4
—Quiero conocer a los demás —pidió Leisha—. ¿Por qué me los has ocultado hasta ahora?
—No te los oculté en lo más mínimo —repuso Camden—. No ofrecer no es lo mismo que negar. ¿Por qué no ibas a ser tú la que lo pidiera? Ahora eres tú la que lo quiere.
Leisha lo observó. Ya tenía quince años y cursaba el último año en la Sauley School.
—¿Por qué no me lo ofreciste?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No sé —respondió Leisha—. Pero me diste todo lo demás.
—Incluida la libertad de pedir lo que quieras.
Leisha buscó la contradicción, y la encontró.
—La mayor parte de las cosas que incluiste en mi educación no te las pedí, porque no sabía lo suficiente para pedir, y tú como adulto sí. Pero nunca me ofreciste la oportunidad de conocer a los otros mutantes insomnes...
—No uses esa palabra —dijo Camden en tono cortante.
—... así que pensabas que no era esencial para mi educación, o de lo contrario tenías algún otro motivo para no querer que los conociera.
—Te equivocas —puntualizó Camden—. Existe una tercera posibilidad. Que creo que conocerlos es esencial para tu educación, que quiero que los conozcas; pero este tema facilitó la posibilidad de fomentar la educación de tu iniciativa propia esperando que tú preguntaras.
—Está bien —dijo Leisha en tono desafiante; últimamente parecía que ambos mostraban una actitud desafiante sin ningún motivo. Leisha enderezó los hombros. Sus incipientes pechos se hicieron más visibles—. Ahora te lo estoy preguntando. ¿Cuántos Insomnes existen, quiénes son y dónde están?
Camden replicó:
—Si vas a usar ese término, los «Insomnes»... Ya has leído algunas cosas por tu cuenta. Así que probablemente sabrás que hasta ahora hay mil ochenta y dos personas como tú en Estados Unidos, algunos más en el extranjero, la mayoría en zonas metropolitanas importantes. Setenta y nueve están en Chicago, la mayoría todavía son niños pequeños. Sólo hay diecinueve mayores que tú.
Leisha no negó haber leído algo de eso. Camden se inclinó hacia adelante en la silla de su estudio para observarla. Leisha se preguntó si su padre no necesitaría gafas. Ahora tenía el pelo totalmente gris, escaso y duro como las solitarias pajas de una escoba. El Wall Street Journal lo mencionaba entre los cien hombres más ricos de Estados Unidos; Women’s Wear Daily señalaba que era el único multimillonario del país que no frecuentaba las fiestas internacionales de sociedad, los bailes de caridad y las secretarías sociales. Su avión particular lo llevaba a reuniones de negocios en el mundo entero, a la presidencia del Yagai Economics Institute y a pocos lugares más. Con el correr de los años se había vuelto más rico, más aislado y más cerebral. Leisha sintió un repentino afecto por él.
Se dejó caer de costado en un sillón de cuero, con las piernas largas y delgadas colgando del brazo. Se rascó distraídamente una picadura de mosquito que tenía en el muslo.
—Bien, entonces me gustaría conocer a Richard Keller. —Él vivía en Chicago y era el Insomne de prueba beta más cercano a ella en edad. Tenía diecisiete años.
—¿Por qué me lo pides a mí? ¿Por qué no vas, sencillamente?
Leisha creyó advertir cierta impaciencia en su voz. A Camden le gustaba que ella explorara las cosas primero, y que luego le informara. Ambas cosas eran importantes.
Leisha se echó a reír.
—¿Sabes una cosa, papi? Eres previsible.
Camden también se rió. En ese momento entró Susan.
—Te aseguro que no lo es. Roger, ¿qué ocurre con esa reunión del jueves en Buenos Aires? ¿Sigue en pie o no? —Como él no respondió, ella volvió a preguntar con voz chillona—: ¿Roger? ¡Te estoy hablando!
