«Vivían en lo alto de un lugar que ningún hombre podía alcanzar, pero todos podían visitar. La ciudad-torre misma, creada por las manos de ningún hombre.»

Aunque La canción del último verano es una historia romántica del siglo tercero después de la Traición, probablemente sea una referencia válida en este caso. Véase la página 27 de la traducción de Varala y compárese con el texto inferior.

Mejoraron cargando el puente de lado. Pero no mucho.

Kaladin vio pasar el Puente Cuatro, moviéndose torpemente, sujeto por los lados. Por fortuna, había asideros de sobra en la parte inferior del puente, y habían descubierto cómo sujetarlo bien. Tenían que cargarlo en un ángulo menos inclinado de lo que quería. Eso dejaba las piernas al descubierto, pero tal vez podría entrenarnos para ajustarse a ello mientras volaban las flechas.

De cualquier forma, el avance era lento, y los hombres del puente estaban tan apretujados que si los parshendi conseguían abatir a uno los otros tropezarían y le pasarían por encima. Si perdía unos cuantos hombres, el equilibrio se acabaría y se caerían con toda seguridad.

«Habrá que manejar esto con mucho cuidado.»

Syl revoloteaba tras la cuadrilla en forma de remolino de hojas transparentes. Tras ella, algo llamó la atención de Kaladin: un soldado uniformado que traía a un grupo harapiento de hombres. «Por fin.» Estaba esperando a otro grupo de reclutas. Le hizo un simple gesto a Roca. El comecuernos asintió y se encargó del entrenamiento. Era hora de descansar de todas formas.

Kaladin subió corriendo la pendiente del borde del aserradero, y llegó justo cuando Gaz interceptaba a los recién llegados.

—Qué grupo tan patético —dijo Gaz—. Creía que había visto lo peor la última vez, pero esto...

Lamaril se encogió de hombros.

—Ahora son tuyos, Gaz. Divídelos como quieras.

Se marchó con sus soldados, dejando a los desafortunados reclutas. Algunos llevaban ropas decentes, pues eran delincuentes recién detenidos. Los demás tenían marcas de esclavo en la frente. Verlos hizo que Kaladin recuperara sensaciones que tuvo que reprimir. Se encontraba todavía en lo alto de una loma muy empinada: un paso en falso y podía enviarlo de nuevo a ese pozo de desesperación.

—En fila, cremlinos —gritó Gaz a los nuevos reclutas, sacando su porra y agitándola. Miró a Kaladin, pero no dijo nada.

El grupo de hombres se alineó rápidamente.

Gaz los contó y escogió a los más altos.

—Vosotros cinco, al Puente Seis. Recordad eso. Olvidadlo y me encargaré de que os azoten.

Contó otro grupo.

—Vosotros seis, al Puente Catorce. Los cuatro del fondo, al Puente Tres. Tú, tú y tú, al Puente Uno. El Puente Dos no necesita ninguno... Vosotros cuatro, al Puente Siete.

Ya estaban todos.

—Gaz —dijo Kaladin, cruzándose de brazos. Syl se posó en su hombro, su pequeña tempestad de hojas convertida de nuevo en una joven.

Gaz se volvió hacia él.

—El Puente Cuatro solo tiene treinta miembros.

—Los puentes Seis y Catorce tienen menos.

—Tienen veintinueve cada uno y acabas de darles un nuevo puñado de hombres. Y el Puente Uno tiene treinta y siete, y les has enviado tres hombres nuevos.

—Casi no perdiste ninguno en la última carrera, y...

Kaladin cogió a Gaz por el brazo cuando el sargento intentaba marcharse. Gaz dio un respingo y alzó su porra.

«Inténtalo», pensó Kaladin, mirándolo a los ojos. Casi deseó que el sargento lo hiciera.

Gaz apretó los dientes.

—Bien. Un hombre.

—Yo lo escogeré.

—Como quieras. Ninguno vale nada.

