«La llamaron la Desolación Final, pero mintieron. Nuestros dioses mintieron. Oh, cómo mintieron. La Tormenta Eterna se avecina. Oigo su susurros, veo su muralla, conozco su corazón.»

Tanatanes, 1173, 8 segundos antes de la muerte. Un trabajador itinerante azish. Muestra de particular valor.

Los soldados de azul gritaban, entonando cánticos de guerra para darse ánimos. Los sonidos eran como una avalancha que rugía detrás de Adolin mientras blandía su espada descargando salvajes manotazos. No había espacio para asumir una pose adecuada. Tenía que seguir moviéndose, despejando el camino entre los parshendi, guiando a sus hombres hacia el abismo al oeste.

El caballo de su padre y el suyo propio estaban aún a salvo, pues llevaban a algunos heridos a las filas de atrás. Sin embargo, los portadores de esquirlada no se atrevían a montar. Con tan poco espacio, los ryshadios serían abatidos y sus jinetes caerían.

Esta era la maniobra típica que sería imposible sin portadores. ¿Un ataque contra un enemigo superior en número? ¿Realizado por hombres agotados y heridos? Los habrían detenido y aplastado al momento.

Pero los portadores no podían ser detenidos tan fácilmente. Su armadura filtraba luz tormentosa, sus espadas de seis palmos destellaban trazando amplios arcos. Adolin y Dalinar aplastaban las defensas parshendi, creando una abertura, un hueco. Sus hombres, los mejor entrenados de los campamentos alezi, supieron aprovecharlo. Formaron una cuña tras sus portadores, abriendo los ejércitos parshendi, usando formaciones de lanceros para abrirse paso y seguir adelante.

Adolin se movía casi al trote. La inclinación de la colina obraba a su favor, dándole mejor terreno, dejando que bajaran la pendiente como chulls a la carga. La posibilidad de sobrevivir cuando lo habían dado todo por perdido dio a los hombres un arrebato de energía para efectuar un último ataque hacia la libertad.

Sus bajas fueron enormes. El ejército de Dalinar ya había perdido otros mil hombres, probablemente más. Pero no importaba. Los parshendi luchaban para matar, pero los alezi, esta vez, luchaban para vivir.

«Heraldos vivientes del cielo», pensó Teft, viendo a Kaladin luchar. Unos momentos antes, el muchacho parecía a punto de morir, la piel de un color gris apagado, las manos temblorosas. Ahora era un remolino brillante, una tormenta que empuñaba una lanza. Teft había conocido muchos campos de batalla, pero nunca había visto nada ni remotamente parecido. Kaladin defendía el terreno ante el puente él solo. La blanca luz tormentosa fluía de él como un ardiente incendio. Su velocidad era increíble, casi inhumana, y también su precisión: cada movimiento de la lanza golpeaba un cuello, un costado u otro objetivo de carne parshendi descubierto.

Era más que luz tormentosa. Teft solo tenía recuerdos dispersos de las cosas que su familia había intentado enseñarle, pero esos recuerdos coincidían todos. La luz tormentosa no te daba habilidad. No podía convertir a un hombre en algo que no era. Ampliaba, reforzaba, revigorizaba.

Perfeccionaba.

Kaladin se agachó, golpeando con la culata de la lanza la pierna de un parshendi y derribándolo. Se levantó para bloquear un hacha deteniendo el mango con el de su lanza. Soltó una mano, haciendo resbalar la punta de la lanza por debajo del brazo del parshendi y clavándosela en la axila. Mientras el parshendi caía, Kaladin liberó su lanza y golpeó la cabeza de un parshendi que se había acercado demasiado. La culata se rompió con una lluvia de madera, y el yelmo caparazón del parshendi explotó.

No, esto no era solo la luz tormentosa. Esto era un maestro de la lanza con su capacidad aumentada a niveles extraordinarios.

Sorprendidos, los hombres del puente se congregaron en torno a Teft, cuyo brazo herido no parecía dolerle como debería.

—Es como si fuera parte del mismo viento —dijo Drehy—. Bajado a tierra y encarnado. No es un hombre. Es un spren.

—¿Sigzil? —preguntó Cikatriz, los ojos muy abiertos—. ¿Has visto alguna vez algo igual?

El hombre de piel oscura negó con la cabeza.

—Padre Tormenta —susurró Peet—. ¿Qué..., qué es?

—Es nuestro jefe de puente —dijo Teft, saliendo de su embobamiento. Al otro lado del abismo, Kaladin esquivó por los pelos el golpe de una maza parshendi—. ¡Y necesita nuestra ayuda! Equipos uno y dos, encargaos del lado derecho. No dejéis que los parshendi lo rodeen. ¡Equipos tres y cuatro, conmigo por la derecha! Roca y Lopen, preparaos para recuperar a los heridos. Los demás, formación en muralla. No ataquéis, permaneced con vida y obligadlos a retroceder. ¡Y, Lopen, tírale una lanza que no esté rota!

Dalinar rugió al abatir a un grupo de espadachines parshendi. Pasó por encima de sus cadáveres, subió corriendo una pequeña pendiente y se lanzó de un salto contra los parshendi de abajo, barriendo con su espada. Su armadura era un peso enorme sobre su espalda, pero la energía de la lucha lo mantenía en movimiento. La Guardia de Cobalto, los pocos miembros que quedaban, rugieron y saltaron tras él.

Estaban condenados. Aquellos hombres del puente estarían ya muertos. Pero Dalinar los bendecía por su sacrificio. Podría no haber tenido sentido como fin, pero había cambiado el viaje. Así era como los soldados debían caer, no acorralados y asustados, sino luchando con pasión.