Leisha apartó la mirada. Dos años antes, Susan había abandonado definitivamente la investigación genética para organizar el hogar y la agenda de Camden; antes había intentado por todos los medios ocuparse de ambas cosas. A Leisha le parecía que Susan había cambiado desde que había abandonado Biotech. Su voz sonaba más tensa. Insistía más que antes en que Cook y el jardinero siguieran sus instrucciones al pie de la letra, sin desviarse. Sus trenzas rubias se habían convertido en rígidas y esculpidas ondas de platino.
—Sigue en pie —respondió Roger.
—Bien, gracias por contestar, al menos. ¿Voy yo?
—Si quieres...
—Quiero.
Susan salió de la habitación. Leisha se levantó y se estiró. Se puso de puntillas. Era agradable estirarse, sentir la luz del sol que entraba por los enormes ventanales y bañaba su rostro. Le sonrió a su padre y lo sorprendió mirándola con una expresión extraña.
—Leisha...
—¿Sí?
—Ve a ver a Keller, pero ten cuidado.
—¿De qué?
Camden no respondió.
Al otro lado de la línea, la voz sonó evasiva:
—¿Leisha Camden? Sí, ya sé quién eres. ¿El jueves a las tres?
La casa era modesta, de estilo colonial, y tendría unos treinta años; se encontraba en una tranquila calle de las afueras donde los niños que paseaban en bicicleta podían ser vigilados desde la ventana. Algunos tejados tenían más de una célula de energía Y. Los árboles, enormes arces azucareros, eran maravillosos.
—Entra —le dijo Richard Keller.
No era más alto que ella, sino más bien bajito, con la cara llena de acné. Probablemente no le habían efectuado modificaciones genéticas salvo para el sueño, supuso Leisha. Tenía el pelo grueso y oscuro, la frente pequeña y las cejas negras y muy pobladas. Leisha notó que antes de cerrar la puerta miró fijamente al chófer y al coche, que estaba aparcado en el sendero de entrada junto a una bicicleta oxidada.
—Aún no sé conducir —aclaró ella—. Tengo quince años.
—Es fácil aprender —comentó Richard—. Bueno, ¿quieres decirme por qué has venido?
A Leisha le gustó su estilo directo.
—Para conocer a otro Insomne.
—¿Me estás diciendo que nunca conociste a uno? ¿A ninguno de nosotros?
—¿Entonces los demás os conocéis? —Leisha no esperaba oír eso.
—Ven a mi habitación, Leisha.
Ella lo siguió hasta la parte de atrás de la casa. Al parecer no había nadie más allí. La habitación de Richard era grande y ventilada, estaba llena de ordenadores y archivadores; en un rincón había un aparato de remos. Parecía la versión pobre de la habitación de cualquier compañero de la Sauley School, salvo que sin cama quedaba más espacio libre. Leisha se acercó a la pantalla del ordenador.
—Eh... ¿estás trabajando en ecuaciones Boesc?
—En una aplicación de las ecuaciones.
—¿Para qué?
—Modelos de migración de peces.
Leisha sonrió.
—Claro, eso funcionaría. Nunca se me había ocurrido.
Al parecer, Richard no supo cómo reaccionar ante su sonrisa. Miró la pared y luego la barbilla de Leisha.
—¿Te interesan los modelos Gea? ¿El medio ambiente?
—Bueno, no —confesó Leisha—. No especialmente. Voy a estudiar política en Harvard. Abogacía. Pero, por supuesto, en la escuela tuvimos modelos Gea.
Finalmente la mirada de Richard logró despegarse del rostro de Leisha. Se pasó una mano por el pelo.
—Siéntate, si quieres.
Leisha se sentó y observó con interés los pósters de la pared, que pasaban del verde al azul como corrientes oceánicas.
—Me gustan. ¿Los programaste tú mismo?
—No eres en absoluto como te imaginaba —declaró Richard.
—¿Cómo me imaginabas?
Richard no vaciló.
—Engreída. Superior. Superficial, a pesar de tu cociente intelectual.
Ella se sintió más herida de lo que había imaginado.
