–Tal como le digo: hay allí una cueva donde se reúnen los brujos más importantes de la isla. Poseen una asociación, una especie de logia. Eso dice la gente. Se les ve cruzar el cielo en noches oscuras, con un chaleco volador.
–Y usted, ¿los ha visto? –preguntó Horacio, interesado.
–¡Una vez vi volar a uno! –dijo el timonel, sonriendo.
–¡Lo que usted no ha visto, lo inventa! ¿verdad, marinero?
–¡Lo vi con mis propios ojos, capitán! Una vez, estando al atardecer en el cerro Huaihuén, allá en Ancud, una luz salió de unos árboles de la pampa y cruzó hacia los acantilados que dan al Morro. Parecía venir de la casa habitada por un hombre con fama de brujo. ¡Miren, en esos acantilados se ven las cuevas! Esos escondrijos están resguardados por el Imbunche, el portero de los brujos, un ser deforme, con la cara vuelta hacia atrás. Sus orejas, boca, nariz, brazos y dedos son torcidos. Camina a saltos en una sola pierna, porque la otra la tiene pegada a la nuca.
–¡Es usted un buen cuentero! –dijo riendo el capitán.
–Los brujos no sólo vuelan para ir de un lado a otro: también tienen un enorme y horrible caballo marino.
Cuando hacen un viaje a alguna isla, silban en dirección al mar, y de las aguas sale este animal, que puede llevar en su lomo hasta trece brujos.
–¿No lo habrán convencido para formar parte de la asociación de brujos y usted sea uno de ellos? –dijo Juan Guillermos.
Todos estallaron en carcajadas.
La Ancud dejó atrás el paso de Quicaví. Horacio y Bernardo Philippi se dedicaron a admirar la belleza de la costa y los bosques de alerces, coigües, arrayanes, mañíos y robles, que cubrían gran parte de la costa. En medio de ese paisaje natural aparecían iglesias de madera, cubiertas con tejuelas de alerce, de bellas líneas arquitectónicas, construidas durante el siglo XVIII. Adornaban la isla como pequeños faroles, y a su alrededor se levantaban humildes casas de tablas cubiertas con tejuelas y techos de paja.
Pronto pasaron frente a las islas Chauques, formadas por dieciséis cerros unidos por unos pasos de arena. Éstos, al subir la marea, los cubría totalmente el agua y convertía en islas.
Continuando la singladura15 hasta el amanecer, la Ancud bordeó entre la niebla la isla Linlin y, sin detenerse, mantuvo la ruta hacia el oeste, para fondear16 finalmente en Dalcahue, una pequeña caleta de pescadores.
–¡Marinero Cipriano Jara! –gritó Juan Guillermos.
–¡A sus órdenes, mi capitán! –exclamó el hombre.
–Baje usted a tierra con Valentín Vidal y su esposa, acompañados por el grumete Horacio Williams, a fin de traer abordo algunas verduras frescas.
–¡A su orden, mi capitán! –contestó prestamente Cipriano.
–¡Teniente González: aproveche la detención y organice a los hombres para cambiar algunos maderos de la chalupa y fabricar una vela redonda, bajo las instrucciones de nuestro carpintero Lorenzo Aros!
El rostro de Horacio se iluminó. Se le presentaba la oportunidad de enviar la misiva a su amada. Venancia Elgueta de Jara, mujer que había decidido acompañar a su esposo, el marinero Cipriano Jara Aros, soñaba con formar su nuevo hogar en las desconocidas tierras de la zona austral. Ellos, junto a Ignacia Leiva de Vidal y su esposo, el soldado artillero Valentín Vidal, serían los primeros colonos en Magallanes.
Tanto Venancia como Ignacia, naturales de Chiloé, se sentían felices de acompañar a sus esposos en esta peligrosa empresa, y de ser consideradas por el capitán como dos integrantes más de la tripulación.
Venancia era una mujer sencilla, de baja estatura, pelo negro y grueso. Su rostro, aparentemente duro por sus líneas angulosas, se suavizaba al hablar. Esto era su signo vital: hablar hasta dejar a los demás extenuados de escucharla. Ignacia, por el contrario, era delgada, tenía el pelo castaño y reía siempre, contagiando a los otros con su alegría.
La delegación bajó a tierra y se dispuso a cumplir lo encomendado por el capitán.
