la tarde llegó a la casa.

La abuela lo aguardaba en la puerta.

–¿Y las agujas, Perico? –le preguntó.

–Se las mandé ailante, agüela –dijo el tonto.

–¿Con quién las mandaste?

–Las eché en la carreta con paja de ño Beño.

–¡Buena cosa! ¿Cómo se te ocurre hacer eso? –dijo la vieja–. Debías haber guardado el paquete en las alforjas.

–Pa otra vez será –dijo Perico.

Al otro día mandó la vieja a Perico a la feria a comprar un cabrito nuevo.

El tonto se fue cantando; compró un cabrito, le amarró las cuatro patas juntas y bien apretadas, lo echó en las alforjas teniendo cuidado de envolverlas bien a fin de que el cabro no se cayera.

“Ahora sí que no me dirán tonto” –dijo.

Llegó a la casa y le esperaba la abuela en la puerta de calle.

–¿Y el cabrito, Perico? –le preguntó.

–Viene en la alforja, agüela –respondió el tonto.

La abuela abrió las alforjas y el cabro se había ahogado.

–¡Buena cosa, niño! ¡Pareces tonto! Debías haberlo amarrado de una pata y traerlo tirando.

–Pa otra vez será –dijo el tonto.

Al otro día, la abuela mandó a Perico a comprar un piso de totora.

“Ahora no me dirán que soy tonto –dijo Perico–. Lo amarro de una pata y lo llevo tirando”.

Y así lo hizo. Se fue por el camino real con el piso a la rastra, y sin mirar para atrás. A golpe y golpe, el piso se iba desarmando, y cuando llegó a la casa, no quedaba más que la pata amarrada.

–¿Y el piso, Perico? –preguntó la abuela.

–Ahí viene, amarrado del cordel –respondió Perico.

–¡Buen dar que eres bien tonto! –dijo la abuela, que ya comenzaba a perder la paciencia–. Debías habértelo echado a la cabeza, tonto.

–Pa otra vez será –dijo Perico.

Al otro día lo mandó la viejecita a comprar velas.

Perico compró el paquete de velas y se las puso en la cabeza. Hacía un calor espantoso y las velas comenzaron a derretirse. Perico soportaba que le cayera el sebo en la cara, pero seguía adelante.

“Ahora sí que no me dirán tonto”, pensaba.

La abuela lo recibió en la puerta.

–A ver las velas –le dijo.

–Aquí están en mi cabeza –respondió Perico.

La vieja sacó el paquete y ya no quedaban más que las mechas y el papel.

–¡Ay, qué tonto más grande! ¿No sabes que las velas se derriten con el sol? En vez de llevarlas en la cabeza, debías haberlas mojado de cuando en cuando para refrescarlas.

–Pa otra vez será, agüela –dijo el tonto.

Al día siguiente lo mandó a buscar sal.

Perico se echó el paquete de sal al hombro, y cada vez que cruzaba un estero lo metía al agua.

–¿Y la sal? –preguntó la abuela cuando Perico llegó.

–Aquí viene, agüela –dijo, y le entregó un papel mojado.

Con esto la abuela se convenció de que el tonto Perico no servía para nada, y no lo volvió a mandar. Y aquí se acabó el cuento de Perico el tonto, y cada vez que lo cuento se ríen hasta los muertos y salen de los cajones camino de Vichuquén, a caballito en el tren, comiéndose un buen pequén.