Richard añadió bruscamente:
—Eres una de las dos Insomnes realmente ricas. Tú y Jennifer Sharifi. Pero ya lo sabes.
—No, no lo sé. Nunca lo averigüé.
Él se sentó a su lado y estiró sus cortas piernas delante de su cuerpo, en un movimiento que no tenía nada que ver con la relajación.
—En realidad, tiene sentido. Los ricos no hacen que sus hijos sean modificados genéticamente para ser superiores: creen que cualquiera de sus descendientes es superior. Por una cuestión de valores. Sin embargo, los pobres no pueden permitirse el lujo de hacerlo. Los Insomnes somos, como máximo, de clase media alta. Hijos de profesores, científicos, gente que valora el cerebro y el tiempo.
—Mi padre valora el cerebro y el tiempo —señaló Leisha—. Es el más importante patrocinador de Kenzo Yagai.
—Oh, Leisha, ¿crees que no lo sé? ¿Me estás deslumbrando, o qué?
Leisha dijo en tono deliberado:
—Te estoy hablando. —Pero un instante después sintió que el dolor se reflejaba en su rostro.
—Lo siento —musitó Richard. Apartó la silla, se acercó al ordenador y retrocedió—. Lo siento. Pero yo no... no entiendo qué haces aquí.
—Estoy sola —dijo Leisha, sorprendida ante sus propias palabras. Miró a Richard—. Es verdad. Estoy sola. Sola. Tengo amigos, y a mi padre y a Alice. Pero nadie sabe realmente, nadie comprende realmente... ¿qué? No sé lo que digo.
Richard sonrió. La sonrisa le cambió la cara por completo, abrió sus planos oscuros a la luz.
—Yo sí. Vaya si lo sé. ¿Qué haces cuando dicen «Anoche tuve un sueño»?
—¡Sí! —exclamó Leisha—. Pero eso en realidad no tiene importancia. Es cuando yo digo: «Lo miraré por ti esta noche», y ponen esa expresión extraña que significa: «Ella lo hará mientras yo duermo.»
—Pero incluso eso es poco importante —señaló Richard—. Es cuando estás jugando a baloncesto en el gimnasio después de cenar y vas al comedor a picar algo y entonces dices: «Demos un paseo por el lago», y te dicen: «Estoy muy cansado. Ahora me voy a meter en la cama.»
—Pero eso tampoco es importante —dijo Leisha al tiempo que se ponía de pie de un salto—. Es cuando estás realmente absorta en la película y entiendes lo que ocurre y es tan maravilloso que das un salto y dices: «¡Sí! ¡Sí!», y Susan dice: «Leisha, realmente parece que creyeras que nadie más disfruta de las cosas.»
—¿Quién es Susan? —preguntó Richard.
El clima se quebró. Pero no del todo.
—Mi madrastra. —Lo dijo sin sentir demasiada molestia por lo que Susan había prometido ser y aquello en lo que se había convertido realmente. Richard estaba a escasos centímetros de ella, sonriendo alegre y comprensivamente, y de pronto Leisha se sintió tan aliviada que se acercó a él y le puso los brazos alrededor del cuello y los tensó sólo cuando sintió el espasmo de sorpresa de él. Ella, Leisha, la que nunca lloraba, empezó a sollozar.
—Bueno —la tranquilizó Richard—. Está bien.
—Brillante —dijo Leisha riendo—. Una observación brillante.
Percibió la sonrisa incómoda de Richard.
—¿Quieres ver mis curvas de migración de peces?
—No. —Leisha sollozó y él siguió abrazándola y dándole torpes palmaditas en la espalda, diciéndole sin palabras que la comprendía.
Camden la esperó levantado, aunque ya había pasado la medianoche. Había estado fumando mucho. A través de una nube azul preguntó:
—¿Lo pasaste bien, Leisha?
—Sí.
—Me alegro —dijo. Apagó el último cigarrillo y subió las escaleras lentamente, con movimientos rígidos, pues ya tenía casi setenta años, para ir a acostarse.
