Once meses más tarde, cuando la primavera ya entibiaba la noche, unos golpes apremiantes en la puerta despertaron a Manuel. Reconoció la voz de Evaristo, que explicaba rápidamente al veterinario algo referente a Plata Fina. Manuel comprendió de inmediato que se trataba del acontecimiento que todos esperaban y decidió ser testigo de él. Se vistió rápidamente para unirse a Evaristo.
–Váyase a dormir, Manuelito. Son recién las tres de la mañana –le dijo reprobador el mozo, quien no veía con buenos ojos la presencia del niño en semejante trance; pero Manuel confiaba en que su padre no pondría objeción alguna.
No tardó en reunírseles Jorge, maletín en mano, con todos los implementos necesarios, que incluían bisturí y anestesia para una eventual cesárea.
–Y usté, don Jorge... ¿Autoriza al niño para ir con nosotros? –preguntó Evaristo con tono reprobador.
–¡Desde luego, hombre! Es mi ayudante y así aprende las cosas de la vida –respondió el veterinario pasándole a su hijo el maletín.
Una vez acomodados los tres en la amplia cabina, la camioneta tomó el camino del fundo Aguas Claras, con Evaristo al volante.
En la caballeriza, don Erasmo, avisado a tiempo según sus instrucciones, velaba junto a Plata Fina. Hablándole suavemente para tranquilizarla, soñaba con el hermoso potrillo que nacería esa madrugada. Además de hacerle ganar fortunas en carreras internacionales, sería un espléndido padrillo. Recibió alborozado al veterinario.
–¡Veo que viene con ayudante! Eso está bien, m’hijo, que acompañes a tu padre. Así aprendes el oficio desde chiquitito. Evaristo, anda a preparar café y trae una botella de champaña para celebrar cuando nazca el Glorioso. Ya le tengo hasta el nombre escogido. Y la máquina fotográfica lista para seguirle la historia desde su nacimiento.
No fue tarea fácil examinar a la potranca y determinar que el parto se presentaba normal. Don Erasmo se paseaba nervioso preguntando esto y lo otro al veterinario que, con su calma pachorra, le insuflaba confianza. Todo estaba bien. El potrillo le había succionado un dedo al palparle la cabeza, señal de que venía contento y con apetito. Lo más importante era tranquilizar a la potranca, para lo cual le inyectó media dosis de un calmante que Manuel preparó en la jeringa. Dos horas después nacía el potrillo. Don Erasmo creyó sufrir un síncope.
–Pero... pero... ¡¿Qué es ésto?! –rugió.
–Je, más bien habría que bautizarlo Gloriao que Glorioso –comentó socarrón Evaristo ante aquella ridiculez que apenas se mantenía sobre sus cuatro patas. Tuvo los reflejos suficientes para evitar el botellazo con el que don Erasmo descargó su iracundia.
–¡Largo de aquí, audaz! ¡¿Te parece divertido?! ¡Cincuenta millones me costó el padrillo inglés! ¡Inscrito, con pedigree! ¡Y usted, usted, que no fue capaz de prever esta... esta anomalía! –farfulló atragantado por la cólera, descargada ahora contra el veterinario.
–Es la primera vez que veo un fenómeno así –repuso éste calmadamente, sacándose los guantes de goma.
–¡Que desaparezca de mi vista! ¡Elimínelo! ¡No! ¡Primero tengo que fotografiarlo como prueba para iniciar una demanda por estafa! Cincuenta millones... es plata en cualquier parte del mundo. No voy a dejarme estafar así como así por unos... por unos audaces. Muy lores serán, pero tendrán que responder por esta... ¡Por esta audacia!
Por respeto a sí mismo y a los demás, don Erasmo, pese a su furia, sustituía otros epítetos más fuertes por los de audaz.
El flash alumbró por ambos costados al potrillo. Éste, sostenido por Evaristo, trataba en vano de acercarse a su madre para amamantarse; pero la yegua lo rechazaba. La única mirada amorosa que envolvió a aquel cuerpo enano, cabezón y panzón, equilibrado sobre cuatro hilachas, fue la de Manuel.
Luego de tomar las fotografías, don Erasmo salió de la caballeriza sin siquiera despedirse, seguido por Evaristo.
El veterinario preparaba la inyección que pondría fin a la efímera existencia del recién nacido.
–Papito... ¿vas a matarlo?
–Sí, hijo. Es anormal y no creo que dure vivo más de tres o cuatro días. Ya ves que hasta su madre lo rechaza. Esto le evitará sufrimientos innecesarios.
–Papá... ¿y si lo llevo conmigo a la casa?
El veterinario miró compadecido a su hijo.
–Más pena te dará cuando se muera porque le habrás tomado cariño y, lo que es peor, él se habrá encariñado contigo. Eso es muy triste, hijo.
–Papá... ¿y si no se muere? A lo mejor es un caballito enano, como los que vimos en el circo el año pasado.
–Esos caballitos enanos son de una raza producto del cruce entre los poney de las islas Shetlands. En Argentina han obtenido los ejemplares más pequeños, que se llaman Falabella. Éste, en cambio, dados los antecedentes genéticos de los padres, caballos de carrera pura sangre, viene fallado.
–Papá, por favor... Déjame llevarlo...
Jorge no pudo resistir la mirada implorante de su hijo. Total, si se trataba de hacer desaparecer el pequeño engendro por orden del mismo don Erasmo, ¿qué más daba hacerlo morir en ese momento o que muriera poco después?
–Está bien, Manuel; pero debo avisarle primero a don Erasmo que nosotros nos lo llevamos. Mal que mal, el potrillo es suyo.
Evaristo regresaba ya para pagar los servicios del veterinario y llevarlos de vuelta a su casa. Jorge no aceptó el cheque, dándose por pagado con el potrillo.
Evaristo se rascó la cabeza. ¿Cómo decírselo al patrón, que no quería que se supiera la desgracia?
–Dígale que me lo llevo para estudiarlo y que no lo comentaré con nadie. O si prefiere, voy yo mismo a conversar con él –propuso Jorge.
–Déjelo por mi cuenta nomás, don Jorgito. Ya le hablaré cuando se le pase la inquina. Yo lo conozco al patrón. Fijo que se arrepiente después del ataque de rabia.
El trayecto de regreso Manuel lo hizo en la parte trasera de la camioneta, llevando entre los brazos el tembloroso bultito de apenas treinta y siete centímetros de alto.