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El americano

 

Siempre le pasaba lo mismo. Al entregar a sus pacientes, la invadía un desasosiego irremediable ante la falta de control más allá de aquellas puertas.

Todo lo contrario de lo que le sucedía a Rubén, que se sentía aliviado al dejarlos a cargo del personal del hospital, ya que allí dejaban de ser responsabilidad suya para convertirse en la responsabilidad de otro.

Era su modo de blindarse a las emociones a las que debía enfrentarse cada día. Julia, en cambio, era incapaz de hacer eso. En ocasiones lo intentaba, se decía que debía dejar de preocuparse por cada paciente de cada aviso al que acudían, pero no sabía hacerlo. Y los envidiaba, envidiaba a Pablo y a Rubén porque ellos tenían la capacidad de desconectar, de apartar de sus mentes lo que habían vivido ese día, por muy terrible que fuese, y continuar con sus vidas.

Por eso al llegar a la sala de urgencias del hospital, le observó un instante en silencio mientras se lo llevaban a toda velocidad. Parecía tan indefenso tendido en aquella camilla y a la vez su cuerpo gritaba todo lo contrario. «¿Quién eres?», se preguntó corroída por la preocupación y la curiosidad.

—Julia, nos vamos —la llamó Rubén devolviéndola a la realidad.

El resto de la guardia transcurrió con normalidad. A las ocho y media de la mañana del día siguiente, abandonaba el edificio de la central del cero sesenta y uno cuando Rubén la abordó en la puerta.

—Entonces, ¿qué?, ¿desayunamos?

—No me apetece, Rubén. Hoy no.

—¿Te llevo a casa?

—No voy a ir a casa.

—¿No?

—No, voy a pasarme por el hospital para ver cómo está el tipo del apuñalamiento de ayer.

—¿Tú estás loca? Ese tío parece peligroso, ¡tiene toda la pinta de ser peligroso!

—Si fuese peligroso no arriesgaría su vida para atrapar al tipo que le había robado el bolso a la anciana.

—Que sea peligroso no quiere decir que tenga que ser muy listo. No vayas.

—Está bien, me acercaré a la planta, saludaré a mis antiguas compañeras de medicina interna y les preguntaré cómo está, pero sin pasar a verlo.

—Estás fatal, Julia —dijo malhumorado caminando hacia su vehículo—. Yo jamás podría tener una relación seria con alguien que no tiene suficiente con su propia vida y necesita implicarse en la de cuanto colgado de tres al cuarto se tropieza por el camino.

—¿Es que te lo he pedido? ¿Te he pedido que vayamos en serio? —protestó ofendida. Rubén no necesitaba excusas para justificar su miedo al compromiso y la enervaba que tratase de culparla por ello. Cerró la puerta del coche de un portazo y desapareció acelerando a toda velocidad por la explanada.

—¿Te llevo a alguna parte? —preguntó Pablo atravesando las puertas de cristal de la salida con el casco de la moto de gran cilindrada entre las manos.

—¿Me acercas al Virgen del Rocío, por favor?

—Eres incorregible —aceptó con una sonrisa.

Cuando estuvo en el pasillo del hospital frente al control de enfermería pensó en lo que le había dicho a Rubén, que solo preguntaría por él y se marcharía. ¿Por qué le habría dicho nada?

Desde la distancia vio cómo su amiga Rocío, una de sus antiguas compañeras, cruzaba el corredor cargada con un suero vacío. La llamó, caminó hasta ella y la saludó con un par de besos.

—Hola, Ro. ¿Cómo estás?

—Bien, niña. ¿Y tú?

—Muy bien también, con turnos imposibles, ya sabes, pero bien. Oye, ¿tenéis en la planta a un tipo que sufrió una hipoglucemia después de ser apuñalado ayer?

—Ahí está, en la segunda habitación de la derecha. ¿Lo trajisteis vosotros?

—Sí. ¿Cómo está?

—Bien, está bien. La hoja solo entró dos centímetros y no llegó a penetrar la cavidad abdominal. Por suerte tiene una musculatura muy fuerte… Vamos, que menudo cuerpo se gasta el muchacho —bromeó dándole un codazo cómplice al que Julia respondió con una sonrisa. Conocía a Rocío desde hacía más de dos años, cuando estuvieron trabajando juntas en la planta, justo antes de entrar a formar parte del equipo del cero sesenta y uno. Aunque también conocía, por las visitas hospitalarias a sus pacientes, a casi todos los responsables de cada planta.

—¿Y de la hipoglucemia?

—Recuperado por completo. El doctor Martínez piensa que fue una hipoglucemia reactiva por consumo excesivo de alcohol unido a un ayuno prolongado y a la carrera que dio para atrapar al chorizo, porque ni siquiera es diabético.

—¿Al consumo de alcohol?

—Ha reconocido que se pasó la noche anterior bebiendo, se levantó, salió a la calle para comer en algún sitio y se encontró con ese tipo atacando a la anciana, y no se lo pensó. Bueno, niña, voy a por un jarabe, ahora nos vemos.

