Soy consciente de que probablemente estás enfadado todavía. Me alegra saberlo. Al igual que tu perpetua salud, he llegado a dar por hecha tu insatisfacción conmigo. Creo que es una de las grandes constantes del Cosmere.

Diez latidos

Uno

El tiempo que se tardaba en invocar una hoja esquirlada. Si el corazón de Dalinar se aceleraba, el tiempo era más corto. Si estaba más relajado, tardaba más.

Dos

En el campo de batalla, el paso de esos latidos podía extenderse como una eternidad. Se puso el yelmo mientras corría.

Tres

El abismoide abatió con un brazo, golpeando el puente lleno de ayudantes y soldados. La gente gritó y cayó al abismo. Dalinar corrió, confiando en sus piernas amplificadas por la armadura, siguiendo al rey.

Cuatro

El abismoide se alzó como una montaña de caparazones entrelazados del color de la tinta violeta oscura. Dalinar comprendió por qué los parshendi llamaban dioses a estos bichos. Tenía una cara retorcida y en forma de punta de flecha, con una boca llena de mandíbulas picudas. Aunque era vagamente crustáceo, no se trataba de un grueso y plácido chull. Tenía cuatro terribles antepinzas en sus anchos hombros, cada pinza del tamaño de un caballo, y una docena de patas más pequeñas que se aferraban al borde de la meseta.

Cinco

La quitina rechinó contra la piedra cuando la criatura terminó de auparse a la meseta, agarrando a un chull que tiraba de un carro con una rápida pinza.

Seis

—¡A las armas, a las armas! —gritó Elhokar, corriendo por delante de Dalinar—. ¡Arqueros, disparad!

Siete

—¡Distraedla de los que no están armados! —le gritó Dalinar a sus soldados.

La criatura rompió la concha del chull, fragmentos del tamaño de platos que se dispersaron por toda la meseta, y se metió a la bestia en las fauces y empezó a mirar a las escribas y ayudantes que huían. El chull dejó de balar cuando el monstruo lo engulló.

Ocho

Dalinar saltó a un saliente rocoso y voló cinco metros antes de aterrizar, levantando lascas de roca.

Nueve

El abismoide aulló con un horrible sonido rechinante. Trompeteó a cuatro voces que se solapaban unas con otras.

Los arqueros apuntaron. Elhokar gritó sus órdenes justo delante de Dalinar, su capa azul ondeando.

La mano de Dalinar cosquilleaba de expectación.

¡Diez!

Su hoja esquirlada, Juramentada, se formó en su mano, solidificándose de la niebla, apareciendo cuando el décimo latido de su corazón tamborileó en su pecho. Metro ochenta desde la empuñadura a la punta, la espada habría sido imposible de empuñar por cualquier hombre que no llevara una armadura esquirlada. Era perfecta para Dalinar. Llevaba a Juramentada desde su juventud, unido a ella cuando tenía veinte Llantos de edad. Era larga y levemente curvada, del ancho de una mano, con ondas serradas cerca de la empuñadura. Se curvaba en la punta como el garfio de un pescador, y estaba húmeda de rocío helado.

Esta espada era parte de él. Podía sentir la energía corriendo por la hoja, como si estuviera ansiosa. Un hombre nunca conocía la vida misma hasta que atacaba en la batalla con su espada y su armadura.

—¡Enfadadla! —gritó Elhokar, su hoja, Soleada, brotando de la bruma y formándose en su mano. Era larga y fina con una gran guardia cruzada, y tenía grabados en los bordes los diez glifos fundamentales. No quería que el monstruo escapara: Dalinar podía oírlo en su voz. Dalinar estaba más preocupado que los soldados y ayudantes: esta cacería ya había salido terriblemente mal. Tal vez deberían distraer al monstruo el tiempo suficiente para que todos escaparan, y luego regresar y dejar que se atiborrara de chulls y cerdos.