No se deslizaría en la oscuridad sin resistirse. No. Gritó de nuevo su desafío mientras cargaba contra un grupo de parshendi, girando y alzando su hoja esquirlada en un amplio círculo. Se abrió paso entre los parshendi muertos, sus ojos ardiendo mientras caían.

Y Dalinar llegó a terreno descubierto.

Parpadeó, aturdido. «Lo logramos. Nos abrimos paso», pensó incrédulo. Tras él, los soldados rugían, sus voces cansadas parecían casi tan sorprendidas como él mismo. Justo delante, un último grupo parshendi se encontraba entre Dalinar y el abismo. Pero estaban de espaldas a ellos. ¿Por qué...?

Los hombres del puente.

Los hombres del puente estaban combatiendo. Dalinar se quedó boquiabierto y sus brazos entumecidos bajaron a Juramentada. Aquel pequeño grupo de hombres defendía el puente, luchando a la desesperada contra los parshendi que intentaban repelerlos.

Era la acción más asombrosa y gloriosa que Dalinar había visto en su vida.

Adolin dejó escapar un grito y avanzó entre los parshendi hasta situarse a la izquierda de Dalinar. La armadura del joven estaba arañada, agrietada y abollada, y su yelmo se había roto, dejando su cabeza peligrosamente expuesta. Pero su rostro estaba exultante.

—¡Id, id! —gritó Dalinar, señalando—. ¡Dadles apoyo, tormentas! ¡Si esos hombres caen, estamos todos muertos!

Adolin y la Guardia de Cobalto arremetieron. Galante y Sangre Segura, el ryshadio de Adolin, pasaron al galope, llevando cada uno a tres heridos. Dalinar odiaba dejar a tantos heridos en las pendientes, pero los Códigos eran claros. En este caso, proteger a los hombres que pudiera salvar era lo más importante.

Dalinar se volvió para atacar al cuerpo principal de parshendi a su izquierda, asegurándose de dejar un pasillo abierto para sus tropas. Muchos de los soldados corrieron hacia la seguridad, aunque varios pelotones demostraron su temple formando a los lados para seguir luchando, abriendo aún más el hueco. El sudor había empapado el pañuelo atado al yelmo de Dalinar y se le colaba por el ojo izquierdo. Maldijo, extendió la mano para abrir la visera..., y entonces se detuvo.

Las tropas enemigas abrían paso. Allí, alzándose entre ellos, había un parshendi gigantesco de más de dos metros de altura con una centelleante armadura esquirlada de color plateado. Le encajaba como solo podía hacerlo una armadura esquirlada, moldeándose a su gran estatura. Su hoja esquirlada era picuda y retorcida, como llamas convertidas en metal. La alzó hacia Dalinar en gesto de saludo.

—¿Ahora? —gritó Dalinar incrédulo—. ¿Ahora vienes?

El portador de esquirlada dio un paso adelante, las botas de acero resonaron contra la piedra. Los otros parshendi retrocedieron.

—¿Por qué no antes? —exigió Dalinar, colocándose rápidamente en la pose del viento, parpadeando contra el sudor que le molestaba el ojo izquierdo. Se hallaba cerca de la sombra de una gran formación rocosa oblonga con forma de libro puesto de lado—. ¿Por qué esperar toda la batalla solo para atacar ahora? Cuando...

Cuando Dalinar estaba a punto de escapar. Aparentemente el portador parshendi habría estado dispuesto a que sus camaradas se lanzaran contra Dalinar cuando parecía seguro que iba a caer. Tal vez dejaban que los soldados normales intentaran conseguir esquirladas, como se hacía en los ejércitos humanos. Ahora que Dalinar podía escapar, la pérdida potencial de una espada y una armadura era demasiado grande, y por eso habían enviado al portador de esquirlada a luchar con él.

El portador avanzó, hablando en la pastosa lengua parshendi. Dalinar no entendió ni una sola palabra. Alzó su espada y asumió la pose. El parshendi dijo algo más, luego gruñó y dio un paso al frente, blandiendo su hoja.

Dalinar maldijo para sus adentros, todavía con el ojo izquierdo cegado. Dio un paso atrás, blandió su espada y apartó el arma enemiga. El golpe sacudió a Dalinar por dentro de su armadura. Sus músculos respondieron con torpeza. La luz tormentosa escapaba aún por las grietas de su armadura, pero menguaba. No pasaría mucho tiempo antes de que la armadura dejara de responder.

El portador parshendi volvió a atacar. Su pose era desconocida para Dalinar, pero había en ella algo practicado. No era un salvaje que jugara con un arma poderosa. Era un portador entrenado. Dalinar se vio una vez más obligado a detener el golpe, algo que la pose del viento no contemplaba. Sus músculos cargados por el peso eran demasiado lentos para esquivar, y su armadura estaba demasiado resquebrajada para que se arriesgara a dejarse golpear.

El impacto casi rompió su pose. Apretó los dientes, apoyó su peso tras su arma e intencionadamente exageró el contragolpe. Las espadas se encontraron con un tañido furioso, levantando una lluvia de chispas, como un cubo de metal fundido lanzado al aire.

Dalinar se recuperó rápidamente y se lanzó adelante, tratando de dar un golpe con el hombro contra el pecho de su enemigo. Sin embargo, el parshendi rebosaba todavía de poder, con la armadura ilesa. Se apartó y estuvo a punto de alcanzar a Dalinar en la espalda.

