1
Peligro
Estaba siendo una guardia tranquila, demasiado, se decía Julia mientras leía el tercer capítulo seguido de la novela que había empezado aquella mañana. Estaba en la parte más interesante y no podía despegar los ojos del libro, apoltronada en el sillón reclinable del estar médico.
—¿Otra novela de amoríos? —preguntó Pablo, el técnico conductor de la ambulancia, observándola desde su sillón. A sus cincuenta años, con dos divorcios a sus espaldas y cinco vástagos entre ambas esposas, decía haber dejado de creer en el amor por siempre jamás.
—¿Todavía no te has enterado de que nuestra enfermera tiene sorbido el seso con tanta novela romántica? —intervino Rubén, el médico del equipo, y se adentró en la salita desde la pequeña cocina con una lata de refresco en la mano.
—Espero que no te canses de aguardar al príncipe azul.
—A mí no me van los príncipes azules, Pablo. Soy más de caballeros oscuros, salvajes y brutos, pero con su corazoncito —protestó. Rubén la miró de reojo con una sonrisa. Ambos se conocían desde el instituto, desde entonces era el mejor amigo de Hugo, su hermano mayor.
—Para que luego digan que las rubias son tontas —chascó Pablo guiñándole un ojo con complicidad.
Julia estaba más que acostumbrada a que sus dos compañeros tratasen de pincharla con las más peregrinas excusas. Hacían piña contra ella en la menor ocasión que diese la oportunidad de una bien avenida guerra de sexos.
Se levantó y fue al baño para lavarse los dientes y rehacerse la coleta que se había despeinado un poco en las últimas horas. Estaba peinándose cuando Rubén se asomó a la puerta del baño.
Julia lo miró a través del espejo, el cabello castaño contrastaba con el tono pálido de su piel y sus ojos color miel. Era un hombre muy atractivo y, a sus veintinueve años, estaba en su mejor momento físico desde que lo conocía.
—Así que te van los caballeros oscuros ¿no? —preguntó colándose en el interior y abrazándola desde la espalda por la cintura—. No sabes cómo me pone que seas tan respondona.
—Nos va a pillar —se resistió sin demasiado empeño.
—¿Pablo? Mientras esté saliendo Mamen Mendizábal en la tele, Pablo no existe… —dijo ascendiendo la mano por su vientre hasta alcanzar sus senos, apretándola contra su torso.
—¿Vendrás conmigo a la boda el sábado? —Rubén gimió excitado como toda respuesta—. Contéstame, Rubén. Sabes que le confirmé a mi prima que iría acompañada y…
—Otra vez el tema de la dichosa boda —dijo soltándola de inmediato, como si quemase—. Ya te he dicho lo que pienso. Asistir a esa boda contigo sería como si…
—Como si hiciésemos pública nuestra relación, como si fuésemos novios, puedes decirlo, no vas a salir ardiendo en combustión espontánea por decir la palabra.
—No empieces otra vez, Julia. No estoy preparado para dar ese paso, para saludar a la familia de tu madre, para que tu hermano se entere de que somos pareja. Ya conoces a tu hermano.
—Claro, seguro que a Hugo le sentaría mucho mejor saber que solo te acuestas conmigo sin que seamos nada. —Rubén arrugó la frente al oír aquello, no quería siquiera imaginar la reacción de su mejor amigo si llegase a descubrir que mantenían ese tipo de relación a escondidas. No se lo perdonaría jamás—. Y mi hermano no tiene por qué enterarse, no te estoy pidiendo que seas mi novio. Te estoy pidiendo que finjas ser mi novio. Ven conmigo, sonríe ante mi tía, mi prima y las despellejadoras de sus amigas, y se acabó.
—Sí, claro. Como si no existiesen el Facebook, el Tuenti, el Twitter ni los whatsapps. Cero coma dos segundos iba a tardar tu hermano en enterarse. Que no, que no voy a ir a la boda de tu prima contigo y punto final.
Julia le empujó sacándole de la habitación y cerró la puerta tras él, decepcionada.
Nunca había planeado relacionarse con el mejor amigo de su hermano, a pesar de que fue su amor platónico durante la adolescencia y el motivo por el que se hizo una experta en jugar al Mortal Kombat para que la dejasen participar en las partidas nocturnas en la Xbox de casa. Con los años lo había superado. Creció, fue a la universidad, salió con varios chicos que pasaron por su vida sin pena ni gloria y Rubén jamás dio muestra alguna del menor interés hacia ella, pues vivía demasiado preocupado en picotear de cada flor que hallaba en el camino.
Sin embargo, la casualidad los había llevado a trabajar codo con codo, desde hacía un año y medio, en el equipo del cero sesenta y uno de Sevilla. Y casi diez meses después, a la salida de una guardia complicada, Rubén la llevó a casa en su flamante Audi A6 y la acompañó con insistencia hasta el portal. Allí la besó, soplando sobre los rescoldos de la ilusión que un día sintió por él e hicieron el amor en su dormitorio.