La criatura emitió de nuevo su gemido a múltiples voces, lanzando una pinza contra los soldados. Los hombres gritaron. Los huesos se rompieron y los cuerpos se desmoronaron.

Los arqueros dispararon, apuntando a la cabeza. Cien dardos saltaron al aire, pero solo unos pocos alcanzaron el suave músculo entre las placas de quitina. Tras ellos, Sadeas pedía su arco grande. Dalinar no podía esperar a eso: la criatura estaba ahí, peligrosa, matando a sus hombres. El arco sería demasiado lento. Esto era un trabajo para la hoja esquirlada.

Adolin atacó, montado en Sangre Segura. El muchacho había ido en busca de su caballo, en vez de atacar como había hecho Elhokar. El propio Dalinar se había visto obligado a permanecer con el rey. Los otros caballos, incluso los caballos de guerra, estaban dominados por el pánico, pero el semental blanco ryshadio de Adolin mantenía la calma. En un instante Galante estuvo allí, trotando junto a Dalinar, que agarró las riendas y se alzó al aire con sus piernas amplificadas por la armadura y se encaramó a la silla. La fuerza de su aterrizaje podría haber lastimado la espalda de un caballo normal, pero Galante estaba hecho de una piedra más fuerte que eso.

Elhokar cerró su yelmo, los lados cubiertos de bruma.

—Atrás, majestad —gritó Dalinar, adelantándolo—. Espera hasta que Adolin y yo lo debilitemos.

Dalinar alzó la mano y se bajó también la visera. Los lados se difuminaron, encajando en su sitio, y los lados del yelmo se volvieron transparentes para él. Seguía haciendo falta la visera, pues mirar a través de los lados era como mirar a través de un cristal sucio, pero la transparencia era una de las partes más maravillosas de la armadura esquirlada.

Dalinar cabalgó hacia la sombra del monstruo. Los soldados corrían, echando mano a sus lanzas. No habían sido entrenados para combatir contra bestias de nueve metros de altura, y era indicativo de su valor que igualmente formaran filas, tratando de desviar su atención de los arqueros y los ayudantes que huían.

Las flechas llovieron, rebotaron en el caparazón y se volvieron más letales para los soldados que para el abismoide. Dalinar alzó el brazo libre para cubrir su visera cuando una flecha rebotó en su yelmo.

Adolin retrocedió cuando la bestia atacó a un grupo de arqueros, aplastándolos con una de sus pinzas.

—Yo me encargo de la izquierda —gritó, la voz apagada por el yelmo.

Dalinar asintió, cortó hacia la derecha, galopó ante un grupo de sorprendidos soldados y salió de nuevo a la luz mientras el abismoide alzaba una pinza para descargar otro golpe. Dalinar pasó bajo el miembro, transfirió Juramentada a la mano izquierda y extendió la espada al lado y cortó una de las patas como troncos del abismoide.

La hoja cortó la gruesa quitina sin hallar apenas resistencia. Como siempre, no cortó la carne viva, aunque mató la pata con la misma seguridad que si la hubiera cercenado. El gran miembro resbaló, quedando entumecido e inútil.

El monstruo rugió con sus voces profundas, solapadas, chirriantes. Al otro lado, Dalinar pudo distinguir a Adolin cortando una pata.

La criatura se estremeció y se volvió hacia Dalinar. Las dos patas que habían sido atacadas se arrastraban sin vida. El monstruo era largo y estrecho como una langosta, y tenía una cola aplanada. Caminaba sobre catorce patas. ¿Cuántas podría perder antes de desplomarse?

Dalinar hizo dar media vuelta a Galante y se reunió con Adolin, cuya armadura brillaba, la capa ondulando tras él. Cambiaron de lado mientras se volvían en grandes arcos, cada uno dirigiéndose a otra pata.

—¡Enfréntate a tu enemigo, monstruo! —gritó Elhokar.

Dalinar se volvió. El rey había encontrado su montura y había conseguido controlarla. Venganza no era un ryshadio, pero el animal era de la mejor raza shin. Elhokar cargó, alzando la espada por encima de su cabeza.

