Elige vivir de forma inteligente

¿Cómo hago para que la gente haga lo que yo quiera que haga, y que además lo haga feliz? Esta gran pregunta sería fácil de contestar si solo la formulara hasta la coma. Para lograrlo, solo bastaría con ejercer coercitivamente el rol de jefe, padre, madre, profesor, comandante, doctor, etc. Pero cuando le agregamos a la pregunta el sentimiento de felicidad de las personas, se requiere un desarrollo superior. Para poder llegar a ello, me he hecho otra pregunta previa:
¿Qué es la inteligencia? La etimología nos deriva al verbo en latín intelligere, que significa entender. El famoso psicólogo estadounidense y profesor de Harvard, Howard Gardner, propone en su Teoría de las Inteligencias Múltiples que los seres humanos tendríamos hasta ocho inteligencias: verbal-lingüística, musical, lógico-matemática, viso-espacial, kinestésica corporal, interpersonal, intrapersonal y naturalista. Todas ellas conectadas y combinadas harían a la persona –según Gardner– ser más o menos inteligente, es decir que pudiese entender de mejor forma. “La inteligencia no es una cantidad que se pueda medir con un número como lo es el coeficiente intelectual”, dice Gardner, y agrega: “es inimaginable que una persona sea inteligente si no comunica bien, no transmite valores, no sepa describir estrategias de comunicación a personas muy diferentes, es decir, que tenga en cuenta la naturaleza diversificada de las mentes perceptivas, su sensibilidad y su desarrollo cognitivo”.
Robert Sternberg, otro psicólogo estadounidense, lleva décadas haciendo entender a muchos que la inteligencia se mueve en tres niveles: la inteligencia analítica (es la que miden los test de coeficiente intelectual, así como la habilidad para analizar situaciones bastante abstractas), la inteligencia creativa (es la artística, la que nos facilita imaginar y visionar, la que nos permite seducir y desarrollar el poder de convicción) y la inteligencia práctica (es la que nos ayuda a funcionar día a día, es la emocional). Comparto con Sternberg la opinión de que los test de coeficiente intelectual por sí solos no son representativos de la inteligencia total de una persona y, por esto, es que sigo estudiando el tema y haciéndome otras preguntas al respecto: ¿Cómo se explica que si hay seres humanos brillantes intelectualmente, no puedan hacer que sus hijos adolescentes ordenen su habitación?… pero, recuerda, que lo hagan felices. ¿Cómo es posible que personas con mucha experiencia en su ámbito laboral no logren resultados extraordinarios con sus equipos multidisciplinarios? ¿De qué forma aquellos que desarrollan la inteligencia emocional o relacional o social, pueden aprovechar al máximo esas habilidades para conseguir autoridad en las personas que los rodean y hacer lo que ellos quieren… y que lo hagan felices, por cierto?
En mi constante búsqueda, diseñé lo que llamo el Triángulo de la Inteligencia. Este se enmarca en tres formas de “entender” los conocimientos y por tanto, la elección que llevas a cabo aquí es fundamental para estar “más” o “menos” inteligente, siendo esta la primera distinción: no somos inteligentes sino que estamos siéndolo a cada instante, o como lo diría la letra del tango “Cambalache” de Enrique Santos Discépolo (con algunos arreglos míos, si desde el cielo el maestro me lo permite): “¡estamos ignorantes, sabios, chorros, generosos, burros o grandes profesores!”.
Así vamos “estando” por la vida, con más o menos éxito en los resultados propuestos, porque absolutamente todos estos serán frutos de nuestras determinaciones previas.

Gracias al triángulo de la inteligencia podemos entender que desde niños somos educados en la inteligencia del SABER, aquella en que insisten nuestros padres y que repiten nuestros educadores: “¡¡Cuánto más estudies, más inteligente vas a ser!!”. Entonces empezamos a memorizar como locos. Nos ponen buena nota por saber contestar, nos felicitan por dar respuestas correctas y nos halagan cuando recitamos las materias del colegio. Además, somos catalogados como inteligentes o “nerds” si sabemos mucho y como burros, ignorantes o tontos, si no.
