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El sudor me salpicaba la frente. Tenía mechones de cabello pelirrojo pegados al cuello y las piernas empapadas como si hubiera estado en una sauna. Estaba convencida de que sudaba a chorros entre los pechos, lo cual me irritaba lo suficiente como para pelearme con alguien o directamente empujarlo al tranvía.

El calor era tan pegajoso y húmedo que empezaba a creer que Nueva Orleans constituía uno de los siete círculos del infierno y que la terraza exterior del Palace Café era la entrada. O la sala de espera.

Una gota gorda de sudor me resbaló desde la punta de la nariz hasta el libro de texto «Filosofía de Persona Humana», dejando un circulito húmedo en medio del párrafo, apenas distinguible a través del brillo de sudor que me cegaba.

Siempre había pensado que faltaba un «la» en el nombre de mi asignatura. Debería ser «Filosofía de la Persona Humana». Pero, oh, no, en Loyola iban de otro palo.

La mesita vibró sobre las patas cuando un gran vaso de café con hielo apareció de golpe delante de mi libro.

—¡Para ti!

Alcé la vista por encima de las gafas de sol con la boca hecha agua como si fuera uno de los perros de Pavlov. Valerie Adrieux se dejó caer en el asiento de enfrente, sosteniendo mi café como si su mano fuera una zarpa. La mezcla de sangre española y africana agraciaba a Val con un tono de piel absolutamente precioso, un intenso y perfecto matiz bronceado; le quedaban muy bien los naranjas, azules y rosas intensos, y cualquier maldito color del arco iris.

Como hoy, que llevaba una blusa vaporosa, naranja sin espalda, que desafiaba la gravedad, combinada con un collar púrpura. Y al bajar la vista detecté la falda de vuelo turquesa. Parecía salida de un catálogo de chic urbano. Si yo me atrevía con algún otro color que no fuera negro, gris o tabaco parecía fugada de un manicomio.

Me enderecé en la silla, pasando por alto cómo se pegaban mis muslos a ella, e hice amago de agarrar el café helado.

—Dámelo.

Ella arqueó la ceja. Bajo la luz del sol, el pelo de Val adquiría un brillo de caoba quemada. Precioso. El mío parecía un coche de bomberos. Daba miedo. Fuera cual fuese el grado de humedad, su cabeza llena de tirabuzones estaba siempre genial. Guapa, ya lo he dicho. Entre los meses de abril y noviembre, mis rizos se volvían perezosos y formaban una onda encrespada. Daban miedo, como también he dicho antes.

A veces quería odiarla.

—¿Nada que añadir a eso? —preguntó.

Hoy era una de esas veces.

—Dámelo… ¿preciosa mía? —añadí.

Hizo una mueca risueña.

—Inténtalo otra vez.

—¿Gracias?

Meneé los dedos en dirección al café y ella negó con la cabeza.

Dejé caer las manos sobre el regazo con un suspiro de cansancio.

—¿Puedes darme alguna indicación de lo que quieres oír? También podríamos jugar a los acertijos, a que te quemas o lo que sea…

—Aunque me encanta jugar casi siempre, esta vez voy a pasar. —Alzando el café entre nosotras dos, me dedicó una amplia sonrisa—. La respuesta correcta sería: «Te adoro tanto por traerme un café con hielo que haría cualquier cosa por ti». —Meneó las cejas—. Sí, eso suena bastante bien.

Recostándome en la silla, me reí mientras empujaba con el pie el asiento vacío a mi derecha y estiraba los músculos. La razón de que sudara tanto probablemente era que llevaba puestas unas botas con cordones que casi me llegaban hasta la rodilla pese al calor insoportable, pero aquella noche trabajaba y las chancletas no eran prácticas para hacer según qué cometido, ni para ocultar las cosas necesarias para realizarlo.

—Sabes que puedo patearte el culo sin despeinarme y quedarme con el café, ¿verdad?

Me dedicó una mueca con el labio inferior.

—Eso no es demasiado cariñoso, Ivy.

Le sonreí.

—Te doy la razón. Podría mandarte rebotando por la calle Canal de una patada ninja en el culo.

—Quizá sí, pero nunca lo harías porque soy la amiga más amiga que tienes en el mundo mundial —dijo con otra gran sonrisa.

Y tenía toda la razón.

—Vale. No es tan difícil lo que quiero de ti.