Bueno, no se le podía prohibir que combatiera. Con la armadura, no tendría problemas mientras no dejara de moverse.

—¡Las patas, Elhokar! —gritó Elhokar.

El rey lo ignoró y atacó directamente al pecho de la bestia. Dalinar maldijo, y picó espuelas mientras el monstruo se volvía. En el último momento Elhokar se agachó y esquivó el golpe. La pinza del abismoide golpeó la piedra con un sonido resonante. El animal rugió enfurecido por no haber alcanzado a Elhokar, y su rugido retumbó en los abismos.

El rey se volvió hacia Dalinar, pasando a toda velocidad ante él.

—¡Lo estoy distrayendo, necio! ¡Sigue atacando!

—¡Tengo un ryshadio! —le respondió Dalinar—. ¡Yo lo distraeré: soy más rápido!

Elhokar volvió a ignorarlo. Dalinar suspiró. Como de costumbre, el rey no se dejaba contener. Discutir tan solo costaría más hombres y más vidas, así que Dalinar hizo lo que le decían. Se dispuso a dar otra vuelta para atacar de nuevo, los cascos de Galante golpeaban contra el suelo de piedra. El rey llamó la atención directa del monstruo, y Dalinar pudo acercarse y atravesar con su espada otra pata.

La bestia emitió cuatro gritos superpuestos y se volvió hacia Dalinar. Pero, cuando lo hacía, Adolin apareció cabalgando por el otro lado y cortó otra pata con un diestro golpe. La pata se desmoronó, y las flechas siguieron cayendo mientras los arqueros disparaban.

La criatura se estremeció, confundida por los ataques que venían de todas partes. Se estaba debilitando, y Dalinar alzó el brazo e hizo un gesto, ordenando al resto de los soldados que se retiraran hacia el pabellón. Dadas las órdenes, se internó y atacó otra pata. Eso significaba que cinco habían caído ya. Tal vez era el momento de dejar que la bestia se alejara renqueando: no merecía la pena poner vidas en riesgo para matarla.

Llamó al rey, que cabalgaba a poca distancia, la espada extendida a un lado. El rey lo miró, pero obviamente no lo escuchó. Mientras el abismoide se alzaba al fondo, Elhokar hizo volverse bruscamente a Venganza y corrió hacia Dalinar.

Hubo un suave chasquido, y de repente el rey, y su silla, volaron por los aires. El rápido movimiento del caballo había hecho que la cincha se rompiera. Un hombre con armadura esquirlada era pesado y ponía gran tensión tanto en su montura como en su silla.

Dalinar sintió una lanzada de temor, y refrenó a Galante. Elhokar cayó al suelo, soltando su hoja esquirlada. El arma volvió a convertirse en bruma, desapareciendo. Era la protección para impedir que la hoja cayera en manos de los enemigos: desaparecían a menos que desearas que se quedaran cuando las soltabas.

—¡Elhokar! —gritó Dalinar. El rey rodó, la capa envolviendo su cuerpo, hasta que se detuvo. Permaneció aturdido un instante: la armadura estaba agrietada en un hombro y filtraba luz tormentosa. La armadura habría acolchado la caída. Estaría bien.

A menos...

Una pinza se alzó sobre el rey.

Dalinar sintió un momento de pánico, hizo volverse a Galante para cargar hacia donde estaba el rey. ¡Iba a ser demasiado lento! La bestia le...

Una flecha enorme se clavó en la cabeza del abismoide, quebrando la quitina. La sangre púrpura borboteó, haciendo que la bestia aullara de agonía. Dalinar se retorció en la silla.

Sadeas, con su armadura roja, cogía otra flecha enorme de manos de su ayudante. Disparó y la saeta se clavó en el hombro del abismoide con un fuerte crujido.

Dalinar alzó a Juramentada en saludo. Sadeas lo reconoció, alzando su arco. No eran amigos, y no se caían bien mutuamente.