Dalinar se retorció justo a tiempo. Entonces se volvió y saltó a una pequeña formación rocosa, luego pasó a un risco más alto y alcanzó la cima. El parshendi lo siguió, como esperaba. El precario asidero aumentaba el riesgo, cosa que le parecía bien. Un solo golpe podría destruir a Dalinar. Eso significaba correr riesgos.

Mientras el parshendi se acercaba a la cima de la formación, Dalinar atacó, usando la ventaja del terreno elevado y el asidero más seguro. El parshendi no se molestó en esquivar. Recibió un golpe en el yelmo, que se resquebrajó, pero tuvo la oportunidad de atacarle a las piernas.

Dalinar saltó atrás, sintiéndose dolorosamente lento. Apenas logró apartarse y no pudo descargar un segundo golpe mientras el parshendi subía a lo alto de la formación.

El parshendi hizo una finta agresiva. Apretando los dientes, Dalinar alzó el antebrazo para bloquear y se lanzó al ataque, invocando a los Heraldos para que la armadura desviara el golpe. La hoja parshendi lo alcanzó, rompiendo la armadura, enviando una descarga por todo el brazo de Dalinar. El guantelete de pronto le pareció un peso muerto, pero Dalinar siguió moviéndose, preparando su espada para atacar.

No a la armadura del parshendi, sino a la piedra que tenía detrás.

Mientras las esquirlas fundidas del antebrazo de Dalinar saltaban al aire, cortó el saliente de roca bajo los pies de su oponente. Toda la sección se soltó, enviando al portador a tumbos por el suelo. Golpeó con fuerza.

Dalinar descargó el puño (el que tenía la protección rota) contra el suelo y soltó el guantelete. Alzó al aire la mano libre, sintiendo que el sudor se helaba. Dejó el guantelete (no funcionaría bien ahora que la pieza del antebrazo estaba rota) y rugió mientras blandía la espada con una sola mano. Cortó otro trozo de roca y la envió rodando hacia el portador.

El parshendi se puso en pie, pero la roca le cayó encima, levantando un chorro de luz tormentosa y un grave sonido de ruptura. Dalinar bajó, intentando alcanzar al parshendi mientras todavía estaba quieto. Por desgracia, arrastraba la pierna derecha, y cuando llegó al suelo, cojeaba. Si se quitaba la bota, no podría sostener el resto de la armadura.

Rechinó los dientes y se detuvo al ver que el parshendi se incorporaba. Había sido demasiado lento. La armadura del parshendi, aunque agrietada en varios lugares, no estaba tan dañada como la de Dalinar. Había conseguido retener su hoja esquirlada, algo impresionante. Inclinó la cabeza, los ojos ocultos tras la rendija del yelmo. Alrededor de los dos guerreros, los demás parshendi observaban en silencio, formando un círculo, pero sin interferir.

Dalinar alzó su espada, empuñándola con una mano enguantada y la otra desnuda. Notaba la brisa helada en la mano expuesta y pegajosa.

No tenía sentido correr. Lucharía ahí.

Por primera vez en muchos, muchos meses, Kaladin se sintió plenamente consciente y vivo.

La belleza de la lanza, silbando en el aire. La unidad de cuerpo y mente, manos y pies reaccionando instantáneamente, más rápida de lo que podían formarse los pensamientos. La claridad y familiaridad de las viejas posturas de la lanza, aprendidas durante la época más terrible de su vida.

El arma era una extensión de sí mismo: la movía con tanta facilidad y tan instintivamente como hacía con sus dedos. Se dio la vuelta y abatió a los parshendi, desquitándose de aquellos que habían matado a tantos amigos suyos. Venganza por todas y cada una de las flechas lanzadas contra su carne.

Con la luz tormentosa latiendo dentro de él, sentía el ritmo de la batalla. Casi al compás de la canción parshendi.

Y ellos cantaban. Se habían recuperado tras haberlo visto beber la luz tormentosa y pronunciar las Palabras del Segundo Ideal. Atacaban ahora en oleadas, intentando llegar al puente y empujarlo al abismo. Algunos habían saltado al otro lado para atacar desde esa dirección, pero Moash había dirigido a los hombres para que respondieran allí. Sorprendentemente, aguantaban.

Syl revoloteaba en torno a Kaladin, un borrón que cabalgaba las olas de luz tormentosa que brotaban de su piel, moviéndose como una hoja en los vientos de una tormenta. Embelesada. Él nunca la había visto así.

No hacía ninguna pausa entre sus ataques: en cierto modo, solo había un ataque, ya que cada golpe fluía directamente hacia el siguiente. Su lanza no se detenía nunca, y junto con sus hombres, hicieron retroceder a los parshendi, aceptando cada desafío cuando avanzaban en parejas.

Muerte. Masacre. La sangre volaba por el aire y los moribundos gemían a sus pies. Trató de no prestar demasiada atención a eso. Eran el enemigo. Sin embargo, la pura gloria de lo que hacía parecía compensada con la desolación que causaba.

Estaba protegiendo. Estaba salvando. Sin embargo, mataba. ¿Cómo podía algo tan terrible ser tan hermoso al mismo tiempo?

Esquivó el ataque de una hermosa espada plateada, luego desvió la lanza a un lado y aplastó las costillas del enemigo. La hizo girar, aplastando su longitud ya fracturada contra el costado del camarada del parshendi. Arrojó los restos a un tercer hombre, luego cogió una lanza nueva que le arrojó Lopen. El herdaziano las cogía de los alezi caídos y se las daba a Kaladin cuando las necesitaba.

Cuando te enfrentabas a un hombre, aprendías algo de él. ¿Eran tus enemigos cuidadosos y precisos? ¿Avanzaban de manera agresiva y dominante? ¿Te gritaban maldiciones para enfurecerte? ¿Eran implacables, o dejaban vivir a un incapacitado?

