Semana 4. Feliz cumpleaños

(del 5 al 11 de septiembre de 2011)

Esta semana te escribo el 7 de septiembre. Así que: ¡Feliz cumpleaños! Hace 17 años, a las 11:40, tu madre decidió que ya estaba bien de llevar tanto peso, de darse cremas antiestrías en la barriga durante nueve meses y decidió (o decidiste tú) que ya era hora de que te diera en la piel el cálido sol de Barcelona.

Hoy, como cada día desde aquel 7 de septiembre de 1994, te deseamos lo mejor en tu aventura de estar vivo y, más recientemente, en tu nueva aventura danesa. Te echamos muchísimo de menos y te queremos mucho. Y sobre esto último te voy a hablar hoy: sobre el amor. ¡Así que prepárate!

Al hablar del amor se pueden hacer muchos enfoques diferentes: el amor de pareja, el amor entre hermanos, a los padres, a los abuelos, a los amigos, etc. En líneas generales, en el amor a otros se produce un efecto doble: al desear la felicidad del otro, en caso de contribuir a la felicidad del ser querido, suele ocurrir que tu propia felicidad aumente. Por eso tiene algo de «egoísta» eso de querer a otros. Cuanto más quieres, si eres correspondido, mejor para ambos. En caso contrario, a sufrir.

De todas maneras, hoy no quiero escribir un tratado sobre el amor. Quiero compartir contigo una reflexión que nos atañe a los dos y a tu madre, claro: el amor de los padres hacia sus hijos.

Otros amores requerirían otras reflexiones. Por ejemplo, el que quiera a tu madre no tiene gran misterio. Me explico. Nos conocimos ya algo maduritos, con 29 y 26 años, yo el más viejo, claro. El proceso fue rápido. Era guapa, muy atractiva, divertida, directa, eminentemente práctica, con una tendencia natural a hacer las cosas fáciles, cariñosa… Empezamos a hablar de cosas y había sintonía tanto en el acuerdo como en el desacuerdo. A la tercera vez que nos vimos (dos semanas después de coincidir en una fiesta), nos planteamos vivir juntos y, dos meses más tarde, ya habíamos alquilado una casa para empezar una aventura juntos que, entre otras cosas, te ha traído a ti a este lío de estar vivo. De eso, ya hace más de 20 años.

En ese tipo de relaciones, aparte de cultivarlas diariamente, también hace falta —como en todo— un poco de suerte. Que dos personas que descubren un día que se quieren evolucionen durante décadas de manera que les sea posible seguir disfrutando estar juntos, no es algo evidente ni que pueda darse por garantizado. No son pocos los casos en los que gente que se quiere, con el paso del tiempo, se distancie.

Respecto a los hijos, lo primero que quiero destacar es una diferencia significativa que hay entre el amor de pareja y el amor a los hijos. A la pareja la eliges tú, o mejor dicho, se eligen mutuamente. Sabes, al menos al inicio de la relación, que con aquella persona hay sintonía; más o menos, sabes en qué te estás metiendo, aunque posteriormente las evoluciones e intereses individuales puedes ser muy dispares. Así, durante el proceso la vas observando y conociendo, convives, descubres cosas que te gustan mucho y otras que no tanto (su madre, por ejemplo; véanse las aclaraciones al final de esta carta.). Así, cuando decides convivir con ella (o él) y elegirla/lo como compañera/o de tu vida (algo cada vez menos usual, aunque de esto de los compromisos a largo plazo y de la lealtad ya hablaremos en otras semanas), ya ha habido un proceso de selección y elección mutua.

Esto no ocurre con los hijos. Si la pareja acaba teniendo hijos, es conveniente destacar que a tus hijos no los eliges tú. Vienen con sus maletas, con su carácter, su personalidad, sus preferencias y una larga serie de características que les conforman como personas. Sean estos biológicos o no es algo totalmente irrelevante puesto que el amor lo genera el contacto, el roce, el cariño, la voluntad de amar; no que el espermatozoide o el óvulo sea tuyo.

Sí que es verdad que, desde el momento en el que «llegan» y los acoges en tu familia, nosotros, los padres, empezamos a formarlos —o a deformarlos— en función de nuestros criterios, capacidades, cualidades, principios, creencias, etc.

No los eliges, pero te implicas en su desarrollo. Es más, aunque no los hayas elegido —en el mismo sentido en el que has elegido al adulto con el que quieres compartir tu vida—, les quieres de una forma inusitada, creciente, intensa, sufridora, comprometida, desorientada…

Quizá, cualquier cosa que te escriba hoy sobre este amor será, a tus ojos, un poco incomprensible. Creo que, como en otros muchos aspectos de la vida, las cosas se comprenden y se aprenden realmente, cuando te pasan. Si un día llegas a tener hijos y te acuerdas de estas líneas, o las relees, seguro que me entenderás mejor.

A diferencia de otros amores más «entre iguales» se os quiere (te queremos) sin esperar nada a cambio. Solo buscamos que encontréis vuestro camino, vuestro equilibrio, vuestra felicidad, vuestro lugar en el mundo. Buscamos que encontréis vuestros puntos fuertes, vuestras habilidades y que crezcáis sobre ellas. Intentamos que vuestras frustraciones o temores no os atenacen o paralicen, que las podáis asumir y gestionar de manera que seáis felices con vosotros mismos desde vuestra propia aceptación.