Movió próxima a su boca la pajita que sobresalía de su café con hielo, y yo gemí.

—No, en absoluto —añadió.

—¿Qué quieres?

Mi segundo gemido se perdió entre el zumbido de pisadas que transitaban junto al café y el sonido de las sirenas que con toda probabilidad se dirigían hacia el Barrio Francés.

Val se encogió de hombros.

—Tengo una cita el sábado por la noche… una cita ardiente. Bien, espero que lo sea, pero Daniel me ha puesto en el turno de noche para vigilar el Barrio o sea que…

—O sea que… déjame adivinar…

Me estiré hacia atrás con los brazos colgando por detrás del respaldo. No era la postura más cómoda, pero servía para refrescarse.

—¿Quieres que haga tu turno en el Barrio… el sábado por la noche? En septiembre. ¿De lleno en el infierno de turistas?

Meneó la cabeza con un asentimiento entusiasta.

—Por favor, preciosa, por favor.

Entonces agitó el café con hielo y los cubitos vibraron tentadores dentro del vaso de plástico.

—¿Por favor? —insistió.

Mi mirada se desplazó desde aquel rostro esperanzado al café helado y ahí se quedó.

—Claro. ¿Por qué no? No es que yo tenga alguna cita ardiente esa noche.

—¡Bravo!

Me acercó el café y lo atrapé en el aire medio segundo antes de que lo dejara caer. Un instante después, lo sorbía feliz, totalmente transportada a un paraíso gélido de cafeína.

—Sabes bien —empezó a decir, colocando los codos en la mesa— que tú también podrías tener una cita de estas si, digamos, te molestaras en quedar con alguien al menos una vez al año o así.

Pasé por alto el comentario y seguí sorbiendo a una velocidad que podía congelarme el cerebro.

—Eres muy guapa, a pesar de ese pelo.

Describió un círculo siguiendo el contorno de mi cabeza como si yo no supiera que parecía un bastoncillo de algodón con tanto pelo amontonado ahí.

—Y tienes unas tetas increíbles —añadió—, y un culo que todo el mundo quiere sobar. Hasta yo me enrollaría contigo.

Seguí sin hacerle caso mientras un dolor sordo empezaba a torturarme tras los ojos. Tenía que beber más despacio el café, pero estaba demasiado bueno el condenado.

—¿Al menos te gustan los hombres, no, Ivy? Ya sabes, yo juego en los dos equipos, y estoy más que dispuesta a echarle una mano a una amiga.

Entorné los ojos y al instante hice un gesto de dolor. Dejé el café y me apreté la frente con la palma.

—Oh.

Val soltó un bufido.

—Me gustan los hombres —refunfuñé mientras esperaba a que la gélida sensación punzante se desvaneciera—. ¿Y podríamos dejar de hablar de hombres o de opciones sexuales o de echarme una mano? Porque de esta conversación pasaremos a comentar la ausencia de orgasmos en mi vida y de cómo necesito quedarme en bolas con cualquier chico que encuentre en la calle, y no estoy de humor para eso.

—Entonces, ¿de qué quieres hablar?

Dando un traguito al café, la observé.

—¿Cómo es posible que no estés sudando?

Val inclinó la barbilla y se rio tan alto que una pareja mayor que pasaba por allí, con riñoneras idénticas, se la quedó mirando.

—Encanto, he nacido y me he criado en Louisiana. Los orígenes de mi familia se remontan a los colonos franceses originales…

—Bla, bla… ¿Significa eso, de algún modo, que tienes la capacidad mágica de volverte absolutamente resistente al calor mientras yo me muero de asfixia?

—Aunque te saquen del norte, el norte seguirá contigo…

Solté un bufido al oír eso. Era cierto. Hacía tres años que yo me había trasladado a Nueva Orleans desde el norte de Virginia, pero no me había adaptado aún al clima.

—¿Sabes lo que daría por una ventisca polar ahora mismo?

—No lo cambiarías por un poco de sexo, seguro que no.

La descolocaba. Con sinceridad, yo misma no sabía por qué no me olvidaba ni un día de tomar la píldora anticonceptiva. Supongo que era una costumbre desde los tiempos en que eso me preocupaba.

Val soltó una risita mientras se inclinaba sobre la mesa con sus ojos marrones oscuros e inspeccionaba mi libro de filosofía.

