6
La fachada de la comisaría de la calle Huertas no era nada alentadora. Cualquier ciudadano que quisiera denunciar, se topaba con un edificio con todas las ventanas de la planta de la calle enrejadas. Llamaba la atención que la propia policía tuviera que disuadir a los chorizos a golpe de barrote. Las rejas necesitaban un lijado y una capa de pintura. La fachada, fea y pobre, se componía de grandes planchas de granito, encajadas unas con otras. Mucho más barato que apilar cientos de ladrillos pegados con cemento. El paso del tiempo había deteriorado su color, ¿gris sucio?, ¿marrón claro? Imposible determinarlo. Lo único que lucía limpio era la bandera de España que presidía la entrada al centro policial. Pobres sí, pero patriotas.
Valentín atravesó resuelto el umbral. Quería dar la sensación de angustia y premura. Frenó en seco desconcertado. No había recibidor. Una vez dentro, examinó las dependencias. A la izquierda, una angosta sala en forma de tubo con una hilera de sillas de plástico de color azul oscuro unidas a modo de bancos. Una contra cada pared. Al fondo, una puerta cerrada. A su derecha, un arco para metales y un escáner. Detrás, un gran cristal oscuro y en la esquina, el comienzo de un pasillo que, supuso, llevaba al corazón de la comisaría. Dudó. Volvió a observar la sala con detalle, sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse.
No se dio cuenta, pero a su espalda un policía uniformado hacía un rato que seguía sus movimientos. El agente, de aspecto esquelético y descuidado, daba la sensación de que hubiera olvidado jubilarse. Parecía que tuviese arrugas hasta en las pestañas. Llevaba el uniforme sucio y arrugado. Los años habían acabado con la ilusión de proteger y servir al ciudadano. Hubiera deseado investigar delitos, ser policía judicial. Y lo hizo un tiempo, hasta que se corrió la voz de que en su manual de confesiones los golpes ocupaban un lugar preferente. Al detectarlo, sus jefes lo escondieron en las oficinas, pero su hastío y apatía lo acabaron destinando a la puerta. Además de tedioso, el trabajo le obligaba a estar ocho horas de pie. Hacía tiempo que no aguantaba. En invierno, colocaba una silla junto al arco de metales y observaba la vida pasar. En verano, prefería sentarse en el banco de cemento de la acera que había cerca de la puerta. Colocaba un cojín mullido y desde allí controlaba entradas y salidas. Y fumaba, fumaba sin parar. Los días laborables elevaba el cuidado para que no le pillase el jefe, pero los fines de semana y festivos disfrutaba de barra libre. Aquel Jueves Santo, casi toda la plantilla había dejado el uniforme en casa.
A veces, se entretenía imaginando historias. Todo lo importante que sucedía en esa comisaría entraba por la puerta, aunque no siempre salía, al menos no en libertad. Había observado a lo lejos a Valentín. Lo vio bajar por la calle Huertas. Caminaba decidido y parecía estar buscando algo. Apostó a que se dirigía a la comisaría. Le vio acelerar cuando la localizó. Había ganado su propia apuesta. Cuando, finalmente pasó por su lado, no reparó en su aspecto elegante, que le traía sin cuidado, pero sí se fijó en las ojeras y en el pelo revuelto. Era evidente que aquel hombre tenía problemas. Se levantó y lo siguió con curiosidad hasta la entrada. Solo asomó la cara y mantuvo el brazo extendido hacia atrás para alejar el humo del cigarro. Nadie le hacía desperdiciar un Ducados. Siguió fumando tranquilo, divertido ante el desconcierto de aquel hombre. Cuando comprobó que Valentín iba a entrar en la zona de despachos alzó la voz.
—¿Le puedo ayudar?
Valentín se volvió al oír una voz grave. El contraluz lo hizo dudar, no sabía quién le estaba hablando. No distinguía bien el rostro ni siquiera si se dirigía a él.
—Que si le puedo ayudar —repitió con cierto hartazgo el policía.
—Ah, ¿habla conmigo?
—¿Con quién sino? ¿Ve a alguien más por aquí con cara de perdido?
La chulería del agente lo intimidó un poco. Él había imaginado que al llegar, alguien solícito le atendería, escucharía su relato e internamente lo compadecería. Todo rápido y ágil. Él era un personaje conocido y la que había desaparecido era su mujer embarazada de ocho meses y medio, también famosa, pero eso el agente todavía no lo sabía.
—Quería presentar una denuncia.
—Siéntese —ordenó, señalando con el dedo caquéctico la bancada azul—. Enseguida lo llaman.
