2
Las lagunas en la memoria pueden ser beneficiosas. No recuerdo haber llegado al campamento, pero cuando horas más tarde salí de las brumas de fatiga y dolor, estaba puertas adentro y en la cama.
Me desperté en la oscuridad; sólo vislumbraba una débil y vacilante luz que sería de una antorcha o una vela; era una luz nebulosa, con colores y sombras, mezclada con el olor a humo de leña y, en la distancia, con el gorgoteo del agua. Pero incluso aquella cálida y amable conciencia fue demasiado para mis esforzados sentidos. Pronto cerré los ojos y me sumergí de nuevo en la oscuridad. Creo que por unos momentos pensé que estaba otra vez al borde del otro mundo, donde la visión se agita y las voces hablan desde las sombras, donde la verdad viene con la luz y con el fuego. Pero el dolor de mis ardientes músculos y el fiero mordisco de mi mano me convencieron de que todavía me hallaba en el mundo de la luz y que las voces que murmuraban cerca de mí en la oscuridad eran tan humanas como la mía.
—Bueno, eso es todo por el momento. Las costillas son lo que está peor, aparte de la mano, y se curarán pronto. Sólo están resentidas.
Experimenté la vaga sensación de que aquella voz me era conocida. En cualquier caso, sabía de quién se trataba; el fresco vendaje era diestro y firme, hecho por un maestro. Intenté de nuevo abrir los ojos, pero tenía los párpados fuertemente pegados con sudor y sangre seca. El calor me envolvió en oleadas soñolientas y dio peso a mis músculos. Había un olor dulce y denso. «Deben de haberme dado adormidera —pensé—, o me han aturdido con humo antes de curarme la mano.» Me dejé llevar de nuevo hacia la orilla del sueño. A través de la oscuridad, las voces se oían suavemente.
—Deja de mirarlo y acércame el cuenco. En este estado está a salvo, no temas. —Era el doctor quien hablaba.
—Bueno, bueno, pero es que uno oye contar tantas cosas...
Hablaban en latín, pero los acentos eran diferentes. La segunda voz era extranjera; no era germana, ni tampoco de ninguna parte del mar Medio. Siempre había sido muy apto para las lenguas y ya desde niño hablaba varios dialectos célticos, además del sajón, y también sabía griego. Pero no podía situar aquel acento. ¿Asia Menor, quizá? ¿Arabia?
Unos hábiles dedos movieron mi cabeza sobre la almohada. Luego me retiraron el cabello para limpiar los rasguños.
—¿No lo habías visto nunca?
—No. No lo imaginaba tan joven.
—No es tan joven. Debe de tener unos veintidós años.
—Pero ha hecho tantas cosas. Dicen que su padre, el Gran Rey Ambrosio, en los últimos tiempos nunca daba un paso sin consultárselo. Dicen que ve el futuro en la llama de una vela y que puede ganar una batalla desde la cima de una colina, a una milla de distancia.
—De él se diría cualquier cosa. —La voz del doctor era prosaica y tranquila. «En la Pequeña Bretaña —pensé—, debo de haberlo conocido en la Pequeña Bretaña.» Su suave latín tenía una especie de deje que yo recordaba, sin saber exactamente de qué—. Pero la verdad es que Ambrosio valoraba sus consejos.
—¿Es cierto que reconstruyó la Danza de los Gigantes, que ahora llaman las Piedras Colgantes, cerca de Amesbury?
—Completamente cierto. Cuando era niño y vivía en la Pequeña Bretaña con su padre y su ejército estudió ingeniería. Lo recuerdo hablando con Tremorino, que era el jefe de ingenieros del ejército, sobre el proyecto de levantar las Piedras Colgantes. Pero no sólo aprendió ingeniería. Aun siendo tan joven, sabía más de medicina que muchos hombres que he conocido y que la practican como medio de vida. Era la última persona que esperaba encontrar en un hospital de campaña. Quién sabe por qué ha decidido venir a este rincón de Gales olvidado de Dios... Por lo menos yo no sé qué pensar. Él y el rey Úter nunca se llevaron bien. Dicen que Úter estaba celoso de la atención que su hermano, el rey, prestaba a Merlín. En cualquier caso, después de la muerte de Ambrosio, Merlín se retiró no se sabe a dónde y nadie lo volvió a ver hasta ese asunto de Úter y la duquesa de Gorlois. Y al parecer eso no le ha traído más que problemas... Trae el cuenco aquí, más cerca, mientras le lavo la cara. No, aquí. Está bien.
