Miércoles 4 de junio
Me pasó lo que temía que pasara, aunque no quería que sucediera. El lunes en la noche estábamos cenando en el departamento. Había llegado tía Paula, y los cuatro reíamos, no me acuerdo de qué, porque la tía es súper divertida y siempre está haciendo bromas. Todo iba bien hasta que a mi hermano y a mí nos mandaron a dormir, pues al día siguiente teníamos colegio.
Me dirigí feliz a mi dormitorio y, cuando me estaba desvistiendo para ponerme el pijama, vi una mancha roja en mis calzones. Me paralicé, con la mirada clavada en esa cosa sin forma, intentando llamar a mamá, pero sin que me saliera la voz. El tiempo pareció detenerse, sentía la cara ardiendo y una gota de sudor frío que caía desde mi frente, arrastrándose por la mejilla. A tropezones caminé hasta la puerta, la abrí un poco y de mi garganta salió un grito:
–¡Mamá, mamá! –pero como ella no venía, volví a llamarla.
–¿Qué pasa, por qué tanto escándalo?
La figura de mamá se acercaba por el pasillo que conduce a mi dormitorio.
– ¡Ven! –le dije, al tiempo que le hacía señas con la mano.
–¿Qué pasa, Ema? –me preguntó, con cara de susto.
–Parece que me llegó –contesté, asomando apenas la cabeza por entre la puerta de mi dormitorio.
–¿Llegó qué?
–La regla.
Me miró seria, pero luego en su cara se dibujó una sonrisa forzada. Entró al dormitorio y me acompañó al baño.
Hace tiempo que tengo guardado en mi armario un paquete de esas dichosas “toallitas” que creí que jamás usaría, pero ahora estaba ahí con el paquete en la mano, escuchando las indicaciones de mamá: haz primero esto, luego lo otro, te pueden doler los ovarios y bla-bla-bla. Su voz sonaba como zumbidos en mis oídos y no lo soportaba, sentía que se me desfiguraba la cara, los labios hacían pucheros, la garganta tan apretada que dolía, y me puse a llorar a moco tendido.
–¿Qué pasa, mi niñita? –mamá me abrazó.
–Es que yo no quería que pasara –repuse entre sollozos.
No hablamos más, creo que no sabía qué decir. Solo me acompañó hasta la cama y se quedó conmigo un buen rato. Luego, cuando pensó que estaba dormida, me dio un beso en la frente y se fue.
Yo sé que esto no es terrible, quizás sería peor que no me llegara, pero me da mucha pena. Parece que me da miedo crecer. No podría decir que mamá nunca me habló del temita aquel, porque mentiría, pero de verdad lo veía tan lejano, como si nunca me fuera a pasar. Esa noche casi no dormí, y al día siguiente me dolía la cabeza de tanto llorar. Lo peor es que sentía que todo el mundo me miraba, que todos sabían que andaba con la famosa toallita, y estoy casi segura de que caminaba raro, porque Milo, en uno de los recreos, me preguntó qué me sucedía que andaba como encogida. Me puse roja y le contesté que nada, que no me pasaba nada.
Ese primer día de “niña-mujer”, al llegar a casa después del colegio, en la sala me estaban esperando Paula, la Normi, mamá y Nico con un ramo de rosas blancas, una torta de milhojas con manjar que tanto me gusta y una cajita azul.

–¡Felicidades! –me dijo mamá, mientras me entregaba la cajita.
–¿Por qué? –pregunté, con cara de despistada.
–Porque la mamá dice que ahora eres grande –respondió Nico, sin saber de qué hablaba.
Nuevamente me puse a llorar, ¿cómo me podían felicitar por lo más terrible que me había pasado en toda la vida? Paula se me acercó, secó mis lágrimas y abrió la cajita que mamá me había entregado: en su interior había un anillo dorado, con una piedra transparente y brillante. Me lo puse de inmediato y no me lo he sacado desde ese día.