«De pronto se volvieron peligrosos. Como un día de calma que se convierte en una tempestad.»
Este fragmento es el origen de un proverbio thayleño que acabó por convertirse en una derivación más común. Creo que pude ser una referencia a los Portadores del Vacío. Ver Emperador de Ixsix, capítulo cuatro.
Kaladin salió del cavernoso barracón a la pura luz de las primeras horas de la mañana. Los trocitos de cuarzo en el suelo resplandecían ante él, capturando la luz, como si el suelo chispeara y ardiera, dispuesto a estallar.
Lo siguió un grupo de veintinueve hombres. Esclavos. Ladrones. Desertores. Extranjeros. Incluso unos cuantos cuyo único pecado había sido la pobreza y se habían unido a las cuadrillas de los puentes por desesperación. La paga era buena cuando se la comparaba con nada, y les habían prometido que si sobrevivían a cien carreras con los puentes serían ascendidos, asignados a un puesto de guardia, cosa que, en la mente de un pobre, parecía una vida de lujo. ¿Que te pagaran por estar allí mirando todo el día? ¿Qué clase de locura era esta? Era casi como ser rico.
No comprendían. Nadie sobrevivía a cien cargas con el puente. Kaladin había estado en dos docenas, y ya era uno de los hombres más experimentados que se mantenían con vida.
El Puente Cuatro los siguió. El último de los resistentes (un tipo delgado llamado Bisig) había cedido ayer. Kaladin prefería pensar que la risa, la comida y la humanidad lo habían afectado al fin. Pero probablemente habían sido unas cuantas miradas o amenazas entre dientes por parte de Roca y Teft.
Kaladin prefería hacerse el tonto en estos casos. Acabaría por necesitar la lealtad de estos hombres, pero por ahora se contentaba con la obediencia.
Los dirigió durante los ejercicios matutinos que había aprendido en su primer día en el ejército. Estiramientos seguidos de saltos. Los carpinteros de mono de trabajo marrón y gorras pardas o verdes pasaban camino del aserradero y sacudían divertidos la cabeza. Los soldados de la loma cercana, donde empezaba el campamento propiamente dicho, los miraban y se reían. Gaz observaba desde un barracón cercano, los brazos cruzados, insatisfecho su único ojo.
Kaladin se secó la frente. Miró a Gaz durante un largo instante, y luego se volvió hacia sus hombres. Todavía había tiempo de practicar levantando el puente antes del desayuno.
Gaz nunca se había acostumbrado a tener un solo ojo. ¿Podía acostumbrarse alguien? Preferiría haber perdido una mano o una pierna antes que un ojo. No dejaba de pensar en que había algo oculto en esa oscuridad que no podía descifrar, pero los demás sí. ¿Qué acechaba allí? ¿Spren que le arrancarían el alma del cuerpo como una rata podía vaciar un odre de vino mordisqueando una punta?
Sus compañeros lo llamaban afortunado: «Ese golpe podría haberte quitado la vida.» Bueno, al menos no habría tenido que vivir con esta oscuridad. Uno de sus ojos estaba siempre cerrado. Cerraba el otro, y la oscuridad lo engullía.
Gaz miró a la izquierda, y la oscuridad corrió al lado. Lamaril estaba apoyado contra un poste, delgado y esbelto. No era un hombre grande, pero tampoco débil. Era todo líneas. Barba rectangular. Cuerpo rectangular. Afilado, como un cuchillo.
Lamaril lo llamó, así que se acercó reacio. Entonces sacó una esfera de su bolsa y se la entregó. Un marco de topacio. Odiaba perderlo. Siempre odiaba perder dinero.
—Me debes el doble —advirtió Lamaril, alzando la esfera para mirarla mientras chispeaba a la luz del sol.
—Bueno, es todo lo que recibirás por ahora. Alégrate de que sea algo.
—Alégrate de que he mantenido la boca cerrada —dijo Lamaril perezosamente, apoyándose contra su poste, que marcaba el límite del aserradero.
