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Al día siguiente, el carruaje de sir Edmund Lawrence pasó a recoger a Kathleen por casa de su tía, un hermoso edificio de tres plantas de ladrillo rojo situado en una tranquila calle residencial de Mayfair, justo en el límite con el Soho. Allí era donde se había alojado Kathy las pocas veces que había visitado a su tía en Londres, pero nunca lo había considerado su hogar. Nunca se había llegado a sentir cómoda.
Aquella casa era un claro reflejo del atroz gusto de su propietaria para la decoración. Estaba sobrecargada. A Heather le encantaba rodearse de cosas hermosas o valiosas; tanto era así que en un metro cuadrado podían convivir una estatua griega de Artemisa, una máscara faraónica y un mueble francés de estilo rococó, y no precisamente en equilibrada armonía. Había sido adicta a las subastas de obras de arte y Kathy la había acompañado a muchas de ellas, puesto que sus años de estudio en el internado la habían convertido en una buena asesora.
El carruaje se detuvo frente a un elegante edificio de la calle Bow, cerca de los juzgados, donde sir Lawrence tenía su despacho. En cuanto entró, un servicial joven, alto y desgarbado, la recibió con una cordial sonrisa.
—¿Señorita Swan? —inquirió. Esperó a que asintiera para continuar—. Soy Joseph Smith, el secretario de sir Lawrence. Acompáñeme, por favor.
Condujo a Kathy a una habitación muy masculina, donde los sólidos muebles de nogal se mezclaban con una decoración en tonos verdes y grises. Al verla entrar, sir Lawrence se levantó del sillón que ocupaba detrás del gran escritorio que presidía la estancia.
—Querida niña, adelante, por favor. Te estábamos esperando.
Kathleen lo saludó distraída, pues nada más entrar absorbió su atención la imponente figura sentada enfrente del escritorio.
Era una falta de educación que un caballero no se levantara cuando una dama entraba en una estancia, pero no parecía que nadie hubiese informado a ese hombre al respecto. Seguía cómodamente repantigado en el sillón, con sus intensos ojos verdes clavados en ella con animosidad.
Sir Lawrence carraspeó, tratando de hacer notar al hombre su falta de tacto, pero no pareció que este se diera por aludido, porque se limitó a alzar una de sus oscuras cejas de forma altiva.
—Le presento al señor MacDunne —dijo al final sir Lawrence, haciendo hincapié en «señor»—. Es..., era —corrigió— un empleado de la señora Lovejoy al que ella tenía en gran consideración.
—Ahora que la princesa se ha dignado a honrarnos con su presencia, vamos al grano —gruñó el hombre con hostilidad—. Tengo cosas mejores que hacer que pasar la mañana en este despacho.
—Mire, joven... —empezó a decir sir Lawrence, indignado por semejante comportamiento.
—Por favor, sir Lawrence, no se preocupe por mí —intervino Kathy, y se sentó con elegancia en el sillón que quedaba libre—. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
El hombre que tenía al lado había despertado su curiosidad. ¿Empleado de su tía? ¿Qué tipo de empleado sería? Heather nunca había mencionado su nombre.
Lo miró de reojo con disimulo. Sin duda era atractivo, con unos rasgos muy masculinos y marcados. Iba vestido con elegancia, pero llevaba el cabello castaño oscuro demasiado largo para lo que dictaba la moda, y sus ojos de color jade tenían un brillo infame, lo que creaba un contraste imposible de pasar por alto.
El hombre debió de notar el peso de la mirada de Kathy, porque le dedicó una sonrisa ladeada.
—¿Te gusta lo que ves? —inquirió socarrón.
—No especialmente —contestó Kathy con altivez, tras lo cual se concentró en lo que de verdad importaba.
Sir Lawrence tardó unos segundos en revisar los papeles que tenía en la mesa y, tras un carraspeo forzado, empezó a hablar.
—Bien. Los he reunido aquí para hablar del testamento de la señora Heather Lovejoy —dijo mientras se ajustaba las gafas que se le habían escurrido por el puente de su bulbosa nariz—. Tengo en mi poder el documento que la señora Lovejoy me pidió que redactara para establecer las condiciones del reparto de sus pertenencias —añadió, señalando el sobre cerrado que sostenía entre las manos—. Como pueden comprobar, el lacre está intacto —puntualizó, y les entregó el sobre para que pudieran revisarlo por sí mismos—. Si no hay ningún inconveniente, y con su permiso, voy a proceder a la lectura —concluyó antes de romper el lacre.
Sir Lawrence comenzó a leer:
—Yo, Heather Sweeney, también conocida como Heather Lovejoy, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, por el presente testamento redactado por mi buen amigo y abogado sir Edmund Lawrence, hago saber mi última voluntad.
»A mi sobrina Kathleen Anne Sweeney, conocida por el apellido Swan, le dejo mi casa de Londres y todo lo que contiene, incluidas las joyas, las obras de arte y el carruaje. También le corresponde todo el dinero que haya en mi cuenta bancaria en el momento de la lectura de este testamento.
Kathy contuvo el aliento. Nunca había poseído nada propio, y de repente, de repente...