Kaladin se volvió hacia el nuevo grupo. Se habían apiñado en grupos según la cuadrilla a la que los había asignado Gaz. Kaladin dirigió rápidamente su atención a los hombres más altos. Para ser esclavos, no se los veía mal alimentados. Dos de ellos parecían...

—¡Eh, gancho! —dijo una voz desde otro grupo—. ¡Eh! Creo que me buscas a mí.

Kaladin se volvió. Un hombre bajo y delgado le estaba haciendo señas. Solo tenía un brazo. ¿Quién lo había asignado a los puentes?

«Detendría una flecha —pensó Kaladin—. Para los de arriba, es para lo único que sirven algunos hombres de los puentes.»

El hombre tenía el pelo castaño y la piel muy bronceada, un poco demasiado oscura para ser alezi. Las uñas de su mano eran de color pizarra y cristalinas; era, por tanto, herdaziano. La mayoría de los recién llegados compartían la misma expresión derrotada de apatía, pero este hombre sonreía, aunque tenía en la frente la marca de esclavo.

«Esa marca es antigua —pensó Kaladin—. O tuvo un amo amable antes de esto, o de algún modo ha resistido las palizas.» Obviamente, el hombre no comprendía lo que le esperaba en los puentes. Ningún hombre sonreiría si lo comprendiera.

—Puedes utilizarme —dijo el hombre—. Los herdazianos somos buenos luchadores, amigo. Verás, una vez estaba con..., bueno, tres tipos y estaban borrachos y todo, pero los vencí.

Hablaba muy rápidamente, uniendo las palabras con su fuerte acento.

Sería un hombre de los puentes terrible. Tal vez podría correr con el puente sobre los hombros, pero no maniobrarlo. Incluso parecía un poco grueso de cintura. La cuadrilla que se quedara con él lo pondría delante y dejarían que una flecha lo alcanzara para deshacerse de él.

«Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida, pareció susurrar una voz de su pasado. Convertir un problema en una ventaja...»

«Tien.»

—Muy bien —dijo Kaladin, señalando—. Me llevaré al herdaziano del fondo.

—¿Qué? —dijo Gaz.

El hombrecito corrió hacia Kaladin.

—¡Gracias, gancho! Te alegrarás de haberme escogido.

Kaladin se dispuso a marcharse, dejando atrás a Gaz. El sargento se rascó la cabeza.

—¿Has insistido tanto para poder escoger a ese despojo manco?

Kaladin continuó su camino, sin responderle. Se volvió hacia el herdaziano.

—¿Por qué has querido venir conmigo? No sabes nada de las cuadrillas.

—Solo ibas a escoger a uno —dijo el hombre—. Eso significa que un hombre tiene que ser especial, los otros no. Me causas buena impresión. Está en tus ojos, gancho —hizo una pausa—. ¿Qué es una cuadrilla?

Kaladin no pudo sino sonreír ante la actitud del hombre.

—Ya lo verás. ¿Cómo te llamas?

—Lopen —respondió el hombre—. Algunos de mis primos me llaman «el Lopen», porque no conocen a nadie más llamado así. He preguntado mucho, tal vez a un centenar..., o dos centenares de personas, fijo. Y nadie ha oído ese nombre.

Kaladin parpadeó ante el torrente de palabras. ¿Se paraba alguna vez a respirar?

La cuadrilla del Puente Cuatro estaba descansando, a la sombra de la enorme estructura tendida sobre un costado. Los cinco heridos se habían unido a ellos y charlaban. Incluso Leyten se había levantado, lo cual era buena señal. Había tenido muchos problemas para caminar, con aquella pierna aplastada. Kaladin había hecho lo que había podido, pero se quedaría cojo.

El único que no hablaba con los demás era Dabbid, el hombre que se había conmocionado tanto con la batalla. Seguía a los demás, pero no hablaba. Kaladin empezaba a temer que no se recuperaría nunca de su fatiga mental.