Gaz apretó los dientes. Odiaba pagar, ¿pero qué otra cosa podía hacer? «Las tormentas se lo lleven. ¡Que las malditas tormentas se lo lleven!»
—Parece que tienes un problema —dijo Lamaril.
Al principio, Gaz creyó que se refería a lo que le faltaba por pagar. El ojos claros señaló los barracones del Puente Cuatro.
Gaz miró a los hombres, inquieto. El joven jefe de puente ladró una orden, y los hombres recorrieron al trote el patio. Ya había conseguido que corrieran acompasados. Ese cambio significaba mucho. Les daba velocidad, les ayudaba a pensar como un equipo.
¿Podía tener ese muchacho formación militar, como decía? ¿Por qué desperdiciarlo en los puentes? Naturalmente, estaba esa marca shash en su frente...
—No veo ningún problema —dijo Gaz con un gruñido—. Son rápidos. Eso es bueno.
—Son insubordinados.
—Siguen órdenes.
—Las órdenes de él, tal vez. —Lamaril sacudió la cabeza—. Los hombres de los puentes existen por un solo propósito, Gaz. Para proteger las vidas de hombres más valiosos.
—¿De verdad? Y yo que creía que su propósito era cargar puentes.
Lamaril le dirigió una dura mirada. Se inclinó hacia delante.
—No te pases conmigo, Gaz. Y no olvides cuál es tu sitio. ¿Te gustaría unirte a ellos?
Gaz sintió una punzada de temor. Lamaril era un ojos claros de muy pobre extracción, uno de los sin tierra. Pero era su inmediato superior, un contacto entre las cuadrillas de los puentes y los ojos claros de rango superior que supervisaban el aserradero.
Gaz agachó la cabeza.
—Lo siento, brillante señor.
—El alto príncipe Sadeas mantiene una ventaja —dijo Lamaril, apoyándose de nuevo en su poste—. La mantiene presionándonos a todos. Con fuerza. Cada hombre en su sitio. —Indicó con la cabeza a los hombres del Puente Cuatro—. La velocidad no es mala cosa. La iniciativa tampoco. Pero hombres con iniciativa como los de ese muchacho a menudo no se contentan con su situación. Las cuadrillas de los puentes funcionan como son, sin necesidad de modificar nada. El cambio puede ser inquietante.
Gaz dudaba de que ninguno de los hombres de los puentes comprendiera realmente cuál era su lugar en los planes de Sadeas. Si supieran por qué trabajaban de manera tan implacable (y por qué tenían prohibido el uso de escudos o armaduras) probablemente se arrojarían ellos solos al abismo. Cebo. Eran cebo. Para atraer la atención de los parshendi, para dejar que los salvajes hicieran algo bueno abatiendo a unos cuantos hombres de los puentes en cada asalto. Mientras tuvieran hombres de sobra, no importaba. Excepto a aquellos que morían.
«Padre Tormenta —pensó Gaz—. Me odio a mí mismo por ser parte de esto.» Pero llevaba ya mucho tiempo haciéndolo. No era nada nuevo para él.
—Haré algo —le prometió a Lamaril—. Un cuchillo en la noche. Veneno en la comida.
Eso le hizo retorcerse por dentro. Los sobornos del muchacho eran pequeños, pero eran todo lo que le permitía cumplir sus pagos a Lamaril.
—¡No! —susurró Lamaril—. ¿Quieres que vean que es realmente una amenaza? Los soldados ya están hablando de él. —Hizo una mueca—. Lo último que necesitamos es un mártir que inspire la rebelión entre los hombres de los puentes. No quiero llamar la atención sobre él, nada de lo que puedan aprovecharse los enemigos de nuestro alto príncipe.
Miró a Kaladin, que corría de nuevo con sus hombres.
—Tiene que caer en el campo de batalla, como se merece. Asegúrate de que suceda. Y tráeme el resto del dinero que me debes, o pronto te encontrarás cargando con uno de esos puentes tú también.
