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La globalización y sus injusticias: Convergencia y divergencia de cuatro civilizaciones

Así, una sola armonía ordena la composición del todo [...] mezclando los principios más contrarios.

Aristóteles

Nada existe enteramente por sí solo; todo es en relación con todo lo demás.

Buda

Tiempo ha que el Camino no impera en el mundo.

Confucio

Había una vez, hace muchísimo tiempo...

Aproximadamente entre 10000 y 4000 a. C., cuatro semillas germinaron en el fértil suelo de la conciencia humana. De ellas brotaron cuatro jóvenes civilizaciones. Con el paso de los milenios, estas civilizaciones arraigaron y se ramificaron, fructificaron y florecieron, se propagaron y formaron tupidos bosques. Hoy en día, la inmensa mayoría de la humanidad habita bajo sus copas. Este libro ilustra cómo los extremismos que afligen a cada civilización y las enfrentan entre sí han convertido el mundo en un lugar más conflictivo de lo necesario y sugiere cómo puede utilizarse el camino medio, surgido de las tradiciones antiguas de Aristóteles, Buda y Confucio, para reconciliar estos extremos.

Si presta atención a las noticias, a cualquier noticia, incluso a las distorsiones y a las medias verdades sensacionalistas que los medios de comunicación dominantes nos retransmiten como tales, sabrá que vivimos en un mundo complejo que, a veces, parece de locos. Su propia vida puede parecerle en ocasiones increíblemente complicada, y es posible que haya presenciado o se haya visto mezclado en enfrentamientos sin aparente solución. Estos problemas y dificultades pueden atañer a su familia, a sus relaciones, a su carrera profesional, a su creatividad o a la realización de sus aspiraciones en esta vida. La aldea global está repleta de gente que habla en todas las frecuencias concebibles, y todos estamos siendo presionados para hacer más en menos tiempo. Además, usted es probablemente consciente de que algunas personas trabajan sin cesar para que haya guerra, mientras que otras se esfuerzan sin cesar para conseguir la paz. Casi todos nos vemos atrapados en un fuego cruzado entre todo tipo de extremos enfrentados —guerras galácticas, guerras culturales, guerras de los sexos, guerra a la pobreza, guerra a las drogas, guerra al terror—, y hay muchas víctimas tanto figuradas como literales. ¿Qué puede hacer usted para resolver sus propios problemas y para ayudar a reconciliar tantos extremos? Pues da la casualidad de que puede acometer ambas tareas a la vez. ¿Cómo? Siguiendo el camino medio.

Antes de profundizar en el camino medio, quiero ponerlo en situación, procurándole una «visión panorámica» de la aldea global. Para ello, quiero que se relaje, se siente en una silla cómoda y deje por un momento a un lado sus propias complejidades y conflictos. No tardaremos en retomarlos, se lo prometo. Pero, si es capaz de reducir el zumbido de su mente durante sólo un rato, podré compartir con usted una vista espectacular de la Tierra desde el espacio, no una fotografía satélite del planeta Tierra, sino una instantánea filosófica de la globalización y sus injusticias. Si contempla nuestro globo terrestre desde la órbita de un satélite, distinguirá prominentes características geográficas: mares, lagos, ríos, montañas, bosques, desiertos. Si contempla la aldea global desde la órbita de un filósofo, distinguirá prominentes características humanas: políticas, religiones, culturas, ciencias, tecnologías, artes.

En particular, le pido que centre su atención en cuatro grandes civilizaciones humanas, arraigadas en diversos suelos geoculturales, todas las cuales han florecido en momentos distintos, en aspectos distintos, por razones distintas y con propósitos distintos. Estas cuatro civilizaciones son Occidente, las civilizaciones islámica e india y el Lejano Oriente. La civilización occidental tiene su base en la Unión Europea (ue), Escandinavia y América del Norte, con puestos avanzados en América Latina, Australia e Israel. La civilización islámica tiene su base en Oriente Medio, África del Norte, Asia central, Malasia e Indonesia, con influencia en la India y la ue. La civilización india tiene su base en el subcontinente, con ramificaciones en países adyacentes situados más al norte (por ejemplo, Nepal) y en el sureste asiático. La civilización del Lejano Oriente tiene su base en China, Corea y Japón. Cada una de estas grandes civilizaciones tiene a más de mil millones de personas viviendo bajo su inmenso dosel arbóreo multicultural. Juntas, representan más del 80% de la población humana.

No he olvidado el África subsahariana, donde posiblemente se originara la propia humanidad y donde algún día puede surgir una quinta gran civilización (¿los Estados Unidos de África? ¿la Unión Africana?). Las destacadas aportaciones a la civilización occidental de tantos estadounidenses de raza negra, antes pero especialmente desde su emancipación del doble yugo de la esclavitud y la segregación, lo dicen todo. África, en cambio, está acosada por males extremos de cualquier índole concebible. Y, no obstante, también tiene puestas muchas esperanzas en el éxito de iniciativas de cooperación entre los pueblos indígenas y expertos en desarrollo, un éxito que requerirá el camino medio. El filósofo estadounidense de raza negra Kwame Anthony Appiah ha llamado a África «el mayor desafío» al que se enfrenta la globalización.1 Aunque este desafío es un tema para otro libro completamente distinto.

No he olvidado Turquía, un estado fundamental y un pueblo excepcional encaramado a la cúspide de Occidente y Oriente Medio. Tampoco he olvidado Rusia, un país inmenso que influye en las cuatro civilizaciones y a la vez es influido por ellas, y cuyas aportaciones serán fundamentales para la plena funcionalidad de la aldea global. Como tampoco he olvidado Brasil, el país más grande e influyente de América Latina. Ni he olvidado a muchos otros. Pero, en este libro, voy a centrarme en la dinámica que impulsa a las cuatro civilizaciones más grandes del mundo: Occidente, las civilizaciones islámica e india y el Lejano Oriente.

Con el paso de los siglos, estas cuatro grandes civilizaciones han conservado sus diferencias en algunos aspectos y han convergido en otros. Todas han consolidado su propia versión de identidad humana, pero la versión de cada una de ellas ha sido también víctima de extremismos de diversa índole. Estas civilizaciones sufren continuos enfrentamientos internos y externos con sus extremos, pero también se pueden unir gracias al camino medio. Aunque los atentados del 11-S y sus secuelas fueron el resultado de uno de estos prolongados conflictos —1.500 años de guerra intermitente entre las civilizaciones occidental e islámica—, cada una de estas cuatro grandes civilizaciones tiene la capacidad de cooperar consigo misma y con todas las demás. Parte del propósito de este libro reside en arrojar luz sobre el modo de hacerlo.

Antes de empezar a analizar con más detenimiento cada civilización, es importante que aclare una cosa: todas las personas y todos los países pueden ser magníficos y terribles a su manera. Mi propósito en este libro no es elogiar, condenar ni juzgar ninguna de estas grandes civilizaciones, sino caracterizarlas, articular los principios fundacionales que integran sus «sistemas operativos», comprender cómo convergen y entran en conflicto estos principios dentro de cada una y entre ellas, y aplicar el camino medio a la reconciliación de algunos de los extremos que provocan los conflictos más destructivos.

Comencemos contemplando una imagen simplificada, pero representativa, de las ideas que definen a cada civilización: su «ADN cultural». Yo llamo a esta imagen «ideograma», porque representa gráficamente las ideas esenciales y algunas de sus interconexiones. Puede ver el ideograma completo en la figura 1.1.

Civilización occidental

Empezaremos por Occidente. Su conjunto de países conforma el «barrio» de la aldea global donde más tiempo he pasado y con el que más familiarizado estoy. Cualquiera que sea el idioma en que usted esté leyendo ahora estas palabras, sepa que yo las escribo en mi lengua materna, el inglés, uno de los idiomas más destacados tanto de la civilización occidental como de la globalización. No obstante, el inglés es una lengua indoeuropea que tiene sus raíces en el sánscrito, originado en la civilización india. La familia de lenguas indoeuropeas refleja una antigua interconexión entre pueblos que se fueron dispersando geográfica, cultural y políticamente a lo largo de muchos milenios, pero que ahora se están volviendo a conectar, a muchos niveles, debido a la globalización.

Figura 1.1. Ideograma de cuatro civilizaciones, desde aproximadamente 5000 a. C. hasta 1900 d. C.

La civilización occidental está caracterizada por una «doble hélice» cultural. Una hebra es la filosofía helénica; la otra, la religión judeocristiana. El entrelazamiento de estas hebras es exclusivo de Occidente. Los imperios romano, español, francés, holandés, portugués, austrohúngaro, británico y estadounidense, cuyas causas y efectos aún tienen vigencia en la historia mundial, se han contado entre los principales impulsores de la civilización occidental, y todos han portado en su adn la doble hélice cultural: la filosofía helénica y la religión judeocristiana.

La hebra helénica contiene el linaje definitorio de la filosofía occidental: Sócrates, Platón y Aristóteles. Atenas fue el prototipo de ciudad-estado: democrática, progresista, divisiva, capitalista, corruptible, excéntrica y propensa a imprevisibles vacilaciones políticas. Dio muerte a Sócrates, pero permitió que su fiel alumno, Platón, fundara la Academia, el modelo para nuestras universidades. El mejor alumno de Platón fue Aristóteles, quien desarrolló la lógica, la ciencia, la retórica, la poética, la ética y la política, y quien fue conocido en Occidente, hasta ser cuestionado en el siglo XVII por los primeros filósofos modernos, como «El Filósofo». Para entender la importancia de Aristóteles en su justa medida, ¿durante cuánto tiempo puede alguien o algo ser «número uno»? Un éxito inmortal de los años sesenta, A White Shade of Pale de Procol Harum, fue la canción más oída en Francia durante aproximadamente dos años. (A lo mejor estaban intentando entender la letra.) Pete Sampras, uno de los mejores tenistas de todos los tiempos, fue considerado el mejor jugador del mundo durante seis años consecutivos, un logro extraordinario en el tenis profesional masculino. En el ajedrez, Gary Kasparov fue líder mundial durante unos quince años, una hazaña excepcional. ¿Cuánto tiempo puede mantenerse en el poder un dirigente político? Ocho años en Estados Unidos, por imposición de la ley. Más tiempo en algunas democracias, y aún más en las dictaduras; aunque sólo durante unas décadas, a lo sumo. Imagine, pues, la impresionante influencia de Aristóteles, venerado en Occidente como «El Filósofo» durante 2.000 años. Esto se debe a su genialidad y a su influencia en esta hebra helénica, así como a la interacción amplificadora y estimulante de las hebras helénica y judeocristiana.

La hebra judeocristiana contiene la religión definitoria de Occidente: el cristianismo. El cristianismo fue la primera religión organizada que ganó adeptos en todo el mundo con su intención de completar el judaísmo. Los judíos continúan esperando al Mesías; los cristianos, por su parte, fueron inicialmente una secta de judíos radicales que aceptó a Jesús como tal. Los cristianos creen que están «salvados» ahora y siempre, gracias a Jesús; de ahí que también quieran «salvar» ellos al resto del mundo. Los judíos creen en que al final serán redimidos, pero, entretanto, continúan esperando e intentando sobrevivir hasta que llegue el momento. Hay más de 1.000 millones de católicos romanos y más de 500 millones de ortodoxos orientales, protestantes y otras confesiones: en torno a 1.500 millones de cristianos, la mayoría en Occidente. Hay alrededor de 12 millones de judíos; la mitad en Israel y la otra mitad aún dispersa por todo el mundo desde la diáspora romana acaecida en el año 70. Así pues, hay más de 100 cristianos por judío. Hablamos de judeocristianismo porque judíos y cristianos comparten Dios y escrituras, incluido el mismo mito de la creación en el Génesis. La Torá judía contiene los cinco libros de Moisés, que se convirtieron en el Pentateuco griego y, al incorporar a los profetas de Israel, en el Viejo Testamento compartido por judíos y cristianos contemporáneos.

