4
Sweet Home Alabama
A las diez de la mañana un portazo la despertó, después oyó unas palabras más altas que otras, algún que otro exabrupto en la voz chillona de Berta, el sonido de una maceta al caer y romperse, y una moto que aceleraba y desaparecía veloz por la calle Brasil.
Julia se levantó medio adormilada para mirar a través de la ventana de su habitación, que ofrecía vistas del patio delantero, y vio la maceta rota en el suelo de losetas del patio de la unifamiliar.
Aquello había dolido más a Berta que cualquier cosa que pudiese haberle dicho Carlos, pues sabía que Julia adoraba sus flores y cuidaba con devoción los geranios, claveles y damas de noche que perfumaban el patio tras el ocaso.
—¡Será imbécil! Lo siento muchísimo. Ha tirado la maceta a posta, le tendría que haber caído en el pie. Voy a vestirme para recogerlo todo —le dijo cuando se cruzaron en el pasillo.
—Tranquila, no pasa nada. Parece que no se lo ha tomado bien, ¿eh?
—¿Bien? He intentado ser lo más suave posible, pero me ha regateado, me ha suplicado otra oportunidad tratando de convencerme de que podía cambiar, como si fuese a crecerle un cerebro de un día para otro en esa cabeza hueca suya. Y cuando se ha dado cuenta de que ya no había vuelta atrás, me ha llamado foca.
—Será cerdo.
—Foca.
—Lo siento, Berta.
—No te preocupes, no me afecta. Llevo peleándome con mi sobrepeso casi desde que tengo uso de razón, estoy hecha a que me insulten con todo tipo de gilipolleces, pero al menos podría haberse esforzado en buscar un calificativo que me sorprendiese. Nunca, jamás, volveré a fijarme en un musculitos, esos tíos están tanto tiempo sudando y haciendo ejercicio que se les deben de achicharrar las neuronas. A partir de ahora solo me ligaré a intelectuales o bohemios —sentenció forzando una sonrisa con los labios sonrosados.
Berta llevaba toda la vida siendo la «gordita simpática», el mismo tiempo que llevaba resistiéndose a aceptar la etiqueta. Era una chica atractiva y se esforzaba por disfrutar de la vida sin que su complejo con el peso condicionase su modo de actuar. Había tenido varias parejas y sus curvas jamás la habían frenado a la hora de poner su interés en un hombre. En ninguno, excepto uno. El hombre que se colaba en sus sueños desde que era una adolescente: Hugo Romero Linares, el hermano de su mejor amiga.
Al salir de la ducha, envuelta aún en el perfume cítrico del champú, Julia se vistió y se dispuso a desayunar mientras su amiga, armada con el cepillo y el recogedor, salía al patio a limpiar el destrozo ocasionado por su ya exnovio.
Después del desayuno, se encerró en su habitación con el móvil en la mano dispuesta a hacer algo que se había prometido que no haría cuando abandonó el hospital el día anterior.
—Hola, Ro, ¿estás trabajando?
—Sí, hija, qué remedio.
—Y por ahí todo bien, ¿no?
—Sí, bien. Sin contar que nuestro amigo se arrancó el drenaje y se marchó anoche sin decir nada a nadie —reveló esta sin necesidad de que le preguntase.
—¿El americano? ¿En serio?
—Como lo oyes. Dejó el pijama doblado sobre la cama con mucho esmero y se largó. Y lo peor es que tiene la herida infectada.
—Uff, ¿y por qué haría eso?
—Ni idea, Julia. Niña, te dejo que me llaman, ¿quedamos una tarde de estas para tomarnos algo?
—Sí, claro, llámame. Un beso.
—Otro para ti.
Aquella información la dejó desconcertada. ¿Es que ese tipo estaba loco? ¿Por qué se habría marchado así? ¿De qué o de quién estaría huyendo?
Y encima con la herida infectada. Además de desabrido, insensato.
El resto del día transcurrió sin sobresaltos, Hugo se pasó por casa para almorzar con ellas y, como en cada ocasión en que lo hacía, su amiga Berta lució sus mejores galas en la mesa.