–Señora Venancia –la llamó con timidez Horacio–, quisiera enviar esta carta a Ancud. ¿Cómo lo puedo hacer?
–Déjeme ver –dijo la mujer y tomó rápidamente el sobre en sus manos, intentando leerlo con gran dificultad–. Señorita Florencia Bahamonde. ¿Quién es? –preguntó sorpresivamente la mujer.
Horacio, como si sus palabras fueran extraídas por un sacacorchos, respondió nerviosamente:
–Es… es… mi… mi… prometida.
–¡Qué lindo! –exclamó la mujer.
–Le ruego que no se lo comente a nadie –dijo Horacio, y agregó–: Pensé que como usted es de Dalcahue, tendría algún conocido que quizás viaje a Ancud y pueda llevarla…
–¡Por supuesto, capitancito Horacio! Déjela en mis manos no más, yo se la haré llegar sin falta. ¡Qué emoción! ¡A mí nunca me han escrito una carta de amor!
–Dio un suspiro y sonrió. En el corazón de Venancia Elgueta se había despertado una natural simpatía por el joven adolescente de rostro fino, cabello negro, cuerpo delgado y espíritu impetuoso.
Detrás de esta primera comitiva bajaron también Bernardo Philippi y el capitán Juan Williams o Juan Guillermos, como a él le gustaba llamarse, por sentirse profundamente arraigado a esta tierra, y ya acostumbrado a firmar de este modo las cartas y documentos oficiales de su trabajo.
–¡Mire, capitán, aquella iglesia! Debe de ser muy antigua.
–Esa fue construida alrededor de 1750 y su portal tiene nueve arcos y tres naves interiores. Es toda de madera, hasta sus santos –explicó Juan Guillermos a Bernardo Philippi.
Alrededor de las cuatro de la tarde ambos grupos regresaron a la goleta. Horacio y las mujeres, con sus maridos, llegaron cargados de provisiones frescas, contentos del afecto demostrado por los vecinos de Dalcahue. Pronto subió el capitán con el naturalista prusiano, quienes habían tenido una extensa conversación caminando por la orilla del surgidero.
Esa noche cenaron frejoles, charqui y grandes porciones de ensalada. Horacio, después de la cena, en la cámara de oficiales, convertida también en camarote, se dispuso a escribir a la luz de un débil farol alimentado con aceite de toninas.
Dalcahue, a 25 días de mayo de 1843.
Mi recordada Florencia:
La carta anterior ya emprendió viaje y en dos o tres días estará entre sus manos tan adoradas por mí. ¡Gracias a Dios la esposa del marinero Cipriano Jara aceptó ayudarme y enviarla con unos parientes!
Es bello tener día y noche su imagen en mi mente. El cielo ya está oscuro y cubierto de miles de lucecitas, las mismas que usted ve desde Ancud. Florencia, no mire usted al fondo de la bahía; no, mi dulzura, la goleta está al sur de Ancud, a espaldas suyas. Dése vuelta y envíe sus pensamientos hacia allá; exactamente ahora estoy debajo de la Cruz del Sur.
Buenas noches, Florencia, mi intensa luz.
Su Horacio
A la mañana siguiente, los marineros de la Ancud levaron anclas. El viento soplaba suavemente las velas, haciéndola avanzar hacia el sureste. A poco navegar se detuvo. El mar estaba calmo y en el cielo había ausencia total de viento: ni la más leve brisa. Una quietud inmensa, de “calma chicha”, como dijo Juan Guillermos. El capitán se dirigió entonces al piloto 2°, diciéndole:
–Don Jorge Mabon, dé las instrucciones para remolcar a la goleta, y que seis hombres se turnen en los remos.
Así, con lentitud y silencio impresionante, la Ancud navegó varias horas remolcada por una chalupa. En la cubierta, Horacio observaba asombrado el horizonte, hasta que una voz lo sacó de su contemplación.
–Sólo una vez he visto aguas tan tranquilas –dijo Bernardo Philippi–. Así, igual de quietas, semejaban un espejo gigante, confundiendo el cielo y la superficie de las aguas.
–¿Dónde ocurrió eso, don Bernardo? –interrogó el joven.
Philippi era de contextura delgada y frágil, frente amplia, escaso cabello y un largo bigote. Sus ojos y el rostro, parecían a veces nerviosos e inquietos a causa de esa intensa necesidad de ir registrándolo todo. No obstante, había otros momentos en los cuales se mostraba reconcentrado en sí mismo, como si estuviera ido. De pronto despertaba y se convertía en un impetuoso e intranquilo hombre con alma de niño.
