Introducción

Decía Vicente Huidobro que los premios literarios eran galardones dados por unos señores muertos a otros medio muertos para terminar de matarlos. No fue el caso del Premio nacional otorgado a Nicanor Parra en 1969. Integraban el Jurado, entre otros, José Miguel Ibáñez, Jorge Millas y Ernesto Livacic. Nada de medio muerto era el agraciado y las consecuencias parecen hasta ahora ser más vitalizadoras que mortales. ¿Y qué decir de tantos premios posteriores, como el Juan Rulfo, el Reina Sofía y el Cervantes? Estas y otras distinciones llevaron a la cima todo un proceso de afianzamiento de la fama de Nicanor Parra, fácilmente perceptible en las ediciones y reediciones de sus libros, en las traducciones, en la crítica y en la inclusión de sus poemas en múltiples antologías, y en la inclusión de su obra en los Programas de estudio para la enseñanza media.

Es un hecho que el autor llegó a una cumbre. El nombre de Parra es asociado al de los grandes de la poesía nacional: Huidobro, la Mistral y Neruda. En España, Hispanoamérica, Estados Unidos, en todas partes, se le cita, se le compara, se le menciona como una esperanza y como una realidad.

A primera vista parece que sus poemas surgen sin esfuerzo, como de paso. El autor se pone, podría pensarse, a la vera del camino o en la esquina más concurrida y escucha a los que pasan, hombres, mujeres y niños; apunta lo característico del decir en su memoria y con ligeros toques, casi siempre irónicos, lo pone en verso. Su poesía nacería, más que otra, de la audición de lo que todos dicen. No tiene el poeta oído para el discurso académico ni ojos para la lectura del clásico ni de nadie. Poesía, así, al parecer, de la vida trivial, poesía de lo cotidiano. El autor emplea las frases hechas, las muletillas, los tópicos, el convencionalismo del decir. Bordea el arte “pop” de títulos de diarios, de eslóganes repetidos hasta el infinito. “Para empezar… ciertamente… vamos por parte” no son expresiones de excepción en su obra.

Lo que se oye, claro está, es antes que nada el lenguaje empleado por el chileno. De ahí que los términos regionales abunden. Dentro de una temática variada y universal que va desde el amor hasta la muerte, desde los adioses hasta el vino, sorprende el sentir chileno y la locución nacional. Basta una cita: “Yo soy así, soy chileno, / me gusta pelar el ajo, / soy barretero en el norte, / en el sur me llaman huaso...”

Pero, ¿es efectivamente fácil todo eso? ¿Cuesta menos que el soneto azul, que la octava ampulosa, que la oda de ímpetu grandioso o que el romance sabiamente sencillo?

Dos consideraciones pueden orientar la respuesta. Desde luego, la poesía de Nicanor Parra linda a veces con el mal gusto. En la línea siguiente acecha la caída deplorable, cursi y ramplona. Un punto más y todo sería color de enagua, olor a colonia de baratillo. Sin embargo, no se cae, el poema sale airoso y deja en el lector extrañado una sensación de peligro superado que agrada y hace sonreír ligeramente. En esta sensación, lector y autor se unen. Ambos han pasado apuros, pero ambos triunfaron; juntos en la tentación, el peligro y la victoria. ¡Identificación clave y distinta de la poesía tradicional! De tanto tocar lo manido y lo intrascendente, el autor puso junto a sí a quien lo lee con todo su bagaje de hombre común.

Y linda también Nicanor Parra con la superficialidad. Es como si lo que dice no valiera la pena decirlo. O mejor: como algo que todos pueden decir de día y de noche, en el corrillo y en la oficina, muy lejos del micrófono, del púlpito, de la cátedra, de la figura literaria. Pero… esto lo dice sólo Nicanor Parra. Es que en su palabra diaria va envuelta una trascendencia de vida y muerte que eleva el hecho singular y trivial a categoría necesaria y universal.

En la casi anécdota, en la descripción banal, en el encuentro insignificante suele ocurrir un asomo de abismo que no tiene por qué darse en la calle o la oficina. Las Canciones rusas, por ejemplo, andan muy cerca de las grandes y definitivas cuestiones humanas: el tiempo, el después del tiempo, el amor que parecía olvidado y que regresa cada vez que florecen los aromos. En medio de la banalidad, la trascendencia; en medio de la seguridad, el abismo. Igual que antes en medio del decir común, la palabra no caída ni marchita.

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Hugo Montes y Nicanor Parra en la casa de este último en Las Cruces, Región de Valparaíso (1998).

Y otro cuasi engaño: detrás del humor, un dejo de nostalgia, de preocupaciones, de tristeza.

Bien se comprenderá que el poema resuelto en medio de tan duros peligros es tarea harto difícil. Su autor sortea los escollos, no los suprime. Nicanor Parra hizo de la poesía un arte peligroso. Parodiando negativamente a San Pablo, parece escribir: “El que ama el peligro salvará su poema”.

¿Poesía? ¿Antipoesía? Es cosa sin importancia. En alguna forma, todo recodo en la historia de la literatura es antiliterario. Por lo menos, es reacción contra una literatura que se imponía, que triunfaba y estaba de moda. Es lo que puede pasar, desde luego, a esta antipoesía. Llegará quizás un momento en que limar un poema celeste y hasta amanerado será tremenda revolución. No se volverá a lo hecho, por cierto; pero se estará reaccionando contra una situación que en un instante se realizó del todo: fue inaugurada, establecida y periclitó. Será la poesía anti antipoética, como la actual antipoesía lo es: poesía de otro modo, inesperada y sorprendente. Pero poesía siempre.