Fueron juntos a todas partes durante casi un año: a nadar, a bailar, a visitar museos, al teatro, a la biblioteca. Richard la presentó a los demás, un grupo de doce chicos entre catorce y diecinueve años, todos inteligentes y brillantes. Todos Insomnes.
Leisha se enteró de muchas cosas. Los padres de Tony Indivino, como los suyos, se habían divorciado. Pero Tony, que tenía catorce años, vivía con su madre, que no había deseado especialmente un hijo Insomne, mientras su padre, que sí lo había querido, ahora tenía un coche deportivo rojo y una novia joven que diseñaba sillas ergonómicas en París. Tony no podía contarle a nadie, ni a sus parientes ni a sus compañeros de clase, que era Insomne.
—Pensarán que eres un monstruo —le decía su madre apartando la mirada del rostro de su hijo. La única vez que Tony le desobedeció y le contó a un amigo que nunca dormía, su madre le pegó. Luego se mudaron de barrio. Él tenía nueve años.
Jeanine Carter, que tenía las piernas tan largas y esbeltas como Leisha, se entrenaba para los Juegos Olímpicos en patinaje sobre hielo. Practicaba doce horas diarias, cosa que no podía hacer ningún chico que asistiera a la escuela secundaria. Hasta ese momento, los periódicos no habían revelado la historia. Jeanine temía que si lo hacían, no le permitirían competir.
Jack Bellingham, al igual que Leisha, iría a la universidad en septiembre, pero a diferencia de Leisha, ya había comenzado su carrera. La práctica de la ley debía esperar a terminar la carrera de derecho; la práctica de la inversión sólo exigía tener dinero. Jack no tenía demasiado, pero su preciso análisis financiero convirtió seiscientos dólares ahorrados gracias a los trabajos de verano en tres mil invirtiendo en la bolsa, luego en diez mil y por fin tuvo suficiente dinero para dedicarse a la especulación con información de fondos. Jack tenía quince años, no era lo bastante mayor para invertir legalmente, así que lo hacía a través de Kevin Baker, el mayor de los Insomnes, que vivía en Austin. Jack le dijo a Leisha:
—Cuando alcancé el ochenta y cuatro por ciento de beneficios durante dos trimestres consecutivos, los analistas de datos cayeron sobre mí. Sólo por una cuestión de olfato. Bueno, en eso consiste su trabajo, aunque las sumas totales son realmente pequeñas. Son las pautas lo que les preocupa. Si se toman el trabajo de verificar los datos bancarios y descubren que Kevin es un Insomne, intentarán impedir que invirtamos.
—Eso es una actitud paranoide —opinó Leisha.
—No, no lo es —discrepó Jeanine—. Leisha, tú no sabes.
—Te refieres a que siempre he estado protegida por el dinero y los cuidados de mi padre —sugirió Leisha. Nadie se asombró; todos ellos confrontaban ideas abiertamente, sin alusiones ocultas. Sin sueños.
—Sí —repuso Jeanine—. Tu padre parece increíble. Te educó para que pensaras que el logro de los objetivos no debe encontrar obstáculos. Santo cielo, es un yagaísta. Bueno, nos alegramos por ti —añadió sin sarcasmo. Leisha asintió—. Pero el mundo no siempre es así. Ellos nos odian.
—Eso es demasiado duro —intervino Carol—. No nos odian.
—Bueno, tal vez no —admitió Jeanine—. Pero son distintos a nosotros. Nosotros somos mejores, y naturalmente ellos lo toman a mal.
—No veo qué tiene eso de natural —apuntó Tony—. ¿Por qué no habría de ser igualmente natural admirar aquello que es mejor? Nosotros lo admiramos. ¿Acaso alguno de nosotros está ofendido con Kenzo Yagai por su genio? ¿O con Nelson Wade, el físico? ¿O con Catherine Raduski?
—No les guardamos resentimiento porque nosotros somos mejores —sentenció Richard—. Que es lo que queríamos demostrar.