Pero protegerían al rey. Ese era el lazo que los unía.

—¡Ponte a salvo! —le gritó Dalinar al rey mientras cargaba. Elhokar se puso en pie, tambaleándose, y asintió.

Dalinar atacó. Tenía que distraer a la bestia el tiempo suficiente para que Elhokar se quitara de en medio. Más flechas de Sadeas volaron certeras, pero el monstruo empezó a ignorarlas. Su lentitud se había desvanecido, y sus bramidos se habían vuelto furiosos, salvajes, enloquecidos. Se estaba enfadando de veras.

Esta era la parte más peligrosa: ahora no podía haber retirada. La bestia los perseguiría hasta matarlos o que la mataran.

Una pinza aplastó el suelo junto a Galante, levantando por los aires lascas de piedra. Dalinar se agachó, cuidando de mantener extendida su hoja esquirlada, y cortó otra pata. Adolin había hecho lo mismo por el otro lado. Siete patas menos, la mitad. ¿Cuánto faltaba antes de que la bestia se desmoronara? Normalmente, en esta etapa, habrían lanzado varias docenas de flechas contra el animal. Era difícil adivinar qué podía hacerse sin ese debilitamiento previo..., y aparte de eso nunca había luchado contra un abismoide tan grande antes.

Hizo volverse a Galante, tratando de atraer la atención de la criatura. Por fortuna, Elhokar había...

—¡Eres un dios! —gritó Elhokar.

Dalinar gruñó, mirando por encima del hombro. El rey no había huido. Cabalgaba hacia la bestia, la mano a un lado.

—¡Te desafío, criatura! —gritó Elhokar—. ¡Reclamo tu vida! ¡Ellos verán a sus dioses aplastados, igual que verán a su rey muerto a mis pies! ¡Te desafío!

«¡Necio de Condenación!», pensó Dalinar, haciendo volverse a Galante.

La hoja esquirlada de Elhokar volvió a reformarse en su mano, y el rey cargó contra el pecho del monstruo, el hombro agrietado filtrando luz tormentosa. Se acercó y atacó el torso de la bestia, arrancando un pedazo de quitina, pues como el pelo o las uñas de una persona, esta podía ser cortada por una espada. Entonces Elhokar clavó su arma en el pecho de la bestia, buscando su corazón.

La bestia rugió y se estremeció, derribando a Elhokar. El rey apenas pudo sostener su espada. La bestia se dio la vuelta. Ese movimiento, por desgracia, hizo que su cola alcanzara a Dalinar, quien maldijo, haciendo volverse a Galante, pero la cola llegó demasiado rápido. Alcanzó al caballo, y en un latido Dalinar se encontró rodando por el suelo, con Juramentada resbalando de sus dedos y abriendo una grieta en el suelo de piedra antes de convertirse en bruma.

—¡Padre! —gritó una voz lejana.

Dalinar dejó de rodar por el suelo, aturdido. Alzó la cabeza y vio a Galante luchando por incorporarse. Por fortuna, el caballo no se había roto una pata, aunque sangraba por varias heridas causadas por el roce.

—¡Márchate! —dijo Dalinar. La orden enviaría al caballo a lugar seguro. Al contrario que Elhokar, obedecería.

Dalinar se puso en pie, vacilante. Un sonido de roce llegó por su izquierda, y Dalinar se volvió justo a tiempo para que la cola del abismoide lo alcanzara en el pecho y lo arrojara de espaldas.

De nuevo el mundo se sacudió, y el metal golpeó la piedra con gran estruendo mientras se deslizaba por el suelo.

«¡No!», pensó, extendiendo una mano enguantada y deteniendo su caída para usar el impulso e incorporarse. Mientras el cielo giraba, algo pareció enmendarse, como si la armadura misma supiera dónde era arriba y dónde era abajo. Aterrizó, todavía moviéndose, los pies rozando la piedra.