Santo Tomás de Aquino, católico romano, contribuyó a consagrar a Aristóteles, junto con san Agustín, en su Summa Theologica. En este sentido, Aristóteles ha contraído una gran deuda con el cristianismo por reconocer éste su genialidad y preservar su filosofía, aunque los eruditos religiosos interpretaran a veces como dogmas algunos de sus errores científicos. No obstante, si ampliamos el contexto para incluir a su maestro Platón, encontramos una deuda más profunda: la contraída por el judeocristianismo con el helenismo. Cuando la filosofía helénica hizo su aparición en el antiguo Israel, provocó un cisma entre los saduceos (que la aceptaron) y los fariseos (que la rechazaron). Entretanto, la tríada platónica constituida por las formas eternas, sus esencias y las copias que las encarnan sentó en la civilización pagana occidental las bases metafísicas en las que la Trinidad cristiana —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— encajaba como un guante.2

Este constante refuerzo y renovación de la doble hélice occidental, la filosofía helénica y la religión judeocristiana dio origen a episodios de desarrollo cultural de una creatividad sin precedentes, desde los resurgimientos neoplatónicos hasta el Renacimiento italiano, desde la Reforma hasta la Ilustración, desde la Revolución Industrial hasta la era cibernética. Con sus variaciones más divinas, J. S. Bach tañó estas hebras al componer su música, un reflejo de la geometría helénica, la numerología cabalística y la liturgia cristiana. La pulsante doble hélice de la civilización occidental, con su interacción de linajes patriarcales sumamente creativos —la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles combinada con las enseñanzas de Abraham, Isaac y Jacob— definió lienzos en los que pudo pintar un panteón de creativos genios occidentales. Por encima de todo, la doble hélice de la civilización occidental ha favorecido y celebrado el éxito individual, desde los Juegos Olímpicos hasta el premio Nobel, donde se premian tanto las excelencias del cuerpo humano como las de la mente; y desde la Speaker’s Corner de Hyde Park hasta la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, donde la libertad de expresión individual se consagra, alienta y (un buen día) protege.

En Occidente, este amor a la libertad se ha traducido en una vida comparativamente buena para el ciudadano medio. La vida occidental se caracteriza por el mayor nivel material del mundo, por el mayor número de ciudadanos y por la mayor longevidad. Y precisamente porque el ciudadano medio occidental ha estado tan acomodado —en riquezas materiales, en amparo de la ley, en libertades civiles—, comparado con el ciudadano medio de las otras tres civilizaciones, ha estado dispuesto a defender las libertades que tanto le ha costado ganar con una creatividad y vigor sin precedentes, respaldado por la ciencia y la tecnología de vanguardia que los pueblos librepensadores de Occidente han desarrollado sin cesar.

Si considera los increíbles inventos que han transformado y continúan transformando la aldea global, no es una coincidencia que tantos se hayan originado en Occidente. La lista incluye: la imprenta, el telescopio, el microscopio, el sextante, la despepitadora de algodón, la máquina de vapor, la pila eléctrica, la bombilla, el motor de combustión interna, el automóvil, el avión, el teléfono, el telégrafo, la radio, la televisión, el aparato de rayos X, las vacunas, el motor de reacción, el motor cohete, el transistor, el ordenador personal, internet, la web. Todos estos inventos son fruto de la fértil interacción entre la ciencia aristotélica y la religión judeocristiana, con un énfasis en el individualismo, que caracteriza a la civilización occidental.

Gracias a la innovación y al individualismo sin precedentes de Occidente, entre otras razones, los ejércitos occidentales también han tendido históricamente a vencer en las guerras a los no occidentales, incluso cuando éstos eran muy superiores en número. De las falanges griegas y macedonias a las legiones romanas, de los caballeros normandos a los conquistadores españoles, de los casacas rojas británicos a los marines estadounidenses, Occidente ha repelido repetidamente a invasores no occidentales, sometido a agresores no occidentales, conquistado agresivamente nuevos territorios y colonizado gran parte del resto del mundo. La influencia de Roma perdura hasta el día de hoy, metamorfoseado su imperio material en uno espiritual. Los hispanohablantes continúan siendo el tercer grupo lingüístico más numeroso del mundo, un legado de las conquistas españolas en las Américas y el Caribe. Hasta bien avanzado el siglo XX, los británicos podían afirmar que en su imperio nunca se ponía el sol. Después de la Segunda Guerra Mundial, el poder de Estados Unidos los empequeñeció a todos; no obstante, al igual que el resto, también éste declinará a su debido tiempo.

Hasta la fecha, la historia de la humanidad también es, lamentablemente, una historia de derramamiento de sangre a escala exorbitante. De la civilización china surge el concepto de Tao y complementariedad. Los taoístas dirían que el incomparable poder creativo de Occidente entraña un potencial igual y opuesto a la destructividad. Llevan razón.

Esto se pone especialmente de manifiesto si consideramos las horribles guerras que los países occidentales libran entre sí. Las masacres perpetradas en las guerras napoleónicas, la guerra de Secesión y las dos guerras mundiales no tienen precedentes, ni tan siquiera en la fecunda historia de los conflictos humanos. Las armas más destructivas del mundo, las nucleares, también fueron inventadas por Occidente.

Muchas sociedades han sufrido la disgregación de su cultura frente a la civilización occidental. Para los pueblos autóctonos y aborígenes, así como para los africanos esclavizados y los pueblos colonizados, Occidente ha sido un desestabilizador o un destructor, a menudo en dolorosa cámara lenta, de sus existencias más bucólicas. Pero, en este mundo, las cosas no son nunca blancas o negras. Lo cierto es que innumerables pueblos formaron también alianzas con los invasores occidentales, a menudo porque aquellos «demonios blancos» les parecieron menos tiránicos que sus señores indígenas. De este modo, los españoles hallaron aliados indígenas bien dispuestos contra los aztecas; los franceses y los estadounidenses los encontraron contra los indios iroqueses y lakota; y los británicos hallaron aliados árabes contra los turcos otomanos. Occidente también ha atraído a millones de pueblos esclavizados que iban en pos de su libertad: asilo político, movilidad socioeconómica, tolerancia religiosa, así como libertad para practicar la intolerancia en un lugar seguro. Todas las civilizaciones tienen contradicciones y paradojas. Para mencionar una más: Occidente se está autodestruyendo, mediante un abuso constante de sus propias libertades. Retomaremos el tema más adelante.

Debido a su elevado grado de evolución, las libertades occidentales permiten que el individuo se guíe por el Dios, el libro o el profeta que prefiera, o por dioses, libros y profetas distintos todos los días de la semana, o por ninguno en absoluto. Occidente publica muchos más libros al año que ninguna otra civilización y, en general, prohíbe muchos menos. De este modo, la fórmula poscristiana posmoderna «Cualquier Dios, cualquier libro, cualquier profeta» se ha trocado en una norma occidental. Esto, a su vez, se convierte en motivo de conflictos, tanto internos como externos, con otras fórmulas culturales, sobre todo las fórmulas unitarias abrahámicas.

La civilización islámica

Oriente Medio es un lugar especial por méritos propios, entre otras cosas porque dio origen al islam, la tercera religión del linaje abrahámico. Fundado en el siglo VII por el carismático profeta árabe Mahoma, el islam enseguida se extendió por Oriente Medio y mucho más allá de sus fronteras, convirtiéndose en una fuerza lo bastante poderosa como para unir a las feroces y orgullosas tribus guerreras que han poblado la región desde los albores de la humanidad. La tradición tribal de la que los musulmanes árabes afirman descender directamente, tanto por lazos de sangre como de fe, es idéntica a la de judíos y cristianos. Es la tradición de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob. El nombre Ibrahim, Abraham en árabe, es muy común en todas las culturas islámicas. Siempre que saludo a un amigo que se llama Ibrahim (y conozco a varios), recuerdo que el segundo nombre de mi padre era Abraham y colijo, pues, que estoy saludando a un hermano, o a un tío, o a un primo. Los judíos y los árabes tienen una historia tan antigua como sus patriarcas, pero el islam es la más joven de esta familia de religiones abrahámicas.

Oí por primera vez la expresión «religión abrahámica» como conductor del diálogo entre prominentes jefes religiosos y portavoces de cada religión. El primer propósito de tal diálogo era encontrar valores comunes entre los líderes espirituales; el segundo, construir sobre estos cimientos de valores comunes. ¿Construir qué? Una comprensión de algunos de los malentendidos que han contribuido a la reciente avalancha de enfrentamientos entre Occidente y las civilizaciones islámicas. Dado que estos enfrentamientos se ven exacerbados por motivos religiosos, además de políticos y económicos, es imprescindible para la paz que los líderes mundiales de las religiones abrahámicas (el judaísmo, el cristianismo y el islam) cultiven un mayor entendimiento mutuo y una versión común de su historia. El tercer propósito se derivaba de esto. Si lograran trasmitir un mayor entendimiento mutuo a sus respectivas congregaciones, esto surtiría un efecto apaciguador en extremismos de cualquier índole y conduciría a la paz mundial. Ésa es la teoría.

No obstante, para llevarla a la práctica, hay que hallar un primer valor común, el «primer motor» de Aristóteles, que los reúna a todos, que permita iniciar la búsqueda de ulteriores valores. «Un anillo para unirlos», como diría Tolkien. La buena noticia es que todos ellos profesan una religión abrahámica, por lo que el primer patriarca los une. Hasta aquí, bien. Pero, a partir de aquí, como todos sabemos, las cosas se complican.

El islam ha seguido un patrón proselitista similar al de su hermano mayor, el cristianismo. La más joven de las religiones abrahámicas, el islam, que cumple 1.400 años en el siglo XXI, ha reunido ya a 1.500 millones de fieles en todo el mundo, y esta cifra va en aumento. Durante su rápido ascenso desde sus orígenes tribales en el desierto hasta su estatus actual de gran religión mundial, el islam se encontró, y continúa haciéndolo, con pruebas y tribulaciones semejantes a las de su proselitista hermano cristiano, nacido 600 años antes. Al igual que el cristianismo, el islam ha conseguido adeptos a través de la coacción política, la conquista militar y la conversión. Al igual que el cristianismo, el islam ha visto períodos de cisma y guerra civil, de expansión y contracción, de renacimiento y represión, de tolerancia e intolerancia.

El ensayista y mordaz ingenio británico Thomas Carlyle fue un agnóstico producto de la Ilustración. Impresionado por los progresos de la ciencia occidental, opinó que «el alma es un gas y el otro mundo, un ataúd». Carlyle defendía la teoría de la historia del «Gran Hombre», según la cual los acontecimientos de trascendencia histórica son fruto de la inspiración y el esfuerzo de individuos, y de su influencia en las masas. Carlyle escribió que «Ningún hombre falso puede fundar una religión». Con ello, no quería decir que considerara alguna o todas las religiones verdaderas; más bien, que creía que los fundadores de una religión deben tener la mente clara y el corazón limpio. Viven y mueren fieles a sí mismos y, por ello, otros los siguen de buena gana, puesto que muchas personas viven y mueren sin ser fieles a sí mismas y necesitadas del respaldo de personas que sí lo son. Los fundadores de las religiones habitan un lugar que Laozi (a quien conoceremos más adelante en este capítulo) situó «más allá de la región de la vida y la muerte». ¿Dónde moran? Moran en la claridad del pensamiento y la autenticidad de las obras. Éste fue sin duda el caso de Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma. Para Carlyle, así se explicaba la persistencia de las religiones abrahámicas a lo largo del tiempo.