Hugo era alto y corpulento, y, cuando lo observaba, a Julia le parecía ver los preciosos ojos negros y el cabello lacio y moreno de su padre, al que se parecía tanto.
—¿Qué te pasa, tontorrona? —le preguntó al percibir que sus ojos lo escrutaban y se habían empañado sin razón aparente.
—Nada, no me pasa nada. Es solo que me he acordado de papá. Los echo tanto de menos… —dijo, mordiéndose el labio para contener la emoción. Su hermano, sentado frente a ella, posó su mano sobre la suya.
—Yo también los echo mucho de menos, mucho, y lo haremos por el resto de nuestros días, pero así es la vida y debemos seguir adelante, renacuaja. —Y ocultando su propia turbación cambió de tema—. Bueno, contadme alguna novedad, ponedme al día, ¿no? Berta, ¿cómo está tu familia?
—Bien, mi padre sigue en la tienda de electrodomésticos, a trancas y barrancas con las deudas, y mi madre sigue insistiéndole en que debe jubilarse ya —respondió su amiga con la voz tintada por la pena que le producía oírlos hablar de su pérdida—. ¿Y tú? ¿Todo bien?
—Supongo que sí, he dejado a Brigitte. Lo he estado pensando mucho y es lo mejor. —los ojos de Berta comenzaron a hacer chiribitas de ilusión.
—¿Y eso? ¿Te has dado cuenta así, de repente?
—Hace un par de días lo vi claro. Cumplíamos seis meses y, para darle una sorpresa, la llevé a pasar la tarde a un spa urbano, pero se enfadó porque acababa de hacerse las mechas californianas y decía que el cloro iba a estropearle el color del pelo. Así que ayer, antes de irme a trabajar, hablé con ella y lo hemos dejado.
—Eso te pasa por salir con rubias descoloridas, ¿no sabes que tanta agua oxigenada hace daño al cerebro? —replicó Julia con una sonrisa.
—Vaya racha llevamos de rupturas —suspiró Berta.
—¿Quién más ha roto?
—Berta. Berta ya no tiene novio —intervino Julia temiendo que a su amiga se le escapase una sola palabra sobre Rubén. La mencionada le dedicó una mirada asesina, pues todo el desparpajo que era capaz de mostrar en su vida real se acababa cuando se encontraba frente a él. Decía que cuando estaba en su presencia se idiotizaba, y ni siquiera el paso de los años había mermado ese efecto narcotizante que le producía.
—¿No? ¿Qué ha pasado?
El nerviosismo de Berta era más que evidente, daba vueltas a la servilleta entre los dedos como si pretendiese hacer con ella un origami.
—Que era un imbécil de mucho cuidado —respondió Julia—. No sé cómo lo soportaste tanto tiempo. Tú te mereces a un hombre de verdad. ¿No piensas lo mismo, Hugo? —Las mejillas de su amiga habían enrojecido por completo, parecían un farolillo de feria y contrastaban con el color claro de sus ojos.
—Claro que sí, mis chicas se merecen lo mejor —respondió pasándoles el brazo por encima de los hombros a ambas con camaradería.
—¿Y si nos vamos a celebrarlo? —sugirió Julia—. Vamos, que mañana no tengo guardia y Berta está de tarde. Celebremos que los tres estamos en el mercado. Que te hayas liberado de esa Monster High francesa bien merece que nos invites a un par de copas, ¿no?
—Por mí perfecto —dijo Berta con una sonrisa.
—Vale, yo mañana estoy libre. Pero solo un par. A ver si me vais a arruinar, que las dos juntas bebéis más que los peces del villancico.
—¡Serás exagerado! Además, no seas roñoso, hermanito, que eres funcionario.
—Por eso mismo, ¿o es que no sabes que funcionario es sinónimo de pobre en los tiempos que vivimos? Os recogeré a las diez, ni un minuto más.
—Tranquilo, esta vez no te haremos esperar —dijo cruzando los dedos a la espalda; sabía que, por temprano que empezasen a maquillarse, tanto ella como su amiga, entre risas y bromas, terminarían mucho más tarde de la hora acordada, como de costumbre.