—Por lo que parece, es una herida de espada, ¿no?
—Un profundo rasguño con la punta, diría yo. Parece más grave de lo que es, con toda esa sangre. Ha tenido suerte, un par de dedos más y le habría alcanzado el ojo. Bien, ya está limpio. No dejará cicatriz.
—Parece muerto, Gandar. ¿Se recobrará?
—Naturalmente. ¿Por qué no? —Incluso a través de la calma producida por el nepente reconocí aquella seguridad profesional—. Excepto las costillas y la mano, sólo tiene cortes y rasguños. Me atrevería a esperar una fuerte reacción por parte de lo que le ha impulsado estos últimos días. Sólo necesita dormir. Acércame un bálsamo, por favor. Está en el jarro verde.
El ungüento se sentía frío sobre mi mejilla magullada. Olía a valeriana; a nardo, en el jarro verde... Yo lo preparaba en casa. Valeriana, melisa, aceite de nardo... Aquel aroma me transportó a los musgos de la orilla del río donde el agua corre cantarina, donde yo recogía los fríos berros, el bálsamo y el dorado musgo...
No, lo que oía era el agua que vertían al otro extremo de la estancia. Él había terminado y se había ido a lavar las manos. Las voces me llegaban desde más lejos.
—El hijo bastardo de Ambrosio, ¿eh? —El extranjero era curioso—. ¿Quién fue su madre, entonces?
—Era la hija de un rey de Gales del Sur, de Maridunum, en Dyfed. Dicen que heredó de ella la Visión. Pero no el aspecto exterior: es el espejo del último rey, mucho más de lo que se le parecía Úter. El mismo color de la tez, los ojos negros y el cabello también negro. Recuerdo la primera vez que lo vi en la Pequeña Bretaña, cuando era niño; parecía salido de las colinas huecas. Y a veces hablaba como si viniera de aquellas profundidades; es decir, siempre que hablaba lo parecía. No dejes que sus maneras tranquilas te engañen; en él hay algo más que erudición, suerte y astucia: hay poder, un poder real.
—Entonces, ¿las historias que se cuentan sobre él son ciertas?
—Son ciertas —dijo Gandar llanamente—. Vamos, ahora se las puede arreglar solo. No es necesario que estemos a su lado. Puedes dormir un poco, yo haré las rondas y vendré a echar un vistazo antes de ir a dormir. Buenas noches.
Las voces se desvanecieron. Vinieron otras que también se apagaron en la oscuridad, pero eran voces sin sangre, pertenecientes al aire. Quizá debería haber esperado, tenía que haberme mantenido despierto para escuchar, pero me faltó valor.
Me sumergí en el sueño, que me envolvió como una sábana, adormeciendo el dolor y sumergiéndome en una benigna oscuridad.
Cuando abrí los ojos de nuevo lo hice en la penumbra iluminada sólo por una quieta luz de vela. Me hallaba en una pequeña habitación de techo de piedra abovedado y paredes burdas en donde las pinturas, en otro tiempo brillantes, se habían oscurecido y difuminado con la oscuridad y el descuido. Pero la estancia era limpia. El suelo de pizarra estaba bien barrido y las mantas que me cubrían olían a limpio, eran gruesas y estaban ricamente trabajadas con dibujos brillantes.
La puerta se abrió suavemente y entró un hombre. Al principio, a causa del fuerte contraluz sólo pude distinguir que se trataba de alguien de mediana estatura, anchos hombros y complexión maciza. Vestía una túnica larga y sencilla e iba tocado con un gorro. Cuando se acercó a la luz de la vela descubrí que era Gandar, el jefe de los médicos que trabajaban en el ejército del rey. Se quedó de pie a mi lado, sonriendo.
—Ya nos volvemos a encontrar.
—¡Gandar! Qué alegría verte. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—Desde ayer al anochecer y es pasada ya la medianoche. Era lo que necesitabas. Cuando te trajeron aquí parecías muerto, pero hay que decir que al estar desmayado me facilitaste el trabajo.