La Ilustración enseñó a Carlyle que las ideas falsas no resisten indefinidamente las pruebas a que las somete el ingenio humano, y que las verdades siempre triunfan. Todas las religiones inciden en este triunfo de la verdad, más importante que los detalles de sus escrituras. Atañe a los elegidos y a los cultos eruditos discutir las interpretaciones del texto. La mayoría de los fieles aspiran a bañarse en la luz de la verdad, que limpia y purifica el alma.

Es posible apreciar el pensamiento estratégico de Mahoma y sus sucesores en el siglo VII. Ya habían observado la improbable persistencia del judaísmo durante milenios y conocían los éxitos del cristianismo, que, en aquellos tiempos, sólo tenía 600 años de antigüedad. Debieron de llamarles la atención los denominadores comunes. Los judíos eran los inventores de la religión monoteísta, el pueblo original de la Biblia. «Un Dios, un profeta, un libro» es un triunvirato fascinante, aunque no tan mínimo como «Ningún dios, ningún profeta, ningún libro», que encontraremos en el Lejano Oriente. Los cristianos también tenían una Trinidad: un Padre, un Hijo, un Espíritu Santo. Los árabes concebían el cristianismo como una ampliación o posible compleción del judaísmo; pero en general no se identificaban con él, aunque hay numerosas sectas de árabes cristianos (por ejemplo, los maronitas), persas cristianos (por ejemplo, los nestorianos) y egipcios cristianos (por ejemplo, los coptos). Sin embargo, los árabes del siglo VII estaban impresionados con el fascinante minimalismo hebraico de «Yahvé, Moisés, Torá». Así que «Alá, Mahoma, Corán» caló de inmediato en Arabia, y muy pronto más allá de sus confines, como la interpretación islámica de «Un Dios, un profeta, un libro».

Al igual que mi padre y sus antepasados, he caminado por las ardientes arenas de Oriente Medio y África del Norte, donde apenas crece nada. Menos aún crecía allí en el siglo VII, cuando el islam corrió por aquellos desiertos como un reguero de pólvora, avivado por el exotismo espiritual. Después de incorporar en su ummah a los bereberes y a los moros, el islam formó un ejército de 10.000 hombres con el que atravesó el estrecho de Gibraltar hasta el peñón homónimo. En el año 711, los conquistadores islámicos sometieron rápidamente a una Iberia que había degenerado bajo el decadente gobierno de los visigodos, descendientes de los bárbaros de Alarico que habían saqueado Roma tres siglos antes. Los invasores islámicos atravesaron los Pirineos y se abrieron paso hasta París, profanando y saqueando a su paso lugares de culto cristiano. En el año 732, fueron detenidos y obligados a retroceder por los caballeros de Carlos Martel en la batalla de Poitiers. Se retiraron a Iberia, donde los califas islámicos y sus sucesores gobernaron durante más de trescientos años antes de ceder gradualmente todas sus conquistas íberas, ciudad a ciudad, siglo a siglo, hasta que el último baluarte moro, Granada, fue tomado por Fernando e Isabel en 1492. En aquel año funesto, árabes y judíos compartieron un amargo éxodo de Iberia.

No obstante, durante la ocupación mora de España, y gracias a la influencia mora en toda África del Norte, una época dorada floreció bajo el dominio islámico. Los conquistadores sintieron curiosidad por las culturas romana y helénica y, por ese motivo, tradujeron al árabe las obras griegas y latinas más representativas. Es más, deseosos de entablar un diálogo con los sucesores intelectuales de la civilización occidental, que en Europa se habían convertido en una especie en peligro de extinción cuando el Imperio romano de Occidente se desmoronó para dar paso a la Edad Media, los califas cobijaron y socorrieron a eruditos y filósofos judíos y cristianos y fomentaron el entusiasmo intelectual en las comunidades islámicas. Esta clase de tolerancia siempre engendra una polinización cruzada de ideas y así emergió una vasta constelación de grandes filósofos, poetas, legisladores, teólogos, científicos, matemáticos y médicos, junto con intelectuales no islámicos.

Figuras destacadas de la edad de oro islámica incluyen a al-Khwa-rizmi (hacia 780-840), cuyas obras forman la piedra angular de la matemática moderna y de cuyos libros derivamos los términos «álgebra» y «algoritmo»; Avicena (980-1037), el célebre médico y filósofo cuyas obras influyeron en santo Tomás de Aquino, entre otros teólogos cristianos fundamentales; al-Ghazali (1058-1111), uno de los eruditos y místicos preeminentes del islam, cuyas obras contribuyeron a forjar la identidad de su civilización; Maimónides (1135-1204), quien huyó de Córdoba y halló refugio en El Cairo, donde se convirtió en el médico del sultán Saladino, una gran figura de la comunidad judía egipcia con influencia rabínica en el judaísmo de todo el mundo; y Leonardo Fibonacci, nacido en Pisa pero educado en África del Norte, quien descubrió los valiosísimos tesoros geométricos que desvelaremos en los capítulos 2 y 5. El islam fue abierto y tolerante durante su edad de oro, período en que se convirtió en custodio y colaborador de la civilización occidental; lo cual, a su vez, contribuyó a impulsar su propio desarrollo.

El islam también se extendió por el norte y el este de Arabia. Hacia el norte, floreció en Constantinopla, la capital de Bizancio, y en toda Turquía. El período Seljuk alumbró a uno de los místicos y poetas islámicos más grandes de todos los tiempos, Jalaluddin Rumi (1207-1273). Hacia el este, los combatientes islámicos establecieron en 711 una base en la India, lo cual inauguró una larga serie de incursiones y conquistas, saqueos y transacciones comerciales. En otras palabras, se dedicaron a construir un imperio como ya había hecho la civilización occidental. Grandes partes de Asia central cayeron bajo el dominio musulmán: Irán, Afganistán, la India septentrional y, durante un tiempo, también la India meridional. Como más tarde les ocurriría a los conquistadores cristianos en tierras lejanas, el dominio político de los invasores islámicos fue menguando con el tiempo, pero la influencia religiosa del islam arraigó y floreció. El islam también impregnó profundamente el arte y la arquitectura, influyendo en monumentos como el Taj Mahal, una de las maravillas del mundo, construido en el siglo XVII por el sah Yahan para su amada princesa difunta. El islam ofreció una forma de vida atractiva y reconfortante a los pueblos indígenas de la India, muchos de los cuales estaban condenados por su propio sistema de castas u oprimidos por príncipes despóticos y brahamanes corruptos.

Los mercaderes islámicos establecieron bases de operaciones a lo largo de la ruta de la seda entre otras rutas comerciales del Lejano Oriente y, con ello, el islam echó raíces en Malasia e Indonesia, dos populosos países islámicos. Las frondosas selvas monzónicas y los idílicos atolones del Pacífico tienen poco que ver con los desolados desiertos de Arabia; no obstante, el islam ha calado hondo en estos lugares. Una vez más, la «forma de vida» unificada que propone suscitó una fuerte atracción en los pueblos de Malasia e Indonesia, quienes más adelante fueron colonizados por potencias occidentales en expansión, oprimidos por sátrapas indígenas y gobernantes al servicio del Imperio, y quienes no se identificaron con las versiones despóticas y comerciales del cristianismo importado por sus señores europeos. Así pues, los muchos y diversos constituyentes geopolíticos del islam —africano, árabe, turco, asiático central, asiático occidental, asiático meridional— comparten una concepción unificada de civilización islámica, con su gloriosa historia, imponente presencia y esperanzado futuro.

No obstante, al igual que la civilización occidental, la islámica está escindida por complejas facciones internas religiosas y tribales: wahabitas, suníes y chiíes, por citar unas pocas. En su libro From Beirut to Jerusalem, Thomas Friedman describe cómo no menos de catorce facciones en guerra desmantelaron el Líbano en la década de 1980. Y, exactamente igual que el cristianismo, el cual atravesó una época negra, oprimiendo el espíritu humano con teocracias, inquisiciones, la censura de libros y la quema en la hoguera de «brujas», «herejes» e «infieles», algunos pueblos y países islámicos también están atravesando ahora una etapa similar en su desarrollo. Durante los atentados del 11-S, supuestos «infieles» fueron condenados también a morir en la hoguera por islamistas suicidas saudíes inflamados por odios religiosos multiseculares, no muy distintos de los que, en su momento, habían avivado las hogueras de la Inquisición española y la caza de brujas de los puritanos en Nueva Inglaterra. When will they ever learn? («¿Cuándo aprenderán?»), cantó Pete Seeger en la década de 1960. También esta pregunta quema.

Los conflictos entre las sectas islámicas árabes, y entre el islam y Occidente, también están avivados por el petróleo. El petróleo continúa siendo la mayor industria mundial, y la civilización islámica ha sido a la vez bendecida y maldecida con los campos petrolíferos más extensos y accesibles del mundo, particularmente los situados en el Golfo Pérsico y en sus inmediaciones. El negocio y la política del petróleo hicieron inevitables tanto el comercio como el conflicto entre Occidente y las civilizaciones islámicas. Sólo cuando las tecnologías basadas en el petróleo sean finalmente desbancadas remitirán algunos aspectos de este conflicto.

Los 600 años de diferencia que existen entre el cristianismo y el islam también causan tensiones en la aldea global. Al igual que el cristianismo no reformado de antaño, el islam no reformado es una religión fundamentalista, reacia a evolucionar y a cambiar. Pero la globalización nos obliga a cambiar a todos, y la mayoría de los líderes islámicos son conscientes de que también ellos se deben adaptar. Muchos tienen la voluntad de hacerlo, pero su desafío es monumental. Deben salvar un abismo de siglos en desarrollo político, filosófico, científico y tecnológico, y realizar progresos visibles en cuestión de décadas. La India y China lo están haciendo ahora, como veremos a continuación. Pero la India y China no están gobernadas por religiones abrahámicas, cuyos fieles son famosos por su orgullo y obstinación, por su afán de venganza y su impiedad. Estas cualidades pudieron ser de utilidad en los albores de la historia humana, pero también deben quedar atrás para que la humanidad alcance su madurez.

Que los hijos de la civilización occidental no olviden, y que los hijos de la civilización islámica sepan, que la evolución cultural del mismo Occidente ha estado infestada tanto de una ocultación teocrática reaccionaria como de una intolerancia política retrógrada de los conocimientos y métodos científicos fiables. Entre muchos ejemplos, cabe citar la prohibición por parte de la Iglesia romana de la astronomía de Galileo, la censura anglicana y católica romana de la teoría política de Hobbes, la negación creacionista del evolucionismo darwiniano, la proscripción nazi de la «física judía», la adopción soviética de la agronomía lamarckiana, el repudio de la ciencia misma por parte de los aliados3 antirrealistas en Estados Unidos. (En la segunda parte abundaremos sobre cada uno de estos ejemplos.) Y, no obstante, la ciencia y la tecnología occidentales han resultado ser imparables, pese a la ocultación reiterada (o tal vez incluso gracias a ella) de hechos objetivos por parte de la religión dogmática.

El progreso científico y la innovación tecnológica no extinguen las llamas hermanas de la verdad espiritual y la veneración religiosa. Al contrario, arrojamos más luz sobre las vidas humanas cuando reconocemos el descubrimiento por parte del hombre de procesos naturales que obedecen a leyes y aplicamos tecnologías que fomentan la práctica espiritual y sustentan la comunidad religiosa. Ciencia y religión no son incompatibles. La civilización occidental alcanzó su preeminencia favoreciendo su coexistencia en su doble hélice. La civilización islámica puede obrar de igual forma. De hacerlo, alcanzará una grandeza mucho mayor y añadirá futuros capítulos a la historia de la humanidad, que rivalizarán con sus glorias pasadas y las eclipsarán. Pero, entretanto, la civilización islámica se ha quedado muy rezagada con respecto a Occidente y el Lejano Oriente en lo que atañe a modernización y productividad económicas. Esto es a la vez una causa y un efecto de que el extremismo religioso se haya convertido en una forma de vida.