Dio media vuelta, agitando su capa verde bosque. En su época de soldado, Gaz había aprendido a temer más que a nadie a los ojos claros de menor rango. Los amargaba estar tan cerca de los ojos oscuros, aunque aquellos ojos oscuros fueran los únicos sobre los que tenían autoridad. Eso los volvía peligrosos. Estar con un hombre como Lamaril era como entregar un carbón ardiendo con las manos desnudas. No podías evitar quemarte. Solo esperabas ser lo bastante rápido para quemarte lo mínimo.
El Puente Cuatro pasó corriendo. Un mes antes, Gaz no habría creído esto posible. ¿Un grupo de hombres de los puentes, practicando? Y solo parecía haberle costado a Kaladin unos cuantos sobornos de comida y unas promesas vacías diciendo que iba a protegerlos.
Eso no tendría que haber sido suficiente. La vida como hombre de los puentes carecía de esperanzas. Gaz no podía unirse a ellos. No podía. Kaladin, su alteza, tenía que caer. Pero si las esferas de Kaladin desaparecían, Gaz podía acabar en uno de los puentes por no poder pagarle a Lamaril. «¡Condenación de las tormentas!», pensó. Era como intentar decidir qué pinza del abismoide iba a aplastarte.
Gaz continuó observando a la cuadrilla de Kaladin. Y aquella oscuridad seguía esperándolo. Como un picor que no podía rascar. Como un grito que no podía ser silenciado. Un entumecimiento picoteante del que nunca podría deshacerse.
Probablemente lo acompañaría a la tumba.
—¡Levantad el puente! —gritó Kaladin, corriendo con el Puente Cuatro. Lo alzaron por encima de sus cabezas mientras seguían moviéndose. Era más difícil correr así, con el puente en alto, en vez de apoyado sobre los hombros. Sintió su enorme peso en los brazos.
—¡Abajo! —ordenó.
Los que iban delante soltaron el puente y corrieron a los lados. Los otros bajaron el puente con un rápido movimiento. Golpeó el suelo torpemente, arañando la piedra. Se colocaron en posición, haciendo como si lo movieran sobre un abismo. Kaladin ayudó desde un lado.
«Tendremos que practicar en un abismo de verdad —pensó mientras los hombres practicaban—. Me pregunto qué clase de soborno hará falta para que Gaz me permita hacerlo.»
Los hombres del puente, terminada su falsa carga, miraron a Kaladin, agotados pero emocionados. Él les sonrió. Como jefe de pelotón en el ejército de Amaram, había aprendido aquellos meses que las alabanzas debían ser sinceras y no había que escatimarlas.
—Tenemos que trabajar en esa colocación —dijo—. Pero en general, estoy impresionado. Dos semanas y ya estáis trabajando juntos tan bien como algunos equipos que entrené durante meses. Estoy satisfecho. Y orgulloso. Id a beber algo y descansad. Haremos una o dos cargas más antes de ponernos a trabajar.
El servicio de hoy era de nuevo recoger piedras, pero no podían quejarse. Kaladin había convencido a los hombres de que levantar piedras mejoraría su fuerza, y había reclutado a unos cuantos en los que confiaba para ayudarlo a recoger matopomos, el medio por el que podía suministrar, a duras penas, comida extra para los hombres y aumentar sus suministros médicos.
Dos semanas. Y dos semanas cómodas, habida cuenta de cómo eran las vidas de los hombres de los puentes. Dos muertos más: Amark y Koolf. Otros dos heridos; Narm y Peet. Una fracción de lo que habían perdido las otras cuadrillas, pero seguían siendo demasiados. Kaladin trató de parecer optimista mientras se acercaba al barril de agua y cogía un cucharón de manos de uno de los hombres y se lo bebía.
El Puente Cuatro caería por el peso de sus heridos. Solo había treinta hombres fuertes, con cinco heridos que no recibían ninguna paga y había que alimentar con los ingresos de los matopomos. Contando con los que habían muerto, habían tenido casi un treinta por ciento de bajas en las semanas que llevaba intentando protegerlos. En el ejército de Amaram, esa tasa de bajas habría sido catastrófica.