Recuperó el equilibrio, luego corrió hacia el rey, comenzando el proceso de volver a invocar la hoja esquirlada. Diez latidos. Una eternidad.

Los arqueros continuaron disparando, y muchas flechas rebotaron en la cara del abismoide. El animal las ignoró, aunque las flechas más grandes de Sadeas todavía parecían distraerlo. Adolin había conseguido abatir otra pata, y la criatura se tambaleó insegura, arrastrando inútilmente ocho de sus catorce patas.

—¡Padre!

Dalinar se volvió para ver a Renarin, vestido con un uniforme azul de Kholin, con un largo chaquetón abotonado hasta el cuello, cruzando el terreno rocoso.

—Padre, ¿estás bien? ¿Puedo ayudar?

—¡Muchacho idiota! —dijo Dalinar, señalando—. ¡Vete!

—Pero...

—¡No llevas armadura y estás desarmado! —gritó Dalinar—. ¡Vuelve antes de que te maten!

Renarin detuvo a su jaca.

—¡Vete!

Renarin se marchó al galope. Dalinar se volvió y corrió hacia Elhokar, mientras Juramentada cobraba existencia en su mano. Elhokar continuaba golpeando el torso inferior de la bestia, y secciones de carne se ennegrecían y morían cuando la hoja esquirlada golpeaba. Si clavaba la espada en el lugar adecuado, podría detener el corazón o los pulmones, pero eso sería difícil mientras la bestia estuviera todavía erguida.

Adolin, resuelto como siempre, había desmontado junto al rey. Trataba de detener las pinzas, golpeándolas mientras caían. Por desgracia, había cuatro pinzas y solo un Adolin. Dos lo golpearon al mismo tiempo, y aunque Adolin logró cortar un trozo de una, no vio la otra que se movía a su espalda.

Dalinar lo avisó con un grito demasiado tarde. La armadura esquirlada crujió cuando la pinza lanzó a Adolin por los aires. Trazó un arco y golpeó el suelo con fuerza. La armadura no se rompió, gracias a los Heraldos, pero el peto y el costado se agrietaron claramente, dejando rastros de humo blanco.

Adolin rodó, letárgico, moviendo las manos. Estaba vivo.

No había tiempo para pensar en él ahora. Elhokar estaba solo.

La bestia atacó, golpeando el suelo junto al rey, derribándolo. La hoja se desvaneció y Elhokar cayó de bruces contra las piedras.

Algo cambió dentro de Dalinar. Las reservas desaparecieron. Otras preocupaciones perdieron todo su significado. El hijo de su hermano estaba en peligro.

Le había fallado a Gavilar, borracho en un rincón mientras su hermano luchaba por su vida. Tendría que haber estado allí para defenderlo. Solo quedaban dos cosas de su amado hermano, dos cosas que Dalinar podía proteger con la esperanza de ganar algún tipo de redención: el reino de Gavilar y su hijo.

Elhokar estaba solo y en peligro.

Nada más importaba.

Adolin sacudió la cabeza, aturdido. Alzó su visera y tomó una bocanada de aire fresco para despejar su mente.

Luchando. Estaban luchando. Podía oír a hombres gritando, rocas estremeciéndose y un enorme sonido estremecedor. Olía a algo mohoso. Sangre de conchagrande.

«¡El abismoide!», pensó. Antes incluso de que su mente se aclarara, Adolin empezó a invocar de nuevo su espada y se obligó a incorporarse.

El monstruo acechaba a poca distancia, una sombra oscura en el cielo. Adolin había caído cerca de su lado derecho. Mientras su visión se centraba, vio que el rey había caído y que su armadura estaba resquebrajada por el golpe que había recibido antes.

El abismoide alzó una pinza enorme, preparándose para golpear. Adolin supo de repente que el desastre era inminente. El rey moriría en una simple cacería. El reino se haría pedazos, los altos príncipes se dividirían, el único tenue eslabón que los mantenía unidos se cortaría de cuajo.

