Jueves 5 de junio

Hoy recibimos una noticia terrible. A media mañana, Sofía, Milo y yo nos estábamos batiendo a duelo, con poca fortuna, con un lienzo en el que teníamos que pintar al óleo unas cuantas frutas (naturaleza muerta, había dicho la profesora de arte). Estaba segura que eso era lo peor que me podía pasar en el día, pues a cada momento Adolfo (el compañero más desagradable del curso) se paseaba junto a nosotros, emitiendo unos chillidos tipo risa burlona, al ver los intentos de manzanas que se esbozaban en la tela blanca. De improviso, entró a la sala de arte la señorita Laura, nuestra profesora jefe, junto al rector del colegio, el señor Ramos. Lo que le dijeron al oído a la profesora de arte la hizo ponerse más pálida que la tela de nuestros trabajos, mientras todo el curso guardaba silencio, como esperando un anuncio importante. La sala estaba iluminada por los débiles rayos de sol invernal que se filtraban por las ventanas que rodean el amplio espacio lleno de atriles y banquillos, en los que nos ensuciábamos con la pintura aceitosa que quedaba estampada para siempre en los delantales blancos, obligatorios en esta clase.

–¡Alumnos! –dijo la señorita Laura.

Todos permanecimos atentos esperando que la profesora hablara, pero de su boca no salían palabras y el silencio se hacia insoportablemente intrigante. De pronto, la señorita Laura hizo un puchero y de sus ojos salió expulsado un reguero de lágrimas descontroladas. A la profesora se le soltó el libro que sostenía con fuerza en sus manos, que rebotó en el piso con un estruendo, y ambas se abrazaron llorando desconsoladamente. Nos miramos con Sofía, encogiéndonos de hombros.

–Alumnos, tenemos la triste misión de comunicarles el fallecimiento de su compañero Juan José Morales Pineda –la voz ronca del señor Ramos produjo ecos en la sala.

Por unos segundos todo fue silencio, como si el curso intentara entender lo que el rector había dicho. Luego un cuchicheo invadió la sala.

–¿Quién es ese Juan José? –le pregunté a Sofía en un murmullo, mientras recorría con la mente el rostro de todos los compañeros del curso, sin lograr identificarlo.

–El Chanchomán –contestó mi amiga.

Me puse una mano en la boca y cerré los ojos para recordar la cara de ese compañero que siempre se sentaba en un rincón de la última fila de la sala.

–¿Qué le pasó? –se escuchó la voz fuerte de Milo.

El señor Ramos habló nuevamente:

–Decidió terminar con su vida.

Estas palabras del rector daban bote en mi mente una y otra vez, mientras los murmullos del curso formaban un coro, en una especie de tonada que me emborrachaba, junto con el olor de la trementina que invadía mi nariz. De pronto todo me comenzó a dar vueltas: los compañeros, los atriles, la mesa con las frutas que debíamos pintar. “Naturaleza muerta”, pensé. “El Chanchomán muerto”, me dije, y, de ahí en adelante, no recuerdo nada más.

Al abrir los ojos, estaba en la enfermería del colegio. Nunca antes había entrado a esa habitación, que queda en el fondo del pasillo del edificio de administración del colegio. Todo era blanco: las murallas, las cortinas que ahuyentaban el sol del medio día, los biombos que separaban las tres camillas que descansaban ordenadamente sobre el frío piso de cerámica, también blanca. Junto a mí estaba Sofía, sentada en una silla, con su piel morena y su largo pelo negro, resaltando contra lo albo del lugar.

–¿Qué me pasó? –pregunté, al tiempo que miraba su cara descompuesta.

–Te desmayaste –me respondió, como si eso fuera lo más natural del mundo–. La noticia del Chanchomán te cayó mal.

En ese momento recordé al rector haciéndonos su anuncio en la sala de arte.

–¿Se suicidó? –la miré, incrédula.

–Eso dijo el señor Ramos. –Sofía estaba seria, como si el brillo de sus ojos se hubiera desleído en el blanco de la enfermería.

–¿Por qué?

–Cómo quieres que lo sepa: cuando te desmayaste, te trajeron a la enfermería y, obvio, yo te tenía que acompañar, así que no pude quedarme a oír los comentarios –se excusó Sofía.

No me gusta la muerte, aunque sé que existe; es como la regla: sabía que tenía que llegarme, pero no quería que me llegara. Algo así me pasa con eso de dejar de vivir; muchas veces me he quedado pensando en ello y me confundo tanto, que prefiero espantar esas ideas de mi cabeza y ocuparme en algo que no me atormente.

El Chanchomán muerto, suicidado, ahora se me venía a la mente con su imagen maciza: un chico como de mi estatura, de piel muy morena, pelo ondulado y ojos saltones, que parecían un par huevos fritos en su cara regordeta. Por eso le decían Chanchomán; todos lo conocían por su apodo y nadie lo llamaba por su nombre.

Como me desmayé, llamaron a mamá para que me fuera a buscar al colegio. Llegó pasadas las dos de la tarde, pálida del susto, imaginando, como siempre, lo peor. Sin embargo, cuando la enfermera le contó lo de mi compañero, y pese a lo terrible de la noticia, le volvieron los colores a la cara al saber que a mí no me había sucedido nada malo. Parece que se dio cuenta que me había desvanecido debido a la impresión.