—No entiendo por qué vas a la uni, la verdad.

—¿Y por qué no?

La mirada en su rostro sugería que el calor me había frito unas cuantas neuronas.

—Ya tienes un trabajo, extraordinariamente bien pagado, y en realidad no necesitas buscar otro tipo de ocupación como les pasa a otros. Aparte de eso, no ofrece demasiadas ventajas. Y probablemente tenemos la vida laboral más breve de todos los empleos, sin contar los relacionados con descenso sin paracaídas, motivo de más para no malgastar el tiempo en esas tonterías.

Mi respuesta fue encogerme de hombros. Para ser sinceros, no estaba segura de por qué había empezado a ir a Loyola hacía un año. Tal vez por aburrimiento. Tal vez por la extraña necesidad de hacer algo que también hiciera la mayoría de la gente de veintiún años. O quizás era algo más profundo, fuera lo que fuese, lo que me motivó a meterme en sociología, con psicología como opcional. Me entusiasmaba la idea de ser trabajadora social; sabía que era capaz de hacer ambas actividades si quería. Tal vez tuviera que ver con lo que le había pasado a…

Aparté aquellos pensamientos. No había necesidad de volver a eso hoy, ni ningún otro día. El pasado era pasado, muerto y enterrado con mi familia al completo.

Pese al calor achicharrante, me estremecí. Val tenía razón de todos modos. Nuestra vida laboral podía ser de una brevedad brutal. Desde mayo habíamos perdido a tres miembros de la Orden: Cora Howard, de veintiséis años. La mataron en Royal, le partieron el cuello. Vincent Carmack, de veintinueve años. Encontró el final en Bourbon, le abrieron la garganta. Y Shari Jordan, treinta y cinco, muerta hacía solo tres semanas, también con el cuello partido. La encontraron en la zona industrial de las lonjas. Las muertes eran algo habitual, pero tres en los últimos cinco meses nos tenía a todos inquietos.

—¿Estás bien? —preguntó Val ladeando la cabeza.

—Sí. —Seguí con la mirada un tranvía que pasaba—. Trabajas esta noche, ¿verdad?

—¡Afirmativo, señor!

Apartándose de la mesa, dio unas palmadas y se frotó las manos.

—¿Hacemos una apuesta amistosa?

—¿Sobre qué?

Su sonrisa se volvió más traviesa.

—A la una de la madrugada me habré acostado con todos.

Un hombre mayor que pasaba arrastrando los pies junto a nuestra mesa dirigió a Val una mirada extraña y luego aceleró el paso, aunque para ser sinceros podían oírse cosas más raras en las calles de Nueva Orleans, sobre todo si te encontrabas apenas a unas manzanas del Barrio Francés.

—Trato hecho. —Apuré el café—. Espera. ¿Qué me llevo por ganar?

—Si ganas —me corrigió— te traeré café helado toda una semana. Si gano yo, tú te encargas de… —Bajó la voz entrecerrando los ojos—. Miren, miren lo que tenemos aquí —dijo y alzó la barbilla haciendo una indicación.

Me volví con el ceño fruncido y vi de inmediato de qué hablaba Val. Inspiré con la respiración entrecortada mientras doblaba la pierna derecha para tener la bota más cerca de la mano. Aquella chica era inconfundible.

Para la mayoría de los humanos, digamos que el noventa y nueve por ciento, la mujer que andaba por la calle Canal, con un ondulante vestido hasta los pies, parecía una persona normal y corriente. Tal vez una turista. O posiblemente alguien del lugar, de compras un miércoles por la tarde. Pero Val y yo no éramos como la mayoría. Cuando nacíamos nos recibían con un montón de discursos sobre el peligro de dejarse seducir. Porque nosotras veíamos lo que otros no podían ver.

Precisamente veíamos el monstruo tras aquella fachada normal.

Esa criatura era una de las cosas más mortíferas conocidas por los humanos desde el inicio de los tiempos.

Las gafas de sol le protegían los ojos; por algún motivo su raza era sensible a la luz solar. Su verdadero color de ojos era azul clarísimo, un tono que filtraba todo reflejo. Pero mediante el empleo de la seducción, una magia oscura, su especie podía decidir qué veían los humanos. Así conseguían todo tipo de rasgos, formas y tamaños. Esta era rubia, alta y esbelta, casi delicada, pero tal apariencia era engañosa en extremo.

