3
No me llames bombón
—Venga, Bella Durmiente, arriba —la despertó la voz enérgica de Berta. Julia se frotó los ojos y se removió en la cama.
—Déjame en paz, bruja.
—Venga ya. Arriba, que he preparado macarrones y se enfrían.
—Vale, voy.
—¿Esta noche viene Ricky Martin o no? —preguntó desde la puerta de la habitación. Berta llamaba «Ricky Martin» a Rubén porque se daban cierto parecido, pero sobre todo por su preocupación por ir a la última moda. Ella era la única conocedora de cuál era su verdadera relación, a pesar de que entre ellos no se soportaban.
—¿Eh? No, no viene, hoy no hemos quedado. Y no te metas con él.
—Pues me das una alegría que no te imaginas. ¿Y mi Machoman?
Su Machoman era Hugo, el hermano mayor de Julia, su amor platónico.
—Tu Machoman creo que tiene guardia esta noche.
—Uff, con las ganas que tengo de verle. Al menos sé que no estará con la señorita Cruasán. —La «señorita Cruasán» era, por motivos obvios, Brigitte—. Y no podrías, no sé, ¿pensar una excusa con la que hacerle venir a casa?
—¿Cómo voy a hacerle venir por gusto si está de guardia?
—Y tanto que sería por gusto. Un gustazo enorme, con esa camisa azul y los galones… ¡Hum! ¡Y esos pantalones ajustados en su culito perfecto!
—¿Eres consciente de que estás hablando de mi hermano?
—Sí, claro. No tienes ni idea de cuánto me contengo ante ti. ¿Y si le metemos fuego al contenedor de la esquina?
—¿Qué dices, Berta? ¿Te has vuelto loca?
—Él me vuelve loca, de remate. ¿No es el tipo más sexy del mundo?
—Si le hubieses visto con la cara llena de mocos con seis años, te aseguro que no te parecería tan sexy.
—¡Bah!, tu hermano estaría sexy hasta vestido de faralaes. Te espero abajo para comer —dijo guiñándole el ojo antes de abandonar su habitación.
Mientras daba buena cuenta de su plato de macarrones boloñesa sentada a la mesa de la cocina, una imagen rondaba la cabeza de Julia, la misma que la había acompañado hasta quedarse dormida: el pecho desnudo del sexy americano barbudo, con la sábana por la cintura permitiéndole contemplar en su totalidad la marcada musculatura de su abdomen en el que no había un solo gramo de grasa. No podía quitárselo de la cabeza, le había parecido tan erótico…
—Y fue así, como perdí la virginidad con una banda de monos araña africanos. ¡Julia!
—¿Eh? ¿Qué?
—¡Te estoy hablando! Llevas cinco minutos con un macarrón haciendo malabarismos en el tenedor.
—Lo siento. ¿Qué me decías?
—Te estaba contando que hoy ha venido al súper un tipo que me ha preguntado si tenía algún helado afrodisíaco.
—¿Un helado afrodisíaco?
—Sí. Yo le recomendé que se llevase uno de leche merengada y le echase canela. Pero vamos, que con la pinta de salido que tenía, yo no me acercaría por su barrio en un mes. ¿Y tú?
—¿Yo? Yo, menos.
—No, ¿tú en qué piensas que estás tan atontada?
—Gracias por el halago. Quizá una guardia de veinticuatro horas dé derecho a atontarse un poco, ¿no crees?
—Sí, pero tú las haces a pares y estás acostumbrada. Cuéntame, ¿qué te ha pasado?
—Lo cierto es que sí que me ha pasado algo. —Llevaba varios minutos debatiéndose entre si debía contarle la historia del americano o no, porque sabía que, una vez que empezase, su amiga la sometería a un tercer grado sin piedad y acabaría conociendo más datos del encuentro que ella misma—. Ayer, acudimos a un asalto en la calle en el que hubo un apuñalamiento.
—Ostras, no quiero detalles de eso.
—Tranquila. El tipo se desmayó e hice lo lógico: le corté la ropa, lo monitoricé y le canalicé una vía. Al final, la herida en principio no era de gravedad, pero tenía una bajada de azúcar.
