Semana 3. Placer o felicidad

(del 29 de agosto al 4 de septiembre de 2011)

Esta semana quisiera entrar en otro tipo de cosas. Se trata de reflexionar sobre el placer y sobre la felicidad. Estos primeros apuntes sobre aspectos que forman parte de nuestro día a día, de nuestra toma de decisiones y de nuestros anhelos, quedan enmarcados en lo que a mí me gusta llamar la «búsqueda del propio equilibrio», o en otras ocasiones, lo que suelo llamar la «buena vida», o mejor, la «vida buena». Me explico.

Mi idea, en líneas generales, es que para alcanzar una vida lo más «aceptable» posible, una vida razonablemente feliz, sin obsesionarse por máximos ni frustrarse por no alcanzar deseos ridículos es necesario, o por lo menos conveniente, buscar un equilibrio individual que tenga dosis proporcionadas de ambición y moderación, de asertividad y prudencia, de libertad y respeto, de placer y de felicidad.

Son muchísimas las cosas que trato de decirte y muchas de las palabras que uso me gustaría matizarlas para entendernos mejor, evitar que con la misma palabra tú entiendas una cosa mientras trato de decirte otra.

Así, en primer lugar, tengo que confesarte que no tengo recetas que se puedan aplicar y que no ocurre como al cocinar un plato donde, si se siguen una serie de pasos predefinidos se puede obtener un resultado predecible, o más o menos predecible, y exquisito en función de las manos del artista.

No pretendo definir «el camino» o «el equilibrio». No creo que la respuesta más adecuada a cómo vivir sea única, o rígida, o dogmática. Es más, tengo que confesarte que me producen desasosiego aquellos que pretenden no solo saberlo todo, sino exigir a los demás que les den la razón y que vivan según sus criterios, dogmas y, en ocasiones, autoengaños.

Creo que se trata, más bien, de construir una respuesta personal, un equilibrio en función de las características intrínsecas que tiene un individuo —sus propias cualidades naturales, las que le da la genética— y del entorno en el que ha nacido: época histórica, país, familia, etc. Así, a lo largo de estas semanas te comentaré los acercamientos que a mí me han servido, o que he observado en otros, para que, si te parece bien, tú también vayas reflexionando y construyendo tu propio equilibrio.

En esa construcción, en ese trabajo arduo y constante, me parece un buen primer paso reflexionar sobre el placer y la felicidad.

Antes de profundizar en ello quiero destacar que no contrapongo ambos conceptos, no se trata de elegir placer o felicidad sino de diferenciarlos.

Hay quien cree que perseguir el placer le llevará a la felicidad. En ocasiones veo a personas —a mi juicio desorientadas o confundidas— que persiguen con denuedo determinados placeres creyendo que así alcanzarán la felicidad y, en algunas de esas ocasiones, conforme esas personas más avanzan en el camino de la obtención de placer, más se alejan de la posibilidad de alcanzar la felicidad.

Al mismo tiempo hay quienes que, buscando una felicidad utópica, no son capaces de disfrutar de la felicidad diaria y mundana que muchas pequeñas cosas ponen al alcance de su mano y que, no prestándoles atención persiguiendo otros sueños, les pasa desapercibida la oportunidad de ser felices.

No creo necesario definirte o explicarte qué es el placer. Ya lo conoces. Lo has experimentado en múltiples formas: practicando deportes o juegos que te gustan y se te dan bien, con tus amigos y las fiestas que ya te has corrido con ellos, con el sexo «opuesto», o en cosas que has tenido a bien no explicarme. Nada en contra del placer y de sus múltiples formas. Sí una reflexión sobre su intensidad y su control.

Creo que conviene preguntarse y autoanalizarse en función del grado de control que uno ejerce sobre los placeres que «consume» o, por el contrario, el grado de control que el propio placer ejerce sobre uno; es decir, si realmente ya no podemos decidir qué tipo de placer vamos a darnos y cuánto de ese placer vamos a consumir.

Los placeres que identificamos como nuestros se van definiendo a lo largo de nuestra vida y conforme experimentamos con ellos. Por ejemplo, si un día pruebas el tabaco y, progresivamente, te va gustando y te genera un placer —sea de bienestar social, aceptación de grupo o disfrute del propio acto de fumar—, esta actividad se irá incorporando a tus hábitos placenteros de manera gradual. Si por el contrario, te genera repulsión o desagrado, aun tras sopesar los otros pluses que el fumar pudiese tener, lo descartas como una de las actividades que incorporarías en tu búsqueda de placer. Otros ejemplos podrían ser el consumo de alcohol, de drogas, las relaciones sexuales, o un largo y complejo elenco de actividades que, hoy en día, están a disposición de los jóvenes de estatus social similar al tuyo, lo que no significa que estén a disposición de todo el mundo.

Sea cual sea la fuente de placer que quieras considerar, mi reflexión consiste en preguntarse: ¿Domino esa fuente de placer o me domina ella a mí? En otras palabras, ¿la uso cuando quiero, como quiero y cuanto quiero en la medida de lo que dependa exclusivamente de mí? ¿O, por el contrario, soy un esclavo de ese placer de modo que si no dispongo de el soy un desgraciado y tengo que correr a conseguirlo de la manera que sea y utilizando los medios que fueran necesarios? En síntesis, ¿tengo un placer o un placer me tiene a mí?

Para tratar de avanzar en una vida equilibrada, en disfrutar de una vida buena, creo que hay que estar vigilante sobre quién domina a quién. Hay que disfrutar de la vida. No me imagino mayor desgracia que atravesar esta oportunidad que supone estar vivo sin disfrutar de ella tanto como sea posible, con una cierta limitación de no dañar a otros. Y, al mismo tiempo, ir formando unos hábitos que te permitan un cierto grado de control sobre los aspectos que, aun aportándote cosas positivas, te puedan llegar a desequilibrar.