—Lo que tendríamos que hacer es formar nuestra propia sociedad —propuso Tony—. ¿Por qué permitir que sus reglas limiten nuestros logros naturales y honestos? ¿Por qué a Jeanine le impedirían patinar y a Jack invertir como ellos sólo porque somos Insomnes? Algunos de ellos son más brillantes que otros. Algunos tienen una mayor persistencia. Bueno, nosotros tenemos una mayor concentración, más estabilidad bioquímica, y más tiempo. No todos los hombres han sido creados iguales.
—Seamos justos, Jack. Aún no le han impedido nada a nadie —reconoció Jeanine.
—Pero nos lo impedirán.
—Esperad —dijo Leisha. Estaba muy perturbada por la conversación—. Quiero decir, sí, en muchos sentidos somos mejores. Pero has hecho una cita fuera de contexto, Tony. La Declaración de Independencia no dice que todos los hombres han sido creados iguales en lo que se refiere a la capacidad. Estamos hablando de derechos y de poder; significa que todos son creados iguales según la ley. No tenemos más derecho que los demás a tener una sociedad separada o a librarnos de las restricciones de la sociedad. No hay otra manera de intercambiar libremente nuestros esfuerzos, a menos que las reglas contractuales se apliquen a todos.
—Has hablado como una verdadera yagaísta —le dijo Richard estrechándole la mano.
—Yo ya tengo bastante de discusión intelectual —dijo Carol, riendo—. Hace horas que estamos hablando del tema. Por Dios, estamos en la playa. ¿Quién quiere nadar conmigo?
—Yo —respondió Jeanine—. Vamos, Jack.
Todos se levantaron, se sacudieron la arena de la ropa y se quitaron las gafas de sol. Richard ayudó a Leisha a levantarse. Pero antes de que ambos corrieran al agua, Tony puso su delgada mano en el brazo de ella.
—Una cosa más, Leisha. Piénsalo un instante. Si alcanzamos nuestros objetivos mejor que la mayoría de la gente, y si intercambiamos con los Durmientes cuanto resulta mutuamente beneficioso, sin hacer distinciones entre débiles y fuertes, ¿qué obligación tenemos con aquellos tan débiles que no tienen nada que intercambiar con nosotros? Ya vamos a dar más de lo que obtenemos. ¿Tenemos que darlo sin recibir nada en absoluto? ¿Debemos ocuparnos de sus deformes, minusválidos, enfermos, lentos e inútiles con el producto de nuestro trabajo?
—¿Deben hacerlo los Durmientes? —replicó Leisha.
—Kenzo Yagai diría que no. Él es un Durmiente.
—Él diría que deberían recibir los beneficios del intercambio contractual aunque no sean partes directas del contrato. El mundo entero está mejor alimentado y es más sano gracias a la energía Y.
—¡Vamos! —gritó Jeanine—. ¡Leisha, me están hundiendo! ¡Jack, basta! ¡Leisha, ayúdame!
Leisha se echó a reír. Antes de ir en busca de Jeanine percibió la mirada de Richard y la de Tony. La de Richard era realmente lasciva, la de Tony furiosa. Con ella. ¿Pero por qué? ¿Qué había hecho ella, salvo dar argumentos a favor de la dignidad y el intercambio? Entonces Jack le tiró agua y Carol empujó a Jack a la espuma, y Richard la rodeó con sus brazos, riendo.
Cuando se secó el agua de los ojos, Tony se había ido.
Medianoche.
—Muy bien —dijo Carol—. ¿Quién es el primero?
Los seis adolescentes que se encontraban en el claro lleno de zarzas se miraron. Una lámpara Y, encendida al mínimo para crear ambiente, arrojaba extrañas sombras sobre los rostros y piernas desnudas. Los árboles de Roger Camden se alzaban gruesos y oscuros formando un muro entre ellos y las dependencias más cercanas de la propiedad. Hacía mucho calor. El aire de agosto era pesado. Habían votado en contra de llevar un campo Y con aire acondicionado porque aquello era un retorno a lo primitivo, a lo peligroso; debían ser primitivos.