—Eso es peligroso, ¿no?
—Sí. Pero remontó rápido con el tratamiento.
—Menos mal.
—Pues cuando me pasé a verle esta mañana antes de venir a casa para preguntar cómo estaba, me echó en cara que le hubiese roto la camiseta.
—¿Qué?
—Lo que oyes.
—La gente está fatal —rió Berta con ganas antes de servirse otra copa de lambrusco. Era la tercera y los ojos comenzaban a achispársele—. Y ese tipo, ¿cómo era?
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? El apuñalado, ¿cómo era?
—Era… alto, fuerte, de unos treintaypocos, rubio y con los ojos azules con un halo gris.
—¡Guau! Menuda descripción, ¿es sevillano?
—No. Es norteamericano, creo.
—¡Oh! Serás… ¡Has puesto esa cara!
—¿Qué cara?
—La cara que pones cuando el tío está bueno.
—¿Qué? ¡Yo no pongo ninguna cara!
—Sí que la pones. Acabas de ponerla, ahora mismo. Has puesto la cara de «quiero que me arranque el tanga con los dientes».
—Pero ¿qué dices? Estás como una cabra.
—Sí, sí. Así que al hospital, ¿eh? Fuiste a supervisar su curación, ¿no?
—Sabes que siempre lo hago. Me preocupo por mis pacientes.
—Claro. Será que ahora lo llaman así.
—Eres una mal pensada —rió mientras Berta la apuntaba con su dedo acusador.
—Como se entere Ricky Martin de que te interesa «el americano buenorro» no le va a sentar nada bien.
—Como si le fuese a importar.
—Oh, claro que le importaría, porque él es como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Y la culpa es tuya, que hace ya tiempo que deberías haberle puesto los puntos sobre las íes. —Aquella afirmación tan descarnada la hirió porque sabía que tenía razón. Con su modo de actuar Rubén estaba demostrándole que no quería una relación, ni estable ni inestable. Después de ocho meses viéndose a escondidas, no parecía que ese momento fuese a llegar.
—Muchas gracias por tu sinceridad, ¿cómo puedes ser tan…?
—¿Buena amiga? Sí, lo sé —admitió guiñándole un ojo.
—Hoy hemos discutido.
—Qué raro. ¿Por qué motivo?
—Porque le pedí otra vez que viniese a la boda de mi prima Paula.
—¿Otra vez? Pero mira que eres pesada con el tema de la boda. Tu prima es una bruja y tu tía, la bruja madre que no se portó a la altura cuando pasó lo de tus padres. Ni la una ni la otra no os han ayudado ni han dado señales de vida como tendrían que haberlo hecho. Deberías mandarlas a freír espárragos por insistirte en que vayas a la boda, pero ya que no eres capaz de eso, ¿por qué no haces como tu hermano y te inventas una buena excusa para no asistir?
—Por mi madre, Berta. No lo hago porque sé que mi madre se enfadaría conmigo, a pesar de que su hermana no se haya preocupado por nosotros, ni de saber si nos hacía falta algo o cómo estábamos porque «ya éramos mayores de edad»… aunque fuésemos muy jóvenes. A pesar de los pesares, mi madre la quería muchísimo y, aunque su hija se encargue de dejarme caer que ella y el estirado ricachón de su novio van a tener la boda que yo nunca tendré, voy a ir porque siento que se lo debo a mi madre. Y voy a ir con pareja, aunque tenga que contratar los servicios de un actor por horas.
—Puestos a contratar a alguien por horas, contrata mejor a uno de esos gigolós que están cañón, de esos con músculos hasta en las pestañas, y ya de camino que te haga el servicio completo.
—No tienes remedio —rió mientras dejaba su plato en el fregadero.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Berta incorporándose, y preguntó a través del portero automático de quién se trataba. Sin decir nada más pulsó el botón de apertura de la cancela del jardín—. Vaya, hablando del rey de Roma, tu Ricky Martin asoma.
—¿Rubén?
—Sí, hija, sí.