A pesar de lo anhelado de aquel primer encuentro, la realidad fue muy decepcionante. Y no porque Rubén fuese un mal amante, pues fue dulce y cariñoso, sus besos fueron tiernos y apasionados, y su cuerpo tan tentador como lo había imaginado en sus innumerables fantasías. Pero, después de hacerle el amor, se vistió y se marchó a dormir a su casa, sin decir una sola palabra con respecto a lo que acababa de suceder entre ambos, y en aquel momento supo que él no buscaba nada más allá del sexo.
Después de aquello se sintió triste y lloraba a escondidas cada vez que él fingía que no había ocurrido nada entre ellos.
Sin embargo, tras aquella primera vez hubo una segunda y una tercera, y así sus encuentros se sucedieron en el tiempo hasta que habían pasado a verse casi semanalmente.
Rubén la invitaba a tomar algo después del trabajo o le llamaba y quedaban para ir al cine, a la otra punta de Sevilla, para evitar la posibilidad de encontrarse con Hugo, y acababan haciendo el amor en su casa, porque él aún vivía con sus padres en un impresionante chalé a las afueras de la ciudad.
Y aunque Julia deseaba mucho más, se conformaba con lo que estaba dispuesto a ofrecerle, esperando que algún día él la necesitase tanto como ella a él.
Ante el resto de compañeros del equipo de urgencias Rubén se comportaba como si tan solo fuesen un par de colegas que compartían tiempo libre juntos, sin dar muestras de que entre ambos sucediese algo más. Sin embargo, cuando Jero, el enfermero del equipo dos, flirteaba con ella o cuando algún otro la piropeaba en su presencia, se transformaba en un auténtico capullo y se pasaba la guardia enfadado, respondiéndole de mala gana cuando necesitaba consultarle cualquier cosa.
Por eso Julia esperaba que se decidiese a dar el siguiente paso y que se convirtiesen en pareja a los ojos del mundo de una vez, pero cuanto más cerca se sentía de ese momento, por su actitud cariñosa, sus continuos mensajes y la cercanía de sus citas, mayor era la decepción cuando él comenzaba a hablar en público de sus supuestas correrías como rompecorazones en la noche sevillana, y sus esperanzas de revelar al mundo lo suyo se esfumaban como las espigas de un diente de león azotado por el viento.
A pesar de los esfuerzos por ocultarlo a su hermano, Hugo parecía comenzar a sospechar que entre ellos había algo más que una simple amistad. A la menor oportunidad desplegaba sus dotes interrogativas como policía nacional y trataba de sonsacarle algo al respecto, pero Julia siempre respondía lo mismo: «Sólo somos amigos; si tú ves algo más, es que necesitas ir al oftalmólogo».
Ambos sabían que no se tomaría bien que el picaflor de su mejor amigo hubiese osado posar sus libidinosas zarpas en la blanca piel de su hermanita. Nada bien.
Salió del baño y comenzó a revisar el material que portaba en su mochila de emergencia para reponerlo. El teléfono móvil de Rubén comenzó a sonar y eso significaba que había una urgencia. La expresión del joven médico se tornó a la seriedad más absoluta mientras respondía a la llamada.
—Dime —le apremió Julia en cuanto colgó.
—Un asalto a la salida de un supermercado, hay dos heridos, uno es un policía…
—No me fastidies, Hugo está de mañana —dijo poniéndose en marcha de inmediato, y tomando su teléfono móvil marcó el número de su hermano.
Circulaban a toda velocidad, con las luces y las sirenas encendidas por el centro de Sevilla, seguidos por la ambulancia del equipo dos. Dos heridos, dos equipos médicos. Julia volvía a llamar a su hermano y volvía a oír la voz de la operadora repitiéndole que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
—Tranquila, seguro que no es él. Y si es él, no tendrá nada, ya sabes lo exagerados que son a veces los de la centralita.
—Y otras se quedan cortos, Rubén, lo sabes tan bien como yo. Vamos, Pablo, vamos —apremiaba al conductor que pasaba los semáforos en rojo y adelantaba por la izquierda a cuanto vehículo se ponía por delante con la templanza que solo otorgan los años al volante de la ambulancia.
Aparcaron en la puerta del supermercado. Dos vehículos de la policía nacional mantenían las luces de emergencia encendidas, emitiendo destellos azules en torno a ellos.
Salieron despedidos del vehículo y cruzaron corriendo entre la multitud de curiosos congregada hasta alcanzar el lugar en el que había tres personas en el suelo, una de ellas con el uniforme de la policía nacional. Julia respiró aliviada al comprobar que no se trataba de su hermano, sino de José Luis, un compañero, quien al verlos llegar los saludó con la mano ensangrentada. También había una anciana tumbada en la acera quejándose de dolor, y tres agentes más: uno de ellos custodiaba a un varón de unos cuarenta años que permanecía inmovilizado y esposado, otro trataba de dispersar al público en torno a ellos y otro hablaba con un tipo al que parecían tomar declaración.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rubén a José Luis haciéndose cargo de la situación mientras le echaba un vistazo a la herida. Julia y Pablo se arrodillaron junto a la anciana para valorar su estado.