Seis pares de ojos miraron el vaso que Carol tenía en la mano.
—Venga —dijo ella—. ¿Quién quiere beber? —Su voz era vivaz y teatralmente intensa—. Me resultó bastante difícil conseguir esto.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Richard, el miembro del grupo, con excepción de Tony, que tenía la menor cantidad de contactos familiares influyentes, el que tenía menos dinero—. ¿Cómo conseguiste ese bebedizo?
—Jennifer lo consiguió —aclaró Carol, y cinco pares de ojos se clavaron en Jennifer Sharifi, que después de pasar dos semanas de visita en casa de la familia de Carol los había confundido a todos. Era la hija norteamericana de una estrella de cine de Hollywood y un príncipe árabe que había querido fundar una dinastía de Insomnes. La estrella de cine era una envejecida drogadicta; el príncipe, que había hecho su fortuna con el petróleo y la había invertido en la energía Y cuando Kenzo Yagai aún estaba obteniendo la licencia para sus primeras patentes, había muerto. Jennifer Sharifi era más rica de lo que Leisha sería algún día, e infinitamente más sofisticada para conseguir cosas. El vaso contenía interleukin-1, un potenciador del sistema inmunológico, una de las muchas sustancias que, como efecto secundario, inducía al cerebro a un sueño rápido y profundo.
Leisha miró el vaso. Una sensación cálida recorrió su bajo vientre, algo que no se parecía a lo que sentía cuando ella y Richard hacían el amor. Vio que Jennifer la observaba y se ruborizó.
Jennifer la perturbaba. No por los mismos y evidentes motivos que perturbaban a Tony, a Richard y a Jack: la larga cabellera negra, el cuerpo delgado, su estatura, con sus pantalones cortos y su blusa. Jennifer no reía. Leisha nunca había conocido a un Insomne que no riera, a nadie que hablara tan poco y que mostrara un desenfado tan deliberado. Leisha se sorprendió pensando en lo que Jennifer Sharifi no decía. Resultaba raro experimentar aquella sensación con respecto a otro Insomne. Tony le dijo a Carol:
—¡Dámelo a mí!
Carol le entregó el vaso.
—Recuerda que sólo tienes que dar un pequeño sorbo.
Tony se llevó al vaso a la boca, se detuvo y los miró a todos con expresión feroz. Bebió.
Carol volvió a coger el vaso. Todos miraron a Tony. Al cabo de un minuto estaba tendido en el suelo; dos minutos más tarde, sus ojos se cerraron y se quedó dormido.
No era lo mismo que ver dormir a los padres, hermanos o amigos. Se trataba de Tony. Hicieron lo posible por no mirarse. Leisha sintió el calor que le tironeaba y cosquilleaba en su entrepierna, débilmente obsceno. No miró a Jennifer.
Cuando le tocó el turno a Leisha, bebió lentamente y le pasó el vaso a Richard. Sintió que la cabeza le pesaba, como si la tuviera rellena de trapos húmedos. Los árboles del borde del claro se desdibujaron. La lámpara también. Ya no era brillante y clara sino blanda y chorreante; si la tocaba, se podía manchar. Entonces la oscuridad se abatió sobre su cerebro, arrebatándoselo: arrebatándole la mente.
«¡Papi!», intentó llamarlo, aferrarse a él, pero la oscuridad lo borró todo.
Después, todos tuvieron dolor de cabeza. Arrastrarse otra vez hasta el bosque bajo la débil luz de la mañana fue una tortura, mezclada con una extraña vergüenza. Leisha caminó lo más lejos que pudo de Richard.
Jennifer fue la única que habló.
—Entonces ahora sabemos —dijo, y su voz reveló una rara satisfacción.
Pasó todo un día hasta que los latidos desaparecieron de la base del cráneo de Leisha, y la náusea de su estómago. Se quedó sola en su habitación, a esperar que el malestar pasara, y a pesar del calor le temblaba todo el cuerpo. No había tenido ningún sueño.