El gigantesco reloj de la fachada del O’Clock marcaba casi las once de la noche cuando atravesaron las puertas del bar situado en pleno centro histórico de Sevilla. Para ser un miércoles estaba muy concurrido, resultaba evidente que el viernes era festivo, el primer día de mayo, y los turistas comenzaban a llenar la ciudad. El ambiente dentro del local era tranquilo, con la música a un nivel que permitía la conversación.
—Una Lark Peperberry con tónica, un Blue Mulata y un Mai Tai —pidió Berta que conocía de memoria los gustos de sus acompañantes.
Enseguida tuvieron sus bebidas frente a ellos en la barra.
—No sé cuándo vais a aprender a beber de verdad —bromeó Hugo dando un largo trago a su ginebra. Una escultural morena pasó por su lado y él la observó con detenimiento, la joven le sonrió coqueta. Julia y Berta cruzaron miradas.
—Eh, tú, latinlover, que hemos venido a divertirnos los tres juntos —le increpó Julia echándole los brazos al cuello en actitud cariñosa y provocando que la morena se alejase de ellos como repelida por un imán.
—No me espantes a las tías buenas.
—¿Eso era una tía buena? Pero si tiene unos poros en la cara en los que se podría ir a vivir alguien.
—Qué malvada eres, hermanita.
Tras el tercero de los cócteles, pasada la una de la mañana, Berta se mostraba mucho más desinhibida, y reía y se movía con total soltura frente a ambos en la pista de baile de la zona trasera del local. El ajustado vestido violeta resaltaba sus curvas, y el cabello negro contrastaba con el brillo rosado de sus labios.
—Está guapa, ¿eh? —sugirió Julia desplegando sus mejores dotes de celestina.
—Como siempre.
—No, como siempre no. Ahora está más guapa.
—Si tú lo dices…
—Mucho más que todas esas tías de plástico con las que sales.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó mirándola de reojo, pero entonces Julia sintió cómo vibraba su teléfono móvil en el bolso y lo sacó. El rostro de Rubén, que sonreía vestido con el uniforme naranja y azul del 061, la sorprendió. Él no era de los que se rebajaban, de los que daban el primer paso para una reconciliación, jamás.
—Salgo un momento, me llama una colega —advirtió a Hugo al oído, evitando que viese el rostro de su mejor amigo en la pantalla, y salió a la puerta del pub dónde varios jóvenes conversaban envueltos por el humo de sus cigarrillos—.¿Qué te pasa?
—¿Dóndes estás? No estás en tu casa.
—Estoy en el centro, he salido con Berta y mi hermano. ¿Te pasa algo?
—He venido a verte porque me siento fatal por la discusión de ayer y…
—¿A la una de la madrugada?
—Y me encuentro que a ti te importa una mierda y estás de marcha por ahí.
—¿Estás borracho? —El tono vacilante de su voz le hacía sospecharlo.
—Eres una egoísta.
—¿Soy una egoísta? ¿Por qué? ¿Por querer hacer algo con mi vida?
—Solo importa lo que tú quieres, ¿no?
—No, claro que no, pero estoy cansada de esperar a que te decidas a dar el paso y no quiero seguir así. Si quieres tener algo conmigo va a ser algo serio de una vez por todas. Quiero encontrar a alguien con quien compartir mi vida y estoy harta de hacer la tonta contigo.
—¿Algo serio? No si vas a querer casarte y todo. Sois todas iguales. Todas deseando enganchar a algún gilipollas, a ver si os deja preñ…
Y el móvil se apagó. Se había quedado sin batería justo cuando iba a mencionarle a todos sus ancestros.
Estaba furiosa. ¿Cómo podía haberse atrevido a tratarla de ese modo? Pateó una lata de refresco vacía del suelo con rabia y esta atravesó la Plaza Nueva casi por completo. Si le hubiese tenido delante le habría gritado hasta quedarse sin voz que el egoísta era él. Egoísta por querer los «derechos» de una relación sin comprometerse, por menospreciarla como acababa de hacerlo, por no ser capaz de aceptar que ella pusiese fin a sus encuentros sexuales de modo unilateral.