Eché una ojeada a la mano que descansaba, vendada con pulcritud, sobre el cobertor. Sentía el cuerpo envarado y dolorido debajo de las mantas, pero el fiero dolor se había convertido en una soportable molestia. Tenía la boca hinchada, todavía con gusto a sangre mezclado con el sabor dulzón de las drogas medicinales, pero el dolor de cabeza había desaparecido y la herida de la cara ya no me dolía.
—Me alegra que estuvieras aquí para curarme —dije; intenté mover la mano pero no pude—. ¿Se curará?
—Con la ayuda de la juventud y de la carne sana, sí. Había tres huesos rotos, pero creo que ahora ya está arreglado. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo fue? Parecía como si un caballo te hubiera pateado hasta hundirte las costillas, pero el corte de la cara era una herida de espada, ¿verdad?
—Sí, fue en una pelea.
Levantó las cejas con incredulidad.
—Si se trató de una pelea, debió de llevarse a cabo según unas reglas de las que nunca he oído hablar. Cuéntame... No, espera, todavía no. Estoy sobre ascuas, todos lo estamos, por saber qué ocurrió, pero antes debes comer.
Fue hacia la puerta y llamó. De inmediato acudió un criado con un cazo de caldo y un trozo de pan. Al principio no podía masticar el pan, pero lo mojé en el caldo y pude comérmelo. Gandar acercó un taburete junto a la cama y esperó en silencio hasta que hube terminado. Finalmente, dejé el cazo a un lado. Él lo cogió y lo depositó en el suelo.
—¿Te sientes con fuerzas para hablar, ahora? Los rumores vuelan como mosquitos. ¿Sabías que Gorlois ha muerto?
—Sí. —Miré a mi alrededor—. Estamos en Dimilioc, ¿verdad? ¿Se rindió la fortaleza cuando el duque murió?
—Abrieron las puertas tan pronto como el rey regresó de Tintagel. Úter ya conocía la noticia de la refriega y de la muerte del duque. Al parecer, los hombres del duque, Bretel y Jordán, cabalgaron hasta Tintagel tan pronto como el duque cayó, para dar la noticia a la duquesa. Pero tú debes saberlo: estabas allí. —Se calló bruscamente al comprender las implicaciones—. ¡Eso es! ¿Bretel y Jordán os atacaron, a ti y a Úter?
—A Úter no. Ni siquiera lo vieron; todavía estaba con la duquesa. Yo estaba fuera con mi criado Cadal..., ¿te acuerdas de Cadal? Guardábamos las puertas. Cadal mató a Jordán y yo a Bretel. —Con mi boca entumecida esbocé la mueca de una sonrisa—. Sí, puedes mirarme. Era mucho más fuerte que yo, como puedes ver. ¿Te extraña que peleara sucio?
—¿Y Cadal?
—Muerto. ¿Crees, de lo contrario, que Bretel me hubiera atacado?
—Ya comprendo. —Contempló de nuevo brevemente la envergadura de mis heridas; cuando volvió a hablar su voz era seca—. Cuatro hombres. Contigo, cinco. Es de esperar que el rey se dé cuenta del alto precio pagado.
—Sí —contesté—. Y si no lo ha hecho, no tardará mucho.
—Oh, claro, todo el mundo lo sabe. Dale tiempo para explicar al mundo que él no tiene culpa alguna en la muerte de Gorlois, dale tiempo para cubrirse de honores, para que pueda casarse con la duquesa... ¿Sabes que volvió a Tintagel? Os debisteis cruzar en el camino.
—Sí —dije secamente—. Nos cruzamos a unos pasos de distancia.
—¿Y no te vio? O quizá... Pero de todas formas tenía que saber que estabas herido. —Entonces comprendió el tono de mi voz—. ¿Quieres decir que te vio y dejó que cabalgaras solo hasta aquí?
Vi perfectamente que estaba más horrorizado que sorprendido. Gandar y yo éramos viejos conocidos y no necesité decirle cómo eran mis relaciones con Úter, aun cuando Úter fuera el hermano de mi padre. Desde el principio Úter se había resentido por el amor que su hermano demostraba hacia su hijo bastardo, y medio temía, medio despreciaba, mis poderes de visión y profecía. Con todo, Gandar dijo calurosamente:
—Pero dado que lo habías hecho por él...