En ocasiones intentamos evitaros sufrimientos de forma excesiva, de influiros, de transmitiros nuestros valores como buenos, de evitaros errores. Estamos siempre cuestionándonos si estamos tensando demasiado la cuerda o si os dejamos demasiada libertad, si os presionamos o exigimos en exceso o si os permitimos comportamientos demasiado laxos, si los valores que creemos válidos lo serán para vosotros y vuestro tiempo.

Sí, no estamos tan seguros como a veces podemos pareceros. De hecho, no siempre hemos sido padres aburridos en faceta de ogro, insistiendo en que os acabéis la comida, que seáis educados con las personas mayores, obligándoos a estudiar, a hacer los deberes, negándoos el salir o ir a una fiesta, obligándoos a volver los primeros a casa, hablándoos siempre de los peligros que os acechan ahí fuera, de que tengáis cuidado con las drogas o con los desconocidos, de que tenéis que recoger la habitación, colaborar en las tareas de la casa… Aunque te parezca mentira, no solo fuimos jóvenes y tuvimos padres, sino que, en nuestro proceso de buscar nuestro propio equilibrio, nuestro lugar en el mundo, seguimos teniendo tareas pendientes.

Cuando os observamos crecer vamos viendo aquello en lo que os parecéis a cada uno de nosotros y aquello en lo que sois vosotros mismos. Y requiere esfuerzo dejaros ir por derroteros que no serían los nuestros, mientras tratamos de contribuir en que vuestra vida se pueda convertir en una vida buena. Y no es sencillo, porque no solo sois personas diferentes e independientes sino que vuestros tiempos no son los nuestros. Nuestro amigo José Manuel siempre dice que «nuestros hijos son nuestros y de su tiempo», lo que significa que el entorno que te toca vivir incide en ti tremendamente y también te conforma.

Cuando nos miras como hijo, ves deficiencias, excesos, criterios que tu entorno no comparte. Además tenemos mucho «poder» respecto a tu libertad económica, de horarios, de toma de decisiones importantes. No es extraño que, en ocasiones seamos tu peor pesadilla.

Pero las pregunta para ti son: ¿Por qué lo somos? ¿Qué queremos de ti? ¿Por qué te torturamos de esa manera? Desde luego, no parece que sea para nuestro beneficio. No parece que sea porque queramos dañarte o aprovecharnos de ti. Tan solo queremos —por torpes que te parezcamos— tu bien, tu felicidad. Es, probablemente, el amor o uno de los tipos de amor más desinteresado que existe. No queremos nada a cambio que no sea tu propio bien.

Parte del problema consiste en definir qué es tu bien. O mejor dicho, qué significa tu bien, para ti o para nosotros, o para otros que sean importantes para ti. Para eso, querido hijo, no tengo respuesta. Estamos siempre tratando de mostrarte un camino, criterios para que tomes tu camino, que te acerquen más a la felicidad que al placer vacío, al bien que al mal, a tu propio aprecio y amor propio que a una no aceptación de ti mismo, o al autodesprecio y a tu autodestrucción.

No es fácil estar vivo en el sentido de tener la vida más completa que tú puedas alcanzar. Y a eso nos dedicamos los «padres/madres profesionales». A tratar de ayudaros a través del amor que os tenemos y de las capacidades y medios que tengamos.

Así que cuando te decimos que te queremos —y te lo decimos a menudo—, el «peso» que le damos a nuestras palabras es enorme. Te queremos porque sí, sin pedir ni esperar nada a cambio, únicamente buscando contribuir a formar los pilares sobre los que construyas tu vida. Disfrutamos queriéndote. Estamos orgullosos de ver cómo estás luchando, cómo te estás esforzando en formar tu personalidad, cómo has afrontado este reto de irte solo al extranjero buscando tu propio camino con 16 años. Y no solo de eso, estamos orgullosos de ver cómo quieres a los tuyos, de que seas tierno, cariñoso y cercano con tus abuelos, comprensivo y atento con tus amigas.

Me gustaría acabar con algo que oí en una película. Un padre le decía a un hijo ante una determinada discusión en la que los dos tenían opiniones diferentes: «Para tomar esta decisión hay que tener buen juicio y yo, hijo mío, tengo buen juicio. Buen juicio que he adquirido a base de experiencia, en base a tomar decisiones equivocadas, o sea, de tener mal juicio, y equivocarme».

Así Rubén, por más que te queramos y tratemos de evitarte sufrimientos —necesarios, por otra parte, para tu construcción como ser humano—, tendrás que crear tu propio buen juicio a partir de tus decisiones, juiciosas o no.

Solo quisiera pedirte que, por lo que más quieras, no te equivoques de manera grave, muy dañina o irrecuperable. Tendrás que estar vigilante.

Nosotros, en cualquier caso, estaremos siempre ahí, para lo que precises. Porque te queremos.

Aclaración:

En nuestra cultura española, las suegras, es decir, las madres de nuestras parejas, son, «por definición» las mayores y más malvadas brujas que nadie pueda imaginar (esta tradición está basada en siglos de comprobaciones empíricas). En mi caso, mi suegra, María Rosa, no está dentro de ese selecto y elitista grupo de malvadas; antes bien, en el extremo opuesto.

Aclaración complementaria:

Por si existiesen personas de mala fe que no creyeran la veracidad de mi aclaración anterior, por la presente confirmo que no he recibido presiones psicológicas ni amenazas físicas, ni de ningún otro tipo, para afirmar que mi suegra es una buena persona.

Aclaración complementaria a la aclaración complementaria:

¿Alguien me cree?