«¡No!», pensó, aturdido, todavía mareado, tratando de avanzar.

Y entonces vio a su padre.

Dalinar corría hacia el rey, moviéndose con una velocidad y una gracia que ningún hombre, ni siquiera si llevaba una armadura esquirlada, podría conseguir jamás. Saltó sobre un saliente de roca, luego se agachó y rodó bajo una pinza que corría a buscarlo Otros hombres creían entender de espadas y armaduras, pero Dalinar Kholin..., en ocasiones, demostraba que no eran más que niños.

Dalinar se irguió y saltó, todavía avanzando, y rebasó por pocos centímetros una segunda pinza que hacía pedazos el saliente rocoso tras él.

Fue solo un momento. Un suspiro. La tercera pinza caía hacia el rey, y Dalinar rugió y saltó hacia delante. Soltó su espada (golpeó el suelo y desapareció) mientras resbalaba bajo la pinza que caía. Alzó las manos y...

Y detuvo el golpe. Se dobló con el impacto, hincó una rodilla en tierra, y el aire resonó con el estruendo de caparazón contra armadura.

Pero detuvo el golpe.

«¡Padre Tormenta!», pensó Adolin, viendo a su padre alzarse sobre el rey, inclinado bajo el enorme peso de un monstruo que tenía muchas veces su tamaño. Los sorprendidos arqueros vacilaron. Sadeas bajó su arco. El aliento de Adolin quedó detenido en su pecho.

Dalinar contuvo la pinza e igualó su fuerza, una figura de oscuro metal plateado que casi parecía brillar. La bestia barritó, y Dalinar le devolvió un alarido poderoso y desafiante.

En ese momento, Adolin supo que lo estaba viendo. El Espina Negra, el mismo hombre junto al que había deseado combatir. La armadura de los guanteletes y las hombreras de Dalinar empezó a resquebrajarse, telarañas de luz corrieron por el antiguo metal. Adolin finalmente se puso en movimiento. «¡Tengo que ayudar!»

Su hoja esquirlada se formó en su mano y corrió a un lado y descargó un tajo contra la pata que tenía más cerca. Hubo un chasquido en el aire. Con tantas patas de menos, las otras patas de la bestia no podían sostener su peso, sobre todo cuando intentaba con tanto ímpetu aplastar a Dalinar. Las patas restantes del lado derecho chasquearon con un crujido espantoso, rociando ícor violeta, y la bestia se desplomó a un lado.

El suelo se estremeció, haciendo que Adolin casi cayera de rodillas. Dalinar hizo a un lado la pinza ahora flácida, la luz tormentosa de tantas grietas flotando a su alrededor. Cerca, el rey se levantó del suelo: apenas habían pasado unos segundos desde su caída.

Elhokar se puso en pie, mirando la bestia caída. Entonces se volvió hacia su tío, el Espina Negra.

Dalinar hizo un gesto de agradecimiento a Adolin, luego señaló bruscamente a lo que pasaba por cuello de la bestia. Elhokar asintió, y entonces invocó su espada y la clavó profundamente en la carne del monstruo. Los ojos verdes de la criatura se ennegrecieron y velaron, y el humo se retorció en el aire.

Adolin se acercó a reunirse con su padre, viendo cómo Elhokar clavaba su hoja en el pecho del abismoide. Ahora que la bestia estaba muerta, la espada podía cortar su carne. El ícor violeta brotó, y Elhokar soltó su espada y rebuscó en la herida, sondeando con sus brazos amplificados por la armadura, y cogió algo.

Arrancó la gema corazón de la bestia, la enorme joya que crecía dentro de todos los abismoides. Era gruesa y sin tallar, pero se trataba de una esmeralda pura tan grande como la cabeza de un hombre. Era la gema corazón más grande que Adolin había visto jamás, e incluso las pequeñas valían una fortuna.

Elhokar alzó el horripilante premio, mientras los dorados glorispren aparecían a su alrededor, y los soldados gritaron celebrando su triunfo.