Y la actitud infantil que acababa de mostrarle, llamando por teléfono a la una de la mañana borracho como una cuba, acababa de confirmarle que había tomado la decisión correcta.
«Maldito seas, Rubén.»
Inspiró hondo tratando de calmarse, no quería regresar al interior del local con los nervios desquiciados para que Hugo o Berta le preguntasen qué le sucedía. Y entonces vio a alguien en la distancia, alguien a quien le pareció reconocer, sentado a la barra del pub contiguo al O’Clock.
Alguien que la observaba desde su posición y que alzó su copa de brillante licor dorado a modo de saludo. Le miró un instante y dudó entre ignorarle y seguir su camino o devolverle el saludo. Después de cómo la había tratado el día anterior no entendía que le dedicase aquella sonrisa. Pero el Pepito Grillo que habitaba en su cabeza, el mismo que la hacía meterse en líos con demasiada frecuencia, le dijo que debía acercarse a él.
Pensaba decirle que arrancarse un drenaje es un asunto muy serio, mucho, y después marcharse del pub, regresar con Berta y su hermano, y olvidarse del imbécil que había intentado amargarle la noche.
Austin la observó acercarse sin quitarle los ojos de encima un solo segundo y ella pensó que tenía mucho mejor aspecto de lo que habría cabido esperar. Lo cierto es que estaba muy atractivo con aquella chaqueta de cuero negro y los vaqueros oscuros. Mucho.
—Deberías estar en el hospital.
—Buenas noches, señorita enfermera, ¿cómo está? Yo bien, gracias por el interés.
—Puede que la herida no fuese grave, pero arrancarse un drenaje es peligroso.
—Sí, ya sé que es peligroso. Siéntate, te invito a una copa —pidió ofreciéndole el taburete contiguo al suyo. Ella lo miró un instante mientras se debatía entre si debía hacerlo o no—. Vamos, déjame compensarte por mi escasez de modales en el hospital.
Miró hacia la puerta del pub. Aunque estaba bastante concurrido, si sus acompañantes la buscaban la verían con facilidad.
—Otro Jack Daniel’s y a la señorita lo que pida —dijo al barman que se acercó a ambos a su señal.
—Malibú con piña —pidió, y el joven se apartó para preparar sus bebidas—. ¿Escasez de modales? Sería más justo decir ausencia total de ellos.
—No seas tan dura, al menos te di las gracias —protestó con una sonrisa capaz de iluminar una habitación—. No suelo ser tan maleducado, pero entiéndeme, mi primer día en la ciudad, me apuñalan y después me destrozan una camiseta que era muy especial para mí.
—Oh, sí, lo de la camiseta ya fue el remate. ¿Qué tenía de especial para que fuese más importante que comprobar tus constantes vitales?
—Era un recuerdo de mi madre. Cuando me la regaló me estaba enorme, solo tenía dieciocho años, fue su último regalo de cumpleaños para mí.
—Oh, ¡Dios santo!, lo siento muchísimo.
—Tú no podías saberlo de ningún modo.
—Pero lo siento igualmente. ¡Dios mío!, cuánto lo siento.
—Tranquila.
—¿Y de qué…? Quiero decir… —preguntó agarrando el Malibú que el barman acababa de dejar frente a ambos.
—Cáncer de mama. Luchó durante siete años como una campeona, pero perdió la batalla.
—Yo también perdí a mis padres, en un accidente de tráfico, hace seis años. Sus recuerdos es todo lo que me queda de ellos, así que ahora puedo entender lo enfadado que estabas.
—Vaya, yo también siento mucho lo de tus padres —dijo y tomó de un trago gran parte de su bebida.
—¿Piensas volver a… —Julia dudó en si debía terminar aquella pregunta o no, pero estaba carcomiéndola— emborracharte?
—Hacía más de diez años que no me emborrachaba. Pero esa noche tenía mis motivos.
—No sé qué te pasa, pero emborracharse nunca es la solución a ningún problema. Al contrario, suele provocarlos.