–Antes de iniciar el presente viaje –continuó Philippi–, al otro lado del canal de Chacao y saliendo de Melipulli al norte, descubrí un lago maravilloso, que durante siglos había permanecido oculto a los ojos de los hombres. Era el Llanquihue, cuyo nombre, de origen mapuche, con razón significa “Lago o lugar escondido”. Cuando miré sus aguas a los pies de un imponente volcán, por primera vez en la vida mi alma se llenó de una paz indescriptible. Es posible que en la ribera de ese lago a futuro puedan nacer pueblos y ciudades. Los campos son buenos para el cultivo y el lugar, ideal para vivir placenteramente. Si pudiera elegir donde establecerme después de mis viajes, sería a orillas de ese lago, cuyas aguas me recuerdan este instante.
Los ojos de Horacio se habían encendido ante la sinceridad y la pasión que se reflejaba en las palabras de aquel hombre, al que admiraba en silencio. Algo había tocado el alma del muchacho en ese momento.
La Ancud continuó navegando a remolque, hasta avistar otro caserío costero: Curaco de Vélez, al sureste de la isla Quinchao. Cerca de las seis de la tarde, en el poniente sólo quedaba un débil y amplio estallido de luz rosado, violeta y amarillento, que poco a poco fue cubierto por la oscuridad. Horacio bajó a la cámara de oficiales y se escurrió a su rincón, tomó la pluma y comenzó a escribir.
Curaco de Vélez, a 26 días de mayo de 1843.
Mi amada Florencia:
¿Habrá recibido usted mi carta? Le escribo la presente desde la Ancud anclada en Curaco de Vélez, mientras el resto de la tripulación se entretiene jugando a las cartas y conversando después de una abundante cena de pescado frito y papas cocidas. Le haré una proposición: cuando vuelva de este viaje, la llevaré a conocer un lago maravilloso, sobre el cual me habló don Bernardo.
Es el Lago Llanquihue o Quetrupe Pata, como lo llaman en Chiloé. Atravesando el canal de Chacao hay que llegar al astillero de Melipulli, y de ahí atravesar una selva de aproximadamente 20 kilómetros de extensión, con milenarios bosques de alerces. ¿Se atreverá?
En este punto estaba Horacio cuando apareció el capitán Juan Guillermos en la entrada de la cámara. Al descubrir lo que hacía su hijo, le preguntó:
–¿Qué escribe, grumete?
Hubo un largo silencio, hasta que Horacio habló.
–Es… una misiva –dijo con timidez el muchacho.
–¿Y no debería estar haciendo su guardia? –preguntó, severo, el capitán.
–Ya la he terminado, señor.
Juan Guillermos iba a responder, pero prefirió callar. Dio media vuelta y comenzó a caminar alrededor del estrecho recinto, mientras iba desapareciendo la tensa expresión de su rostro, y poder, con menor esfuerzo, hablar en tono afectuoso.
–Esa misiva, si se puede saber, ¿a quién va dirigida?
–Es… es… para, como decirle… para mi prometida…
–¿Y quién es ella…? –inquirió el capitán, aparentando no darle mucha importancia al tema.
–Es Florencia Bahamonde.
–¿La hija de don Carlos? –preguntó, sorprendido, Juan Guillermos.
–Sí –respondió el muchacho.
–Don Carlos es un buen hombre, dedicado al servicio de la comunidad, siempre preocupado del prójimo. Un hombre íntegro, trabajador e idealista. Sin ir más lejos, gran parte de la madera de la Ancud proviene de sus campos, donada por él para su construcción.
–Estaba enterado de eso, señor.
–Me alegro haberlo escuchado, grumete.
–Muchas veces he deseado hablarle de mí –dijo Horacio–, de lo que pienso y siento, pero usted está siempre demasiado ocupado con sus viajes, y las pocas veces que hemos tenido la oportunidad de comunicarnos, sólo hablamos de los mismos temas. Únicamente parecen importarle sus barcos y las grandes responsabilidades con el gobierno y el país.