No había en este mundo un solo humano o animal más fuerte o rápido, y sus talentos incluían todo tipo de tácticas, desde la telequinesis a la propagación de incendios destructivos con un roce de la punta de sus dedos. Pero el arma más peligrosa era su habilidad para someter a los mortales a su voluntad, esclavizándolos. Los faes, o hadas, necesitaban humanos. Alimentarse de mortales era la única manera de ralentizar su proceso de envejecimiento, hasta alcanzar una vida comparable a la inmortalidad.

Sin los humanos, envejecían y morían igual que nosotros.

A veces jugaban con sus víctimas chupándoles la sangre durante meses, incluso años, hasta no quedar nada más que una sombra de lo que eran antes. Cuando procedían así, envenenaban el cuerpo y la mente del ser humano hasta convertirlo en algo que resultaba tan peligroso e impredecible como los propios faes. Pero a veces se limitaban a asesinar a sus víctimas. Gente como Val y como yo no teníamos ninguna protección de nacimiento que nos librara de que las hadas nos chuparan la sangre ni de los efectos que esto conllevaba; aun así, siglos atrás se descubrió una cosa sencilla y básica que conseguía anular su capacidad manipuladora.

Por extraño que fuera, nada resultaba más demoledor que un maldito trébol de cuatro hojas.

Cada miembro de la Orden llevaba uno. Val revestido en el brazalete. El mío iba dentro de un collar con un ojo de tigre de piedras semipreciosas. Lo portaba incluso cuando me duchaba y dormía, pues había aprendido por experiencia que en ningún lugar se estaba segura al cien por cien sin el trébol.

Gracias a que no nos afectaba la seducción de los faes, no nos pasaban desapercibidos, y tras detectarlos les dábamos caza. Sus formas verdaderas eran al mismo tiempo hermosas e inquietantes. Piel de tonos plateados, casi como nitrógeno líquido, e increíblemente lisa. Su belleza tenía una perfección irreal, con pómulos angulosos y altos, labios carnosos y ojos rasgados hacia los extremos exteriores. Todo lo relativo a su forma verdadera era tan fascinante que daba pavor, hasta el punto de que resultaba difícil apartar la vista. Lo único en lo que acertaban los mitos y leyendas era en sus orejas levemente puntiagudas.

—Putas hadas —farfulló Val.

Coincidía exactamente con mis sentimientos, dado que los faes me lo habían arrebatado todo. No solo una vez sino dos, y los detestaba con la pasión de diez mil soles abrasadores.

Aparte de las orejas, los faes no eran en absoluto como los dibujaba Disney o como los describía Shakespeare en tantas historias. Ellos, al igual que sus parientes lejanos, no pertenecían a este mundo. Hacía mucho, mucho tiempo, habían descubierto una manera de cruzar la división entre el reino de los mortales y el suyo, lo que se conocía como el Otro Mundo. Las cortes de Verano e Invierno, si es que existieron alguna vez, se habían disuelto, y solo quedaba un único grupo gigantesco con un solo objetivo realmente espantoso y del todo típico.

Querían dominar el mundo de los mortales.

Y nuestro cometido era mandarlos de regreso al Otro Mundo. O matarlos. Lo que fuera más rápido.

El problema era que ninguna de las dos cosas resultaba fácil de conseguir, y entretanto ellos habían logrado inmiscuirse en todos los ámbitos del mundo mortal.

Cuando aquella hada pasó junto a nuestra mesa, Val le sonrió, toda inocencia amistosa, y la criatura le devolvió una sonrisa forzada, pues no sospechaba ni por asomo que nosotras pudiéramos ver a través de todo aquello.

Val me miró y me guiñó el ojo:

—Esa es para mí.

Cerré el libro de texto de golpe.

—No es justo.

—La he visto antes.

Se levantó y se pasó la mano por el amplio cinturón de cuero que llevaba sobre la falda.

—Nos vemos luego. —Empezó a volverse—. Oh, y en serio, gracias por lo del sábado por la noche. Echaré un polvo y tú podrás conseguir placer indirectamente a través de mí.

Me reí mientras guardaba el libro en la mochila.

—Gracias.

—Siempre hay que pensar en los demás. Paz, hermana.

Se volvió y rodeó con facilidad la otra mesa antes de desaparecer entre la muchedumbre que abarrotaba la acera.