Le impresionaban los parshendi. Combatió a docenas de ellos, cada uno con un estilo de lucha ligeramente distinto. Parecía que le enviaban solo dos o cuatro cada vez. Sus ataques eran cuidadosos y controlados, y cada pareja luchaba como un equipo. Parecían respetarlo por su habilidad.

Lo más revelador era que parecían abstenerse de luchar contra Cikatriz o Teft, que estaban heridos, y se concentraban en Kaladin, Moash y los otros lanceros que mostraban más habilidad. No eran los salvajes incultos y bestiales que esperaban. Eran soldados profesionales que tenían una ética de batalla honorable que Kaladin no había visto en la mayoría de los alezi. En ellos encontraba lo que siempre había esperado encontrar en los soldados de las Llanuras Quebradas.

Esa comprensión lo hizo estremecerse. Se dio cuenta de que estaba respetando a los parshendi mientras los mataba.

En el fondo, la tormenta de su interior lo impulsaba hacia delante. Había elegido un rumbo, y estos parshendi masacrarían al ejército de Dalinar Kholin sin un momento de vacilación. Kaladin se había comprometido. Se encargaría de que sus hombres y él llegaran hasta el final.

No estaba seguro de cuánto tiempo luchó. El Puente Cuatro aguantó de manera notable. Sin duda, no lucharon mucho tiempo, pues de otro modo habrían sido abrumados. Sin embargo la multitud de parshendi heridos y moribundos alrededor de Kaladin parecía indicar que habían sido horas.

Se sintió aliviado y extrañamente decepcionado cuando una figura con armadura se abrió paso entre las filas parshendi, liderando un torrente de soldados de azul. Reacio, dio un paso atrás, el corazón redoblando, la tormenta en su interior contenida. La luz había dejado de brotar ostensiblemente de su cuerpo. El continuo suministro de parshendi con gemas en las trenzas lo había impulsado en la primera parte de la lucha, pero los posteriores lo habían atacado ya sin gemas. Otra indicación de que no eran los necios subhumanos que los ojos claros decían que eran. Habían visto lo que estaba haciendo, y aunque no lo hubieran comprendido, lo contrarrestaron.

Tenía suficiente luz como para no desplomarse. Pero mientras los alezi hacían retirarse a los parshendi, advirtió lo oportuna que había sido su llegada.

«Tengo que tener mucho cuidado con esto», pensó. La tormenta en su interior le hacía ansiar moverse y atacar, pero usarla secaba su cuerpo. Cuanto más la utilizaba, y más rápido, peor era cuando se quedaba sin ella.

Los soldados alezi formaron un perímetro de defensa a ambos lados del puente, y los agotados miembros de la cuadrilla se retiraron, muchos se sentaron y atendieron sus heridas. Kaladin corrió hacia ellos.

—¡Informe!

—Tres muertos —dijo Roca, sombrío, arrodillado junto a los cadáveres que había recuperado. Malop, Desorejado Jaks y Narm.

Kaladin frunció el ceño, apenado. «Alégrate de que los demás viven», se dijo. Era fácil de pensar, duro de aceptar.

—¿Cómo estáis los demás?

Cinco más tenían heridas graves, pero Roca y Lopen los habían atendido. Esos dos habían aprendido bien las lecciones de Kaladin. Había poco más que pudiera hacer por los heridos. Miró el cadáver de Malop. El hombre había recibido un hachazo en el brazo que le había cercenado y roto el hueso. Había muerto desangrado. Si Kaladin no hubiera estado luchando, habría podido...

«No. Nada de lamentos por ahora.»

—Cruzad. —Señaló a los hombres—. Teft, estás al mando. Moash, ¿eres lo bastante fuerte para quedarte conmigo?

—Claro —dijo Moash, con una sonrisa en el rostro ensangrentado. Parecía entusiasmado, no exhausto. Los tres muertos eran de su grupo, pero los otros y él habían luchado de manera notable.

Los otros hombres del puente se retiraron. Kaladin se volvió a inspeccionar a los soldados alezi. Era como mirar un puesto de socorro en campaña. Cada hombre tenía algún tipo de herida. Los del centro avanzaban a trompicones, cojeando. Los de los flancos todavía combatían, los uniformes ensangrentados y rotos. La retirada se había convertido en un caos.

Se abrió paso entre los heridos, indicándoles que cruzaran el puente. Algunos obedecieron. Otros lo miraron aturdidos. Kaladin corrió a un grupo que parecía en mejor forma.

—¿Quién está aquí al mando?

—Es... —El rostro del soldado tenía un corte en la mejilla—. El brillante señor Dalinar.

—Mando inmediato. ¿Quién es vuestro capitán?

—Está muerto —respondió el hombre—. Y mi jefe de compañía. Y su segundo.

«Padre Tormenta», pensó Kaladin.

—Cruzad el puente —dijo, y siguió adelante—. ¡Necesito un oficial! ¿Quién comanda la retirada?

Por delante pudo distinguir una figura con una armadura esquirlada azul llena de grietas que luchaba al frente. Debía de ser el hijo de Dalinar, Adolin. Estaba ocupado repeliendo a los parshendi. Molestarlo no sería oportuno.

—Por aquí —llamó un hombre—. ¡He encontrado al brillante señor Havar! ¡Es el comandante de la retaguardia!

«Por fin», pensó Kaladin, corriendo entre el caos para hallar a un ojos claros barbudo tendido en el suelo, tosiendo sangre. Kaladin lo examinó y vio la enorme herida de su vientre.

—¿Quién es su segundo?