Llamaron a la puerta. Julia se detuvo frente al espejo del recibidor un instante y se peinó con los dedos antes de decidirse a abrirla.
—Buenas tardes —la saludó con su sonrisa resplandeciente. Estaba muy guapo. El polo de marca de color turquesa resaltaba el tono moreno de su piel y sus ojos verdes.
—Hola, pasa —dijo, haciéndose a un lado y permitiéndole adentrarse en el recibidor—. ¿Habíamos quedado?
—No. Es solo que me apetecía verte.
—¿Me has llamado?
—No.
—¿Y cómo sabías que estaría en casa?
—Tú siempre estás en casa, o en el trabajo —bromeó con un gesto pícaro, apoyándose en el pasamanos de madera de la escalera que conducía a la planta superior. Sí, tenía razón, ella era así de predecible.
—Pues te equivocas, ahora nos íbamos a tomar un café para ir haciéndonos el cuerpo a la noche de marcha que nos espera, ¿o es que te crees que va a estar con la pata quebrada esperándote? —chistó Berta que se acercaba a ambos desde la cocina en su camino hacia a la escalera.
—Berta…
—¿Ya saltó la Metomentodo?
—Solo me preocupo por mi amiga, deberías saberlo. ¿Y tú cómo estás, Ricky? —preguntó enfilando la escalera y dedicándole una sonrisa maliciosa. Rubén apretó la mandíbula con rabia, odiaba aquel apodo, sobre todo desde que llegó a oídos de Hugo de labios de la propia Berta y este lo utilizara desde entonces para burlarse de él en privado.
—Mejor que tú.
—Berta, ya vale, deja de mirar por mí un rato, que tengo mis propios ojos en la cara. Y tú, no vuelvas a llamarla metomentodo —regañó a ambos, como solía hacer cuando discutían, y tiró del brazo de Rubén hasta llevarle a la cocina, mientras su amiga ascendía los escalones sin disimular una sonrisa triunfal.
—Es insoportable esta tía.
—Es mi amiga y se preocupa por mí —le contuvo. Jamás permitiría que ni Rubén ni nadie la criticasen en su presencia.
—Bueno, no dejemos que nos amargue el día —dijo, arrinconándola contra la puerta de la nevera.
Su mano se deslizó por el espacio entre el brazo y su cintura, rodeándola, y su nariz se pegó a la de ella, acariciándola con su aliento antes de besarla con suavidad. Su lengua se abrió paso entre los labios y ella respondió a su beso, sintiendo un cosquilleo nervioso en la boca del estómago. Suspiró con los ojos cerrados y, entonces, el gris azulado del iris del americano la deslumbró. Pensó en su boca, en los labios entreabiertos y voluminosos, en su torso desnudo, lleno de cicatrices, peligroso, sensual… Un jadeo ahogado escapó de su garganta cuando Rubén ascendía por sus pechos acariciándola bajo la blusa.
Abrió los ojos de golpe, consciente de que en su cabeza no le besaba a él, sino a Austin; consciente de que quienes la excitaban, quienes humedecían su interior, no eran los labios de su amante habitual, sino los del americano, y se apartó del joven médico como si sus manos quemasen.
—¿Qué te pasa?
—Nada. ¿Para esto has venido? ¿Para echar un polvo y luego largarte con tus amigos?
—Pero ¿qué te pasa hoy?
—Ya te dije que no. Que no me apetecía.
—¿Vas a decirme que no te apetece? Vamos… —dijo descolocado ante su actitud y atravesándola con la mirada.
—No. No quiero y punto.
—¡Pero, bombón!
—No me llames bombón. —Odiaba aquel apelativo con el que solía llamarla cuando estaban en la cama, porque la hacía sentir una más de sus muchas conquistas. Aunque nunca se lo hubiese preguntado, estaba convencida de que lo utilizaba con ella por miedo a pronunciar el nombre incorrecto—. Vete, por favor.
—Todo esto es por lo de la boda, ¿verdad? Porque no voy a ir contigo a la jodida boda de tu prima. Pues, ¿sabes que te digo?, que ahí te quedas. ¡Se acabó!