El hombre desapareció en la calle. Minutos después volvió a entrar. Había tirado el cigarrillo, pero le perseguía un profundo olor a tabaco, agrio e intenso. Pasó junto a Valentín sin decirle nada. Abrió la puerta marrón y, sin cerrarla, se dirigió a alguien en el interior de la oficina.
—Tienes a uno que quiere denunciar.
No esperó respuesta. Salió y dejó que el muelle de la puerta amortiguara el cierre con suavidad.
—Enseguida lo atienden —repitió y fue en busca de su banco.
—¿Es usted el de la denuncia? —le preguntó un agente uniformado que asomaba la cabeza por la puerta de la oficina de denuncias.
—Sí —respondió sorprendido por la rapidez. No había tenido tiempo de concentrarse y planificar la declaración.
—Pase usted entonces —le pidió sosteniendo la puerta.
Cuando la hubo cruzado, le señaló con la mano dónde debía sentarse.
La silla, vieja del uso, todavía conservaba algo de su color azul original. Nadie solía reparar en ello, pero hacía juego con el uniforme del agente, el color corporativo del Cuerpo Nacional de Policía. Así decoraban todas las comisarías.
La habitación era cuadrada. Una mampara de cristal la partía por la mitad y la dividía en dos puestos de trabajo idénticos. Se supone que para dar intimidad a los denunciantes, pero en realidad desde ambos lados se veía y también se podía escuchar lo que ocurría en el otro. Valentín tomó asiento y esperó a que el agente le invitase a comenzar. Trasteaba con el teclado de su ordenador como si él no estuviera allí.
Trató de aparentar ansiedad, aunque en realidad la rigidez de sus músculos solo revelaba tensión. Se dio cuenta de que no quería estar allí. Pensó que denunciar era una mala idea. Empezaba a considerar la posibilidad de levantarse e irse, cuando el agente por fin habló.
—Usted dirá.
—Mi mujer ha desaparecido —lo soltó de sopetón, sin pensar, como el que encarga un menú con hamburguesa y patatas en un restaurante de comida rápida. Su cuerpo transmitía más alivio que preocupación.
El policía, un individuo joven, de unos 35 años, con grandes entradas en el pelo, cara alargada, pómulos hundidos y barba cuidada de tres días se recostó sobre la silla y lo miró como si estuviese acostumbrado a recibir a diario este tipo de revelaciones.
—¡Le digo que mi mujer ha desaparecido! —repitió alterado Valentín. La pasividad del agente lo irritaba.
—Le he oído. Cuéntemelo todo. Le escucho —anunció con voz pausada. Apoyó los codos sobre los brazos de la silla y emparejó las yemas de los dedos de ambas manos. Tenía toda su atención.
—Ayer salimos a cenar. Dejé a mi mujer cerca del restaurante y me fui a aparcar. Cuando llegué, ella no estaba. Esperé y nada. La he llamado al móvil mil veces y lo tiene apagado. La he buscado desde entonces, pero no la encuentro —quiso llorar, pero las lágrimas se le resistían.
—¿Es la primera vez que ocurre esto?
—¿Desaparecer? —preguntó desconcertado.
—Sí.
—¿Que si ha desaparecido más veces?
El agente asintió.
—No, jamás. Esta es la primera vez —confirmó Valentín.
—¿Habían discutido ustedes?
—¿Por qué me pregunta eso? —se defendió con tono suspicaz.
—Si discutieron puede tratarse de una fuga voluntaria. Que tenga tanta rabia que no quiera saber nada de usted hasta que se le pase —se justificó el agente.
—No, no. No nos peleamos —aclaró tajante—. Yo amo a mi mujer y ella a mí. No se escondería de mí.
—¿Lleva usted una foto de su mujer encima?
Valentín sabía que no. No llevaba fotos de nadie, pero aun así rebuscó en su cartera como si allí pudiera haber alguna.
—No tengo ninguna —respondió, tratando de dar un tono de decepción a su voz—. Pero ponga el nombre de mi mujer entre comillas en Internet y luego pinche en ver imágenes. Sale en muchas. Se llama Guadalupe Romero.