—Está muerto —dijo el hombre que acompañaba al comandante. Era un ojos claros.

—¿Y tú eres?

—Nacomb Gaval. —Parecía joven, más joven que Kaladin.

—Quedas ascendido —dijo Kaladin—. Que esos hombres crucen el puente lo antes posible. Si alguien pregunta, cumples una misión de campo como comandante de la retaguardia. Si alguien cuestiona tu rango, envíamelo.

El hombre se sorprendió.

—Ascendido... ¿Pero..., quién eres tú? ¿Puedes hacer eso?

—Alguien tiene que hacerlo —replicó Adolin—. Ve. Ponte en marcha.

—Pero...

—¡Ve! —gritó Kaladin.

Sorprendentemente, el ojos claros lo saludó y empezó a dar órdenes a su pelotón. Los hombres de Kholin estaban heridos, agotados y aturdidos, pero también bien entrenados. Cuando alguien tomaba el mando, las órdenes se transmitían rápidamente. Los pelotones cruzaron el puente, adoptando formaciones de marcha. Probablemente, en la confusión, se aferraban a esos patrones familiares.

Minutos después, la masa central del ejército de Kholin cruzaba el puente como la arena de un reloj. El círculo de lucha se contrajo. Con todo, los hombres gritaban y morían en el confuso tumulto de espada contra escudo y lanza contra metal.

Kaladin se quitó con rapidez el caparazón de su armadura (enfurecer a los parshendi no parecía inteligente en este momento) y luego se movió entre los heridos, buscando más oficiales. Encontró a un par, aunque estaban agotados, heridos y sin resuello. Al parecer, los que todavía podían luchar lideraban los dos flancos que contenían a los parshendi.

Seguido por Moash, Kaladin corrió al frente de la línea central, donde los alezi parecían aguantar mejor. Aquí encontró por fin a alguien al mando: un alto y regio ojos claros con un peto de acero y yelmo a juego, el uniforme un poco más azul que el de los demás. Dirigía la lucha desde justo detrás de las líneas frontales.

El hombre saludó a Kaladin, gritando para hacerse oír por encima del fragor de la batalla.

—¿Estás al mando de los hombres del puente?

—Así es —respondió Kaladin—. ¿Por qué no cruzan tus hombres?

—Somos la Guardia de Cobalto. Nuestro deber es proteger al brillante señor Adolin.

El hombre señaló a Adolin, que estaba justo delante. El portador de esquirlada parecía querer avanzar hacia algo.

—¿Dónde está el alto príncipe? —gritó Kaladin.

—No estamos seguros. —El hombre hizo una mueca—. Sus guardias han desaparecido.

—Tenéis que retiraros. El grueso del ejército ha cruzado. ¡Si os quedáis aquí, os rodearán!

—No dejaremos al brillante señor Adolin. Lo siento.

Kaladin miró en derredor. Los grupos de alezi que luchaban en los flancos apenas aguantaban ya, pero no retrocederían hasta que se lo ordenaran.

—Bien —dijo Kaladin, alzando la lanza y dirigiéndose a la línea frontal. Aquí, los parshendi luchaban con vigor. Kaladin ensartó a uno por el cuello, saltó al centro del grupo y cargó con la lanza. Su luz tormentosa casi se había agotado, pero estos parshendi tenían gemas en sus barbas. Kaladin inspiró (solo un poco, para no descubrirse a los soldados alezi) y se empleó a fondo en su ataque.

Los parshendi se retiraron ante su furia, y los pocos miembros de la Guardia de Cobalto a su alrededor se apartaron, aturdidos. En cuestión de segundos, tuvo a una docena de parshendi caídos a su alrededor, heridos o muertos. Eso abrió una brecha, y la atravesó, seguido por Moash.

Muchos parshendi estaban concentrados en Adolin, cuya armadura esquirlada azul estaba arañada y agrietada. Kaladin nunca había visto una armadura en peor estado. La luz tormentosa brotaba de aquellas grietas igual que lo hacía de su piel cuando contenía o usaba demasiada.

La furia de un portador de esquirlada en combate hizo detenerse a Kaladin. Moash y él se detuvieron fuera del alcance del guerrero, y los parshendi los ignoraron, intentando abatir al portador con evidente desesperación. Adolin atravesó a varios hombres a la vez, pero como Kaladin había visto ya en otra ocasión, su espada no cercenaba la carne. Los ojos de los parshendi ardían y se ennegrecían, mientras caían muertos por docenas. Adolin amontonaba cadáveres a su alrededor como fruta madura caída de un árbol.

Sin embargo, Adolin tenía problemas. Su armadura no estaba solamente agrietada: había agujeros en algunas zonas. Su yelmo había desaparecido, aunque lo había sustituido con un casco de lancero. Cojeaba de la pierna izquierda, casi arrastrándola. Su espada era mortífera, pero los parshendi se acercaban más y más.

Kaladin no se atrevió a ponerse a su alcance.

—¡Adolin Kholin! —gritó. El hombre siguió luchando—. ¡Adolin Kholin! —gritó Kaladin de nuevo, sintiendo un pequeño vahído de luz tormentosa abandonarle, la voz resonante.

El portador de esquirlada se detuvo y miró a Kaladin. Reacio, se retiró, dejando que la Guardia de Cobalto, usando la brecha que había abierto, corriera a contener a los parshendi.

—¿Quién eres? —preguntó Adolin. Su rostro joven y orgulloso estaba cubierto de sudor, el pelo una masa revuelta de rubio mezclado con negro.

—Soy el hombre que te salvó la vida —respondió Kaladin—. Necesito que ordenes la retirada. Tus tropas no pueden seguir luchando.