—Por él, no. Lo que he hecho ha sido cumplir una promesa que le hice a Ambrosio. Fue la confianza que dejó depositada en mí para el bien de su reino.
No dije nada más. No tenía sentido hablar con Gandar de dioses y visiones. Como Úter, sólo creía en las cosas de la carne.
—Dime —pregunté—. Esos rumores de los que has hablado, ¿qué dicen? ¿Qué cree el pueblo que sucedió en Tintagel?
Echó una mirada por encima de su hombro. La puerta estaba cerrada pero, no obstante, bajó la voz.
—Lo que cuentan es que Úter ya había estado en Tintagel con la duquesa Ygerne y que fuiste tú quien lo llevó allí y le mostró la manera de entrar. Dicen que, por arte de magia, diste al rey la apariencia del duque para que, de esta manera, pasara entre los guardias y entrara en el dormitorio de la duquesa. Y dicen más que eso: comentan que ella se lo llevó a la cama, la pobre dama, pensando que era su esposo, y que cuando Bretel y Jordán le trajeron la noticia de la muerte de Gorlois, tenía a «Gorlois» junto a ella, sano y salvo, tomando el desayuno. Por todos los diablos, Merlín, ¿de qué te ríes?
—Dos días y dos noches —dije—, y la leyenda ya ha tomado cuerpo sola. Bueno, supongo que eso es lo que los hombres creen y seguirán creyendo siempre. Y quizás es mejor eso que la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que no hubo magia alguna en la entrada a Tintagel; sólo disfraz y traición humana.
Entonces le conté los hechos exactamente como habían sucedido y tal como se los relaté al pastor de cabras.
—Ya ves, Gandar, yo mismo esparcí la semilla. Los nobles y los consejeros del rey tienen que saber la verdad, pero la gente del pueblo se encontrará con una historia de magia, y Dios sabe que una duquesa intachable es preferible, y es más fácil de creer que la verdad.
Gandar permaneció un rato en silencio.
—Así pues, la duquesa lo sabía —dijo finalmente.
—Sí, de lo contrario no habríamos podido entrar. No puede decir que se tratara de una violación, Gandar. No, la duquesa lo sabía.
De nuevo permaneció largo rato en silencio. Luego dijo sentenciosamente:
—«Traición» es una dura palabra.
—Es la palabra apropiada. El duque era amigo de mi padre y confiaba en mí. Nunca hubiera pensado que ayudaría a Úter en su contra. Sabía lo poco que me preocupaban los caprichos de Úter y nunca habría imaginado que los dioses querrían que yo lo ayudara a satisfacer éste precisamente. Incluso a pesar de que no le hubiera ayudado directamente seguiría siendo traición, y tendremos que sufrir por ello..., todos nosotros.
—No el rey —dijo enérgicamente Gandar—. Lo conozco y dudo que experimente siquiera un sentimiento de culpa pasajero. Tú eres el único que sufres por ello, Merlín, puesto que eres el único que llamas a las cosas por su nombre.
—Ante ti —dije—. Para los demás hombres debe seguir siendo una leyenda de magia, como los dragones que lucharon a mis órdenes en Dinas Emrys y como la Danza de los Gigantes que llegó a Amesbury flotando por el aire y el agua. Pero tú viste lo que hizo aquella noche Merlín, el mago del rey. —Hice una pausa, cambié la mano de posición, pero sacudí la cabeza al ver la pregunta que había en su rostro—. No, no, déjalo. Ya está mejor. Gandar, hay otra verdad que se debe saber sobre esta noche. Nacerá un niño. Tómalo como una esperanza o como una profecía, como quieras, pero por Navidad nacerá un niño. ¿Ha dicho Úter cuándo se casará con la duquesa?
—Tan pronto como lo permita la decencia. ¡Decencia! —repitió la palabra entre estremecimientos de risa; luego se aclaró la garganta—. El cuerpo del duque está aquí, pero dentro de un día o dos lo trasladarán a Tintagel para enterrarlo. Luego, después de los ocho días de luto, Úter se casará con la duquesa.
Reflexioné unos momentos.