El disfrute de los placeres es uno de esos factores. Si se llegan a convertir en tus dominadores, se pueden crear distintos grados de dependencia que convierten ese placer en una lacra para tu propia vida. Por tanto, vale la pena estar vigilante y no autoengañarse al caer en lastimosas dependencias.

Otra cosa es la felicidad; aunque me parece evidente que dosis equilibradas de placer contribuyen sin duda a tu propio bienestar y a ciertas dosis de felicidad. Al hablar de felicidad me refiero a un sentimiento de satisfacción más íntimo, más tranquilo, más sosegado, más profundo que el mero disfrute de los placeres a los que se pueda tener acceso.

Respecto a la felicidad quisiera —antes de entrar en otras consideraciones— desmitificar una de las cosas que estás habituado a oír. Me refiero al «derecho a la felicidad» que, enunciado como una especie de derecho casi divino, como un don que los dioses nos han concedido, considero que no tiene sentido.

Otra cosa es que todos busquemos un grado de bienestar y de felicidad porque lo deseemos y porque nos interese, porque nos vaya bien. Ahora bien, que tengamos un deseo —o, incluso, una necesidad— a que tengamos un derecho, hay una diferencia abismal. Ni tenemos ese derecho ni nadie tiene la obligación de garantizárnoslo.

Vives en unos tiempos y lugares donde parece ser que todos los individuos tenemos una enorme lista de derechos que otros deben garantizarnos y procurarnos, independientemente de nuestra contribución o del esfuerzo dedicado a conseguirlos. Algunos hacen referencia al llamado estado del bienestar: vivienda, trabajo, educación, atención sanitaria, seguridad social; otros, referidos a un ámbito distinto, como por ejemplo, la felicidad.

Aunque soy un defensor del estado del bienestar —o mejor, de un estado con marcado carácter social— no comparto la literalidad que se concede a esos «derechos» —en el sentido de algo que nos viene dado aún cuando no luchemos por ello— y, desde luego, estoy en desacuerdo de exigir a terceros que nos resuelvan todas nuestras papeletas. Incluso, culpabilizar siempre a otros de nuestros «fracasos» y de nuestra propia frustración. Como este acercamiento es muy extenso (en cuanto a posibles «derechos» a tratar) y como sobre algunos aspectos volveré en otras semanas, voy a tratar de centrarme en la felicidad.

De entrada, perteneces, por lo menos de momento, a un reducido grupo selecto de humanos que tienen a su disposición una serie de medios, técnicas, instrumentos, acceso a información, poder adquisitivo etc., que jamás ningún humano tuvo. Por lo tanto, si el camino a la felicidad dependiera de las alternativas y medios que tienes a tu disposición, tú y los otros jóvenes de países desarrollados de clase media estaríais casi «obligados» a ser los humanos más felices de la historia de la humanidad. Los hechos no parecen demostrar esta teoría. Y la realidad suele ser muy tozuda.

Es fácil ver jóvenes —y adultos— renegando de su suerte, maldiciendo al entorno, envidiando agresivamente la «suerte» de otros, siendo evidentemente infelices, en apariencia sin causa objetiva.

Aparte de las propias limitaciones del ser humano en lo que a la autoconciencia se refiere, aquí aparece otro factor clave de tu tiempo y, en parte, del mío. Estás rodeado de estímulos que te impulsan a consumir, a poseer objetos que te prometen felicidad inmediata y permanente; vives en una sociedad que te recuerda esos «derechos» que son más bien caprichos, y que te enseña a exigirlos a los demás y a culpabilizar a otros en caso de que no alcances todos y cada uno de tus deseos, anhelos o, por qué no decirlo, caprichos. Esto, que hoy parece normal, está lejos de haberlo sido en la historia del ser humano y, además, no parece contribuir a saciar la auténtica ansia del hombre de obtener de un cierto grado de felicidad.

Por lo tanto, ya que el entorno no parece que te ayude en exceso, tendrás que construir tu propio sistema de referencia para ver realmente dónde depositas tus esperanzas de felicidad. Hacia dónde mirarás para buscar en tu interior el agradable sentimiento de serenidad que la felicidad produce.

Si sucumbes a tus tiempos y depositas la felicidad en satisfacer el siguiente impulso de compra, en conseguir señales externas que hagan que otros te atribuyan un estatus o una posición o reconocimiento social, en satisfacer todos y cada uno de tus deseos de manera inmediata, formarás, muy probablemente, parte del enorme grupo de gente que va por ahí insatisfecha e infeliz, incapaz de valorar la suerte que hayan tenido y las posibilidades de reconocerse felices en su propia realidad mientras reniegan de todo y culpabilizan a terceros de sus frustraciones.

No creo que haya que obsesionarse con la búsqueda de la felicidad, basta con saber ver motivos para ser feliz en el entorno diario, en las personas que realmente forman parte de tu vida y trabajar intensamente en crear esa realidad y en mantenerla y, sobre todo, no hay que poner la felicidad en la valoración que otros no cercanos puedan hacer sobre ti. Si sucumbes a tus tiempos de consumo, a necesidades ficticias, a la imagen externa y además pones tu felicidad en lo que un entorno vacío, y ciertamente no relevante, opine sobre ti, hijo mío, me temo que lo de sentirte feliz se te hará difícil. Y sería una pena.

En cualquier caso, en esto y en todo lo demás, tú verás.