—Mi padre está allí, hombre del puente —dijo Adolin, señalando con su larga espada—. Lo vi hace unos instantes. Su ryshadio fue a por él, pero ni hombre ni caballo han regresado. Voy a dirigir un pelotón para...

—¡Vas a retirarte! —dijo Kaladin, exasperado—. ¡Mira a tus hombres, Kholin! Apenas pueden tenerse en pie, mucho menos luchar. Los pierdes a docenas por minuto. Sácalos de aquí.

—No abandonaré a mi padre —dijo Adolin, obstinado.

—Por la paz de... Si caes, Adolin Kholin, esos hombres no tendrán nada. Sus comandantes están muertos o heridos. ¡No puedes ir con tu padre, apenas puedes andar! Insisto: ¡Lleva a tus hombres a lugar seguro!

El joven portador de esquirlada dio un paso atrás, parpadeando ante el tono de Kaladin. Miró hacia el noreste, donde una figura de color gris pizarra apareció de pronto en un macizo rocoso, luchando contra otra figura con armadura esquirlada.

—Está tan cerca...

Kaladin inspiró.

—Iré a por él. Tú lidera la retirada. Mantén el puente, pero solo el puente.

Adolin miró a Kaladin. Dio un paso, pero algo en su armadura cedió, y se desplomó sobre una rodilla. Apretando los dientes, consiguió incorporarse.

—Capitán señor Malan —gritó Adolin—. Coge a tus hombres y ve con este hombre. ¡Trae a mi padre!

El hombre con quien Kaladin había hablado antes saludó escuetamente. Adolin miró de nuevo a Kaladin, y luego alzó su hoja esquirlada y avanzó con dificultad hacia el puente.

—Moash, ve con él.

—Pero...

—Hazlo, Moash —dijo Kaladin, sombrío, mirando hacia el macizo donde luchaba Dalinar.

Kaladin inspiró profundamente, se colocó la lanza bajo el brazo y echó a correr.

La Guardia de Cobalto le gritó, tratando de alcanzarlo, pero él no miró atrás. Golpeó la línea de atacantes parshendi, se volvió y zancadilleó a dos con la lanza, luego saltó sobre los cuerpos y siguió adelante. La mayoría de los parshendi de esta zona estaban distraídos con el combate de Dalinar o la batalla para llegar al puente: las filas entre los dos frentes no eran muy gruesas.

Kaladin se movió con rapidez, absorbiendo más luz mientras corría, esquivando y evitando a los parshendi que intentaban enfrentarse a él. Momentos después, llegó al lugar donde Dalinar había estado luchando. Aunque el saliente de roca estaba ahora vacío, un gran grupo de parshendi se congregaba en torno a su base.

«Allí», pensó, saltando adelante.

Un caballo relinchó. Dalinar alzó asombrado la cabeza cuando Galante cargaba hacia el círculo que había abierto entre los parshendi. El ryshadio había venido a por él. ¿Cómo..., dónde...? El caballo debería haber estado libre y a salvo en la meseta de reunión.

Era demasiado tarde. Dalinar había caído sobre una rodilla, golpeado por el portador enemigo. El parshendi le dio una patada que conectó con su pecho, lanzándolo hacia atrás.

Siguió con un golpe en el yelmo. Otro. Otro. El yelmo explotó, y la fuerza de los golpes dejó a Dalinar aturdido. ¿Dónde estaba? ¿Qué sucedía? ¿Por qué lo sujetaba algo tan pesado?

«La armadura esquirlada. Llevo puesta..., mi armadura esquirlada...», pensó, pugnando por levantarse.

Una brisa sopló ante su rostro. Golpes a la cabeza; había que tener cuidado con los golpes a la cabeza, incluso cuando llevabas puesta la armadura. Su enemigo se alzaba sobre él, acechante, y parecía inspeccionarlo. Como si buscara algo.

Dalinar había soltado su espada. Los soldados corrientes parshendi rodeaban el duelo. Obligaron a Galante a retroceder, haciendo que el caballo relinchara. Dalinar lo miró con la visión borrosa.

¿Por qué no acababa con él el portador? El gigante parshendi se agachó y le dijo algo. Las palabras estaban cargadas de acento, y la mente de Dalinar casi las descartó. Pero aquí, tan de cerca, Dalinar advirtió algo. Comprendía lo que le estaba diciendo. El acento era casi impenetrable, pero las palabras eran en..., alezi.

—Eres tú —dijo el portador parshendi—. Te he encontrado por fin.

Dalinar parpadeó sorprendido.

Algo perturbó las filas traseras de los soldados parshendi que los observaban. Había algo familiar en esta escena, parshendi por todas partes, portador en peligro. Dalinar la había vivido antes, pero desde el otro lado.

Aquel portador no podía estar hablándole. Dalinar había sido golpeado demasiado fuerte. Tenía que estar delirando. ¿Qué era aquello que perturbaba el círculo de parshendi que miraban?

«Sadeas —pensó Dalinar, la mente confundida—. Ha venido a rescatarme, como yo lo rescaté a él.»

«Únelos...»

«Él vendrá —pensó—. Sé que lo hará. Los reuniré...»

Los parshendi gritaban, se movían, se retorcían. De repente, una figura los atravesó. No era Sadeas. Un joven de rostro alargado y fuerte y pelo negro rizado. Llevaba una lanza.

Y brillaba.

«¿Qué?», pensó Dalinar, aturdido.

Kaladin aterrizó en el círculo despejado. Los dos portadores estaban en el centro, uno en el suelo, la luz tormentosa escapando débilmente de su cuerpo. Demasiado débilmente. Considerando el número de grietas, sus gemas debían de estar casi agotadas. El otro (un parshendi, a juzgar por el tamaño y la forma de los miembros) se alzaba sobre el caído.