Entonces, la vida de Kaladin se reducía a entrenamiento y marchas, con algún frenético momento de batalla. Aquí, la lucha era implacable. Cada pocos días. Esas cosas podían agotar a un ejército, y de hecho lo harían.
«Tiene que haber un modo mejor», pensó Kaladin, enjugándose la boca con el agua tibia antes de echarse otro cazo por encima de la cabeza. No podía continuar perdiendo dos hombres por semana entre muertos y heridos. ¿Pero cómo sobrevivir cuando ni a sus propios oficiales les importaba si vivían o morían?
Apenas fue capaz de contenerse y no arrojar el cazo al barril lleno de frustración. En cambio, se lo tendió a Cikatriz y le dirigió una sonrisa de ánimo. Una mentira. Pero importante.
Gaz observaba desde la sombra de uno de los otros barracones. La figura translúcida de Syl, ahora con forma de borla de matopomo, revoloteaba alrededor del sargento. Luego se dirigió hacia Kaladin y se posó en su hombro, tomando su forma femenina.
—Está planeando algo —dijo.
—No ha intervenido —contestó Kaladin—. Ni siquiera ha intentado impedir que tomemos el guiso nocturno.
—Estaba hablando con ese ojos claros.
—¿Lamaril?
Ella asintió.
—Lamaril es su superior —dijo Kaladin mientras pasaban a la sombra del barracón del Puente Cuatro. Se apoyó contra la pared, y miró a sus hombres, que todavía estaban junto al barril de agua. Ahora hablaban unos con otros. Bromeaban. Reían. Salían a beber juntos por la noche. ¡Padre Tormenta!, nunca pensó que se alegraría de que los hombres bajo su mando bebieran.
—No me gustaron sus expresiones —dijo Syl, sentándose en el hombro de Kaladin—. Oscuras. Como nube de tormenta. No oí lo que decían: reparé en ellos demasiado tarde. Pero no me gusta, sobre todo ese Lamaril.
Kaladin asintió lentamente.
—¿Tú tampoco te fías de él? —preguntó Syl.
—Es un ojos claros.
Eso era suficiente.
—Así que...
—No vamos a hacer nada —dijo Kaladin—. No puedo responder a menos que intenten algo. Y si gasto todas mis energías preocupándome por lo que podrían hacer, me será imposible resolver el problema al que nos enfrentamos ahora mismo.
Lo que no mencionó fue su verdadera preocupación: si Gaz o Lamaril decidían matarlo, había poco que pudiera hacer para impedirlo. Cierto, los hombres de los puentes rara vez eran ejecutados por algo que no fuera dejar de correr con su puente. Pero incluso en un ejército «honesto» como el de Amaram había rumores de acusaciones falsas y pruebas trucadas. En el campamento falto de disciplina y apenas regulado de Sadeas, nadie parpadearía si a Kaladin (un esclavo marcado con un shash) le echaran encima una acusación nebulosa. Lo dejarían para la alta tormenta, lavándose las manos de su muerte, diciendo que el Padre Tormenta había elegido su destino.
Kaladin se irguió y echó a andar hacia la carpintería. Los artesanos y sus aprendices trabajaban afanosamente cortando madera para hacer mangos de lanzas, puentes, postes o muebles.
Los artesanos lo saludaron al pasar. Ya estaban familiarizados con él, acostumbrados a sus extrañas peticiones, como trozos de madera lo bastante largos para que cuatro hombres los sujetaran y corrieran con ellos, tratando de mantener la cadencia unos con otros. Encontró un puente a medio construir. Lo habían desarrollado a partir de aquel tablón que Kaladin había utilizado.
Se arrodilló e inspeccionó la madera. Un grupo de hombres trabajaba con una gran sierra a su derecha, cortando finos redondeles de un tronco. Probablemente los convertirían en asientos.
Pasó los dedos por la lisa madera. Todos los puentes móviles estaban hechos de un tipo de madera llamado makam. Tenía un color marrón oscuro, el grano casi oculto, y era a la vez fuerte y liviana. Los artesanos la habían lijado, y olía a serrín y savia almizclada.