—Vale.

Su teléfono móvil comenzó a sonar y el rostro de su hermano se materializó en la pantalla. No se parecían en nada: moreno y con los ojos de un negro abrumador, Hugo era también serio, introvertido e incluso desconfiado con los desconocidos, características que se habían acentuado desde que ingresó en la policía, casi diez años atrás. Julia, en cambio, confiaba con demasiada facilidad en las personas y siempre estaba dispuesta a ayudar a quien lo necesitase.

—Dime.

—¿Dónde andas, renacuaja?

—No me llames así.

—¿Cómo? ¿Por teléfono? ¿Mejor con señales de humo?

—Muy gracioso, Hugo.

—Me ha dicho Rubén que ibas a pasarte a ver al tipo del apuñalamiento.

—Ese amigo tuyo es un bocazas.

—¿Por qué tienes que ir a ver a un tío que tiene el pecho como un puñetero campo de minas?

—Porque quiero saber como está.

—Llama a alguna de tus compañeras enfermeras y que te lo cuenten.

—¿Y por qué voy a hacer eso si puedo acercarme yo? Sabes de sobra que voy a ver a mis pacientes. ¿Qué problema hay con que me pase a visitar a este?

—No hay ningún problema. A menos que el tipo sea peligroso, claro, y tiene toda la pinta de ser así. Espérame que dejo a Brigitte en casa de sus padres y te acompaño. —Brigitte, la última de sus conquistas, era una chica francesa de impresionantes ojos azules, muy mona y educada, pero con menos neuronas que una ameba.

—Imposible, ya estoy en el hospital, voy a entrar, saludarle, interesarme por su estado e irme a casa a dormir.

—¿Seguro que no me quieres esperar?

—Segurísimo.

—Está bien, pero ten cuidado, dice Rubén que ese tipo tiene pinta de…

—Dile a Rubén que mejor que se preocupe por la pinta que tiene él a veces —contestó irritada. Su hermano era ya lo suficientemente sobreprotector de por sí, sobre todo desde que perdieron a sus padres en un accidente de tráfico seis años atrás, como para que encima Rubén añadiese leña al fuego.

—Ok. Envíame un mensaje cuando estés en casa.

—Pero qué pesadito eres, Hugo. ¿Es que temes que me secuestren en el autobús?

—No te cuesta nada, y…

—Tranquilo, lo haré.

Colgó y caminó hasta la puerta de la habitación. Estaba abierta. Un nerviosismo inexplicable la recorrió de pies a cabeza y, por un instante, sintió la tentación de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Al fin y al cabo ya sabía lo que había ido a preguntar: su paciente estaba bien y eso era lo único que le interesaba, ¿o no?

Al atravesar el umbral le descubrió en la cama. Reposaba con un brazo por debajo de la nuca con la mirada perdida en el horizonte, sin camiseta. Las sábanas revueltas le llegaban a la altura de las caderas y la luz del sol que se colaba por la ventana producía destellos dorados en su cabello rubio. Julia sintió la tentación de acariciar el vello castaño que cubría su torso estrechándose hasta convertirse en una fina línea bajo el ombligo.

—Buenos días.

—Buenos días —repitió con un ligero acento anglosajón, observando con curiosidad cómo se le acercaba.

—¿Te acuerdas de mí?

—Eres la enfermera de la ambulancia.

—Sí, soy yo —dijo sin poder evitar que su mirada se deslizase con excesivo detenimiento por cada milímetro de su piel que se hallaba al descubierto. El torso bronceado y marcado de cicatrices, los brazos cubiertos de tatuajes que parecían ocultar antiguas lesiones similares… En la fosa ilíaca derecha un apósito cubría la herida producida por el arma blanca del que salía el tubo de un drenaje que recogía una pequeña cantidad de sangre—. Solo quería saber si estás bien. —Él enarcó una ceja, como si su interés le hubiese desconcertado.

—No deberías haberte molestado.

—Lo hago siempre. Si no, no podría meterme en la cama tranquila.

—¿Meterte en la cama? ¿A las diez de la mañana?

—Acabo de terminar la guardia de ayer.

—¿Cómo te llamas?

—Julia. ¿Y tú?

—Austin.

—¿Y estás bien?

—Perfecto —respondió serio y desvió la mirada de nuevo a la ventana, como si acabase de dar por concluida la conversación de modo unilateral y mostrando un total desinterés hacia ella.

—Bueno, pues me alegro de que estés bien. Y… aunque no sea asunto mío, te daré un consejo: en el futuro no salgas corriendo detrás de los ladrones de bolsos, si hubieses recibido esa puñalada más arriba o hubiese sido algo más profunda, quizá no estaríamos hablando ahora.

—Tienes razón. No es asunto tuyo —respondió áspero como un membrillo mirándola con fijeza. Se sintió desconcertada. ¿Cómo podía ser tan antipático, y más aún con ella que le había atendido?—. Y, por cierto, muchas gracias por destrozar mi camiseta favorita.