—He tenido la oportunidad de darme cuenta, pero gracias por el consejo —dijo con una sonrisa que intuía cargada de dolor—. Bueno, será mejor que cambiemos de tema, ¿por qué no hablamos de algo más divertido? Como, por ejemplo, ¿a quién pretendías asesinar por teléfono?
—Eso no es más divertido, es un asco.
—Bueno, pues cuéntame otra cosa, no sé, lo que no debo perderme de tu ciudad, porque eres de aquí, ¿verdad?
—Soy tan sevillana como la Giralda —bromeó—. Pues no sé, hay muchas cosas que visitar: la Torre del Oro, la Giralda, por supuesto, el Archivo de Indias… ¿Te quedas muchos días?
—Aún no lo sé. Dos, tres quizá.
—¿Y has visto algo?
—El hospital y el hostal en el que me alojo.
—Bueno, no es que hayas visto lo mejor. ¿Y tú, de dónde eres?
—Soy de Alabama. Y ahora cántame la canción.
—¿Qué canción?
—La que me cantan todos los españoles cuando les digo de dónde soy: «Sweet home Alabama, where the skies are so blue…» —entonó.
Julia soltó una carcajada. Luego, se recogió el cabello tras las orejas, coqueta, y dio un nuevo sorbo a su combinado. También él dio un trago de su whisky, el color del licor era muy similar al de su barba de varios días, y se relamió el labio inferior en un gesto que a ella se le antojó de lo más sensual y erótico, provocándole una punzada bajo el vientre.
—¿Y dónde aprendiste a hablar tan bien español? —preguntó tratando de calmar el pulso que se le había acelerado con solo mirarle los labios.
—Crecí en un barrio latino, los padres de mi mejor amigo de la infancia eran de Madrid, y aprendí antes los tacos en castellano que en inglés —bromeó—. También estuve viviendo en la base militar de Rota desde los seis hasta los once años, cuando a mi madre le detectaron su enfermedad y regresamos a casa para el tratamiento.
—Debió ser complicado mudarse a esa edad.
—Lo cierto es que para mí no lo fue demasiado, pero para mi hermano Chris, que tenía novia española, fue todo un drama.
—¿Es mayor que tú?
—Sí, siete años. Y siguen juntos.
—¿En serio?
—Sí, estuvieron escribiéndose durante años, en aquella época no todo el mundo disponía de acceso a internet.
—Claro.
—Después de graduarse vino a buscarla y desde entonces viven felices en Atlanta.
—Vaya, qué romántico. ¡Qué suerte tienen algunos!
—¿Tú no?
—¿Yo? Yo llevo toda la vida tropezando con el mismo sapo.
—¿El sapo del teléfono? —preguntó con una seductora sonrisa dando un último sorbo a su copa.
—El mismo. Bueno, creo que debería ir a ver a mi hermano y a mi amiga, he venido con ellos y pueden preocuparse.
—Te acompaño.
—No hace falta.
—De todas formas ya me voy a la cama —dijo antes de incorporarse.
Al hacerlo, una honda punzada le hizo encogerse. Austin trató de mantener la compostura, pero el dolor era demasiado intenso.
—¿Qué te pasa?
—Nada —masculló entre dientes, enderezándose. Hizo un gesto al barman para que se acercara y pagó las bebidas.
—¿Nada? Se te ha descompuesto la cara. Es tu herida, ¿verdad? Te duele.
—Tranquila, en unos días pasará.
—No, no pasará, si está infectada irá a peor. Déjame verla.
—No. Busquemos a tus amigos y me iré a dormir. —Austin caminó hacia la salida seguido de Julia, que no se conformaba con lo que le había dicho. Se detuvo junto a la puerta esperando a que saliese primero, un gesto de caballerosidad al que no estaba acostumbrada. Entraron en el O’Clock, pero no había rastro de su hermano ni de Berta.
—No están. No puedo creer que se hayan marchado sin mí. Quizá me estén buscando en el Santa María, también solemos ir allí, está a dos calles —dijo saliendo a la acera. Se giró para mirarle, en ese instante Austin apartó la mano del abdomen, donde lo importunaba el dolor, y continuó caminando—. Vamos, no seas tonto, déjame ver la herida —pidió volviéndose hacia él y arrinconándole contra la pared del edificio.