“El saber es diferente al conocer, porque el saber implica certidumbre. El saber niega la reflexión”, dice el famoso biólogo Humberto Maturana. En efecto, el saber te ancla, porque sabes tanto que no te autocuestionas ¿para qué?, si hasta aquí te ha funcionado y hasta recibes reconocimientos por ello. Yo pienso que esa inteligencia es solo una parte del todo, en el mejor de los casos podría ser el 33% del total. Mi cálculo obedece a que en la etapa adulta de la vida, son pocos los que con todo ese conocimiento adquirido (porque solo eso es lo que te da esta inteligencia intelectual: conocimiento) pueden navegar sin zozobras en sus vidas. Con toda esa “información” que te fue incrustada desde pequeño no siempre puedes resolver temas trascendentales de convivencia, ayudar a otros, generar ascendencia en tus colaboradores o familia, vivir feliz o algo más simple todavía: hablar en público.
Muchos de esos individuos que cimentaron su inteligencia en este saber “tecnológico”, como si fuera ese “software” lo único importante en la vida, andan cojos de inteligencia y lo peor es que muchas veces ni siquiera se dan cuenta. Viven permanentemente desde la soberbia, la arrogancia, el miedo o la vergüenza. A estas personas yo las llamo “inteligentes intelectuales”, ya que en muchos casos sus ideologías están muertas o en peligro de extinción. No es importante lo que sabemos, sino el cómo lo sabemos. El saber se confunde con tener información; para saber solo basta con ir a Internet. La añoranza en el alma no se calma con eso. Ahora bien, muchos de estos “egresados”, con un C.I. sobre cien, bien afirmados de sus profesiones, con títulos enmarcados y que han repetido por años el mismo discurso académico de sus tutores, se dan cuenta de sus falencias cuando llegan al mercado laboral. Aquí la cosa cambia de color, porque quien te contrata estampa de entrada otra frase para el bronce que te hará elegir otro camino si es que quieres trabajar allí o en cualquier lugar: “Muy bien hijo, está muy bien lo que usted sabe. Valoramos sus títulos y post títulos, y nos gustaría contar con sus servicios. Ahora bien, de todas formas quiero que sepa que aquí las cosas se HACEN así”. Y entonces te despabilas, empiezas a darte cuenta de que tus teorías no te alcanzan, y que hay otros tipos de inteligencia muy diferentes a la que te convencieron desde niño.
Qué importa si sabes andar en bicicleta, si nunca te subiste a una; o si sabes tocar guitarra, si nunca lo hiciste; o cómo hacer un balance, si nunca hiciste uno de verdad en una organización; o cómo se hace un edificio, se gana un pleito o se cose una herida… ¡si hasta aquí nunca lo has hecho! Te acaban de aceptar en una empresa pero bajo el requisito de que te adaptes a la forma en que se hacen las cosas allí, te guste o no. Con el tiempo podrás proponer cambios, pero si quieres empezar a sumar experiencia y a ganar dinero, las reglas las puso otro. Tú solo eres el invitado. Así que a “hacer” se ha dicho.
El HACER es vivir la experimentación de las tareas y transformarlas en hábito, es llevar el conocimiento de tus primeros años al aprendizaje, y para ello se requiere de tiempo, paciencia y humildad para recibir de otras personas las formas de hacer que ellos conocen. Una vez más elegirás quedarte o no en ese trabajo, emprender en solitario o no trabajar; lo que está claro es que aprenderás a hacer las cosas, no solo a hablar de las bondades de ellas. Lo interesante es que a partir de ese primer contacto “verdadero” con el hacer, irás ganando “haceres” (experiencia) poco a poco.