—Pues se acabó —dijo, y él la miró un largo instante en silencio antes de marcharse dando un sonoro portazo.
Se acabó. ¿En serio había dicho eso? Se había acabado, acababan de poner punto y final a lo que había entre ellos, fuera lo que fuese. Sintió un pinchazo hondo en el pecho y a la vez una sensación de paz inexplicable. Como cuando tenía quince años y su gata Brita falleció tras una larga enfermedad y, el día en que finalmente dejó de respirar, se sintió triste y aliviada a la vez porque ya no sufriría más.
Era la primera vez que plantaba cara a Rubén y ello había derivado en una ruptura. Sabía que había venido en busca de un revolcón para aliviarse antes de salir de marcha con sus colegas y que, después, si se encontraban en cualquier parte, fingiría que jamás la había tocado. La situación se había repetido demasiadas veces y durante demasiado tiempo, y ella la había aceptado sin más porque era su forma de tenerlo, pero se había acabado.
—¡A tomar por el culo, Rubén Díaz de Haro! —gritó junto al espejo de la entrada apretando los puños y percibiendo el pesado nudo que comenzaba a formarse en su estómago.
—¿Se ha ido? —preguntó Berta, descendiendo los escalones sin ocultar que lo había oído todo.
—A tomar viento.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Seguro? —preguntó contemplando sus ojos vidriosos.
—Sí, en serio, estoy bien, Berta. Creo que he llorado tanto a escondidas estos meses que no me quedan más lágrimas que derramar por él.
—¿A escondidas? Será del mundo, porque yo te oía desde mi habitación. Y aunque no quería decirte nada para que no me acusases de entrometida, estaba segura de que era por su culpa.
—Pues se acabó.
—¡Ole, ole y ole! Ya era hora de que le plantaras cara a Rick… —Julia la miró de reojo—. A ese niño pijo. Ya está bien, para una vez que le necesitas y te deja tirada. Y ahora cámbiate que nos vamos a tomarnos algo y a celebrar que hoy por fin me has demostrado que en ese cuerpo delgaducho tuyo cabe un buen par de ovarios.
—Es curioso que lo diga alguien que sigue con su novio por pena.
Berta había abierto el bote de las verdades y no iba a quedarse sin oír las suyas. Julia aguardó la reacción de su amiga, que llegó presta. Pero se encogió de hombros e hizo un mohín de fastidio con los labios.
—Yo no sigo con Carlos por pena, sigo porque tiene un cuerpazo.
—Un cuerpazo del que últimamente ni siquiera te apetece disfrutar.
—Touchée. Vale, es verdad, me da pena dejarle. Pero es que se pone a llorar, y cuando se pone a llorar y me coge la mano, con esas lágrimas y esos mocos que parece la niña del exorcista, me conmuevo y, ¡hala!, le digo que vamos a intentarlo otra vez. Y llevamos ya más intentos que el que inventó la penicilina. Así que está bien, yo también voy a coger el toro por los cuernos, mañana se pasará a verme antes de ir a trabajar al gimnasio y te prometo que romperé con él de una vez por todas.
—¿Vas a romper con él aquí? ¿En casa?
—No, si quieres me lo llevo a la Plaza de España, con las barquitas de remos y las palomas.
—Uff, no tengo ganas de escenitas.
—Pues date un paseo cuando llegue, ¿qué quieres que haga? Ya pasé suficiente vergüenza las dos veces anteriores que intenté dejarle en una cafetería. No quiero otro show público.
—Está bien.
—Y ahora, sube y arréglate, nos vamos a celebrar nuestra libertad.
—Tú aún no eres libre.
—Sí lo soy, solo que él aún no lo sabe.
—No me apetece.
—¿No te apetece? No, claro, es mucho mejor tumbarse en el colchón y escuchar a Eros Ramazzoti hasta tener los ojos como quien pela un kilo de cebollas. La vida es cincuenta por ciento azar y cincuenta por ciento actitud, ¡espabila!.
—¿Quién decía eso, Einstein?
—No, mi abuela la del pueblo.