—¿Kaladin? —preguntó Syl, caminando por el aire hasta posarse en la madera—. Pareces distante.
—Es irónico lo bien que crean estos puentes —dijo él—. Los carpinteros de este ejército son mucho más profesionales que sus soldados.
—Tiene sentido —respondió ella—. Los artesanos quieren que los puentes duren. Los soldados a los que escucho solo quieren llegar a la meseta, coger la gema corazón y largarse. Para ellos es un juego.
—Muy astuta. Mejoras cada vez más al observarnos.
Ella sonrió.
—Es más bien como si recordara cosas que una vez conocí.
—Pronto ya no serás una spren, sino una pequeña filósofa transparente. Tendremos que enviarte a un monasterio para que pases el tiempo sumida en profundos e importantes pensamientos.
—Sí —dijo ella—, como deducir la mejor manera de conseguir que los fervorosos beban accidentalmente una mezcla que vuelva su boca azul. —Sonrió malévola.
Kaladin respondió a su vez, pero siguió pasando el dedo por la madera. Seguía sin comprender por qué no dejaban que los hombres de los puentes llevaran escudos. Nadie le daba una respuesta clara.
—Usan makam porque es lo bastante fuerte para que su peso soporte una carga de caballería pesada —dijo—. Nosotros deberíamos poder usarlo. Nos niegan escudos, pero ya llevamos uno sobre los hombros.
—¿Pero cómo reaccionarán si lo intentas?
Kaladin se puso en pie.
—No lo sé, pero tampoco tengo otra opción.
Intentarlo sería un riesgo. Un riesgo enorme. Pero se había quedado sin ideas que no supusieran ningún riesgo hacía varios días.
—Podemos agarrar por aquí —dijo Kaladin, señalando a Roca, Teft, Cikatriz y Moash. Estaban junto a un puente semivolcado que dejaba al descubierto su parte inferior. El fondo era una construcción complicada, con ocho filas de tres posiciones para acomodar hasta a veinticuatro hombres directamente debajo, y luego dieciséis asideros, ocho en cada lado, para dieciséis hombres más en el exterior. Cuarenta hombres, corriendo hombro con hombro, si tenían un complemento pleno.
Cada posición bajo el puente tenía una hendidura para la cabeza del porteador, dos bloques curvados de madera para apoyarlos en los hombros, y dos barras como asidero. Los hombres de los puentes llevaban hombreras, y los que eran más bajos necesitaban un extra para compensarlo. Gaz normalmente trataba de asignar a los nuevos reclutas a cuadrillas de su misma altura.
Eso no se cumplía con el Puente Cuatro, naturalmente. El Puente Cuatro solo recibía las sobras.
Kaladin señaló varias barras y puntales.
—Podríamos agarrarnos aquí, y luego correr llevando el puente de lado a nuestra derecha, inclinado. Pondremos a nuestros hombres más altos por fuera y a los más bajos por dentro.
—¿Para qué servirá eso? —preguntó Roca, frunciendo el ceño.
Kaladin miró a Gaz, que los observaba desde cerca. Desde demasiado cerca. Era mejor no hablar de por qué quería cargar el puente de lado. Además, no quería que los hombres sintieran demasiadas esperanzas hasta que supiera si iba a funcionar.
—Solo quiero experimentar —dijo—. Si podemos cambiar de posición ocasionalmente, podría ser más fácil. Trabajar músculos diferentes.
Syl, de pie en lo alto del puente, frunció el ceño. Siempre fruncía el ceño cuando Kaladin oscurecía la verdad.
—Reunid a los hombres —dijo Kaladin, señalando a Roca, Cikatriz y Moash. Los había nombrado comandantes de subpelotones, algo que los hombres del puente normalmente no tenían. Pero los soldados funcionaban mejor en grupos pequeños de seis u ocho.
«Soldados —pensó Kaladin—. ¿Así es como los ves?»