Fiel al legado de las religiones abrahámicas, Oriente Medio es la cuna del islam y Arabia Saudí continúa siendo su hogar espiritual. La Meca es el lugar más sagrado del islam y el hajj (peregrinaje a la Meca) es un deber espiritual de todos los musulmanes. Si Arabia Saudí se reforma, tal vez lo haga todo el islam. Los británicos entregaron a los árabes a Lawrence de Arabia, quien fomentó el nacionalismo árabe. Aunque esta táctica política les ayudó a derrotar a los turcos otomanos durante la Primera Guerra Mundial, también exacerbó y les legó la insostenible política de Oriente Medio (que trataremos en los capítulos 14 y 15). Por ahora, los países de Occidente y Oriente Medio están colaborando; pero continúan teniendo enfrentamientos, y este combate multisecular arrastra a la totalidad de las civilizaciones islámica y occidental.

Es posible que los judíos tengan un papel único que desempeñar, como comentaristas si no árbitros de esta disputa mundial. Los judíos son la primera nación del linaje de Abraham y han obedecido el mandamiento de Dios de «creced y multiplicaos», aunque de modos sorprendentes e imprevisibles. Los «descendientes» abrahámicos de ese mandamiento ascienden a unos tres mil millones de cristianos y musulmanes. Los judíos pueden comprender tanto el cristianismo como el islam, en algunos sentidos mejor de lo que cristianos y musulmanes se comprenden a sí mismos y mejor, sin duda, de lo que se comprenden entre sí. A lo largo de muchos siglos, los judíos han ido alternando períodos de prosperidad con otros de persecución, bajo el dominio tanto cristiano como musulmán. El judaísmo quizá pueda contribuir ahora a la reconciliación de esta «rivalidad fraterna» entre cristianos y musulmanes, la cual enfrenta a dos grandes civilizaciones en violentos conflictos de alcance mundial.

Permítame sugerirle lo que sugerí a los líderes de las religiones abrahámicas para promover su noble y valiente búsqueda de valores comunes. Parafraseé a Trotski. (Para el fbi no soy, ni he sido nunca, miembro del partido comunista.) León Trotski fue un judío ruso, un líder bolchevique y el fundador del Ejército Rojo. Más tarde fue asesinado en Ciudad de México por el largo brazo psicopático de Stalin. Trotski había dicho bromeando en una ocasión que «aunque no tenga interés en la dialéctica, la dialéctica tiene interés en usted». Y lo mismo ocurre con la globalización: aunque no tenga interés en la globalización, la globalización tiene interés en usted. Mis palabras convencieron a los líderes judíos, cristianos y musulmanes, porque todos son profundamente conscientes de la enorme magnitud de las fuerzas que la globalización ejerce en la vida de sus fieles, tanto para bien como para mal. Todos tienen preocupaciones fundadas acerca de los efectos perjudiciales de la globalización —una revolución en la cibernética, el comercialismo y la conciencia— en el estado espiritual de sus respectivas congregaciones. Así pues, pueden unirse en su interés común por el interés que en ellos tiene la globalización.

Los terroristas islámicos ni hablan ni actúan en nombre de la mayoría de los musulmanes. Como veremos más adelante, los intelectuales de la civilización islámica denuncian el terrorismo de un modo cada vez más categórico. Líderes y eruditos están reexaminando meticulosamente las raíces y las ramificaciones del islam, para hallar la mejor forma de injertar en ellas la modernidad. Puesto que el judaísmo y la modernidad son compatibles, y puesto que el cristianismo y la modernidad son compatibles, el islam y la modernidad pueden serlo también. Éste es el gran desafío al que se enfrenta la civilización islámica: modernizarse sin perder su identidad.

La civilización india

Para mí, como para muchos otros, el cautivador subcontinente indio es el lugar espiritualmente más rico de la Tierra. Debe serlo, para contrarrestar su aplastante pobreza material. En la filosofía india, el dualismo determinante no se da entre cuerpo y mente (como en Occidente se dio, entre otros muchos, para Descartes), sino entre materia y espíritu. La materia se considera poco importante y transitoria; el espíritu, fundamental y permanente. No obstante, si la civilización occidental peca de materialista, la india peca de espiritualista. Los intelectuales y autores occidentales que visitan la India, desde el perspicaz y atrevido psiquiatra Erik Erikson4 (el psicoanalista póstumo de Gandhi) hasta el Premio Nobel de la Paz Elie Wiesel5 (testigo y superviviente del horror nazi), refieren sentirse simultáneamente impresionados por su inmensa riqueza espiritual y desmoralizados por su aplastante pobreza material.

La India está constituida por un tapiz ecléctico y casi psicodélico de religiones, culturas, etnias y prácticas espirituales. Sus principales grupos etno-religiosos son los hindúes, los musulmanes y los sijs, pero es posible encontrar budistas, jainistas, judíos, cristianos y partidarios de todos los sistemas de creencias que existen, incluidos los confucionistas chinos. El término etno-religioso dominante, hindú, es una denominación británica errónea tan universalizada que hasta los mismos indios la utilizan ahora. Alejandro Magno empleó el término «India» cuando llegó allí en 325 a. C. Los subsiguientes invasores, desde los musulmanes hasta los británicos, pronunciaron el nombre del valle del río Sindhu como «Indus», el cual mutó a «hindú».

Lo llamemos como lo llamemos, una gran civilización arraigó en este valle hace quizá 10.000 años, durante la revolución neolítica. Estaba constituida por los «arios» originales, un término del que los nazis se apropiaron más adelante para sus horrendos propósitos. La civilización del valle del Indo legó a la humanidad una mitología de una riqueza incomparable y una avanzada filosofía, contenida en los voluminosos Vedas. Estrictamente hablando, el «hinduismo» no existe. La plétora de religiones indias aborígenes son manifestaciones sociales de un núcleo de escuelas filosóficas indias, las cuales proceden de la tradición védica. Transmitidos oralmente ya en 4000 a. C., y compilados luego gradualmente en sánscrito, los Vedas consisten en cuatro textos —Rig, Yagur, Sama, Atharva— de unos 20.000 versos en total. Cada Veda pasó por cuatro etapas distintas de profundización y desarrollo: Samhita, Brahmana, Aranyaka y Upanishad. Hay 108 Upanishads, que representan la culminación del pensamiento y la práctica védicos y que se conocen colectivamente como «Vedanta». «Veda» significa conocimiento; «Vedanta», cumbre del conocimiento. Los primeros Upanishads datan de 1000 a 400 a. C. y, por tanto, existieron durante los tiempos de Buda.

En contraste con las religiones abrahámicas, que son paradigmas del monoteísmo (un Dios, un profeta, un libro), el politeísmo y el pluralismo de las filosofías indias aborígenes son increíbles. «Hinduismo» hace referencia a una multitud de escuelas, sectas y confesiones que no se prestan a una clasificación rígida, pero que comparten el concepto de que filosofía y religión son inseparables. Por lo común, hay en la filosofía india en torno a nueve «tradiciones» o «escuelas» reconocidas, seis ortodoxas y tres heterodoxas. Las escuelas ortodoxas, que aceptan la autoridad de los Vedas, son nyaya, vaisesika, samkhya, yoga, mimamsa y vedanta. Estas escuelas están todas ellas interrelacionadas y son de una enorme complejidad.6 No obstante, su espíritu común está conformado e impregnado por una tríada de obras inmortales —el Bhagavad Gita, los Upanishads y los Yoga Sutras de Patanjali—, guías espirituales para toda la humanidad. Las escuelas heterodoxas, que rechazan la autoridad védica, son la carvaka, el jainismo y el budismo. La carvaka es una forma de materialismo que incluso Buda censuró por su inmoralidad. Los jainistas son célebres por su práctica de la ahimsa, la no agresión a todo ser sensible, una práctica que también comparten muchos budistas.

Trataremos el budismo en mayor detalle en el capítulo 3 y a lo largo de todo este libro. Es fascinante que las escuelas ortodoxas indias continúen considerando como parte de la tradición védica a las supuestas escuelas «heterodoxas», aunque éstas rechacen la autoridad de los Vedas. De hecho, los eruditos védicos pueden demostrar que son las propias ortodoxias las que siembran el germen de la heterodoxia. Si el Vedanta es realmente la «cumbre del conocimiento», concretamente del conocimiento que permite el progreso espiritual y la reunión con la divinidad, todo lo que sea posterior a los Vedas debe estar contenido o vaticinado en ellos. Por eso parece que tantas religiones indias, sobre todo en contraste con las abrahámicas, estén tan abiertas a todo. Al no verse limitadas por «Un Dios, un profeta, un libro», absorben felizmente «Todos los dioses, todos los profetas, todos los libros».

Sólo en la India alguien que rechaza los Vedas puede seguir considerándose un adepto de los Vedas. Esta apertura tan antigua y cautivadora queda reflejada en el Bhagavad Gita, cuando Krishna dice a Arjuna: «Por cualquier camino que sigan, al fin vendrán a mí.» Compare esta postura tolerante con la inflexibilidad de algunos devotos de otras religiones, quienes insisten dogmáticamente en que su vía particular es el único camino hacia la salvación. No obstante, sólo el camino medio, derivado como lo está de la filosofía india, puede mediar entre todos los caminos, cualquier camino, un solo camino y ningún camino.

Las escuelas indias ortodoxas reconocen a tres dioses principales, la Trimurti: Brahma, Vishnu y Shiva. Éstos representan el ciclo de creación, conservación y aniquilamiento que atraviesan todos los fenómenos, incluyendo el propio cosmos. Cada deidad tiene muchas encarnaciones. Krishna, por ejemplo, es el octavo avatar de Vishnu. ¿Qué ha sucedido con los otros siete? Es una larga historia. Hacen falta muchas vidas para conocerla, e incluso más reencarnaciones para contarla. No hay prisa en la India, donde las almas no sólo disponen de todo el tiempo del mundo, sino también de todo el tiempo del universo.

La mitología cósmica india también es una larga historia y es asimismo la mitología con cuyas cifras más coincide la ciencia moderna de la cosmología. El kalpa, o edad del universo, tiene un orden de magnitud más próximo a los cálculos científicos actuales que el de cualquier otra cosmología antigua. Además, los indios creen que el universo atraviesa largos ciclos de desarrollo, decadencia, destrucción y renacimiento. Esto también es congruente con gran parte de la cosmología científica occidental moderna. La concepción india de la naturaleza del mundo fenoménico, de los órdenes de seres que contiene y de las leyes que rigen no sólo sus interacciones físicas sino también las espirituales, es realmente profunda. De esta cosmología surgen una teología compleja y una filosofía repleta de matices, posiblemente la filosofía más antigua que el hombre conoce.

El antiguo sistema filosófico de la India posee un alto grado de sofisticación en su comprensión de las leyes cósmicas y, no obstante, lleva milenios demostrando su compatibilidad con las personas corrientes, aunque su vida esté en su mayor parte determinada desde que nacen por la casta a la que pertenecen. La India está inundada de paradojas. He aquí otra: la estricta rigidez del sistema de castas, que lleva siglos manteniendo a cientos de millones de personas en una pobreza que apenas les permite subsistir y ha imposibilitado la movilidad social, está contrarrestada por una cordial amplitud de miras que es optimista y flexible. Así pues, los occidentales que visitan la India se encuentran con demacrados pordioseros muriendo como perros en las calles y se quedan horrorizados; a continuación, se encuentran con niños alegres y sonrientes y se quedan cautivados. De hecho, no conozco ningún lugar que sea al mismo tiempo más cautivador y más horroroso que la India. Pero asimilar y experimentar el Bhagavad Gita (entre otros muchos grandes libros indios) como una obra de sabiduría práctica para la propia vida también es enamorarse de la filosofía india de la vida.