Val alcanzaría a la fae y la atraería hacia un lugar donde pudiera deshacerse de ella rápidamente, sin que el resto de la población presenciara lo que podría parecer un asesinato a sangre fría.

Las cosas en realidad se ponían feas deprisa cuando un ser humano se topaba inesperadamente con tal carnicería.

Aparte de los mortales que los faes mantenían cerca de ellos por un montón de motivos infames, la mayor parte de la población no tenía ni idea de que existían, pese a estar por todas partes. Y en ciudades como Nueva Orleans, donde un montonazo de gente rara deambulaba sin que nadie pestañeara, resultaban una verdadera plaga.

Mientras alzaba la mirada y observaba las palmeras oscilantes, me pregunté cómo sería andar por la calle como una persona cualquiera. Vivir, digamos, en la bendita ignorancia. Si yo hubiera nacido en alguna otra familia diferente a la mía, muchísimas cosas serían distintas.

Con toda probabilidad, terminaría la carrera en primavera y contaría con un buen grupo de amigos unidos por los recuerdos y no por los secretos. Incluso podría tener —ah— novio.

Novio.

De inmediato se desvaneció la abarrotada calle en la que me encontraba sentada. Solo estábamos yo y… Dios; habían pasado tres años y aún me atormentaba pensar en Shaun, y no me costaba pensar en sus ojos marrones, tan conmovedores. Algunos de los detalles empezaban a desvanecerse, la imagen de su rostro comenzaba a borrarse, pero el dolor no remitía.

Una semilla de tristeza arraigó en lo más profundo de mi estómago, y la pasé por alto con desesperación. Porque ¿qué solía decir mi madre? No mi madre verdadera; yo era demasiado pequeña cuando la mataron como para recordar algo de ella. Mi madre adoptiva —Holly— solía decir que si los deseos fueran peces, todos echaríamos la red. Era una cita que ella había leído en algún libro, y que yo traducía a mi aire: no tenía sentido perder el tiempo con los deseos.

Al menos yo lo interpretaba así.

No porque ignorara lo importante que era mi trabajo, mi deber. Pertenecer a la Orden, una organización extendida que transmitía sus amplios conocimientos a través de las familias, generación tras generación, significaba que mi vida tenía más significado que la de la mayoría.

O eso decían.

Cada uno de nosotros estaba marcado con un símbolo que representaba nuestra pertenencia a la Orden, un tatuaje consistente en tres espirales entrelazadas que recordaba un diseño precelta. No obstante, los nuestros tenían tres líneas rectas debajo. Se había adoptado como el símbolo de libertad de la Orden.

Libertad para vivir sin miedo. Libertad para tomar nuestras decisiones. Libertad para prosperar.

Llevaba el mío cerca del hueso de la cadera. Ninguno de nosotros lo llevaba en una zona visible para los mortales o los faes.

Por lo tanto, lo que hiciera con mi vida era importante. Eso lo entendía bien. La Orden era mi familia. Y no lamentaba nada de lo que hubiera hecho o las cosas a las que hubiera renunciado. Aunque la gran mayoría de la gente no imaginaba lo que la Orden y yo estábamos haciendo, sabía que con mi vida cambiaba las cosas. Estaba salvando vidas.

Era una ninja con muy mala leche cuando quería.

Eso devolvió la sonrisa a mis labios.

Echándome la mochila al hombro, sujeté el vaso del café vacío y me levanté de un salto. Era hora de trabajar.

El fae que detecté en el exterior de un bar de la calle Bourbon me recordaba a Daryl Dixon de The Walking Dead. Lo cual en realidad era una pena, pues tenía que matarlo.

Vestía una camisa color habano abotonada hasta arriba, con las mangas cortadas por los hombros y los extremos deshilachados, y vaqueros muy gastados a la altura de las rodillas. Tenía ese punto extrañamente provocador de sureño reaccionario, sobre todo por el corte de pelo enmarañado.

De todos modos, su tono de piel plateado y las orejas puntiagudas estropeaban por completo la estética sureña.

De hecho, viéndolo entrar y salir de los bares de la calle Bourbon, me recordaba a un turista, pues salía de cada local con una nueva bebida en la mano. Según los rumores, el alcohol humano no afectaba a los fae, pero la belladona, una planta tóxica para los seres humanos, funcionaba con ellos igual que el alcohol.