No combatían. Pero sí, eran soldados. Era demasiado fácil subestimar a los hombres cuando considerabas que eran «solo» gente de los puentes. Cargar contra los arqueros enemigos sin escudos requería coraje. Aunque te vieras obligado a hacerlo.
Miró a un lado, advirtiendo que Moash no se había marchado con los demás. El hombre tenía el rostro afilado, los ojos verde oscuro y el pelo marrón moteado de negro.
—¿Algo va mal, soldado? —preguntó Kaladin.
Moash parpadeó sorprendido por el uso de la palabra, pero todos se habían acostumbrado a esperar cualquier cosa de Kaladin.
—¿Por qué me has hecho jefe de un subpelotón?
—Porque resististe mi liderazgo más tiempo que casi todos los demás. Y fuiste más claro al respecto.
—¿Me has nombrado jefe porque me negué a obedecerte?
—Te he nombrado jefe porque me pareciste capaz e inteligente. Pero aparte de eso, no cambiaste de opinión demasiado fácilmente. Eres terco. Eso nos puede venir bien.
Moash se rascó su poco poblada barba.
—Muy bien. Pero al contrario que Teft y ese comecuernos, no creo que seas un regalo del Todopoderoso. No me fío de ti.
—¿Entonces por qué me obedeces?
Moash lo miró a los ojos antes de encogerse de hombros.
—Supongo que soy curioso.
Se marchó para reunir a su pelotón.
«¿En nombre de todos los vientos, qué...?», pensó Gaz, aturdido, mientras veía pasar el Puente Cuatro. ¿Qué los había impulsado a cargar el puente de lado?
Eso los obligaba a levantarlo de forma extraña, formando tres filas en vez de cinco, y agarrarse torpemente a la parte inferior del puente y mantenerlo ladeado a la derecha. Era una de las cosas más extrañas que había visto. Apenas cabían, y los asideros no estaban hechos para cargar el puente de esa forma.
Gaz se rascó la cabeza al verlos pasar, luego alzó una mano y le hizo señas a Kaladin para que se detuviera. Su alteza soltó el puente y corrió hacia él, secándose la frente mientras los demás seguían corriendo.
—¿Sí?
—¿Qué es eso? —preguntó Gaz, señalando.
—La cuadrilla del puente. Cargando lo que creo que es..., sí, es un puente.
—No te he pedido que te hagas el gracioso. Quiero una explicación.
—Cargar el puente sobre nuestras cabezas se hace pesado —dijo Kaladin.
Era un hombre alto, lo suficiente para alzarse sobre Gaz. «¡Por la tormenta, no me dejaré intimidar!»
—Es un modo de usar músculos diferentes. Como pasarte una carga de un hombro a otro.
Gaz miró hacia un lado. ¿Se había movido algo en la oscuridad?
—¿Gaz? —preguntó Kaladin.
—Mira, alteza —dijo Gaz, mirándolo—. Llevarlo en alto puede que sea agotador, pero llevarlo así es una estupidez. Parece que estáis a punto de tropezar unos con otros, y los asideros son terribles. Los hombres apenas caben.
—Sí —dijo Kaladin, en voz más baja—. Pero gran parte del tiempo solo la mitad de una cuadrilla sobrevive a una carga. Podremos traerlo así de vuelta cuando seamos menos. Nos permitirá cambiar de posiciones, al menos.
Gaz vaciló. «Solo la mitad de una cuadrilla...»
Si llevaban el puente así en un asalto, irían despacio, exponiéndose. Podría ser un desastre, para el Puente Cuatro al menos.
Gaz sonrió.
—Me gusta.
Kaladin pareció sorprendido.
—¿Qué?
—Iniciativa. Creatividad. Sí, seguid practicando. Me gustaría mucho ver que lográis alcanzar una meseta llevando el puente de esa forma.
Kaladin entornó los ojos.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo Gaz.
—Bueno, pues entonces tal vez lo hagamos.
Gaz sonrió, viendo marcharse a Kaladin. Un desastre era exactamente lo que necesitaba. Ahora solo tenía que buscar otro modo de pagarle a Lamaril su chantaje.