El agente abandonó su posición recostada y se pegó a la mesa. Movió el ratón y apretó suavemente con el índice en la tecla izquierda. Escribió el nombre que le habían dado, golpeó «intro» y esperó. Volvió a utilizar el ratón para seleccionar imágenes. Ante sus ojos un desplegable de fotografías de una mujer realmente bella. Pinchó en una en la que iba acompañada. Amplió la imagen. Era una foto de boda. A ella se la veía sonriente, vestida toda de blanco. A su lado el denunciante. El policía apartó la mirada de la pantalla para mirarlo. Cuando hubo comprobado que se trataba de la misma persona, volvió a fijarse en la imagen. Ella seguía sonriendo. Situó el cursor sobre la imagen y le llevó a otra página, esta de la revista ¡Hola! ¡Claro que se acordaba el policía de aquel enlace! Su mujer se lo había contado con todo lujo de detalles.
«Primero llegaron el novio y la madrina, la madre de él, en un coche de caballos del que tiraba una preciosa yegua blanca profusamente engalanada. Decía el cronista que era el caballo que montaba la primera vez que la vio. Cuando el coche se detuvo, el novio, galante, ayudó a bajar a su madre y la acompañó a la puerta de la iglesia para, inmediatamente, saltar sobre la yegua y galopar en busca de su prometida. Ella iba acompañada del padre de él, el famoso torero Valentín Monaster. Los dos viajaban en un carruaje de color blanco y oro, engalanado con peonías y conducido por ocho corceles, también blancos. El novio, una vez llegó a su altura, colocó su montura encabezando la marcha. Obligó a que su yegua caminase al paso con elegancia, encogiendo y estirando los cuartos delanteros y traseros rítmicamente. Guio a su prometida hasta el lugar donde iba a desposarla, pero sin mirarla, para no romper la sorpresa mejor guardada por una novia, su traje. Una vez que él alcanzó la puerta de la ermita de la finca, desmontó y se colocó junto a su madre. Toda una exhibición de galantería y romanticismo», decía la revista.
«Seis años después, mi esposa sigue comprando el ¡Hola! y el romántico novio está delante de mí, denunciando que no sabe dónde está la suya», pensó el agente antes de seguir leyendo el reportaje.
«Al ver detenerse el carruaje de la novia, Valentín se acercó para ayudarla a bajar, la cogió de la mano, se la besó y, ofreciéndole su brazo galantemente, la condujo hasta el altar. No era lo tradicional, pero en su cara de enamorado se leía la impaciencia por estar frente al sacerdote. Siguiendo a los novios, los padres de él, algo también inusual, pero dado que Guadalupe era huérfana de padre, había sido su suegro quien había recibido el encargo de conducirla al altar, tarea de la que su hijo, románticamente, le había eximido.»
La revista era un número casi monográfico del acontecimiento social. Hablaba de lo emotiva que había sido la ceremonia, con la madrina llorando «con honda emoción», del «tímido sí de ella y el rotundo de él», de la salida de la iglesia y de «la actitud orgullosa del novio mostrando a la que ya era su mujer». De cómo «la ayudó a colocar el precioso vestido de Navascues, para poder subirse juntos al coche de caballos» y de cómo «la abrazaba, con romántica protección», según la revista. Aquella había sido una boda de ensueño, envidiada por todas las mujeres que veían en los gestos de él un derroche de romanticismo y ternura hacia su mujer. Aunque otra lectura permitía observar en su forma de abrazarla, en como la sujetaba por la cintura con el brazo derecho, el sentido de propiedad y de cólera contenida, como si aceptase mostrarla, pero dejando claro que le pertenecía, orgulloso de su nueva propiedad.
—Es realmente guapa —repitió el agente embelesado un poco más alto.
—Gracias, pero el comentario sobra —protestó Valentín malencarado.
—Lo decía porque es positivo que su mujer sea tan bella. —La cara de incomprensión de Valentín le animó a concluir rápidamente el argumento—. La gente recuerda mejor a mujeres como la suya que a personas físicamente anodinas.
Un silencio denso se posó entre ellos. Tan consistente que hasta el polvo podía tumbarse a descansar sobre él. El policía jugueteó con el ordenador, abriendo y cerrando documentos. Buscaba el formulario base para personas desaparecidas.
Valentín se impacientó.
—Está usted haciéndome perder el tiempo. No ha tomado nota de nada de lo que le he contado. No ha movilizado a nadie para que busque a mi esposa. Sepa que puedo llamar a sus jefes para hablarles de su comportamiento negligente —susurró Valentín. Desde hacía tiempo sabía que intimidaba más un tono bajo y firme, que un grito. El segundo podía nacer de una pérdida de control. Un tono rotundo evidenciaba una amenaza presente y factible.
—Nombre completo de su esposa —pidió el agente con la mirada fija en la pantalla.
—Guadalupe Romero Liguria.