Hay personas que aceptan los requisitos iniciales de su lugar de empleo, pero cuando en el camino las condiciones cambian, eligen volar hacia otro nido. Hay otros que toman estos cambios de reglas como una ofensa, como una traición (que en ningún caso lo es, pues las reglas no las pones tú), y se quedan en la empresa, familia, colegio, etc., pero despotrican todo el tiempo contra los “dueños del juego”, contra los que establecen las reglas, y hablan de injusticia, negligencia e inconformismo. Estas personas echan a perder los ambientes. Son manzanas podridas. Yo lo veo así: si aceptaste las reglas de un juego que no es tuyo y que cambió, tienes siempre la libertad de elegir si te quedas o te vas. Si te quedas, también tienes la elección de hacerlo estando o no de acuerdo con las nuevas reglas. Y aunque no estés de acuerdo, aceptarás seguir sin cuestionamientos. Luego podrás proponer mejoras, pero esto no asegura que se hará lo que dices, al menos has hablado con asertividad y esto vale más que callar con rabia.
Estos casos que he relatado te permiten ampliar la mirada, tomar el aroma de tu propia halitosis y seguir en tu camino elegido. Si elegiste quedarte vinculado, acepta. La aceptación es una hermosa emoción que nos conduce al amor, un amor puro, grande, bien visionario (nada de amor ciego, sordo o mudo aquí, ¿quién habrá dicho eso?), este es un tipo de amor que beneficia siempre a quien lo elige.
Ahora bien, lamentablemente hay otra categoría de personas que confunden aceptación con tolerancia. No es lo mismo. En la tolerancia solo “aguantas” hasta que no puedes más, y te conviertes en una olla a punto de ebullición. Cuando el tolerante explota lo hace de muy mala manera, en cualquiera de sus dos formas de expresarse. La primera forma es hacia afuera, es decir con otros, y, generalmente, su impulsividad, explosividad y años de tolerancia lo harán convertirse en un energúmeno gritón, agresivo y bravucón. La segunda forma, más peligrosa por cierto, es hacia adentro o de introyección, esta revienta internamente, y a veces lo hace biológicamente transformándose en un cáncer, en un infarto o, en el mejor de los casos, en un colon irritable. Esa tolerancia se convierte en frustración y es una granada interna que hace incluso reventar tu propia estima.
Por último, hay un importante segmento de personas que ante los cambios de las reglas del juego de otro se resignan. Esta emoción tampoco sirve para lograr la aceptación, solo hace resistencia y te convierte en un resentido, en un ser que sufre desde el rencor y la impotencia. La resignación es una emoción tóxica, siempre relacionada con el pasado, con la injusticia, con el “deberían”. Te daña y daña a otros escucharte resignado, lleno de quejas. Generalmente los analfabetos emocionales entran en esta categoría que, según las palabras del escritor francés Honoré de Balzac, se resume así: “La resignación es un suicidio cotidiano”. Por el contario, la aceptación es libertad, es la nula exigencia de cambios, es vivir con cero expectativa o con la mínima posible cuando de otros depende el juego; la aceptación es amor... contigo mismo primero y después con los otros.
Volviendo al triángulo de la inteligencia, es importante destacar que existen algunos seres que sin SABER –como aquellos inteligentes intelectuales– ya poseen un HACER. Tal vez porque no pudieron ir al colegio, no tuvieron padres orientadores o simplemente porque necesitaron trabajar para comer y sobrevivir. Estas personas gozan de toda mi admiración, ya que aprendieron a hacer una infinidad de cosas y aunque probablemente aún no saben escribir su nombre o leer un periódico, podrían darle una cátedra a los inteligentes intelectuales de cómo se hacen las cosas. A estos Inteligentes Prácticos –así los llamo– elige escucharlos, no los ignores, porque son importantes, porque los necesitamos, porque son valiosos. Algunos de estos espíritus emprendedores han salido a buscar “saberes”, se han entrenado y han ido tras los ansiados títulos para completar el 66% de la inteligencia de mi triángulo. Cuando los primeros (inteligentes intelectuales) y los segundos (inteligentes prácticos) juntan el saber con el hacer comienzan a caminar por una nueva senda. Esta suma de SABER + HACER, los lleva a caminar por el TENER. Tienen conocimientos y experiencia, tienen tiempo en su trabajo y en la vida, tienen estatus, tienen bienes materiales, tienen dinero, tienen, finalmente, AUTORIDAD. La autoridad que les ha sido conferida por su saber y su hacer en el tiempo y que muy bien ganada la tienen. ¡Quién les quita lo bailado! El tema es que muchos llegarán así al final de sus vidas, creyendo que con esto es suficiente, y tal vez lo sea, porque viviremos ciegos cognitivos durante toda nuestra vida y porque, además, lo que yo planteo puede ser solo una hipótesis.