—¿Tu camiseta favorita? Oh, ¡perdóname por intentar salvarte la vida!

—No hacía falta destrozarme la ropa para administrarme un poco de azúcar.

—Esto es increíble. En ese momento no sabíamos si tu desvanecimiento se debía a la bajada de azúcar o a la herida de tu abdomen.

—No era una herida mortal. Deberíais haberlo sabido.

—¿Ah, sí? ¿Acaso eres médico?

—No, claro que no. Pero creo que con solo mirarme te harás una idea de que algo entiendo de heridas.

Julia guardó silencio. Era cierto, con solo mirar las cicatrices podía hacerse una idea de la magnitud de las lesiones que había sufrido en el pasado.

—Pues para que lo sepas, una hipoglucemia severa sí puede ser mortal y podrías haber entrado en coma.

—Nada de esto habría pasado si ese jodido policía me hubiese dejado marchar. Y mi camiseta aún estaría intacta.

—En ese caso, la próxima vez que decidas hacerte el héroe después de una noche de borrachera, procura llevar una camiseta vieja. —Él apretó la mandíbula sin poder disimular cuánto le había molestado su comentario.

—Espero que no haya una próxima vez.

—Yo también, por el bien del equipo de urgencias que deba atenderte. Buenos días.

Se volvió y salió de la habitación con paso firme y decidido. Acababa de vivir el momento más surrealista de toda su vida. Un herido al que había trasladado al hospital le había echado en cara que le hubiera estropeado su mejor camiseta mientras intentaba descubrir si su vida corría peligro.

Al salir volvió a encontrarse con Rocío, que regresaba al control de enfermería desde una de las habitaciones.

—¿Qué? ¿Cómo has visto al americano?

—¿Es americano? Pues menudo sieso antipático está hecho el americano.

—¿Sieso antipático? Pues conmigo y con las compañeras ha sido de lo más amable. Súper educado, pidiéndolo todo por favor y dando las gracias por todo con ese acento anglosajón tan sexy.

—Pues conmigo ha sido un estúpido.

—¿Estás segura de que estás hablando de mi americano?

—¿Tienes algún otro?

—No, eso es cierto.

—Me ha echado en cara que le cortase la camiseta, ¿te lo puedes creer?

—Mujer, igual es la única que tenía. Dice Noelia, de urgencias, que le dijo que no tenía a quién avisar, ni dirección aquí en Sevilla, que acababa de llegar. Y vas tú y le dejas medio en pelotas.

—Rocío, estás de broma ¿verdad?

—Que sí, mujer, que es broma —admitió entre risas—. No le des más vueltas, le habrás pillado en un mal momento.

—Será eso, tengo el don de la oportunidad con los hombres. Adiós, Ro, saluda a las chicas de mi parte, llevo prisa.

—Adiós, lo haré.

Una vez en casa envió un mensaje a su hermano como se había comprometido. Se preparó un vaso de leche caliente en la cocina y descubrió una nota en la nevera de Berta, su compañera de piso, en la que le deseaba dulces sueños con «bomberos de largas mangueras», así textualmente. Quién diría que tras la fachada seria y hermética de la supervisora de cajas de un hipermercado, tan profesional metida en su papel, se escondía la chica dicharachera y alocada que sabía hacerla reír como nadie.

Julia y Berta se conocían desde el instituto, cuando Julia era una estudiante destacada por sus calificaciones, pero con escasa popularidad debido a su timidez, y Berta era estigmatizada por ser «una gran persona», como ella se definía. Dos almas afines que encontraron el mayor de los apoyos la una en la otra en el momento indicado.

Berta fue la primera en conocer su amor platónico por Rubén y quien la aguantó en las lánguidas tardes de charla en el parque María Luisa mientras se lamentaba una y otra vez porque jamás se fijaría en ella. Fue Berta quien estuvo a su lado cuando sus padres fallecieron en aquel terrible accidente de tráfico, quien lloró junto a su cama durante días y noches, y la obligó a seguir adelante cuando no podía más.

Un mes después del accidente se fue a vivir con ella, a su bonita casa unifamiliar con jardín anterior, que se le había quedado dolorosamente grande. Y Hugo, destinado en Madrid en aquel momento, pudo regresar a su trabajo con la tranquilidad de que alguien de confianza velaba por su hermana.

Su alegría y desparpajo eran lo que ella y su dolorido corazón habían necesitado. El mero hecho de saberla al otro lado de la pared la tranquilizaba y la ayudaba a dormir cuando su cabeza se empecinaba en regresar a esa fatídica noche.

Desde entonces, ambas compartían los gastos de la casa, además de confidencias, secretos y largas charlas en torno a una taza de café.

Julia se desplomó sobre la cama y cerró los ojos sin desvestirse, estaba agotada, solo quería dormir. Pero entonces una imagen acudió a su mente: los ojos del americano. Eran intensos, insondables, azules, con un particular halo gris en torno a la pupila… Sus ojos y su torso desnudo cubierto de vello castaño… Con el corazón acelerado se rindió al sueño.