Alejandro Magno tomó y ocupó parte de la India, pero dejó pocos vestigios de la tradición filosófica de su maestro, Aristóteles. El conquistador macedonio fue a Oriente no para construir liceos, sino para destruir a la dinastía seléucida persa que casi había derrotado a Atenas y también a Occidente. Pero la posterior invasión musulmana de la India se encontró con una receptividad mucho mayor y el islam estableció una presencia palpable en la India, algunas de cuyas consecuencias contemporáneas trataremos más adelante. Al igual que el hinduismo, el islam ofrecía una forma de vida integral; pero, a diferencia del sistema de castas hindú, su tejido social no estaba estratificado por clases estancas. Aquello debió de tentar a muchas de las castas inferiores. Aunque con su conversión al islam no se libraban de la pobreza, sí ganaban en dignidad.

Cuando la India estuvo al fin preparada para absorber a Aristóteles, éste apareció en forma de Imperio británico. El dominio británico de las rutas marítimas mundiales y la docilidad con que millones de indios permitieron que unos cuantos hombres blancos gobernaran su subcontinente durante un breve período de tiempo, permitió a la Compañía Británica de las Indias Orientales monopolizar los mercados indios del algodón y la sal y, como es bien sabido, crear un minipaís de adictos al opio en China, obligando a los agricultores indios a cultivar adormideras. No obstante, la India absorbió la lengua inglesa, lo cual contribuyó a unificar sus 500 lenguas e innumerables dialectos, absorbió la administración pública británica y su modelo mandarín de gobierno, y comenzó a absorber la ciencia, la tecnología, el comercio y la educación de Occidente. Y, de paso, absorbió a judíos y cristianos. Ya hacía tiempo que había reabsorbido el budismo, el cual había pretendido reformar la filosofía india y en cambio se había convertido en una escuela heterodoxa de esa misma filosofía india.

La capacidad de la India para absorber filósofos y religiones se nos antoja infinita. La visión del mundo global y no proselitista de los Vedas parece acoger sin ningún esfuerzo en su seno a «Todos los dioses, todos los profetas, todos los libros» y se mantiene tolerante a todas las interpretaciones de todo, incluida ella misma. La núbil mentalidad india puede de este modo aceptar, si no reconciliar, las contradicciones desde un buen principio. Además (al igual que la mentalidad china pero a diferencia de la occidental), no está obsesionada por la paradoja, una auténtica reliquia helénica. La filosofía india concibe el cosmos como un espectáculo teatral, donde la materia ilusoria se encuentra con el espíritu juguetón, donde los fenómenos danzan y giran al son de la Trimurti, donde los cuerpos materiales no son sino atuendos desechables para las almas, que saltan de vida en vida en el río que las conduce a su imprevisible inmersión en el luminoso y amoroso mar de Brahma. Las ideas son las emanaciones de la conciencia divina, no las piezas de la discusión académica. Así pues, los indios expuestos a la matemática y a la ciencia de Occidente las absorbieron con gran facilidad y comenzaron a hacer importantes aportaciones propias en el siglo XX, incluyendo la representación de π de Ramanujan y la física de los agujeros negros de Chandrasekar.

La influencia de la filosofía india en Occidente es considerable y está cada vez más extendida. A medida que la ciencia aristotélica dejaba gradualmente atrás a su progenitora, la filosofía ateniense, iba alcanzando el grado de evolución suficiente (al cabo de dos mil años) como para engranarse con la filosofía india. Y la filosofía budista, hija de esta prodigiosa progenitora, se engrana sencillamente con todo.

Un indio llamado Monadas Ghandi, formado en derecho británico y filosofía socrática e influido por el tratado sobre desobediencia civil no violenta del idealista de Nueva Inglaterra Henry David Thoreau, absorbió todas estas enseñanzas y las combinó con algunas austeras prácticas indias, incluyendo largos períodos de abstinencia sexual. A lo largo de décadas, Gandhi cultivó la suficiente fuerza espiritual y atrajo a los suficientes seguidores como para convencer a los británicos de que cedieran la India pacífica y cortésmente. También intentó distender el rígido sistema de castas indio y llevó a cabo la reforma agraria. Su forma de resistencia militante pero no violenta a la opresión, «la satyagraha» o confianza inquebrantable en la verdad, también fue adoptada en Estados Unidos por Martin Luther King, quien la encontró igual de eficaz como catalizador de los derechos civiles de la población negra. Tanto Gandhi como King fueron asesinados, pero su influencia moral en la aldea global es imperecedera.

Gotas dispersas de la cultura india llovieron en el Occidente decimonónico, precediendo al monzón del siglo XX. Schopenhauer reconoció la filosofía india como una panacea contra el sufrimiento, mientras que Gurdjieff7 buscó la revelación mística en Oriente. El médico canadiense R. M. Bucke se embarcó para el resto de su vida en un peregrinaje espiritual después de que una experiencia espontánea kundalini le abriera el chakra de la corona.8 Sin embargo, cuando el yogui indio Vivekananda se estableció en Nueva Inglaterra a principios del siglo XX, lo tomaron probablemente por un excéntrico. Fue durante este período cuando Rudyard Kliping predijo, con respecto a Oriente y Occidente, que «no se encontrarán nunca». Por lo visto, Kipling fue mucho mejor poeta que profeta.

Sólo un siglo después, Nueva Inglaterra, al igual que el resto de Estados Unidos, abunda en toda clase de gurúes, ashrams y campamentos para practicar yoga. Los años sesenta fueron la década fundamental durante la cual las filosofías orientales —el hinduismo, el budismo y el taoísmo— se dieron a conocer en la cultura occidental y fueron absorbidas por ella, gracias en parte a músicos, poetas y autores famosos que las adoptaron para su desarrollo espiritual, popularizándolas. Estas prácticas también fueron muy beneficiosas para su desarrollo artístico.

En la música pop, los Beatles y su relación con el yogui Maharishi Mahesh importaron al por mayor la meditación trascendental a la conciencia pública occidental. En el legendario South Side de Chicago, The Paul Butterfield Blues Band grabó su álbum East-West, cuyo tema homónimo mezclaba el dixieland con el raga. Sri Chinmoy se convirtió en el gurú del guitarrista de fusión jazz-rock John McLaughlin. Los inmortales del jazz Wayne Shorter, Herbie Hancok y Larry Coryell descubrieron el budismo nichiren, una tradición japonesa basada en el Sutra del Loto de Buda que aumentó su energía, claridad y creatividad e inspiró su evolución musical. Gracias al genio de Ravi Shankar, la música clásica india también se hizo famosa en Occidente, atrayendo a personas como el violinista Yehudi Menuhin, cuyas grabaciones con Shankar son jubilosos encuentros entre la antigua tradición clásica india y la europea relativamente reciente. Al Di Meola y L. (Lakshiminarayana) Subramanian fusionaron aún más las formas occidentales e indias. Un triunvirato de poetas judíos que definieron toda una generación, Allen Ginsberg, Bob Dylan y Leonard Cohen, coqueteó con el budismo, a medida que la gran familia de la filosofía india iba emigrando a Occidente.

También la industria de los gurúes indios prosperó. Los sannyasin de Osho con sus hábitos naranja, los extasiados premies del gurú Maharaj Ji, los cantores harekrishna del swami Prabhupada, así como bohemios eclécticos y hippies inveterados, recibieron, absorbieron, reflexionaron y transmitieron el satsang al pensamiento occidental.

Y, puesto que la filosofía india está tan bien sintonizada con las vibraciones fundamentales que crean, sustentan y aniquilan el cosmos, la física occidental y la cosmología india también se fusionaron en la era atómica. Cuando Robert Oppenheimer, el «padre» de la bomba atómica, presenció la primera detonación nuclear en Alamogordo, no pensó en Prometeo robándoles el fuego a los dioses, sino en Krishna metamorfoseándose en Kali, la diosa de la Destrucción, y en sus terribles palabras a un Arjuna atemorizado: «Ahora soy la Muerte, la destructora de mundos.» La siguiente generación de este linaje es más pacífica. David Bohm, alumno de Oppenheimer, quien posteriormente reveló el orden implicado y descubrió el potencial cuántico, también se asoció con el gurú indio J. Krishnamurti para dialogar con él sobre educación y el mejoramiento de la humanidad.

Aunque las civilizaciones occidental e islámica ocuparon la India, también fueron absorbidas por ella. Ahora este país está comenzando a despertar en respuesta a la globalización, a considerar su población de más de mil millones de habitantes como una voz cultural importante y un inmenso bien económico en la aldea global. La India es la democracia más grande del mundo, así como su civilización más tradicional y, no obstante, más anárquica. La India mantiene una postura mayoritariamente neutral en los conflictos occidentales, pero tiene sus propios conflictos con estados islámicos. La India y Pakistán poseen armas nucleares y libran una guerra fría, así como una reñida guerra por Cachemira. Económicamente, la India se identifica con la próspera China, cuya economía eclipsará bien pronto a la de Estados Unidos. Los empresarios indios querrían emular los índices chinos de crecimiento, y se están volviendo cada vez más competitivos en sectores de alta tecnología. La India ha formado un eje con China y Brasil, tres populosos países en vías de desarrollo, cada uno de los cuales ejerce una influencia económica decisiva en su respectiva región geopolítica. No obstante, la India y China también se han enfrentado militarmente, sobre todo en forma de refriegas fronterizas. Conforme vaya aumentando su poderío económico, es previsible, aunque confiemos en que no inevitable, que entre estos dos monstruos asiáticos surjan futuros conflictos.

La civilización india hará notar cada vez más su presencia en la aldea global. Pero su mejor exportación de todas quizá resulte ser la más antigua: el budismo, que retomaremos en el capítulo 3 y que constituye un tema central de este libro.

La civilización del Lejano Oriente

China es el inmenso sol de la civilización del Lejano Oriente por su historia, su geografía, su población, su desarrollo económico y su creciente influencia en la aldea global. China tiene muchos «planetas» importantes en su órbita, particularmente Japón, que la considera su cultura madre y cuyos éxitos económicos China aspira a emular. China también tiene en cuenta los «Cuatro Tigres» —Singapur, Hong Kong, Taiwán y Corea del Sur—, todos los cuales se enorgullecen de poseer una próspera economía de corte occidental arraigada en una escala de valores oriental. La propia China tiene más de mil millones de habitantes, incluso con la limitación de «un solo hijo por familia» que evitó su explosión demográfica. China es el centro de la civilización del Lejano Oriente y está lista para convertirse en la eminente potencia de la aldea global. Las dinámicas política y cultural que acompañan su ascenso a potencia mundial están evolucionando y nadie sabe aún qué formas adoptarán. El gobierno chino es a la vez cauto y entusiasta: comprometido con la apertura que exige el crecimiento económico y, no obstante, consciente de que es necesaria una cierta constancia conservadora como base estable para el cambio constructivo.