Ahora bien, si has seguido hasta aquí y deseas dar un paso más hacia la completa inteligencia –este juicio que tanto nos importa a las personas–, solo te pido que mires hacia arriba y elijas una tercera dimensión en el triángulo, ya que te aseguro que con esta podrás adquirir más saberes y más haceres. Este triángulo no es equilátero ni recto, es isósceles, es decir, tiene dos lados iguales que se unen en un punto y un lado más corto que se une a los otros, funcionando como base. En el vértice más alto de ese triángulo vive, se anida, esta tercera inteligencia. Todos esos bellos seres humanos que se dan cuenta, que toman conciencia, que valoran todo su conocimiento y experiencia adquiridos y que gozan de muchos “teneres”, reconocen al mismo tiempo que existe algo más supremo que los ayudará durante toda su vida a resolver temas trascendentales.
La tercera dimensión de la inteligencia es, desde mi parecer, este “entender” final de las cosas, es el nivel más relevante y por eso en mi esquema tiene el 34% restante. Es la inteligencia del SER, la esencia misma de la persona. Rudolph Steiner –fundador de la Antroposofía y de la educación Waldorf– sostenía que “los humanos nos fragmentamos en períodos de vida y que esto constituye tu Ser; la maduración del cuerpo que va desde el nacimiento a los 21 años, la del alma que va desde los 21 a los 42 años y la del espíritu que va desde los 42 a los 63 años”. La inteligencia del Ser suma todas las etapas de Steiner: maduración, alma y espíritu, pero en tu presente, sin esperar a cumplir esos años. Es la inteligencia de las emociones más la inteligencia en el uso del lenguaje, la ontológica, la que nos dará las mejores herramientas para liderar, para armar verdaderos equipos; es la que nos hace escuchar en toda su dimensión, es la que legitima, la que nos permite elegir en libertad… repito: en libertad. Es precisamente esta inteligencia la que nos ayudará a elegir lo mejor de nuestras vidas, la que nos hace auto-cuestionarnos, y que valora justamente eso. Es la que nos permite hacernos infinidad de preguntas maravillosas: ¿para qué estás haciendo lo que estás haciendo?, ¿cómo podrías hacerlo virtuosamente?, ¿qué más puedes hacer para conquistar nuevos desafíos?, ¿cómo logras comunicarte efectiva y afectivamente con la gente que amas? Es la inteligencia que premia las preguntas, a la que no le importan las respuestas porque sabe que detrás de cada interrogante hay otra y otra y otra más, y que todas juntas nos sacan del conformismo y la comodidad, para llevarnos de la mano a vivir la experiencia humana del agradecimiento y el reconocimiento de la libertad de elección, del libre albedrío y de la maduración total (pues una cosa es envejecer y otra muy distinta es crecer).
Esta inteligencia no solo te da autoridad, sino que además el Inteligente Esencial (como lo llamo) posee PODER. ¿Cómo hago para que la gente haga lo que yo quiera que haga, y que además lo haga feliz? Precisamente con este poder. El Inteligente Esencial posee un poder fundamental que mueve a otros desde la más sublime seducción, el respeto maravilloso, el cuidado constante y la conquista abundante, sin dejar de modelar sus conductas éticas como ejemplo de vida. El que ostenta este poder sabe pedir, sabe ser oferta, sabe escuchar con el alma, ama el silencio y tiene siempre una pregunta a flor de labios. El Inteligente Esencial logra que otros hagan lo que él quiere que hagan y, lo mejor, que lo hagan felices. Parafraseando a Jorge Bucay: “El poder no corrompe, las armas no matan, el pan no engorda. El que engorda soy yo si lo como, el que mata es el que empuña el arma y el corrupto ya es corrupto antes de tener poder”. Este poder no es malicioso, sino que por el contrario, te conecta a la gente, te permite elegir libremente aceptando la vida tal como llega, te hace estar varias veces más inteligente que los otros, te baja la ansiedad al suelo y empuja tu entusiasmo al cielo.