El resto de la tarde lo pasé en cama, mirando por la ventana del dormitorio las ramas peladas de los árboles y pensando en el Chanchomán (qué feo apodo). Lo cierto es que intentaba recordarlo, pero en mi mente únicamente aparecía su imagen en el fondo de la sala, siempre callado y solitario. Trataba de deducir por qué alguien querría morir, por qué tomar la decisión de partir a lo desconocido. ¿Qué podía atormentar tanto a un chico de mi edad? Creo que jamás se me pasaría por la cabeza suicidarme, por muchos problemas que tuviera.

Como a las cinco de la tarde llegaron Milo y Sofía a visitarme, se sentaron en mi cama y me quedaron mirando con cara de “pobre cabra”.

–Eres harto debilucha –me dijo Milo, aguantando la risa.

–¡Pesado! Soy sensible, que no es lo mismo –le contesté, tratando de defenderme.

–¿Te sientes bien? –Sofía tomó cariñosamente una de mis manos.

–Estoy bien; lo que pasa es que mamá me obligó a quedarme en cama.

–Tenemos que ir mañana al velorio –dijo Milo, con cara de circunstancias.

Nos miramos largo rato en silencio, mientras yo jugaba con el control remoto de la tele. Apreté el botón de encendido, porque ya se me hacía insoportable la quietud del lugar, y comencé a cambiar los canales una y otra vez.

–¡Déjalo ahí! –Milo se levantó de la cama mientras clavaba su mirada en la pantalla.

“Las autoridades educacionales se encuentran preocupadas por el aumento en la tasa de suicidios adolescentes. Hoy en la mañana se conoció la triste noticia del menor Juan José Morales Pineda, quien se quitó la vida, lanzándose en bicicleta desde un paso sobrenivel, a altas horas de la noche”.

Me levanté de la cama, y me paré junto a Sofía. El presentador de noticias desapareció de la pantalla, en tanto la imagen de una periodista, micrófono en mano en las afueras de una iglesia llena de gente, se apoderaba del noticiero:

“Desconsuelo es lo que se observa en la iglesia de Nuestra Señora de la Cruz, lugar donde se está velando a Juanjo, como cariñosamente le decían sus padres al menor de trece años que se suicidó ayer. No se sabe con certeza cuáles fueron los motivos que llevaron a este niño a tomar tan dramática decisión, aunque se especula que podría ser una víctima más del matonaje escolar”.

Un frío extraño me recorrió de pies a cabeza. Me senté en la cama y seguí esforzándome por recordar a Chanchomán en el colegio.

–¿Se suicidó, porque lo molestaban? –Sofía miró a Milo.

–No lo creo, no lo molestaban mucho, ¿o sí?

–¿Qué me miran a mí? Yo soy nueva –dije a los chicos, al sentir sus miradas.

Milo consultó la hora en su reloj de pulsera, caminó hasta donde había dejado tirada su mochila, se la colgó de los hombros, y abrió la puerta del dormitorio.

–Vamos, Sofía, es tarde –le ordenó, mientras le hacía una seña con la cabeza.

–¡Espera! –le pedí, al tiempo que me acercaba a él–. Tenemos que averiguar qué pasó.

Milo me miró a los ojos:

–Me das miedo, Ema.

–¿Cómo qué te doy miedo?

–Eso, me dan miedo tus ideas; siempre que se te ocurre algo terminamos metidos en problemas.

–Yo creo que no nos cuesta nada investigar un poco –Sofía sacó la voz, tímidamente.

–Sí, Milo, por favor –le dije, con cara de rogona.

–Me carga cuando me pones esa cara.

Milo se fue sin responder a mis ruegos, aunque espero que mañana me diga que está dispuesto a ayudarnos con esto del Chanchomán. No, no lo llamaré más así; no creo que a él le gustara, así como a mí no me gusta que Adolfo me grite Feto en medio del patio del colegio, y que el resto de su grupito siga con las burlas todo lo que quede de recreo. No, desde ahora en adelante le diré Juanjo.

Es verdad que casi siempre me meto en líos, como dice Milo, pero estoy tan impresionada con lo de Juanjo, que, en realidad, creo que sería bueno que intentáramos averiguar un poco sobre lo que le sucedió.

No logro quitarme de la cabeza la imagen que me he formado de Juanjo; lo veo montado en su bicicleta, al borde de la pasarela que mencionaron en las noticias. Aunque ni siquiera sé dónde está ubicada, esto no me impide imaginarlo en medio de la noche, parado un tanto dudoso junto al barandal y, por fin, después de pensarlo un poco, lanzarse decepcionado y desesperado al vacío, con bicicleta y todo, sin importarle lo que le sucederá cuando se estrelle con el piso. Es aterrador.

Mamá iba a cada rato a verme al dormitorio, siempre esperando encontrarme dormida. Pero para mí, solo pensar en cerrar los ojos significaba una pesadilla, pues la imagen de mi compañero muerto se había clavado en mi mente y no pensaba salir de allí.

Ya era tarde cuando, en el último de sus viajes a mi dormitorio, mamá me trajo un vaso de leche y un trozo de queque, para que comiera algo antes de dormir. Me recordó también que fuera al baño y revisara la famosa toallita, que todavía debo usar. ¿Cuánto durará esto? Mejor no me quejo; lo de Juanjo sí que es terrible y no que te llegue la regla. Me siento estúpida por deprimirme por algo normal, que le tiene que ocurrir a todas las mujeres, y no haberme dado cuenta antes que sí hay cosas que son importantes, como lo de mi compañero.

Tengo tantas cosas en la cabeza, pero ahora no puedo seguir escribiendo, pues mamá quiere que conversemos un rato. Ha estado merodeando nuevamente por mi dormitorio, y como vio que sigo sin poder dormir, quiere aprovechar el tiempo.

Nota. Tengo mucha pena.