—Quiero que esta noche vengas conmigo —dijo Leisha por décima o vigésima vez—. Las dos nos vamos a la facultad dentro de dos días; es la última oportunidad. De verdad quiero que conozcas a Richard.
Alice estaba tendida en su cama, boca abajo. El pelo, castaño y sin brillo, le caía a los costados de la cara. Llevaba puesto un mono amarillo muy caro, de seda, diseñado por Ann Patterson, que se le arrugaba a la altura de las rodillas.
—¿Por qué? ¿Qué te importa si conozco o no a Richard?
—Porque eres mi hermana —repuso Leisha. Se guardaba muy bien de decir «mi melliza». Nada enfurecía tanto a Alice.
—No quiero conocerlo. —Un instante después su expresión cambió—. Oh, lo siento, Leisha... no quería ser tan desagradable. Pero... pero no quiero.
—No estarán todos. Sólo Richard. Será sólo durante una hora, más o menos. Después vuelves aquí y preparas tu equipaje para irte al noroeste.
—No voy a ir al noroeste.
Leisha la miró fijamente.
Alice añadió:
—Estoy embarazada.
Leisha se sentó en la cama. Alice se puso boca arriba, se apartó el pelo de los ojos y se echó a reír.
—Mírate —dijo Alice—. Cualquiera diría que la que está embarazada eres tú. Pero a ti nunca te ocurriría, ¿verdad, Leisha? No hasta que fuera el momento adecuado. Tú no.
—¿Cómo? —preguntó Leisha—. Ambas llevábamos puesta la cápsula...
—Yo me la había quitado —dijo Alice.
—¿Querías quedar embarazada?
—Ya lo creo que sí. Y no hay nada que papá pueda hacer al respecto. Salvo dejarme completamente sin blanca; pero no creo que lo haga, ¿y tú? —Volvió a reír—. Ni siquiera a mí.
—Pero Alice... ¿por qué? ¡No será sólo por enfurecer a papá!
—No —respondió Alice—. Aunque eso es lo que tú pensarías, ¿verdad? Fue porque quería alguien a quien amar. Algo mío. Algo que no tuviera nada que ver con esta casa.
Leisha pensó en ella y Alice corriendo por el invernadero, años atrás, ella y Alice entrando y saliendo de la luz del sol.
—No ha sido tan malo crecer en esta casa.
—Leisha, eres estúpida. No sabía que alguien tan inteligente pudiera ser tan estúpido. ¡Sal de mi habitación! ¡Vete!
—Pero Alice... un bebé...
—¡Fuera! —chilló Alice—. ¡Vete a Harvard! ¡Ve y triunfa! ¡Ahora sal de aquí!
Leisha se levantó de la cama de un salto.
—¡Lo haré encantada! Eres irracional, Alice. No piensas antes de hacer las cosas, no planificas. Un bebé... —Pero no podía seguir enfadada. Su enfado se desvaneció, dejando su mente vacía. Miró a Alice, que repentinamente le tendió los brazos. Leisha corrió hacia ella.
—Tú eres el bebé —dijo Alice asombrada—. Tú eres. Eres tan... no sé. Eres un bebé.
Leisha no dijo nada. Los brazos de Alice le parecieron cálidos, totales, como dos niñas entrando y saliendo de la luz del sol.
—Yo te ayudaré, Alice. Si papá no lo hace.
Alice la apartó bruscamente.
—No necesito tu ayuda.
Alice se quedó quieta. Leisha se frotó los brazos vacíos y se acarició los codos con las puntas de los dedos. Alice le dio una patada al baúl abierto y vacío que supuestamente debía llevar con sus cosas al noroeste y de pronto esbozó una sonrisa que obligó a Leisha a apartar la mirada. Se preparó para recibir más insultos. Pero lo que Alice le dijo, muy suavemente, fue:
—Que lo pases bien en Harvard.