Reconoce las cosas que no puedes elegir: la madre que te dio la vida, el jefe que ya estaba cuando llegaste o llegó cuando ya estabas, que llueva o truene, que el semáforo cambie a rojo, que otros hagan lo que no te gusta, etc. Acepta estos hechos y elige tu ánimo para afrontarlos, para convivir con ellos, pues ahí estarán. Tú eliges si te molestarán de por vida o caminarás a través de ellos; no creas en el azar, ya que, como dice Pablo Neruda: “La suerte es el pretexto de los fracasados”.
Reconoce también tu ámbito de poder y confía en ampliarlo. Mueve a la gente, llévala siempre con ética y amor adonde quieras; lo harán felices si pones las normas del juego claras, si pides aceptación de las mismas (que digan sí), y si no olvidas ser tú el primero en cumplirlas (si también las has hecho válidas para ti). Consensúa si te parece, cumple tus promesas y pide siempre lo mismo. Alinea de acuerdo a tus propósitos a tu hijo, a tu mujer, a tu marido, a tu colaborador, a tu alumno, a tu paciente; si no lo haces, pueden alienarse, que no es lo mismo. De esta forma ganarás más y más espacio de influencia en tus elecciones, y preverás más fácilmente los resultados que deseas para tu vida. Si haces esto, utilizarás las tres inteligencias en porcentajes similares (33, 33 y 34%) y “saltarás” de una a otra con orgullo y satisfacción. Para mí, esta bella combinación es vivir de forma inteligente.
Quiero compartir contigo una columna que escribí en agosto del 2010 para un diario local orientado a las finanzas, pues refleja todo lo que ya hemos conversado:
¡¡Estamos bien en el refugio los 33!!
Homenaje de un uruguayo residente.
Hace justamente ciento ochenta y cinco años, 33 uruguayos desembarcaron en la Playa de la Agraciada para emprender desde allí una insurrección con el objetivo principal de recuperar la independencia de la Provincia Oriental (hoy llamada República Oriental del Uruguay). La expedición de solo 33 hombres resultó tan exitosa que fue denominada la Cruzada Libertadora y mantiene hasta hoy en su emblema patrio los colores rojo, azul y blanco, los mismos del símbolo chileno. Este mismo Chile querido, solidario, golpeado, atribulado por ese maldito terremoto del 27 de febrero de este año. Pero que hoy, orgulloso, henchido y enaltecido logró que todos (chilenos y extranjeros), lavemos la sangre de aquel remezón con lágrimas de amor y grandeza. Mi analogía con la historia no solo hace referencia a que eran (son) 33 valientes hombres, sino que ellos nos representan, nos unen y nos generan identidad. A diferencia de aquellos soldados de 1825 que obedecieron órdenes y a partir de allí fueron héroes, estos mineros dieron un ejemplo inmenso de inteligencia emocional, social, esencial para sobrevivir en la tórrida oscuridad. Conste que no escuché a ningún periodista, profesional minero o de la salud mencionarlo de esa forma. Así es, para proezas como estas, se requiere de poder, se requiere de mucho más que la inteligencia del coeficiente intelectual de los que muchos se vanaglorian o la experiencia que se consigue con los años que también ayuda pero que no es fundamental, o de las estadísticas y fórmulas matemáticas a las que tanta autoridad les damos y terminan muchas veces por condicionarnos: “tienes depresión”, “no vas a poder”, “no va a resultar”, “no sobrevivirán”. Sino que, desde mi punto de vista, se necesita de temple, desplante, mirada positiva, culta irreverencia, confianza en sí mismo y mucho coraje para poder elegir la vida que quieres vivir, todas habilidades que se desarrollan con el tiempo. Aquellos eran 33 orientales, estos son 33 chilenos, ambos grupos son símbolos de nobleza, ambos gozan de mi total admiración, ambos se revelaron a las lapidarias probabilidades, ambos prefirieron ser protagonistas que víctimas. Gracias señores, porque de vez en cuando, hay personas que se encargan de mostrarnos las bellas posibilidades que tenemos de vivir la vida.