Después de verlo con tantos vasos durante la última hora empecé a sospechar que cada uno de esos bares podría tener un camarero fae, pues caminaba como si estuviera muy borracho mientras se alejaba andando de Bourbon y pasaba junto a la Gumbo Shop.

Anoté mentalmente que debía llamar a David Faustin, jefe de la rama de la Orden en Nueva Orleans, para ver si otros miembros habían comentado algo sobre la belladona servida en bares de humanos. Pero antes debía ocuparme de ese colgado parecido a Daryl Dixon.

No podía acercarme al fae sin más y enfrentarme a puñaladas delante de toda la gente. No quería pasar la noche en la comisaría. De nuevo. La última vez que alguien me vio liquidar a un fae llamó a la policía, y aunque no encontraron cadáver alguno, yo iba cargada de armas y digamos que resultó difícil de explicar.

Y además, tampoco quería escuchar a David refunfuñando sobre cuántas cuerdas tuvo que tocar y bla bla.

Para cuando el fae se metió dando tumbos por un callejón yo ya estaba a punto de convertirme en un charco de sudor. Aleluya, joder, ya era hora. Me moría de hambre y por todas partes veía buñuelos con mi nombre escrito. Siendo miércoles por la noche, no eran demasiados los faes que rondaban por la ciudad, o sea, que iba a perder por completo la apuesta con Val.

El fin de semana era una historia bien diferente. Había más mortales con los que relacionarse, y les resultaba más fácil salirse con la suya, por lo tanto había faes a patadas.

Como las cucarachas que correteaban de noche o así.

El fae pasaba desapercibido entre las sombras densas de las callejuelas estrechas, y yo no hice ruido mientras lo seguía, manteniéndome pegada a las paredes húmedas de ladrillo. Soltando las correas de la mochila, gemí cuando el fae se detuvo a medio camino de la calleja para situarse de frente al edificio.

Bajó la mano hasta la bragueta.

¿En serio iba a mear? ¿De verdad? Ahg, eso no estaba incluido en la lista de cosas que quería oír o ver esta noche. ¿De verdad podía matar a eso mientras echaba una meada? Parecía poco deportivo dar una patada a un tipo con los pantalones bajados.

De todos modos no iba a esperar a que acabara su asunto. Por la manera en que se movía, iba a tardar diez minutos en bajarse la cremallera del todo.

Con la mirada puesta en el fae, me agaché y deslicé la mano por el lado no operativo de la estaca de hierro que tenía fija dentro de la bota. El poder destructivo del hierro era colosal con los faes. Jamás se acercaban a ese metal. El simple contacto los marcaba, y si apuñalabas a uno en el centro del pecho, no lo mataba sino que lo mandaba directamente de regreso a su mundo.

No obstante, separar las cabezas de sus cuerpos acababa con ellos. Para curarse en salud.

Pero mandarlos al Otro Mundo era suficiente, gracias a Dios, porque obviamente cortar cabezas era una porquería y un trabajo asqueroso. Los portales, ocultos por todas partes, eran los accesos entre nuestros mundos. Llevaban siglos cerrados, pero seguían bien protegidos. Enviarlos de regreso era un viaje sin retorno.

Me aparté del edificio con la estaca en la mano mientras avanzaba deprisa por el callejón. A mi espalda oía el zumbido de la ajetreada calle, de conversaciones apagadas y el rumor distante de risas.

Rodeé con fuerza la estaca mientras el fae movía las piernas separando los muslos. No hice ruido al acercarme a él, pero algún tipo de instinto inherente lo alertó de mi presencia. Los faes no nos percibían, pero sabían que la Orden andaba cerca.

Se giró por la cintura y sus lechosos ojos azules encontraron los míos, pero estaban desenfocados. La confusión salpicó sus impresionantes rasgos.

—¡Hola! —dije alegremente ladeando el brazo hacia atrás.

Su mirada saltó a mi mano y suspiró:

—Joder.

Pese al estado de embriaguez y a estar a punto de mear, la rapidez del fae era acojonante. Girándose en redondo, desvió el golpe con un brazo y levantó la rodilla. Volviéndome deprisa a un lado, evité por los pelos una patada en el estómago.

No bajé la vista para ver hasta dónde se había bajado la bragueta, brinqué hacia delante y me agaché bajo el brazo con el que arremetió. Colocándome de un salto tras él, planté el pie en el centro de su espalda.