—No.
—¿No quieres que te diga cómo está?
—Ya sé cómo está. Está bien.
—Pues déjame verla, si está bien, te dejo en paz.
—¿Aquí?
—Sí, aquí. Desabróchate un poco el pantalón y enséñamela. —Austin le hizo caso, se subió la camiseta, la sujetó con los dientes y descendió con cuidado la cinturilla del pantalón.
—No veo nada, ilumínala con tu móvil —pidió Julia, y él le hizo caso, sacó el teléfono del bolsillo y pulsó una luz—. ¡Oh, Dios santo! ¡Cómo la tienes! —exclamó al comprobar el mal estado de su herida, enrojecida e infectada.
Una pareja de mediana edad pasaba a su lado en la acera en ese momento y se quedó observándolos.
—¡Pervertidos! ¡Iros a un hotel, sinvergüenzas! —les gritó el caballero, mientras su mujer se tapaba los ojos azorada.
Julia los miró sin entender su reacción, pero cuando Austin se echó a reír a pesar del dolor, también ella estalló en carcajadas.
—Serán malpensados. Mira que creer que estaba mirando tu…
—Estás preciosa cuando te ríes, enfermera —dijo taladrándola con su mirada en la penumbra de la avenida, a solo unos centímetros de ella, tan cerca que podía oler el perfume a piel y sándalo de su cuerpo masculino. Julia sonrió agradeciendo las sombras que los rodeaban y evitaban que él percibiese sus mejillas sonrojadas.
—Tienes que volver al hospital.
—No está tan mal.
—Septicemia. Julia, no voy a ir a un hospital.
—¿Por qué no?
—Iré a ver al médico de la base cuando regrese en unos días, no dejaré que ningún otro matasanos me ponga las manos encima. Así que, por favor, olvídate de mi herida y busquemos a tus amigos.
—No puedes esperar unos días. Ahora mismo no es grave, pero si…
—He dicho que no vuelvo al hospital —dijo muy serio, tajante.
—Pero necesitas antibióticos, preferiblemente por vía intravenosa. Amoxicilina, como mínimo o… ¡Un momento!, yo tengo viales de penicilina intramuscular en casa, se la recetaron a Berta para una amigdalitis y la muy cobarde solo se puso la primera inyección, estuvo malísima.
—¿Quién es Berta?
—Mi compañera de piso. Déjame tu teléfono que voy a llamar a un taxi.
—Un taxi, ¿para qué?
—Para que nos lleve a mi casa, voy a curar tu herida como es debido y a ponerte esa inyección.
—¿Qué? No. Ni lo sueñes.
—Austin, lo que tienes ahí no es una minucia sin importancia, ¿vale? Y no puedo quedarme cruzada de brazos y permitir que una cosa que en este momento tiene fácil solución acabe convertida en algo mucho más grave.
—¿Siempre eres así de obstinada?
—Desde pequeñita.
—¿Y no vas a avisar a tus amigos de que te marchas?
—Cuando llegue a casa pondré a cargar el teléfono y les enviaré un mensaje. Ahora mismo lo que más me preocupa es curarte esa herida antes de que las bacterias te saquen en procesión.
Austin rió con su ocurrencia mientras la observaba llamar por teléfono y dar su ubicación al taxista, sin entender por qué se preocupaba tanto por él, un extraño, un completo desconocido. Y mientras la contemplaba, no pudo evitar pensar que estaba ante la mujer más sexy y testaruda que había conocido en toda su vida.
Aquel vestido naranja con estampado de flores multicolores marcaba sus curvas con devoción, no como el uniforme desgarbado y estrambótico con el que la había conocido, aunque, a pesar de este, su belleza no le había pasado desapercibida.
Julia era una mujer muy atractiva. Una mujer a la que, si sus circunstancias fuesen otras, se esforzaría en conocer mejor, mucho más… en profundidad. Pero no, las circunstancias eran las que eran y debía cumplir con lo que había venido a hacer a Sevilla.
Sin embargo, la joven rubia no parecía tener intención de dejarle en paz, no al menos hasta que la herida sanase.