Al igual que la India, China ha conocido civilizaciones antiguas y dinastías rivales, tanto progresistas como despóticas. Mencionaremos algunas de ellas cuando tratemos con mayor detalle a Buda (capítulo 3) y Confucio (capítulo 4). No obstante, a diferencia de la India, cuya lengua sánscrita es la matriarca de la gran familia de lenguas indoeuropeas, la lengua escrita original de China es ideográfica, o pictórica, y no alfabética. No existe ninguna lengua hablada que se llame «chino», sino únicamente una escrita. Quienes hablan dialectos del chino como el mandarín, el jin, el jianghuai, el wu, el huanés, el gan, el hakka, el bei min, el nan min, el yue y el pinghua, no se entienden entre sí y, no obstante, todos leen los mismos caracteres. La única situación comparable en Occidente, Oriente Medio o la India atañe a los lenguajes formales, tales como la lógica o la matemática. Físicos de diversas culturas comprenden las mismas ecuaciones escritas, aunque puedan referirse a los símbolos por nombres distintos.

Las tradiciones filosóficas chinas también son únicas, sin parangón en Occidente. El Tao es uno de los conceptos más hermosos y profundos que ha engendrado la mente humana y, sin embargo, es inexplicable por definición en cualquier lengua y durante mucho tiempo ha sido incomprensible para Occidente. Intentaré aclarar algunos de sus principios básicos aquí y en el capítulo 4. El Tao también ha degenerado en China y es ignorado por muchos chinos, pero bajo ningún concepto por todos. Hay maestros chinos vivos que pueden disertar largo y tendido sobre él e ilustrar sus aplicaciones directas a muchas y variadas artes: de la caligrafía al taichi, de la acupuntura a la fitoterapia. El Tao es una de las hebras filosóficas de la triple trenza que, completada por el confucianismo y el budismo, define el adn de la civilización del Lejano Oriente.

Japón aporta una formidable cuarta hebra: el bushido, originalmente el código no escrito de sus samuráis. Influido en igual medida por Shinto, Confucio y Buda, el bushido engendra un espíritu caballeresco cuyas manifestaciones más nobles superan incluso a los caballeros más emblemáticos de Occidente. De igual forma que en Occidente persiste la influencia de la caballería, el bushido sigue impregnando el espíritu de Japón.

Volviendo al misterio del Tao: que nadie pueda definirlo pone de relieve su singular importancia. El dominio del Tao (una piedra filosofal china) es lo que Confucio buscaba; de ahí que las enseñanzas taoístas se puedan transmitir perfectamente con los métodos confucianos. El propio Confucio declaró: «Yo no innovo, transmito.» Las culturas del Lejano Oriente conservaron su integridad siglo tras siglo, mediante la transmisión confuciana de la propia filosofía confuciana. Pero los métodos de Confucio también son ideales para transmitir el Tao y están vinculados al budismo a través de él, como veremos más adelante. Laozi y Confucio discrepaban en muchas cuestiones (al igual que lo hacían Platón y Aristóteles en Occidente), pero compartían un origen filosófico común (el Yijing). Esto sitúa la aproximación de Confucio al Tao como una de las vías más estables y menos arriesgadas para acceder a la cumbre de lo inefable.

Dado que las palabras son las manifestaciones cotidianas de los pensamientos humanos, nosotros también tendemos a pensar mientras hablamos y escribimos. Es evidente que los sistemas lingüísticos pictóricos sumamente contextualizados de China y Japón engendraron un potencial único para sofisticadas pautas de pensamiento abstracto. Cuando la política se lo ha permitido, las culturas del Lejano Oriente han adquirido y dominado las lenguas, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la medicina y las artes de Occidente con un acierto considerable. Al contrario, y en ausencia de impedimentos políticos, ¿cuántos occidentales han adquirido, y aún menos dominado, las lenguas, la filosofía, la medicina o las artes chinas o japonesas? La pregunta es retórica: realmente muy pocos. La civilización del Lejano Oriente ha demostrado su habilidad para estudiar y aprender de Occidente; en cambio, la civilización occidental no ha demostrado ser tan hábil estudiando el Lejano Oriente y aprendiendo de él. ¿Qué significa esto? Quizá que la civilización del Lejano Oriente posee la capacidad de rebasar a Occidente y convertirse en la próxima potencia dominante de la aldea global.

La elevada densidad demográfica de la India y el Lejano Oriente es abrumadora para la mayoría de los occidentales, yo incluido, quienes cuando las visitan se sienten totalmente engullidos por ingentes masas de orientales. El individuo puede creerse importante en Occidente; en Asia, es una gota en el océano. Piense en el bloque económico que integra la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (asean), fundada en 1967 para promover el mutuo crecimiento económico y cultural. Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur y Tailandia fueron los miembros fundadores y el grupo incluye ahora Brunei (1984), Vietnam (1995), Laos y Myanmar (1997) y Camboya (1999). La región actual de la asean, constituida por diez países, tiene aproximadamente 500 millones de habitantes —una población mayor que la de Estados Unidos y comparable a la de la ue en expansión—, pero cuenta con menos de la mitad de la población de China y mucho menos de la mitad de su potencial económico. Este inmenso conglomerado de la asean, un gigante según muchos criterios mundiales, es un enano en comparación con China.

De forma muy parecida a la India, pero no hasta su mismo extremo, la propia China es un mosaico de tribus y culturas indígenas, unificadas paulatinamente a lo largo de siglos a veces turbulentos por las dinastías rivales que se fueron sucediendo en el poder. Invicta por potencias no asiáticas, China fue no obstante dominada por las temidas y temerarias hordas mongolas de Genghis Kahn y sus nietos, en particular Kublai Kan, el fundador de la dinastía Yuan. Y, también al igual que la India, China ha sido relativamente modesta en sus adquisiciones territoriales, con las patentes excepciones de su ocupación del Tíbet y su participación en la guerra de Corea. China no ha sido un agresor en la misma escala en que lo han sido los occidentales, los islámicos o los japoneses en sus expansiones militares. Las artes supremas de la defensa personal, las llamadas «artes marciales», que se originaron en China y se ramificaron por todo el Lejano Oriente, están basadas en principios autoconservadores y defensivos, no en principios destructivos y ofensivos.

La fuerza militar de China, al igual que la rusa, consiste en la defensa y el contraataque y no en una ofensiva agresiva. Los países grandes tienen la geografía de su parte y uno no debe nunca olvidar la influencia de la geografía en la formación del carácter nacional.9 Rusia detuvo a los ejércitos invasores de Napoleón y Hitler con apenas otra defensa que no fuera el invierno ruso. La propia China es tan inmensa que sufrió simultáneamente una guerra civil entre Chiang Kai-chek (respaldado por Occidente) y los revolucionarios marxista-leninistas de Mao Zedong y la ocupación japonesa de Manchuria.

Una de las maravillas del mundo construidas por el hombre es la Gran Muralla china, una fortificación de 6.000 kilómetros de longitud iniciada en el siglo VII a. C. y ampliada y renovada hasta el siglo XVI de nuestra era. Sólo los mongoles consiguieron abrir una brecha en ella. En contra de la leyenda urbana, la Gran Muralla no es visible desde el espacio orbital, pero es la única maravilla del mundo que ha suscitado tal afirmación. También es un testigo con numerosas pruebas de la mentalidad ostensiblemente defensiva de China. Livio sostuvo que los romanos conquistaron el mundo en defensa propia, lo cual, en Occidente, se traduce en la máxima deportiva contemporánea de que la mejor defensa es un buen ataque. Pese a los circos romanos, y a las célebres superestrellas de los deportes profesionales de Occidente, una buena defensa es crucial para que una civilización gane el trofeo de la supervivencia. Ni siquiera los británicos, quienes se jactaron de haber surcado los mares en barcos de vela para dominar gran parte de Asia, hicieron apenas mella en la cultura china. La India fue la joya de su corona; China fue la casa del tesoro que ellos llevaron a la quiebra con el opio. Pero China también sobrevivió al narcotráfico británico.

Como es bien sabido, los chinos inventaron tanto el papel como la pólvora, utilizándolos para las artes caligráficas y para espectáculos de pirotecnia. La imprenta y las armas de fuego fueron aplicaciones posteriores de estos inventos que llevan el sello de Occidente. Los cosmólogos chinos de la antigüedad observaron eclipses y otros acontecimientos astronómicos. Los médicos chinos trazaron con exactitud los meridianos de la acupuntura, desarrollaron remedios herbales y recopilaron más de 2.000 libros sobre artes y ciencias médicas, sólo uno de los cuales, Canon de medicina interna del emperador amarillo, sobrevivió a las obsesivas quemas de libros ordenadas por destructivos caudillos. Aun así, las obras y prácticas filosóficas más importantes, las enseñanzas fundamentales del taoísmo, el confucianismo y el budismo, sobrevivieron y prosperaron. Se extendieron a Corea y Japón, y muchos siglos después, de Japón a Occidente.

Una vez más, incido en la especial relación entre Japón y China. Japón combinó el espíritu ferozmente independiente de un pueblo insular nunca invadido (lo cual recuerda a los británicos) con el espíritu defensivo del modelo chino, por lo que fue durante siglos un libro cerrado para el mundo, hasta que Occidente empezó a mezclarlo en el comercio oceánico. Los jesuitas, que llegaron a Japón en el siglo XVI como soldados misioneros de Cristo, fueron los primeros occidentales en estudiar su idioma y cultura. También encontraron a Japón en un primitivo estado de feudalismo medieval, con caudillos y ejércitos de samuráis disputándose el poder y, por debajo de ellos, una sumisa pirámide de siervos y pescadores. No obstante, tras dos siglos de exposición a Occidente, Japón comenzó a industrializarse y a desarrollar un potencial militar de corte occidental. En la primera mitad del siglo XX, ningún país asiático pudo hacer frente a la ofensiva militar japonesa. Para entonces, el poderío militar del Imperio británico ya había declinado, por lo que el poco envidiable cometido de contener e invertir la ocupación y dominio de Asia por parte de Japón recayó en Estados Unidos. La China maoísta sabía cuánto había conseguido Japón injertando ramas occidentales en su tronco confuciano, pero (al igual que la Unión Soviética estalinista) no logró obtener resultados comparables utilizando modelos marxista-leninistas inherentemente deficientes. No obstante, la China contemporánea está ahora comenzando a adoptar la fórmula occidental para su desarrollo económico.

Así pues, téngase en cuenta que, tras la rendición incondicional de Japón a Estados Unidos en 1945, hecho que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, un Japón pacificado, democratizado e industrializado se convirtió en la segunda potencia económica mundial y continuó siéndolo durante décadas. ¿Cómo? Japón está formado por cuatro islas principales y millares de islas más pequeñas, pobres en recursos naturales, con una población que ascendía a 127 millones de habitantes a finales del siglo XX, aproximadamente el 10% de la población de China, o la India, o la civilización islámica, y una superficie del tamaño aproximado de Italia. ¿Cómo se convirtió Japón en la segunda mayor economía nacional del mundo? Lo hizo enjaezando con los modelos occidentales de democratización e industrialización a las tradiciones filosóficas de la ética de la virtud y la organización social confucianas.

Ahora, los chinos están emprendiendo un proceso similar, pero con una población diez veces mayor que la de Japón, una superficie más de 20 veces mayor que la de Japón y una abundancia, no una escasez, de recursos naturales. Así pues, si sigue los pasos de su «cultura hija» Japón, China puede dominar económicamente el mundo en el siglo XXI, en un grado incluso mayor que Estados Unidos durante el siglo XX.

La filosofía práctica en la que se sustentan las civilizaciones china y japonesa es la de Confucio y deriva de su aplicación del Tao. De igual forma que Aristóteles se convirtió en «El Filósofo» de Occidente, Confucio se convirtió en «El Filósofo» del Lejano Oriente. Se inspiró en el Tao, como hiciera su contemporáneo de mayor edad, el funcionario Laozi. En esencia, el taoísmo es una visión metafísica laica del universo que armoniza la existencia humana con el proceso natural. En el pensamiento taoísta no hay ninguna divinidad; ni en las Analectas de Confucio ni en el Daodejing (El camino y su poder) de Laozi. Hay, no obstante, un camino: no un Dios que adorar, sino un camino que seguir. Pero éste es, paradójicamente a veces, el camino del no camino.