Hobber, el tipo de la cara redonda y la mella que había recibido un flechazo en la pierna, caminaba sin muleta. Pronto podría empezar a correr con los puentes, otra buena cosa. Necesitaban todas las manos que pudieran conseguir.

—Ve a aquel barracón —le dijo a Lopen—. Hay una manta, sandalias y un chaleco para ti en la pila del fondo.

—Muy bien —dijo Lopen, echando a andar. Saludó a unos cuantos hombres al pasar.

Roca se acercó a Kaladin y se cruzó de brazos.

—¿Un nuevo miembro?

—Sí.

—El único que nos quiso dar Gaz, supongo —Roca suspiró—. No es muy útil, ¿no? Es...

Se interrumpió cuando un cuerno sonó sobre el campamento y su eco se escuchó en los edificios de piedra como el bramido de un conchagrande lejano. Kaladin se puso tenso. Sus hombres estaban de guardia. Esperó a que sonara el tercer grupo de cuernos.

—¡Alineaos! —gritó Kaladin—. ¡A moverse!

Al contrario que las otras diecinueve cuadrillas de guardia, los hombres de Kaladin no corrieron confundidos de un lado a otro, sino que se alinearon de modo ordenado. Lopen salió, con un chaleco puesto, y luego vaciló al mirar a los cuatro pelotones, sin saber adónde ir. Lo harían trizas si Kaladin lo ponía delante, pero probablemente los retrasaría si lo colocaba en cualquier otro sitio.

—¡Lopen! —gritó Kaladin.

El manco saludó. «¿Se cree que está en el ejército?»

—¿Ves ese barril de agua de lluvia? Pide algunos odres a los ayudantes de la carpintería. Me dijeron que podíamos coger algunos. Llena tantos como puedas y luego alcánzanos.

—Claro, gancho —dijo Lopen.

—¡Alzad el puente! —gritó Kaladin, colocándose en su puesto delante—. ¡Al hombro!

El Puente Cuatro se puso en marcha. Mientras algunas de las otras cuadrillas esperaban en sus barracones, el equipo de Kaladin cruzó corriendo el patio. Bajaron los primeros la pendiente y llegaron al primer puente permanente antes incluso de que el ejército formara. Allí, Kaladin les ordenó que bajaran el puente y esperaran.

Poco después, Lopen bajó corriendo la colina..., y, sorprendentemente, Dabbid y Hobber lo acompañaban. No podían moverse rápido, no con la cojera de Hobber, pero habían construido una especie de litera con un toldo y dos trozos de madera. En el centro había unos veinte odres de agua. Llegaron trotando hasta la cuadrilla.

—¿Qué es esto? —dijo Kaladin.

—Me dijiste que trajera toda el agua que pudiera —dijo Lopen—. Bueno, los carpinteros nos dieron esto. Lo usan para transportar trozos de madera, dijeron, y como no lo estaban usando, lo cogimos y aquí estamos. ¿Verdad, muli? —le dijo a Dabbid, que tan solo asintió.

—¿Muli? —preguntó Kaladin.

—Significa mudo —dijo Lopen, encogiéndose de hombros—. Porque no parece hablar mucho.

—Comprendo. Bien, buen trabajo. Puente Cuatro, de nuevo en posición. Aquí viene el resto del ejército.

Las siguientes horas fueron lo que se habían acostumbrado a esperar de las cargas con los puentes. Condiciones extremas, llevando el pesado puente por las mesetas. El agua resultó de una gran ayuda. El ejército suministraba ocasionalmente agua a los hombres de los puentes durante las cargas, pero nunca todo lo a menudo que era necesaria. Poder echar un trago después de cruzar cada meseta era tan bueno como disponer de media docena de hombres más.

Pero la verdadera diferencia la producía la práctica. Los hombres del Puente Cuatro ya no se sentían agotados cada vez que soltaban el puente. El trabajo seguía siendo difícil, pero sus cuerpos estaban preparados. Kaladin advirtió más de una mirada de sorpresa o de envidia por parte de las otras cuadrillas mientras sus hombres reían o bromeaban en vez de desplomarse. Correr con un puente una vez a la semana o así, como hacían los otros hombres, no era suficiente. Una comida extra cada noche, combinada con el entrenamiento, había reforzado los músculos de sus hombres y los había preparado para trabajar.