—En cuanto a mi querido Jardín —continuó leyendo sir Lawrence—, estipulo que pase a manos de Connor MacDunne...
—¡Sí, sí, sí! ¡La buena de Heather! —exclamó con satisfacción MacDunne, golpeando el brazo del sillón con efusividad.
—... siempre y cuando mi sobrina Kathleen no lo quiera —concluyó Sir Lawrence con una voz que rezumaba regocijo.
Un tenso silencio se apoderó de la estancia, como la calma que precede a la tempestad. Y la tempestad tenía forma de hombre.
—¡Hija de puta! —tronó MacDunne con furia.
—¡Señor MacDunne! —reprendió Kathy con un jadeo ofendido.
—Vamos, vamos, joven. No hay que insultar a los muertos —musitó sir Lawrence indignado, aunque sin poder ocultar cuánto lo complacía el enojo del hombre.
—Y una mierda que no —replicó en un murmullo hosco—. ¿En serio cree que esta cría se podría hacer cargo de El Jardín?
Sir Lawrence pareció darse cuenta de algo, porque miró a Kathy con seriedad, sopesando algún problema.
—Bueno, he estudiado algo de botánica. No creo que sea tan difícil cuidar un jardín —adujo Kathy.
Los dos hombres la miraron con asombro.
Para desconcierto de la muchacha, MacDunne rompió a reír como si hubiera oído el chiste más gracioso del mundo, y sir Lawrence enrojeció y comenzó a boquear como un pez fuera del agua.
—Ni siquiera es consciente de lo que ha heredado —refunfuñó MacDunne—. Háganos un favor a ambos y decline a mi favor la propiedad de El Jardín.
—¿Y por qué supone que usted cuidaría mejor de ese dichoso jardín? ¿Acaso es jardinero?
El nuevo ataque de hilaridad del señor MacDunne estuvo a punto de acabar con la paciencia de Kathy.
—Antes de que continúen —intercedió sir Lawrence, a su pesar—, debo decirles que la señora Lovejoy dictaminó una serie de normas sobre El Jardín, de obligado cumplimiento, en caso de que la señorita Swan quisiera quedárselo. Si incumpliera alguna de estas reglas, El Jardín pasaría a manos del señor MacDunne.
Esas palabras acapararon todo el interés de ambas partes.
—Esto se empieza a poner interesante... —musitó MacDunne, y se repantigó de nuevo en el sillón.
—Primera disposición: La señorita Swan no puede vender El Jardín ni traspasarlo a nadie que no sea Connor MacDunne.
—Realmente interesante...
Kathy pensó que lo que haría sería quedarse con el dichoso jardín y echar a la calle a ese indeseable empleado.
—Segunda disposición: La señorita Swan no puede despedir a ninguno de los trabajadores de El Jardín sin la aprobación del señor MacDunne.
«Adiós a la posibilidad de echar a ese tipejo», pensó Kathy, frustrada.
Su expresión debió de ser delatora, puesto que el muy sinvergüenza tuvo la desfachatez de guiñarle un ojo. Kathy tuvo que apretar los puños para contener el impulso de quitarse un zapato y lanzárselo a la cabezota.
—Tercera disposición: Si la señorita Swan decide hacerse cargo de El Jardín, no podrá cancelar las actividades que en él se desarrollan ni variarlas de ninguna forma, a no ser que cuente con el beneplácito del señor MacDunne.
Acababa de conocerlo y ya odiaba ese nombre.
—Cuarta disposición: En caso de que la señorita Swan decida ceder la propiedad de El Jardín al señor MacDunne, este le ofrecerá a cambio el veinte por ciento de los beneficios que se obtengan durante los diez años siguientes.
»Quinta disposición: En caso de fallecimiento de la señorita Swan, el señor MacDunne pasará a ser propietario de El Jardín.
Dos ojos verde jade se clavaron en ella con un brillo calculador, haciéndola estremecer.
—¿Acaso está fantaseando con matarme? —inquirió Kathy, directa.
—Me insulta —repuso MacDunne, sorprendido e indignado—. Se me ocurren mejores cosas que hacer con usted en mis fantasías —añadió con una sonrisa provocativa—. Aunque no puedo negar que la idea de retorcer ese bonito cuello me resulta muy atrayente.
—Señor MacDunne, si no controla sus comentarios me veré obligado a expulsarlo de mi despacho —sentenció sir Lawrence, enfadado. Su voz se suavizó al dirigirse a Kathy—. Señorita Swan, tiene una semana para decidir si quiere aceptar la herencia de El Jardín o bien cede su propiedad al señor MacDunne.
—No entiendo por qué debería rechazar la propiedad de un jardín —expresó Kathy con cautela, sin comprender el porqué de tanta polémica.
—Bueno, querida, verás..., El Jardín... —balbució sir Lawrence, con el rostro congestionado.
—Voy a iluminarte, princesa —se prestó solícito Connor MacDunne—. Lo que has heredado no es un jardín..., es El Jardín.
Kathy lo miró impasible, sin comprender.
—Enhorabuena —añadió—. Eres la nueva propietaria de uno de los burdeles más notorios de Londres.