El fae soltó un gruñido mientras daba un paso tambaleante y luego se volvió cuando yo me adelanté veloz y lista para poner fin a todo esto. Giré la mano en la que llevaba la estaca. El extremo afilado se encontraba apenas a dos centímetros de su pecho cuando él escupió:

—Todo tu mundo está a punto de acabarse. Él…

Le clavé la estaca de hierro hasta el fondo, interrumpiendo así sus palabras. Atravesó su piel como si fuera del tejido más barato. Durante un segundo, se mantuvo intacto del todo y abrió la boca para soltar un aullido agudo que sonó como un coyote atropellado por un camión Mack.

¡Vaya pedazo de dentadura afilada!

Mostró cuatro incisivos puntiagudos y alargados. Alcanzaron su labio inferior y me recordaron a un macairodo mutante. Los faes podían morder. No era agradable. De hecho, todas las criaturas del Otro Mundo tenían tendencia a pegar bocados.

Retrocediendo de un brinco, bajé la estaca mientras el fae parecía succionado por sí mismo. Desde lo alto de su cabeza greñuda hasta sus zapatillas, se plegaba como una pelota de papel arrugándose, pasando de una estatura de más de metro noventa al tamaño de mi mano antes de que se oyera un estrépito, como los estallidos de algunos fuegos artificiales, y un destello de luz intensa.

Luego no pasó nada.

—Como últimas palabras, ha sido un poco cliché y torpe —dije en dirección al punto donde se hallaba el fae—. He oído cosas mejores.

—Seguro que sí.

Al oír aquello me di media vuelta con el corazón acelerado en el pecho. Mi cabeza se vio asaltada por visiones de noches en los calabozos de la ciudad. Pese al hecho de que probablemente me habían encontrado in fraganti, me guardé la estaca en la espalda.

Por suerte no era un miembro de la fuerza pública quien estaba de pie en la entrada del callejón, sino un hombre con pantalones negros y camisa blanca. Pero verlo adelantarse perezoso como si hubiera salido a dar una vuelta a medianoche, no me produjo alivio.

Era obvio que aquel sujeto me había visto apuñalar al fae. Solo podía significar dos cosas. O bien pertenecía a la Orden pero no era parte de la rama de Nueva Orleans pues yo no lo reconocía, o era un sirviente del fae, un humano embelesado por él. Llegaban a ser igual de peligrosos.

Y cuando los apuñalabas, no montaban el numerito amanerado de la desaparición inmediata. Sangraban. Morían como cualquiera. A veces despacio. No existían directrices en la Orden sobre no matar humanos porque era un mal necesario a veces, pero tenía que causar una impresión fuerte matar a uno.

Mis dedos se contrajeron alrededor de la estaca.

Por favor, no seas un sirviente. Por favor, no seas más que un maniático convencido de que soy su hijastra pelirroja o algo así. Por favor. Por favor.

—¿Necesitas algo? —pregunté incorporándome.

El hombre ladeó la cabeza. Oh, esto no me gustaba. Cada músculo de mi cuerpo entró en tensión. Había recorrido ya unos cuantos metros desde la entrada del callejón, y entonces lo vi.

Ojos azules claros, decolorados, rasgados en los extremos exteriores: ojos de fae. Pero su piel no era plateada. Era de un intenso color aceitunado que destacaba en contraste con el pelo rubio, tan claro que parecía casi blanco, y largo, largo como el de Legolas en El señor de los anillos.

Legolas era bastante cool.

De acuerdo. Yo también necesitaba centrarme porque ese hombre era peligroso. Cada instinto en mí me disparaba las alarmas. Di un paso hacia atrás y observé al recién llegado. No había encanto de fae en este tipo, y no veía en él la típica mirada vidriosa que exhibían los sirvientes. Parecía humano, pero no. Y algo en él anunciaba que no iba a mostrarse amistoso tal y como a mí me gustaría.

El hombre sonrió al alzar el brazo. Como por arte de magia, un arma apareció en su mano. Sin más. Una mano desnuda segundos antes, ahora esgrimía un arma.

¿Qué demonios pasaba aquí?

—Ojalá pudieras ver tu expresión ahora mismo —dijo, y entonces bajó el arma, apuntándola directamente hacia mí.