La marcha fue larga, la más larga que Kaladin había hecho. Se dirigieron hacia el este durante horas. Eso era mala señal. Cuando se dirigían a las mesetas más cercanas solían llegar antes que los parshendi. Pero hasta tan lejos corrían solo para impedir que los parshendi escaparan con la gema corazón: no había ninguna posibilidad de que llegaran antes que el enemigo.

Eso significaba que probablemente sería una aproximación peligrosa. «No estamos preparados para la carga lateral», pensó Kaladin nervioso, mientras se acercaban por fin a una enorme meseta que se alzaba con forma extraña. Había oído hablar de ella: la Torre, la llamaban. Ningún ejército alezi había conseguido jamás una gema corazón ahí.

Soltaron el puente ante el penúltimo abismo, lo colocaron en posición, y Kaladin sintió un mal presagio mientras los exploradores lo cruzaban. La Torre tenía forma de cuña, irregular, con la punta suroriental alzándola al aire y creando una empinada falda. Sadeas había traído a gran número de soldados: esta meseta era enorme y permitía el despliegue de fuerzas más grandes. Kaladin esperó, ansioso. Tal vez tendrían suerte y los parshendi ya se habrían marchado con la gema corazón. Era posible, tan lejos.

Los exploradores regresaron corriendo.

—¡Líneas enemigas al otro lado! ¡Todavía no han abierto la crisálida!

Kaladin gimió para sus adentros. El ejército empezó a cruzar el puente, y sus hombres lo miraron, solemnes, con expresiones sombrías. Sabían lo que vendría a continuación. Algunos de ellos, quizá muchos, no sobrevivirían.

Iba a ser muy duro esta vez. En carreras anteriores, habían tenido un límite. Cuando perdían cuatro o cinco hombres, todavía podían continuar. Ahora solo corrían con treinta miembros. Cada hombre que perdieran los retrasaría enormemente, y la pérdida de cuatro o cinco más los haría avanzar a trompicones, quizás incluso volcar. Cuando eso sucediera, los parshendi lo lanzarían todo contra ellos. Kaladin lo había visto antes. Si una cuadrilla empezaba a titubear, los parshendi machacaban.

Además, cuando una cuadrilla tenía un número visiblemente bajo, siempre era blanco de los parshendi. El Puente Cuatro tenía problemas. Podían acabar fácilmente con quince o veinte muertos. Había que hacer algo.

Eso era.

—Acercaos —dijo Kaladin.

Los hombres fruncieron el ceño y se acercaron.

—Vamos a cargar el puente de lado —dijo Kaladin en voz baja—. Yo iré primero. Y guiaré; estad preparados para seguir la dirección que tome.

—Kaladin, la posición lateral es lenta —dijo Teft—. Es una idea interesante, pero...

—¿Confías en mí, Teft?

—Bueno, supongo que sí. —El hombre miró a los demás. Kaladin pudo ver que muchos de ellos no lo hacían, o al menos no del todo.

—Funcionará —insistió—. Vamos a usar el puente como escudo para bloquear las flechas. Tenemos que correr más que los demás puentes. Será duro dejarlos atrás mientras cargamos de lado, pero es lo único que se me ocurre. Si no sale bien, yo iré delante, así que seré el primero en caer. Si muero, cargad al hombro. Hemos practicado esa maniobra... Y os habréis librado de mí.

Los hombres del puente guardaron silencio.

—¿Y si no queremos librarnos de ti? —preguntó el narigudo Natam.

Kaladin sonrió.

—Entonces corred rápido y seguid mis indicaciones. Voy a hacer correcciones inesperadas durante la carrera: estad preparados para cambiar de dirección.