«Magnífico», pensó Kaladin, abalanzándose antes de que los parshendi reaccionaran para atacarlo. El portador parshendi estaba agachado, concentrado en Dalinar. Su armadura filtraba luz tormentosa a través de una gran fisura en la pierna.

Y por eso (recordó el momento en que rescató a Amaram), Kaladin se acercó y clavó la lanza en la grieta.

El portador gritó y soltó sorprendido su espada, que se disolvió convertida en bruma. Kaladin soltó su lanza y retrocedió. El portador lo atacó con el puño blindado, pero falló. Kaladin saltó adelante y, poniendo todas sus fuerzas tras el golpe, clavó de nuevo la lanza en la pierna con la armadura agrietada.

El portador gritó aún más fuerte, se tambaleó y cayó de rodillas. Kaladin trató de soltar su lanza, pero el hombre se desmoronó encima de ella, rompiéndola. Kaladin saltó hacia atrás, enfrentándose ahora a un círculo de parshendi con las manos vacías, la luz tormentosa brotando de su cuerpo.

Silencio. Y entonces empezaron a hablar de nuevo, las palabras que habían dicho antes.

—¡Neshua Kadal!

Se la dijeron de unos a otros, susurrando, confusos. Entonces empezaron a entonar un cántico que él no había oído nunca antes.

«Muy bien», pensó Kaladin. Mientras no lo atacaran... Dalinar Kholin se movió y logró sentarse. Kaladin se arrodilló, enviando la mayor parte de su luz tormentosa al suelo rocoso, conservando lo suficiente para mantenerse en movimiento, pero no para brillar. Entonces corrió al caballo blindado que estaba junto al círculo de parshendi.

Los parshendi se apartaron de él, aterrorizados. Cogió las riendas y regresó rápidamente junto al alto príncipe.

Dalinar sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente. Su visión todavía era borrosa, pero podía pensar de nuevo. ¿Qué había ocurrido? Lo habían golpeado en la cabeza, y..., y ahora el portador había caído.

¿Caído? ¿Qué lo había hecho caer? ¿Le había hablado de verdad la criatura? No, debía de haberlo imaginado. Eso, y el joven lancero brillando. No lo hacía ahora. Sujetando las riendas de Galante, el joven lo llamaba con urgencia. Dalinar se obligó a ponerse en pie. Alrededor, los parshendi murmuraban algo ininteligible.

«Esa armadura esquirlada. Una espada esquirlada... Podría cumplir mi promesa a Renarin. Podría...», pensó Dalinar, mirando al parshendi arrodillado.

El portador gimió, sujetándose la pierna con una mano blindada. Dalinar ansiaba darle muerte. Dio un paso adelante, arrastrando el pie entumecido. Alrededor, los soldados parshendi miraban en silencio. ¿Por qué no atacaban?

El lancero alto corrió hasta Dalinar, tirando de las riendas de Galante.

—A caballo, ojos claros.

—Deberíamos acabar con él. Podríamos...

—¡A caballo! —ordenó el joven, entregándole las riendas mientras los parshendi se volvían para enfrentarse al contingente alezi que se acercaba.

—Se supone que eres honorable —rugió el lancero. A Dalinar rara vez le habían hablado así, sobre todo un ojos oscuros—. Bien, tus hombres no se marcharán sin ti, y mis hombres no se marcharán sin ellos. Así que monta en tu caballo y escaparemos de esta trampa mortal. ¿Comprendido?

Dalinar miró al joven a los ojos. Entonces asintió. Por supuesto. Tenía razón: tenía que dejar al portador enemigo. ¿Cómo podría llevarse la armadura, de todas formas? ¿Arrastrando el cadáver todo el camino?

—¡Retirada! —gritó Dalinar a sus soldados, aupándose en la silla de Galante. Lo consiguió a duras penas, pues su armadura apenas tenía luz tormentosa.

El firme y leal Galante echó a galopar por el pasillo que sus hombres le habían armado con sangre. El lancero sin nombre corrió tras él, y la Guardia de Cobalto los rodeó. Un gran número de soldados esperaba en la meseta. El puente aguantaba todavía, con Adolin ansioso a la cabeza, manteniéndolo para la retirada de Dalinar.

Con un suspiro de alivio, Dalinar cruzó al galope la plataforma de madera y llegó a la meseta adjunta. Adolin y sus últimos soldados lo siguieron.

Hizo volver grupas a Galante y miró al este. Los parshendi corrían hacia el abismo, pero no los perseguían. Un grupo trabajaba en la crisálida en lo alto de la meseta. En el frenesí de la batalla, todos la habían olvidado. No los habían seguido antes, pero, si cambiaban de opinión ahora, podrían acosar a las fuerzas de Dalinar por el camino hasta los puentes permanentes.

Pero no lo hicieron. Formaron filas y empezaron a cantar otra de sus canciones, la misma que cantaban casa vez que las fuerzas de Adolin se retiraban. Mientras Dalinar miraba, una figura con una agrietada armadura esquirlada de color plata y una capa negra avanzó al frente. Iba sin el yelmo, pero estaba demasiado lejos para distinguir ningún rasgo en la piel roja y negra. El antiguo enemigo de Dalinar alzó su hoja esquirlada en un movimiento inconfundible. Un saludo, un gesto de respeto. Instintivamente, Dalinar invocó su espada, y diez segundos más tarde la alzó para devolver el saludo.

Los hombres retiraron el puente, separando a los ejércitos.