El agente tecleaba en silencio los datos. Valentín sonrió abiertamente, vanagloriándose de saber manejar a las personas. Se movían a su antojo.
—Fecha de nacimiento.
—¿La mía?
—No, la de su mujer.
—Ah, pues ahora que lo dice. Cumple en abril, pero no recuerdo el día.
—¿Y el año?
Valentín se encogió de hombros incómodo.
—Ya sabe cómo es esto. Los detalles son más para las mujeres —dijo con tono cómplice.
—Trece de abril de 1970.
—Si la sabe usted, póngala —invitó aliviado y sorprendido Valentín.
—Es la fecha de cumpleaños de mi mujer, de la mía.
—Pues yo no me la sé. ¿Me va a detener por eso? ¿Quiere ponerme las esposas?
El policía no entró al trapo y siguió preguntando.
—Aproximadamente, ¿cuántos años tendrá?
—Unos treinta y cinco creo, más o menos.
—¿Dónde vive?
—Conmigo.
—Le estoy pidiendo la dirección de su casa.
—Camino del Estramonio, sin número, Batres, Madrid. También tenemos un piso en el barrio de Salamanca, en la calle Ayala, número 15.
—¿Sabe usted el número de su DNI?
Valentín negó con la cabeza.
—¿Tiene ella familia?
—Su padre murió y es hija única.
—¿Madre?
—Madre, sí.
—Necesito que me apunte su número de teléfono —pidió el agente al tiempo que le acercaba un bolígrafo y un folio—. Si tiene otros familiares aunque no sean directos, tíos, primos, lo que sea, escríbalo.
—¿Para qué lo necesita? —Valentín parecía agitado.
—Su madre seguro que sabe la fecha de nacimiento.
—Ah, para eso.
—También para saber si está con ella o la ha llamado o tiene noticia de su paradero —explicó el policía—. Vamos, rutina. No se preocupe.
—Es que no lo estoy —protestó airado.
—¿Ah, no?
—Bueno, sí, pero no por lo que puedan decir.
Valentín se sentía dentro de un laberinto y cada camino que escogía estaba repleto de trampas. Necesitaba recuperar el control.
—Con su madre no está —confirmó Valentín—. Fui a su casa antes de venir aquí y no sabían nada de Guadalupe.
—¿Sabían?
—¿Perdón?
—Ha dicho usted sabían, en plural.
—¡Ah! —exclamó en señal de entendimiento—. Me refería a su madre y a la prima de Guadalupe que vive con ella. Sus padres murieron en un accidente de tráfico y ha vivido siempre con la madre de Guadalupe.
Entre los dos se instaló el silencio. Valentín olía su propia inquietud.
—¿Cómo se llama la prima?
—Ana.
—Ana, ¿qué más?
—Ana, a secas.
El policía asintió en un gesto de comprensión.
—¿Me escribe usted los números, por favor? También el de su mujer —insistió, señalando el folio encima de la mesa.
—Claro, claro. No sé en qué estaba pensando —murmuró. Vaciló un momento y sacó su móvil—. Es que no me acuerdo bien.
Valentín miraba alternativamente la pantalla y el folio e iba anotando los números. Cuando terminó, lo empujó en dirección al policía, que ni siquiera se fijó.
—Ahora voy a necesitar que me describa a su esposa. —Miró a Valentín y este asintió obediente—. ¿Estatura?
—Aproximadamente 1,70. Lo sé porque es como yo. —Se sentía cómodo cuando las preguntas no eran complicadas y trataba de alargar las respuestas para no parecer monosilábico. Se dijo que los que acortaban sus respuestas siempre ocultaban algo—. Cuando se ponía tacones me sacaba una cabeza. Tuve que prohi..., que sugerirle, quiero decir, que no se pusiera zapato alto.
—¿Peso? —siguió preguntando. Valentín quiso creer que había pasado por alto el lapsus.
—No sabría calcular. Ahora estaba más gorda...
—¿Color de pelo?
—Negro.
—¿Ojos?
—Verdes.
—¿Alguna marca en particular?, ¿algún tatuaje?
—Sí, un ancla dibujada en el empeine del pie derecho. A lo mejor tengo alguna foto de ese detalle. Luego, cuando vuelva a casa, si me deja un mail, se la mando.
—¿Un ancla dice? —preguntó el agente sin responder al ofrecimiento del denunciante.
—Sí.
—¿Qué ropa vestía su esposa en el momento de la desaparición?
—Déjeme pensar. Hacía frío y ella llevaba un abrigo oscuro. No sé exactamente de qué color. No pude ver cómo iba vestida.