Volvió al puente. Los soldados rasos ya habían cruzado, y los ojos claros (incluyendo a Sadeas con su ornamentada armadura esquirlada) cruzaban a caballo. Kaladin y los hombres del Puente Cuatro los siguieron, y luego retiraron el puente tras ellos. Lo cargaron al hombro hasta la vanguardia del ejército y lo soltaron, esperando a que colocaran los otros puentes en su sitio. Lopen y los otros aguadores se quedaron atrás con Gaz: parecía que no iban a meterse en líos por no correr. Un pequeño consuelo.

Kaladin sintió que el sudor perlaba su frente. Apenas podía distinguir las filas parshendi delante, al otro lado del abismo. Hombres de negro y escarlata, los arcos cortos preparados, las flechas dispuestas. La enorme pendiente de la Torre se alzaba tras ellos.

El corazón le latió más rápido. Los expectaspren brotaban alrededor de los hombres del ejército, pero no de su equipo. Había que reconocer que tampoco había miedospren: no es que no sintieran miedo, es que no tenían tanto pánico como las otras cuadrillas, así que los miedospren iban allí.

«Cuidado —pareció susurrarle Tukk desde el pasado—. La clave para luchar no es la falta de pasión, sino la pasión controlada. Preocúpate por ganar. Preocúpate por aquellos a quienes defiendes. Tienes que preocuparte por algo.»

«Me preocupo —pensó Kaladin—. Que las tormentas me lleven por idiota, pero me preocupo.»

—¡Puentes arriba! —La voz de Gaz resonó en las primeras filas, repitiendo la orden que le había dado Lamaril.

La cuadrilla de Kaladin se puso en movimiento, giró de lado rápidamente el puente y los hombres lo alzaron. Los más bajos formaron una línea, sujetando el puente a la derecha, mientras que los más altos formaban otra línea más compacta detrás, estirando las manos y sujetando el puente. Lamaril les dirigió una dura mirada, y Kaladin contuvo la respiración.

Gaz se acercó y le susurró algo a Lamaril. El noble asintió lentamente y no dijo nada. El ataque parecía seguro.

El Puente Cuatro cargó.

Tras ellos, las flechas volaban en oleadas sobre las cabezas de los hombres de la cuadrilla, arqueándose en el cielo antes de caer hacia los parshendi. Kaladin corrió, los dientes apretados. Era difícil correr sin tropezar con los rocabrotes y los cortezapizarra. Por suerte, aunque su equipo era más lento que normalmente, su práctica y capacidad de aguante significaban que eran todavía más rápidos que las otras cuadrillas. Con Kaladin a la cabeza, el Puente Cuatro consiguió adelantarse a los demás.

Eso era importante, porque Kaladin dirigió a su equipo ligeramente hacia la derecha, como si estuviera un poco desviado respecto al pesado puente de al lado. Los parshendi se arrodillaron y empezaron a cantar. Las flechas alezi caían entre ellos, distrayendo a algunos, pero los otros alzaron sus arcos.

«Prepárate...», pensó Kaladin. Aceleró, y sintió un súbito arrebato de fuerza. Sus piernas dejaron de esforzarse, su respiración dejó de silbar. Tal vez era la ansiedad de la batalla, quizás el aturdimiento que se apoderaba de él, pero la fuerza inesperada le produjo una leve sensación de euforia. Sentía como si algo zumbara en su interior, mezclándose con su sangre.

En ese momento parecía como si estuviera tirando del puente él solo, como un velero que remolca al barco que lo sigue. Se volvió más a la derecha, en ángulo, poniéndose junto con sus hombres a plena vista de los arqueros parshendi.

Los parshendi continuaban cantando, sabiendo de algún modo, sin tener que recibir órdenes, cuándo tenían que disparar sus flechas. Se llevaron las flechas a las mejillas moteadas, apuntando a los hombres de los puentes. Como era de esperar, muchos apuntaban a los hombres de Kaladin.

«¡Casi estamos lo bastante cerca ya!»

Solo unos segundos más...

«¡Ahora!»