—Preparad un hospital de campaña —gritó Dalinar—. No dejaremos atrás a nadie con posibilidades de sobrevivir. ¡Los parshendi no nos atacarán aquí!

Sus hombres dejaron escapar un grito. De algún modo, escapar parecía mejor victoria que ninguna gema corazón que hubieran ganado. Las cansadas tropas alezi se dividieron por batallones. Ocho habían marchado a la batalla, y ocho regresaban... aunque varios solo contaban con unos pocos centenares de miembros. Los que habían sido entrenados para actuar como cirujanos de campo examinaban las filas mientras los oficiales contaban a los supervivientes. Los hombres empezaron a sentarse entre los dolorspren y agotaspren, ensangrentados, algunos sin armas, muchos con los uniformes desgarrados.

En la otra meseta, los parshendi continuaban con su extraña canción.

Dalinar estudió a la cuadrilla del puente. El joven que lo había salvado era al parecer su líder. ¿Había abatido a un portador de esquirlada? Dalinar recordaba confusamente un encuentro rápido y brusco, una lanza en la pierna. Estaba claro que el joven era habilidoso y afortunado.

La cuadrilla de hombres de los puentes actuaba con mucha más coordinación y disciplina de lo que Dalinar habría esperado de hombres tan viles. No pudo esperar más. Instó a Galante a avanzar, cruzó el terreno de piedra y pasó ante los soldados agotados y heridos. Eso le recordó su propia fatiga, pero ahora que había tenido una oportunidad de sentarse, se recuperaba, y la cabeza ya no le resonaba.

El jefe de la cuadrilla estaba atendiendo la herida de un hombre, y sus dedos trabajaban con experiencia. ¿Un hombre con formación médica, en los puentes?

«Bueno, ¿por qué no? —pensó Dalinar—, no es más extraño que saber luchar tan bien. Sadeas había confiado en él.

El joven alzó la cabeza. Y, por primera vez, Dalinar advirtió las marcas en su frente, ocultas por el largo cabello. El joven se levantó, el gesto hostil, y se cruzó de brazos.

—Eres digno de alabanza —dijo Dalinar—. Todos vosotros. ¿Por qué se retiró vuestro alto príncipe, solo para enviaros a por nosotros?

Varios hombres se echaron a reír.

—No nos envió —respondió el líder—. Volvimos por nuestra cuenta. Contra sus deseos.

Dalinar descubrió que asentía, y se dio cuenta de que esa era la única respuesta que tenía sentido.

—¿Por qué? ¿Por qué volvisteis a por nosotros?

El joven se encogió de hombros.

—Tú mismo permitiste que te atraparan de forma bastante espectacular.

Dalinar asintió, cansado. Tal vez debería sentirse molesto por el tono del joven, pero era la pura verdad.

—Sí, ¿pero por qué vinisteis? ¿Y cómo aprendisteis a luchar tan bien?

—Por accidente —dijo el joven. Se volvió hacia sus heridos.

—¿Qué puedo hacer para pagarte esto?

El joven lo miró.

—No lo sé. Íbamos a huir de Sadeas, a desaparecer en la confusión. Todavía podríamos hacerlo, pero seguramente nos perseguirá para matarnos.

—Podría llevar a tus hombres a mi campamento, hacer que Sadeas os libere.

—Me temo que no nos dejará ir —dijo el hombre del puente, los ojos tristes—. Y me temo que tu campamento no nos ofrecería ninguna seguridad. Esta maniobra de Sadeas... Significará la guerra entre vosotros dos, ¿no?

¿Lo significaría? Dalinar había evitado pensar en Sadeas (sobrevivir había ocupado su mente), pero su furia hacia el otro hombre era un pozo que ardía en su interior. Se vengaría de Sadeas por esto. ¿Pero podía permitirse una guerra entre los principados? Eso destruiría Alezkar. Más aún, destruiría la casa Kholin. Dalinar no tenía soldados ni aliados para enfrentarse a Sadeas, no después de este desastre. ¿Cómo respondería Sadeas cuando Dalinar regresara? ¿Intentaría completar su trabajo, atacando? «No, pensó Dalinar. No, lo hizo así por un propósito.» Sadeas no se había enfrentado a él personalmente. Había abandonado a Dalinar, pero, según los baremos alezi, esto era otra cosa muy distinta. No quería arriesgar tampoco el reino.

Sadeas no querría una guerra declarada, y Dalinar no podía permitírsela, a pesar de su ira. Cerró el puño y se volvió a mirar al lancero.

—No habrá guerra —dijo—. Todavía no, al menos.

—Bueno, si ese es el caso, entonces al aceptarnos en tu campamento cometerás un robo —respondió el lancero—. La ley del rey, los Códigos que según mis hombres dices defender siempre, exigirán que nos devuelvas a Sadeas. No nos dejará ir tan fácilmente.

—Yo me encargaré de Sadeas. Regresad conmigo. Juro que estaréis a salvo. Lo prometo por cada esquirla de honor que tengo.

El joven lo miró a los ojos, buscando algo. Era un hombre duro para ser tan joven.

—Muy bien —dijo el lancero—. Regresaremos. No puedo dejar a mis hombres del campamento y, con tantos heridos, no tenemos los suministros adecuados para huir.

El joven volvió a su trabajo, y Dalinar cabalgó en busca de un informe de bajas. Se obligó a contener su ira hacia Sadeas. Fue difícil. No, no podía permitir que esto se convirtiera en una guerra..., pero tampoco podía dejar que las cosas volvieran a ser como antes.

Sadeas había roto el equilibrio, y nunca podría ser recuperado. No del mismo modo.