—Gorlois tiene un hijo de su primera esposa. Se llama Cador y ahora debe de tener unos quince años. ¿Has oído decir qué ha sido de él?
—Está aquí. Estuvo en la batalla, al lado de su padre. Nadie sabe qué ocurrió entre él y el rey, pero el rey ha concedido la libertad a todas las tropas que lucharon contra él en la acción de Dimilioc y, además, ha dicho que Cador será confirmado como duque de Cornualles.
—Sí —dije—. Y el hijo de Ygerne y Úter será rey.
—¿Con Cornualles como enemigo?
—Si lo es —dije con fatiga—, ¿quién puede reprochárselo? El pago puede ser demasiado largo y demasiado duro, incluso el de una traición.
—Bien —dijo Gandar súbitamente animado y recogiendo su túnica—, tiempo al tiempo. Y ahora, joven, será mejor que descanses un poco. ¿Quieres beber algo para dormir?
—No, gracias.
—¿Cómo está la mano?
—Mejor. No es nada grave, lo noto con claridad. No te daré más trabajo, Gandar, así que deja de tratarme como a un enfermo. Me siento bien ahora que he dormido. Vete a la cama. Buenas noches.
Cuando salió, permanecí tendido escuchando el sonido del mar e intentando reunir en la oscuridad el valor que necesitaba para visitar al difunto.
Con valor o sin él, pasó otro día antes de encontrarme con fuerzas suficientes para salir de la habitación. Luego, a oscuras, me encaminé al salón en donde habían colocado el cadáver del viejo duque. Al día siguiente se lo llevarían a Tintagel para enterrarlo junto a sus antepasados. Ahora yacía solo, rodeado por los guardias, en la gran sala llena de ecos en donde había celebrado banquetes con sus pares, en donde había dada las órdenes para su última batalla.
La estancia era fría y silenciosa. Sólo se oía el rumor del viento y del mar. La dirección del viento había cambiado y ahora soplaba desde el noroeste, trayendo consigo el frío y una promesa de lluvia; en las ventanas no había cristales ni cortinas y la brisa hacía vacilar las llamas de las antorchas colocadas en sus argollas de hierro, las inclinaba, las oscurecía y echaba humo que ennegrecía las paredes. Era un lugar inhóspito, desnudo de pintura, de muebles y de madera tallada; te recordaba que Dimilioc era simplemente una fortaleza para soldados en guerra y era dudoso que Ygerne hubiera estado nunca allí. Las cenizas del hogar tenían muchos días y la leña medio quemada verdeaba de humedad.
El cuerpo del duque yacía en un alto féretro situado en el centro de la estancia, cubierto con su capa de guerra. El color escarlata con el doble borde plateado y la divisa blanca del Jabalí eran los mismos que yo había visto al lado de mi padre en la batalla. También había visto aquellos colores sobre Úter cuando lo guiaba hacia el castillo de Gorlois y hacia su cama. Ahora los pesados pliegues colgaban hasta el suelo y, debajo de ellos, el cuerpo se había encogido y aplastado, no era más que la vaina de aquel alto anciano que recordaba. Habían dejado su rostro al descubierto. La carne se había encogido, era gris como el sebo reutilizado, y el rostro era solamente una calavera moldeada que parecía el fantasma del Gorlois que yo había conocido. Las monedas depositadas sobre sus ojos ya se habían hundido en la carne y el cabello le quedaba oculto por el yelmo, pero la familiar barba gris sobresalía por encima de la divisa del Jabalí, sobre el pecho.
Mientras caminaba con suavidad sobre el suelo de piedra me preguntaba bajo qué dios había vivido Gorlois y hacia qué dios había encaminado sus pasos al morir. No había nada que lo mostrara. Los cristianos, al igual que otros hombres, ponen monedas sobre los ojos de los muertos. Recordaba otros féretros con una muchedumbre de espíritus esperando por los alrededores; allí no había nada. Pero puesto que hacía tres días que había muerto, quizá su espíritu ya se había ido a través de aquel desnudo y ventoso hueco del muro. Quizá ya estaba demasiado lejos para permitirme hacer las paces con él.