Kaladin se volvió bruscamente a la izquierda justo cuando los parshendi disparaban. El puente se movió con él, cargando ahora con la cara del artefacto apuntando hacia los arqueros. Las flechas volaron, se quebraron contra la madera, se clavaron en ella. Algunas temblaron contra el suelo de piedra bajo sus pies. El puente resonaba con los impactos.

Kaladin oyó gritos desesperados de dolor en las otras cuadrillas. Los hombres caían, algunos de ellos probablemente en su primera carrera. En el Puente Cuatro, nadie gritó. Nadie cayó.

Kaladin giró de nuevo el puente, corriendo en ángulo en otra dirección, con los hombres de nuevo al descubierto. Los sorprendidos parshendi prepararon sus flechas. Normalmente, disparaban en oleadas. Eso daba a Kaladin una oportunidad, pues en cuanto vio que los parshendi apuntaban, se dio la vuelta, usando el recio puente como escudo.

De nuevo las flechas se clavaron en la madera. De nuevo, las cuadrillas de los otros puentes gritaron. De nuevo, la carrera en zigzag de Kaladin protegió a sus hombres.

«Una más», pensó Kaladin. Esta sería la más dura. Los parshendi sabrían lo que iba a hacer. Estarían preparados para disparar cuando se girara.

Se volvió.

Nadie disparó.

Sorprendido, advirtió que los arqueros parshendi habían vuelto toda su atención a las otras cuadrillas, buscando otros blancos más fáciles. El espacio delante del Puente Cuatro estaba virtualmente despejado.

El abismo estaba cerca y, a pesar de su desvío, Kaladin llevó a su equipo al lugar adecuado. Todos tenían que estar alineados juntos para que la caballería pasara. Kaladin dio rápidamente la orden de soltar el puente. Algunos de los arqueros parshendi volvieron la atención hacia ellos, pero la mayoría los ignoró y siguieron disparando sus flechas contra las otras cuadrillas.

Un estrépito tras ellos anunció que un puente caía. Kaladin y sus hombres empujaron, los arqueros alezi de detrás asaetearon a los parshendi para distraerlos y permitirles seguir empujando el puente. Kaladin, sin dejar de empujar, se arriesgó a mirar por encima del hombro.

El siguiente puente en línea estaba cerca. Era el Puente Siete, pero vacilaban, alcanzados por una flecha tras otra. Cayeron mientras ellos miraban, y el puente se estrelló contra las rocas. Ahora el Puente Veintisiete vacilaba. Otros dos puentes habían caído ya. El Puente Seis había llegado al abismo, pero a duras penas, abatidos la mitad de sus hombres. ¿Dónde estaban las otras cuadrillas? No podía verlo, y tuvo que volver a su trabajo.

Los hombres de Kaladin colocaron el puente con un golpe, y Kaladin dio la orden de retirarse. Sus hombres y él se apartaron para permitir pasar a la caballería. Pero la caballería no llegó. Secándose el sudor de la frente, Kaladin dio media vuelta.

Otras cinco cuadrillas habían fijado sus puentes, pero los demás todavía pugnaban por llegar al abismo. Inesperadamente, habían intentado ladear sus puentes para bloquear las flechas, imitando a Kaladin y su equipo. Muchos tropezaban, algunos hombres trataban de bajar el puente para protegerse mientras otros seguían corriendo hacia delante.

Fue un caos. Estos hombres no habían practicado la carga lateral. Cuando una tripulación trataba de alzar su puente para asumir la nueva posición, lo dejaron caer. Dos cuadrillas más fueron abatidas completamente por los parshendi, que continuaban disparando.

La caballería pesada cargó y cruzó los seis puentes que habían sido emplazados. Normalmente, dos filas de jinetes por cada puente componían una masa de cien jinetes, de treinta a cuarenta a lo ancho y tres filas de fondo. Eso dependía de cuántos puentes fueran alineados, permitiendo una carga efectiva contra los centenares de arqueros parshendi.