Juan Guillermos lo escuchó con atención. Parecía ir mordiendo cada palabra de su hijo. No respondió nada; la emoción lo invadía y, al volverse hacia la puerta de la cámara, el viento helado secó sus lágrimas. Después de unos segundos, habló casi en un tono de voz inaudible:
–Tiene razón, hijo. Todos estos años he estado demasiado ocupado con mis asuntos. Pareciera que el mar le sorbe a uno los sesos.
El imponente capitán de todos los mares, vencedor de tormentas y piratas, dirigió una mirada de honda comprensión a su hijo y, levantando un brazo, pasó la mano por el cabello del muchacho, en un simple gesto de cariño. Luego, enfrentando la puerta, pareció recuperar su porte y con resolución salió a cubierta.
Horacio tomó la pluma y continuó la carta:
Mi chiquita adorada: acabo de atreverme a hablar con mi padre. Creo que nunca lo había hecho de hombre a hombre, y le conté de lo nuestro. Me siento más aliviado: así podré hablar libremente de usted en su presencia. Mi padre es un gran hombre y muchas veces, sin decir palabra, me comunica sus ideas y sentimientos; sin embargo, por sus largos viajes y ausencias de casa, se había creado un abismo entre nosotros. Cuando se comenzó a construir la Ancud, no imaginé que él pensaba invitarme a acompañarlo. Ahora me doy cuenta de que desde el principio tuvo esa idea.
A propósito, pasando a otra cosa, ¿recuerda, mi Florencia, lo bella que se veía la Ancud cuando la botaron al agua? Usted me preguntó: “¿En ese barquito de juguete va a viajar hasta los confines de la tierra?”. Y se rió tanto, que le ahogué la risa con un beso. ¿Lo recuerda?
Disculpe, mi vida, si la he aburrido contándole tantas cosas en esta misiva, pero dejé ir mis recuerdos y, como no he podido conciliar el sueño, le escribo; así usted estará enterada de todo. Esta será la última noche cerca de Chiloé. Mañana zarparemos en dirección al golfo de Corcovado.
¿Qué hará mi dulzura a estas horas? ¿Estará quizás durmiendo, o tal vez dirigiendo un pensamiento a las alturas, para que pueda yo esta noche descifrarlo en el titilar de las estrellas? La veo apoyada en el vidrio de la ventana de su casa, mirando el reflejo de la luna en el mar, como si fuera un sendero por el cual soñara caminar.
Así me duermo, con la imagen de su rostro en mi alma.
Siempre suyo.
Horacio.
Post Data: Mañana intentaré enviar la presente desde Curaco de Vélez. ¿Podrá volar rápido hasta sus manos esta mariposita blanca?
A primera hora de la mañana, un bote se acercó a la Ancud y su único pasajero solicitó permiso para subir a bordo. Lo recibió el capitán Juan Guillermos, quien, al reconocerlo, le dio la bienvenida con un saludo marinero, seguido de un efusivo apretón de manos y un abrazo. Era Carlos Miller, un viejo cazador de lobos en las islas Guaitecas, en el archipiélago de los Chonos y en los canales magallánicos. Hombre de 50 años, macizo, gordo, de estatura mediana, tez blanca y pecosa, gustaba de narrar con alegría y optimismo cientos de historias aprendidas en sus diversas navegaciones.
–¡Capitán Juan Guillermos, qué alegría! –dijo el hombre de origen inglés.
–¡Don Carlos Miller! ¿Qué hace por estos lares, hombre? –exclamó con entusiasmo el capitán.
–Usted sabe, Juan Guillermos, que anduve navegando por los siete mares en miles de aventuras y expediciones, pero, que cansado de tanta locura, me atrajo esta islita y me dije a mí mismo: “He sido un pájaro toda la vida y ahora es tiempo de ser árbol y echar raíces”. Así lo he cumplido hasta ahora. Cuando tuve noticias de la empresa que usted y su gente realizarían, comencé a sentir una picazón en las palmas de las manos y despertó otra vez en mí el bichito de la aventura. Por eso, vengo a ofrecerle mis servicios.
Juan Guillermos no vaciló un instante y sonriendo le dijo:
–¡Aquí, mientras yo sea el capitán, siempre habrá lugar para un hombre valiente como usted, con muchos inviernos y veranos en los estrechos y canales australes! Lo nombro marinero, en la categoría de práctico, con un sueldo de diez pesos mensuales.
–Se lo agradezco, capitán, y quedo bajo sus órdenes.