Permanecí al pie del féretro del hombre a quien había traicionado, el amigo de mi padre Ambrosio, el gran rey. Recordé la noche en que había ido a pedirme ayuda para su joven esposa. Me había dicho: «En estos momentos no hay muchos hombres en quienes confíe, pero confío en ti. Eres el hijo de tu padre.» No le respondí; sólo contemplé a la luz de las antorchas su rostro rojo como la sangre y esperé mi oportunidad de guiar al rey hasta la cama de su esposa.
Es un gran don poder ver los espíritus y oír a los dioses que se mueven a nuestro alrededor; pero este don es, a la par, luz y sombra. Las formas de la muerte se ven tan claras como las de la vida. Uno no puede ser visitado por el futuro sin ser herido por el pasado; no se puede gozar del bienestar y de la gloria sin probar el amargo tormento y la furia de los propios hechos pasados. Fuera lo que fuese lo que esperaba encontrar cerca del cuerpo muerto del duque de Cornualles, no me proporcionaría bienestar ni paz. Un hombre como Uterpandragón, un hombre que mata en batalla abiertamente y a la vista de todos, no pensaría en él más que como hombre muerto. Pero yo, que obedeciendo a los dioses había confiado en ellos al igual que el duque había confiado en mí, sabía que tenía que pagar, tenía que pagar íntegramente. Para eso había venido, pero sin atisbo de esperanza.
En la estancia había luz, la luz de las antorchas, y fuego. Yo era Merlín. Sería capaz de alcanzarlo. En otras ocasiones había hablado con la muerte. Seguí de pie contemplando las vacilantes antorchas. Esperaba.
Lentamente, por toda la fortaleza oí cómo los ruidos menguaban hasta convertirse en silencio cuando, por fin, los hombres iban a descansar. El mar rugía y golpeaba la tierra debajo de la ventana, el viento sacudía el muro, y los helechos que crecían entre las grietas susurraban y daban suaves golpecitos. Una rata se deslizó sigilosamente en algún lugar de la estancia. La resina burbujeaba en las antorchas. Dulzón y pestilente a través del denso humo, olí el hedor de la muerte. La luz de las antorchas parpadeaba plana e inexpresiva desde las monedas colocadas sobre los ojos muertos.
El tiempo pasaba. La llama me dañaba los ojos y el dolor de la mano, como si fuera un salvaje grillete, me mantenía acorralado en mi cuerpo. Mi espíritu se perdía en la nada, ciego como la muerte. Capté susurros, fragmentos de pensamientos de los guardias dormidos, pensamientos que significaban tan poca cosa como el rumor de su respiración. También oía el crujido del cuero y del metal cuando se movía involuntariamente, de vez en cuando. Y nada más. El poder que se me había dado había desaparecido de mí aquella noche en Tintagel, con el esfuerzo realizado para matar a Bretel. Se había alejado de mí y actuaba, pensé, en el cuerpo de una mujer, en Ygerne, tendida ahora junto al rey en aquella formidable península de Tintagel, a diez millas al sur. No tenía nada que hacer allí. El aire, sólido como la piedra, no se dejaría atravesar por mí.
Uno de los guardias, el que tenía más cerca, se movió inquieto y la punta de su lanza rascó sobre la piedra del suelo. El sonido atravesó el silencio. Sin darme cuenta, miré hacia él y vi que me observaba.
Era joven, rígido como su propia lanza. Tenía los puños blancos de tanto apretar el arma. Los fieros ojos azules bajo sus pobladas cejas me observaban sin fulgor. Con un sacudida que atravesó mi cuerpo como el golpe de una lanza, lo reconocí. Eran los ojos de Gorlois. Era el hijo de Gorlois, Cador de Cornualles, que estaba entre mí y la muerte, vigilándome, con odio.
Por la mañana se llevaron el cadáver de Gorlois hacia el sur. Gandar me contó que, tan pronto como lo enterraran, Úter planeaba regresar a Dimilioc para unirse a sus tropas hasta el momento de desposar a la duquesa. Yo no tenía intención de esperar hasta su regreso. Pedí provisiones, cogí el caballo y, a pesar de las protestas de Gandar de que no me encontraba suficientemente fuerte como para hacer el viaje, me dirigí sin compañía hacia mi valle de Maridunum, hacia la cueva de la colina que el rey me había prometido que sería siempre mía, pasara lo que pasase.