Pero los puentes habían sido fijados de manera demasiado errática. Algunos jinetes cruzaron, pero de forma dispersa, y no pudieron atacar a los parshendi sin temor a ser rodeados.

Los soldados de infantería habían empezado a empujar el Puente Seis para colocarlo en su sitio. «Deberíamos ir a ayudar para que esos otros puentes crucen.»

Pero era demasiado tarde. Aunque Kaladin estaba cerca del campo de batalla, sus hombres, como era su costumbre, se habían refugiado tras la roca más cercana. La que habían elegido estaba lo bastante cerca para ver la batalla, pero bien protegida de las flechas. Los parshendi siempre ignoraban a los hombres de los puentes después del ataque inicial, aunque los alezi cuidaban de dejar guardias detrás para proteger el punto de desembarco y vigilar que los parshendi no les cortaran la retirada.

Los soldados finalmente colocaron el Puente Seis en posición, y dos cuadrillas más emplazaron los suyos, pero la mitad de los puentes no lo había conseguido. El ejército tuvo que reorganizarse, avanzando para apoyar a la caballería y dividiéndose para cruzar por donde habían emplazado los puentes.

Teft dejó atrás la protección de la roca y cogió a Kaladin del brazo, tirando de él hasta llevarlo a lugar seguro. Kaladin dejó que lo hiciera, pero siguió mirando la batalla, comprendiendo algo horrible.

Roca se detuvo junto a Kaladin y le dio una palmada en el hombro. El pelo del gran comecuernos estaba aplastado por el sudor, pero sonreía de oreja a oreja.

—¡Un milagro! ¡Ni un solo hombre herido!

Moash se le acercó.

—¡Padre Tormenta! No puedo creer lo que acabamos de hacer. ¡Kaladin, has cambiado las carreras con los puentes para siempre!

—No —dijo Kaladin en voz baja—. He socavado por completo nuestro ataque.

—Yo... ¿Qué?

«¡Padre Tormenta!», pensó Kaladin. La caballería había quedado aislada. Una carga de caballería necesitaba una línea compacta: lo que la hacía funcionar era la intimidación tanto como su fuerza.

Pero aquí los parshendi podían retirarse y atacar a los jinetes por los flancos. Y los soldados de infantería no habían llegado lo bastante rápido para ayudar. Varios grupos de jinetes luchaban completamente rodeados. Los soldados se agolpaban en los puentes que habían sido emplazados, intentando cruzar, pero los parshendi tenían una posición sólida y los repelían. Los lanceros caían de los puentes, y los parshendi consiguieron lanzar uno al abismo. Las fuerzas alezi pronto pasaron a la defensiva, los soldados concentrados en mantener las cabezas de puente para asegurar una vía de retirada para la caballería.

Kaladin observaba, observaba con toda su atención. Nunca había estudiado las tácticas y necesidades del ejército entero en estos ataques. Había estimado solamente las necesidades de su propia cuadrilla. Fue un error estúpido, y tendría que haberlo advertido. Tendría que haberse dado cuenta, si todavía se consideraba un soldado de verdad. Odió a Sadeas; odió la forma en que ese hombre usaba las cuadrillas de los puentes. Pero no tendría que haber cambiado la táctica básica del Puente Cuatro sin tener en cuenta el plan de conjunto de la batalla.

«Desvié la atención a las otras cuadrillas —pensó—. Eso nos hizo llegar al abismo demasiado pronto, y retrasó a algunas de las otras.»

Y, como él había corrido delante, muchos otros hombres de los puentes habían visto cómo había empleado la estructura como escudo. Eso los había llevado a imitar al Puente Cuatro. Cada cuadrilla había acabado corriendo a velocidad distinta, y los arqueros alezi no habían sabido dónde concentrar sus descargas para reducir la fuerza parshendi para los desembarcos.

«¡Padre Tormenta! Acabo de costarle a Sadeas esta batalla!»