Al igual que ocurrió con la filosofía india, el siglo XX presenció una convergencia de la filosofía del Lejano Oriente y la ciencia occidental, que floreció en la cultura intelectual de Occidente. El Tao de la física de Fritjof Capra fue un gran éxito de ventas y dio origen a la obsesiva publicación de libros titulados El Tao de... (cualquier cosa: la salud, el sexo, la longevidad o el osito Pooh). La danza de los maestros del wu li de Gary Zukav fue un hito en la síntesis de la antigua filosofía china con la física de partículas moderna. Aparecieron montones de nuevas traducciones del Yijing. El zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta de Robert Pirsing catapultó el budismo japonés al candelero literario. Una de las obras históricas más importantes del siglo XX, y posiblemente de todos los tiempos, fue Estudio de la historia de Arnold Toynbee, donde el auge y la decadencia de las grandes civilizaciones se planteaban como una función de la metafísica china del yin y el yang. Las prácticas médicas chinas, sobre todo la acupuntura, han realizado importantes avances en el campo de la medicina occidental.

La ausencia de una deidad o deidades fundadoras en las civilizaciones china y japonesa es característica del Lejano Oriente. Como hemos visto, la civilización islámica (al igual que las religiones abrahámicas de las que surge) se adhiere a «Un Dios, un profeta, un libro». La civilización india politeísta absorbe a «Todos los dioses, todos los profetas, todos los libros». La civilización occidental permite a sus ciudadanos elegir libremente entre «Cualquier Dios, cualquier profeta, cualquier libro». La civilización del Lejano Oriente, pese a sus adeptos al cristianismo y al islam, y a sus adoradores de Buda como un dios, se caracteriza por el Tao y el confucianismo ateos, los cuales imparten una ética laica sin adherirse a «Ningún Dios, ningún profeta, ningún libro». Las personas observan los rituales confucianos y practican las virtudes confucianas, pero no adoran a Confucio, a quien habría horrorizado que lo deificaran.

Y precisamente por esto el budismo, pese a nacer en la India y pasar siglos aislado como religión monástica en el Tíbet, arraigó tan profundamente en las culturas confucianas laicas de China y, más tarde, Japón. De este modo, China y Japón han desempeñado un papel central en el desarrollo del budismo y su posterior dispersión por todo el mundo, como veremos en el capítulo 3.

La civilización del Lejano Oriente, la que más dista de Occidente tanto geográfica como culturalmente, fue la última con la que éste entró en contacto. Alejandro Magno llegó a la India en el siglo IV a. C. El islam llegó a Europa en el siglo VIII de nuestra era. No obstante, la primera delegación occidental enviada a China, una expedición de mercaderes venecianos y misioneros cristianos que incluía a Marco Polo, no llegó a la corte del emperador Kublai Kan hasta el siglo xiii. Occidente tardó incluso más en entrar en contacto con Japón: los jesuitas portugueses no se establecieron allí hasta el siglo XVI. En ese mismo siglo, los franceses zarparon rumbo al oeste, buscando nuevas rutas hacia el exótico Oriente. Navegaron por el río Saint Lawrence hasta la antigua isla volcánica de Mount Royal (Montreal), la cual se enorgullece hasta el día de hoy de tener un barrio que lleva el optimista nombre de Lachine: «la China» en francés. Los franceses del siglo XVI apenas se avanzaron a su tiempo: los alimentos chinos, por ejemplo, no pudieron adquirirse en Lachine hasta unos cuatro siglos después.

El Lejano Oriente a menudo ha parecido inescrutable a los occidentales, y con razón: su filosofía, idioma y cultura evolucionaron por rutas claramente no indoeuropeas y no abrahámicas. El Camino (el Tao) también es omnipresente, por muy invisible y esquivo que resulte. La globalización ha abierto las puertas del Lejano Oriente a la ciencia, la tecnología y el comercio occidentales, y ha abierto las puertas de Occidente a la filosofía, idioma y cultura del Lejano Oriente. Un maestro chino observó que los dos extremos de un cordel de cualquier longitud son los más distantes entre sí y, no obstante, también se tocan si el bucle se cierra. La filosofía china y el budismo japonés están ahora tocando la mentalidad occidental precisamente de esa forma, a través del bucle de la globalización.

Convergencia en la zona cero: de la localidad a la globalidad

La globalización es un proceso que, por definición, tiene más fuerza que cualquiera de las cuatro civilizaciones descritas en este capítulo. La globalización está borrando rápidamente fronteras y confines políticos, religiosos, geográficos, étnicos, tribales, culturales y filosóficos, que, en mayor o menor grado, han separado y diferenciado a estas cuatro civilizaciones y su miríada de subculturas así como al resto de la humanidad. Internet es el paradigma de la globalidad: nuestra localización física es vital para el correo postal, pero irrelevante para el electrónico. Somos un nodo transitorio de una red mundial virtual. El ciberespacio no puede ser «colonizado» ni «ocupado» por ninguna civilización conquistadora, ni puede ser «sellado» o «amurallado» indefinidamente por ninguna civilización defensiva. El ciberespacio es el Parlamento cibernético, compartido por todos los que estén conectados a él, sea cual sea su identidad cultural, política, religiosa, geográfica, étnica o tribal.

El potencial de la globalización es mucho más noble de lo que quizá pretendían sus iniciadores, quienes estaban justificada pero primordialmente interesados en el desarrollo económico. La ulterior promesa de la globalización es procurar un contexto para reunir a la totalidad de la especie humana, pese a todas las diferencias que nos dividen. La globalización hace tangible la antigua idea budista de que todos estamos conectados. No obstante, a medida que va llegando a todos los habitantes de este planeta, tejiéndonos a su tapiz de redes, incide forzosamente en nuestras diferencias al trascenderlas.

La expresión «zona cero» significó originalmente el punto en que detonaba una bomba. Después de Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945), pasó a denominar la zona de devastación total en el epicentro de una detonación nuclear. Desde los atentados del 11-S, «zona cero» se refiere también al inmenso socavón, una vez retirados los escombros, en el que las torres gemelas del World Trade Center se construyeron en 1970, y en el que implosionaron en 2001. Aquí hay también una irónica conexión: el desarrollo altamente secreto de las bombas atómicas que luego se arrojarían en Japón llevaba el nombre en clave de «Proyecto Manhattan». El número de víctimas y la devastación de Hiroshima y Nagasaki fueron incomparablemente superiores a los causados por los atentados del 11-S y, no obstante, el efecto de visitar la «zona cero» de Hiroshima o Nagasaki no es tan distinto del que produce visitar la «zona cero» de Manhattan. Estas «zonas cero» son lugares donde millares de civiles murieron súbita y violentamente en conflagraciones premeditadas causadas por armas que, pese a sus diferencias, se consideraban moralmente repugnantes en las culturas agredidas, pero moralmente justificables en las agresoras. En el capítulo 15 retomaremos el tema de la función de la población civil en la guerra moderna y el terrorismo.

Mi intención es ilustrar aquí una importante diferencia entre las «zonas cero» de Hiroshima y Manhattan: no en cuanto al número de víctimas mortales (más de 100.000 frente a 3.000), sino en cuanto a su identidad en el contexto de su civilización. La Segunda Guerra Mundial fue una guerra devastadora y total, que movilizó el conjunto de recursos civiles y militares de los estados-nación combatientes. También fue una guerra cuyos orígenes inmediatos admiten una lúcida interpretación: la Alemania nazi de Hitler y el Japón imperial de Hirohito fueron estados agresores crueles e implacables, repletos de civiles bienintencionados gobernados por despiadados regímenes militaristas que conquistaron, sometieron, esclavizaron y asesinaron a millones de personas en docenas de países fuera de sus fronteras.

Los civiles que perdieron la vida en Hiroshima fueron casi todos japoneses, víctimas de una guerra total entre Japón y Estados Unidos que el propio Japón había provocado al atacar Pearl Harbor. Fue una horrible característica de la Segunda Guerra Mundial que los civiles, en infinidad de ciudades, se encontraran entre los primeros, y también los últimos, que pagaron el precio de conflictos iniciados por conquistadores maníacos e implacables. Los civiles de Hiroshima sufrieron terriblemente a causa de la bomba atómica, y sólo ellos están cualificados para explicarnos qué se siente siendo el objetivo de armas nucleares. No obstante, estos civiles formaban también parte de una máquina bélica japonesa que había asesinado a más de 15 millones de asiáticos y otros pueblos fuera de Japón —hombres, mujeres, niños, prisioneros de guerra—, aunque los ciudadanos de Hiroshima probablemente no lo supieran en aquel momento. Por desgracia, un estado de ignorancia no es un estado de inocencia. En Dresden y Hamburgo también murieron civiles, cien mil de una sola vez, debido a bombardeos convencionales masivos; y los civiles alemanes que sufrieron y murieron de esta forma quizá no supieran que, asimismo, su gobierno nazi había asesinado cruelmente a más de 15 millones de personas durante su agresivo reinado de terror. No obstante, un estado de ignorancia general o de obediencia tácita entre los alemanes tampoco era un estado de inocencia.

En marcado contraste, los civiles que perdieron la vida en los atentados del 11-S procedían de más de 91 países distintos y representaban a todas las civilizaciones y religiones mundiales. Judíos, cristianos, musulmanes, hindúes, sijs, jainistas, budistas y confucianos, de todos los continentes y la mitad de los países del mundo, murieron en los hechos del 11-S. No fueron condenados por las órdenes de ningún gobierno soberano, sino por actores no estatales tan contrarios a su propio gobierno de Arabia como al gobierno de Estados Unidos. A diferencia de Pearl Harbor, los atentados del 11-S no fueron un ataque de un país soberano a otro, sino un ataque a la Cámara de Comercio de la aldea global y a sus ciudadanos, por parte de proscritos hostiles a la globalización y temerosos de ella, violentamente contrarios a su extraordinario potencial de unir a la humanidad en una comunidad mundial pacífica y próspera.

La globalización nos conecta a todos, para bien o para mal. Las injusticias humanas, limitadas antes a lugares relativamente aislados, se manifiestan ahora destructivamente en otros de facilísimo acceso: rascacielos neoyorquinos, clubes nocturnos balineses, estaciones de ferrocarril madrileñas, metros londinenses, cafés de Tel Aviv, hoteles egipcios, infraestructuras iraquíes. Una vez más, la localidad se desvanece ante la globalidad. Ya no hay lugares ni pueblos aislados. Todos estamos interconectados. Le ruego, pues, que se fije en que la «zona cero» ya no se limita a Hiroshima y Nagasaki ni, en realidad, al Bajo Manhattan; la «zona cero» está bajo sus propios pies. Esté sentado, de pie o acostado; esté andando, montando a caballo o volando; esté trabajando en su jardín, desplazándose al trabajo o haciendo vacaciones... la zona cero siempre le acompaña. Forma parte de la condición humana en la aldea global. Que esta sombra se alargue o retroceda depende en parte de lo que usted haga, o no haga, al respecto. Al final de este libro, en el capítulo 16, resumiré qué le aconsejan hacer los filósofos abc una vez que haya terminado de leer el libro.

La globalización está mezclando las cuatro grandes civilizaciones y disolviendo sus fronteras de formas históricamente inauditas. Cada una de ellas está convergiendo, así como entrando en contradicción, con las demás. El conflicto que condujo a los atentados del 11-S, y que inspiró el influyente libro de Samuel Huntington El choque de civilizaciones, cuenta sólo parte de esta historia. Huntington exploró la dinámica del choque entre las civilizaciones occidental e islámica; yo hablaré brevemente de ello en los capítulos 14 y 15. No obstante, también es necesario comprender los choques entre los otros pares de civilizaciones.