El agente solo utilizaba dos dedos, pero aun así imprimía un ritmo rápido al teclado.
—¿Negro entonces?
—Oscuro —puntualizó Valentín.
—¿Dónde la vio usted por última vez?
—En la calle del mercado de la Cebada. No sé cómo se llama. Casi en la esquina con la calle de Toledo.
—¿Padece su esposa alguna enfermedad, problema físico o psíquico?, ¿sigue algún tratamiento?
—Está embarazada de ocho meses y medio —respondió. El rictus impenetrable del agente se quebró un segundo. Valentín leyó perplejidad y trató de equilibrar su afirmación—. No es una enfermedad propiamente dicha, pero ya sabe, las mujeres embarazadas, no sé por qué será, pero cambian de humor con rapidez. Pasan del llanto a la risa sin razón aparente.
El agente le miró sin decir palabra. Sus ojos desaprobaban lo que acababa de escuchar.
—Un poco enfermedad sí es —murmuró Valentín sin querer claudicar ante la mirada del policía.
—¿Alguna cosa más?
—Padece diabetes gestacional.
—¿Perdón? —exclamó el agente. Su rostro denotaba que estaba a punto de perder la paciencia. Apretaba la mandíbula con fuerza.
—Que padece diabetes gestacional. Se pinchaba insulina.
—¿Entonces es diabética?
—Sí.
—Perdone mi ignorancia. No tengo ningún diabético en la familia. ¿Por qué se pincha insulina?
—Porque si no se muere —afirmó distante.
—Entiendo, ¿y con qué frecuencia debe pincharse insulina para no morir?
—Tres veces al día, después de cada comida.
—¿Sabe usted cuándo se inyectó la última dosis?
—Ni idea.
—¿A qué hora dice usted que desapareció su esposa?
—A eso de las once de la noche.
—¿Sabe si portaba alguna dosis de insulina en el bolso?
—Me encantaría colaborar, pero no tengo ni idea. De verdad. Nunca he cotilleado lo que lleva o deja de llevar en el bolso. Debo ser el marido de una desaparecida más patoso con el que se haya encontrado.
—Mejor patoso que asesino, ¿no? —le soltó sin poder contenerse.
—¿Por qué dice eso? —preguntó desconcertado Valentín. La andanada le había cogido desprevenido.
—Era una broma, tranquilo.
Valentín rio sin ganas.
—Apúnteme aquí sus datos personales. Nombre completo, dirección, DNI... Todo. No se salte ningún apartado.
Mientras Valentín rellenaba el folio, el agente sacó del archivador la instrucción 1/2009 de la Secretaría de Estado de Seguridad en el que se indicaban las condiciones necesarias para considerar que una desaparición puede ser tipificada como inquietante. Él estaba convencido de que la actual tenía toda la pinta de cumplir los requisitos, pero aun así quiso confirmarlo. En la quinta página leyó: «Concurrencia de datos que permitan presumir la existencia de riesgo para la vida o integridad física de la persona desaparecida.» La mujer estaba embarazada de ocho meses y era diabética. Pensó que cualquiera de las dos razones era suficiente para presumir que, en caso de haberle sucedido algo, su vida corría peligro.
—Mire, señor Monaster. Voy a tratar la desaparición de su mujer como muy preocupante. Lo que nosotros denominamos «inquietante» y voy a poner en marcha los mecanismos para darle prioridad absoluta.
Valentín lo aprobó con una breve sonrisa y asintiendo con la cabeza. El examen no había sido tan duro. De momento, no tenía por qué preocuparse. Se relajó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba empapado en sudor y realmente fatigado.
—Gracias por todo —dijo, levantándose de la silla—. Le he dejado mi número escrito. Si tiene cualquier tipo de novedad no dude en llamarme. Le reitero mi agradecimiento. —Y extendió la mano—. En cuanto coincida con el ministro le haré saber el buen trato que me ha dispensado.
El agente lo miró sorprendido. Valentín retiró la mano que se había quedado sola, sin respuesta.
—No le he dicho que hayamos terminado. Siéntese otra vez y no se mueva de aquí —le advirtió el agente antes de abandonar la habitación.
Segundos después se volvió a abrir la puerta. Valentín se giró. Era el viejo esqueleto de policía, con el traje sucio y apestando a Ducados, que custodiaba la entrada. Se apoyó sobre el quicio. Valentín le dio la espalda. Notó cómo los ojos de aquel vigilante se clavaban en su nuca. No aguantó más y rompió a llorar. Se alegró.