Habría repercusiones. Los hombres de los puentes habían sido olvidados mientras los generales y capitanes se reunían para revisar sus planes de batalla. Pero cuando esto terminara, vendrían a por él.

O tal vez sucedería antes. Gaz y Lamaril, con un grupo de lanceros de reserva, marchaban hacia el Puente Cuatro.

Roca se colocó junto a Kaladin por un lado, y el nervioso Teft lo hizo por el otro, con una piedra en la mano. Los hombres del puente tras Kaladin empezaron a murmurar.

—Retroceded —les dijo Kaladin en voz baja a Roca y Teft.

—¡Pero Kaladin! —exclamó Teft—. Ellos...

—Retroceded. Reunid a los hombres. Que vuelvan al aserradero a salvo, si podéis.

«Si alguno de nosotros escapa a este desastre.»

Como Roca y Teft no retrocedieron, Kaladin dio un paso adelante. La batalla seguía su curso en la Torre: el grupo de Sadeas, liderado por el portador de esquirlada en persona, había conseguido conquistar una pequeña porción de terreno y lo conservaba con uñas y dientes. Los cadáveres se amontonaban en ambos bandos. No sería suficiente.

Roca y Teft se situaron de nuevo junto a Kaladin, pero él los obligó a retroceder. Se volvió entonces hacia Gaz y Lamaril. «Señalaré que Gaz me dijo que hiciera esto —pensó—. Sugirió que usara una carga lateral en el ataque.»

Pero no. No había testigos. Sería su palabra contra la de Gaz. No funcionaría, y además ese argumento daría a Gaz y Lamaril motivos suficientes para matarlo de inmediato, antes de que pudiera hablar con sus superiores.

Kaladin tenía que hacer otra cosa.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —farfulló Gaz mientras se acercaba.

—He trastocado la estrategia del ejército, convirtiendo en un caos toda la fuerza de asalto —dijo Kaladin—. Vienes a castigarme para que cuando tus superiores vengan gritándote para saber qué ha pasado, puedas al menos mostrar que actuaste con rapidez contra el responsable.

Gaz vaciló. Lamaril y los lanceros se detuvieron a su alrededor. El sargento parecía sorprendido.

—Si sirve de algo, no sabía que iba a suceder esto —dijo Kaladin—. Solo intentaba sobrevivir.

—Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir —dijo Lamaril, cortante. Hizo un gesto a un par de soldados y señaló a Kaladin.

—Si respetáis mi vida, prometo que les diré a vuestros superiores que no tuvisteis nada que ver son esto. Si me matáis, parecerá que intentáis esconder algo.

—¿Esconder algo? —dijo Gaz, mirando la batalla en la Torre. Una flecha perdida rebotó entre las rocas a poca distancia, rompiendo el astil—. ¿Qué tendríamos que esconder?

—Depende. Puede parecer que esto fue idea vuestra desde el principio. Brillante señor Lamaril, no me detuviste. Podrías haberlo hecho, pero no lo hiciste, y los soldados os vieron hablar a Gaz y a ti cuando visteis lo que hacía. Si no puedo declarar que ignorabais lo que iba a hacer, tendréis un buen problema.

Los soldados de Lamaril miraron a su líder. El ojos claros frunció el ceño.

—Golpeadlo —dijo—, pero no lo matéis.

Dio media vuelta y regresó hacia las líneas de reserva alezi.

Los fornidos lanceros avanzaron hacia Kaladin. Eran ojos oscuros, pero bien podrían haber sido parshendi por la simpatía que le mostraron. Kaladin cerró los ojos y se preparó. No podía resistirse. No si quería permanecer en el Puente Cuatro.

La culata de una lanza le golpeó en el estómago y lo derribó al suelo, y jadeó cuando los soldados empezaron a darle patadas. Una bota abrió la bolsa que llevaba al cinto. Sus esferas, demasiado preciosas para dejarlas en el barracón, se dispersaron entre las piedras. De algún modo habían perdido su luz tormentosa, y ahora eran opacas, agotada su vida.

Los soldados siguieron dándole patadas.