Las civilizaciones occidental e india también tienen enfrentamientos, por lo general en cuestiones económicas. La penuria de la India y sus países vecinos, que afecta a cientos de millones de personas, está demostrando ser inevitable no sólo por la corrupción endémica y la rigidez socioeconómica de estos países, sino también en parte por los cuantiosos subsidios agrícolas pagados a agricultores del opulento Occidente (Estados Unidos, Canadá, la ue), combinados con los prohibitivos aranceles impuestos a la producción de los países en vías de desarrollo, de los cuales la India es el más grande. De manera que la abundancia de Occidente depende parcial, pero desde luego no totalmente, de la pobreza de la India. Aun así, se trata de una situación del todo indeseable.

Las civilizaciones de Occidente y el Lejano Oriente también tienen enfrentamientos, tanto en el ámbito económico como en el militar. La economía de China, se mida como se mida, puede rebasar a la economía estadounidense en menos de un siglo (si no en cuestión de décadas) y, como consecuencia, los estadounidenses tendrán que pagar más por los artículos de primera necesidad y permitirse menos lujos si sus salarios son bajos. Los estadounidenses ya se han instalado en la negación en lo que respecta a las deficiencias internas que contribuyen al declive de su país, no sólo en la opinión pública global, sino, lo que es crucial, en su riqueza cultural; esto significa que no están preparados para paliar los daños. Hay también dos zonas de conflicto que podrían originar una guerra entre Occidente y el Lejano Oriente: Corea del Norte y Taiwán. Corea del Norte es, mientras escribo estas líneas, un estado canalla cuyo potencial nuclear desestabiliza toda la región. Incluso Japón se está rearmando ante la posibilidad de una agresión norcoreana. Taiwán, donde se refugió el general Chiang Kai-chek tras ceder en la guerra civil contra Mao Zedong, mantiene una precaria independencia de la República Popular de China respaldada por Estados Unidos. Pekín es paciente, pero inamovible en este punto: tarde o temprano, Taiwán volverá a unirse a la China comunista.

Las civilizaciones islámica e india también chocan, y peligrosamente. Pakistán y la India poseen armas nucleares, y ambos parecen estar orgullosos de colaborar en el próximo capítulo de «el libro» sobre la disuasión nuclear. Al igual que el choque entre Occidente y Oriente Medio, el choque entre la India hindú democrática y el Pakistán musulmán autocrático afecta a otros países de la región, tales como el Nepal, Cachemira o Afganistán, condenándolos a convertirse en campos de batalla en los conflictos secundarios que la disuasión siempre instiga como desahogo de la Guerra Fría.

Las civilizaciones de la India y el Lejano Oriente son competidores económicos cuyos choques pueden emerger cuando su competencia se recrudezca. La India quiere emular los índices de crecimiento económico de China y concibe su inmensa población cada vez más como una ventaja en los mercados globalizados. La India y China albergan la mitad de la población mundial y pueden convertirse en competidoras directas en muchos sectores. Estos dos gigantes asiáticos ya han vivido guerras a tiros en sus fronteras, y sus países limítrofes pueden terminar cayendo víctimas de sus esfuerzos por demostrar su poderío cada vez mayor.

Por último, pero no por ello menos importante, el Lejano Oriente y la civilización islámica también pueden sufrir enfrentamientos en Asia. Malasia e Indonesia son populosos países islámicos (unos 25 millones de habitantes y 200 millones de habitantes, respectivamente), y se enfrentan a las mismas dificultades en su desarrollo económico que sus homólogos de Oriente Medio y el resto del territorio islámico. Una separación insuficiente entre religión y Estado, sumada a la pobreza indígena, una corrupción endémica y un capitalismo que favorece el amiguismo, inhiben la movilidad socioeconómica, la modernización y la justicia distributiva. Estas condiciones también son un buen caldo de cultivo para el terrorismo islámico, tal como demostró el bombardeo de un popular club nocturno balinés, pensado para expulsar a los turistas occidentales de Indonesia, la cual depende en gran medida del turismo. Si los terroristas islámicos cometen alguna vez el error de atacar objetivos confucianos, sus países de origen podrían sufrir represalias junto a las cuales el cambio de régimen en Afganistán e Iraq impuesto por Estados Unidos parecería una suave medida diplomática.

¿Un final feliz o una vida buena?

Me encantaría poder afirmar con convicción y rotundidad que este cuento de las cuatro civilizaciones tiene un final feliz y que todos seremos felices y comeremos perdices en la aldea global. Estoy más convencido, en cambio, de que el cuento nunca se termina y de que cualquier instante puede ser favorable o catastrófico. Mi intención al escribir este libro es, en realidad, doble. En primer lugar, querría aplicar los principios de los filósofos abc a la reconciliación de algunos de los extremos que impulsan los conflictos mundiales. En segundo lugar, querría persuadirle para que los aplique a sus propios conflictos, que pueden parecerle más importantes y más inmediatamente relacionados con usted que los choques de civilizaciones. Pero si usted comprende una enseñanza de este capítulo, que nada es local y todo es global, debería comprender también que sus propios problemas tampoco son locales ni aislados, sino que están compartidos y conectados mundialmente. Su forma de abordar los problemas influye en cómo abordan otros los suyos. Abórdelos sabiamente y no sólo los resolverá, sino que dará asimismo un buen ejemplo que otros podrán seguir. Abórdelos neciamente y no sólo los exacerbará, sino que provocará asimismo una reacción en cadena que agravará las cosas para otras personas. Por tanto, como ya he dicho en la introducción: si usted prefiere los cuentos de hadas con final feliz, deje este libro y póngase a leer Los cuentos de Mamá Oca. Si prefiere llevar una vida buena, continúe leyendo.

Vuelva a consultar la figura 1.1, un ideograma de las cuatro grandes civilizaciones, las diversas hebras de pensamiento que las forman y algunas de las muchas interconexiones que existen entre ellas. Antes de la globalización, los habitantes de todas estas civilizaciones se podían considerar separados o distintos del resto. Pero, en realidad, esto casi nunca ha sido así; simplemente, la mayoría de las personas no eran conscientes de sus interconexiones. Como ilustra la figura 1.2, las fuerzas de la globalización empezaron a acercar mucho más a estas civilizaciones en el siglo XX.

Figura 1.2. Fuerzas de la globalización hacia la década de 1960. Nace la idea de «la aldea global».

Considere esta reveladora descripción de lo que hace un estadounidense a la hora del desayuno escrita por el antropólogo Robert Linton en la década de 1960:

Cuando se dispone a desayunar, se detiene para comprar un periódico, pagándolo con monedas, un antiguo invento lidio. En el restaurante, se encuentra con toda una nueva serie de elementos prestados. Su plato está hecho de un tipo de cerámica inventado en China. Su cuchillo es de acero, una aleación obtenida por primera vez en el sur de la India, su tenedor es un invento medieval italiano y su cuchara un derivado de un original romano. Comienza su desayuno con una naranja del Mediterráneo oriental, un melón cantalupo de Persia o quizás un trozo de sandía africana. Con éstos toma café, una planta abisinia, con crema de leche y azúcar. Tanto la domesticación de las vacas como la idea de ordeñarlas se originaron en Oriente Próximo, mientras que el azúcar se elaboró por primera vez en la India. Después de su fruta y su primer café, pasa a los gofres, unos dulces elaborados mediante una técnica escandinava con trigo cultivado en Asia Menor. Sobre ellos vierte sirope de arce, inventado por los amerindios de los bosques del este. Como plato adicional puede tomarse el huevo de una especie de ave domesticada en Indochina, o finas tiras de la carne de un animal domesticado en Asia oriental que puede haberse salado y ahumado mediante un proceso desarrollado en el norte de Europa [...]. Cuando nuestro amigo ha terminado de desayunar, se acomoda para fumar, una costumbre amerindia, consumiendo una planta cultivada por primera vez en Brasil, bien en pipa, procedente de los indios de Virginia, bien en un cigarrillo, procedente de México. Si es suficientemente robusto, quizá se atreva con un puro, transmitido a América desde las Antillas a través de España. Mientras fuma, lee las noticias del día, impresas en caracteres inventados por los antiguos semitas en un material inventado en China mediante un proceso inventado en Alemania. Mientras se entera de los acuciantes problemas que hay en el extranjero, dará las gracias, si es un buen ciudadano conservador, a una deidad hebrea en un idioma indoeuropeo por ser cien por cien estadounidense.10

¿Se da cuenta? La humanidad siempre ha estado interconectada, aunque en su mayor parte no haya sido consciente de ello. Hoy en día no sólo estamos interconectados mediante utensilios, símbolos y productos que rebasan las fronteras de las civilizaciones, sino también por nuestro trato directo con personas de todas las culturas, debido a la disolución de esas fronteras, y a nuestra toma de conciencia. (Esto se ilustra en la figura 1.3.)

No obstante, los seres humanos necesitan contextos compartidos en los que acoplarse y entremezclarse. Anteponiendo las fuerzas económicas y tecnológicas (que conectan a las personas, además de dividirlas) a las fuerzas políticas y religiosas (que dividen a las personas, además de conectarlas), la globalización ha conseguido acoplar y entremezclar en un único crisol inmenso todas las distintas hebras de adn cultural junto con todas sus fórmulas fundamentales (ver figura 1.4). Lo que la globalización aún no ha proporcionado es un contexto humano global para reconciliar los extremos de estas diferencias que causan conflictos. Y esto es precisamente lo que nos proporcionan los filósofos abc.

Figura 1.3. La aldea global en el siglo XXI.

Figura 1.4. Cuatro civilizaciones: ADN cultural y fórmulas fundamentales.

¿En qué contexto pueden caber un dios, ningún dios, cualquier dios, todos los dioses? ¿Un profeta, ningún profeta, cualquier profeta, todos los profetas? ¿Un libro, ningún libro, cualquier libro, todos los libros? ¿Qué camino contiene un camino, ningún camino, cualquier camino, todos los caminos? El camino medio.

1 APPIAH, Kwame Anthony: Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers, W. W. Norton & Co, Nueva York y Londres, 2005.

2 En caso de que no haya hecho ningún curso de introducción a la filosofía, la teoría de las formas de Platón se encuentra en el Libro vii de su República, incluida en su célebre Alegoría de la Caverna. Resulta que la teoría de Platón es sumamente compatible con la teología cristiana. Esto forjó un fuerte vínculo entre las dos hebras del adn cultural occidental.

3 Como veremos en el capítulo 7, la alianza se da entre neomarxistas, feministas y posmodernistas.

4 Erikson, Erik: Gandhi's Truth: On the origins of Militant Nonviolence, W. W. Norton & Co., Nueva York y Londres, 1960.

5 Wiesel, Elie: Todos los torrentes van al mar, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996.

6 Tigunait Rajmani, Pandit: Seven Systems of Indian Philosophy, Himalayan Institute Press, Honesdale, Pensilvania, 1983.

7 Gurdjieff, Ouspensky y Madame Blavatsky se clasifican como «teosofistas», místicos occidentales que aunaron teología y filosofía en su búsqueda del despertar espiritual.

8 Los chakras son centros de energía, activados y regulados por la práctica del yoga.

9 Monstesquieu aboga por lo que puede calificarse de «psicoclimatología» en su Del espíritu de las leyes (v. http://plato.stanford.edu/entries/montesquieu/#4.3). También lo hace Makiguchi, Tsunesaburo: A Geography of Human Life, ed. Dayle Bethel, Caddo Gap Press, San Francisco, 2002.

10 Linton, Ralph: Estudio del hombre, Fondo de Cultura Económica, México, 1972.