—Nos avisaron porque había un forcejeo. Al parecer el detenido dio un tirón al bolso de la señora, que la hizo caer, y ese caballero corrió tras él, le redujo, le trajo y le tumbó hasta que llegamos —dijo indicando a quien permanecía de pie junto al otro policía.
Julia se giró para mirarle por primera vez. Una barba de varios días ocultaba su mentón cuadrado, tenía el cabello corto, la nariz recta y proporcionada. Era alto como una montaña. Su cuello era ancho y sus hombros robustos.
—¿Puedo irme ya? —preguntó este al agente, a su espalda.
—Aún no —le respondió.
—¿Y a ti qué te ha pasado? —requirió el médico a José Luis.
—Me gustaría hacerme el héroe, pero lo cierto es que tropecé corriendo, me caí y me corté con un trozo de vidrio de una botella rota que había en el suelo y me he mareado.
—Mueve los dedos —le pidió y el policía, que permanecía sentado con la espalda apoyada en la pared lo hizo, movió todos los dedos sin dificultad—. Eso no es nada, tranquilo que no se te van a salir las tripas por ahí. ¿Cómo está la señora? —preguntó a Julia que aún examinaba a la anciana que no dejaba de lamentarse.
—Hay acortamiento y una ligera rotación del miembro inferior derecho. Tiene toda la pinta de una fractura de cadera.
—Bueno, bueno, señores y señoras, el espectáculo ha terminado, así que sigan circulando o empezaremos a cobrar entradas —apremiaba el otro agente tratando de dispersar a los curiosos.
—¿Qué? ¿Cómo vais? —preguntó nada más llegar a la carrera Marta, la médico del segundo equipo.
—Bien, controlado. Una posible fractura de cadera y un corte superficial, nada más.
—Tengo que irme, ya —insistía el barbudo… Julia se volvió a mirarle con detenimiento: sus cabellos rubios tenían un reflejo cobrizo; era alto, mucho más que ella, y podía intuir una desarrollada musculatura bajo la camiseta negra y los vaqueros oscuros.
—Aún no… —repitió el policía.
Y entonces, desde su posición acuclillada junto a la anciana, vio cómo una gota de sangre caía al suelo desde el dedo meñique de su mano derecha. Se fijó en su postura, estaba presionando con el resto de los dedos la piel bajo la cinturilla del pantalón. Su rostro empalidecía por momentos y multitud de gotitas de sudor perlaban su frente.
—Un momento, ¿tú estás…? —dijo y no llegó a pronunciar la palabra herido cuando el tipo se desplomó inconsciente ante sus ojos sin que Marcos, el agente que le tomaba declaración, pudiera sujetarle.
Tiró apremiada de su camiseta descubriendo multitud de antiguas cicatrices en su vientre, y después de la cinturilla del pantalón, próxima a la cadera derecha, donde halló una herida de arma blanca de un par de centímetros cuyo sangrado había tratado de contener con la mano. Rubén buscó sus ojos, sorprendido por el aspecto del abdomen de aquel tipo.
—Marta, ¿os hacéis cargo de la señora? Nos lo llevamos al Virgen del Rocío —pidió a su compañera.
—Claro, claro.
—¿Y de mí? ¿Qué pasa con mis tendones?
—Que te compren unos nuevos —chascó Pablo mientras a toda velocidad bajaba la camilla al suelo y entre todos subían al herido, que pesaba como el plomo, a pesar de no tener un solo gramo de grasa.
—Vete al centro de salud, Jose Luis, solo necesitas un par de puntos —dijo Julia antes de cerrar la puerta de la ambulancia.
Mientras le cogía una vía, Rubén mantenía presionada la herida con energía. Julia no podía dejar de pensar: «Que no se muera por favor, que no se muera».
—¿Frecuencia cardiaca? —preguntó Rubén.
—Cincuenta y seis latidos.
—Está al límite.
—Pero por su complexión parece un atleta, podría ser normal en él, ¿no crees?
—¿Un atleta? ¿Has visto las cicatrices que tiene? He contado dos tiros y otras tres heridas de gravedad en su abdomen. No sé quién es este tipo, pero sí que acostumbra a meterse en problemas con demasiada frecuencia. ¿Tensión arterial?
—Enseguida. —Tomó el tensiómetro y la midió—. Ciento veinte, sesenta. ¿Continúa sangrando? —preguntó a Rubén que apartó las compresas un momento para comprobarlo.
—Lo cierto es que no demasiado. No como para que haya perdido la conciencia, a menos que la hemorragia sea interna. Vamos a monitorizarlo.
Julia comenzó a cortar la camiseta por la mitad para colocar los electrodos, y su torso musculado, salpicado de un leve vello castaño, quedó al descubierto. A pesar de las circunstancias, debía reconocer que era tremendamente atractivo. Encendió el monitor que empezó a trazar ondas en la pantalla y le colocó la mascarilla de oxígeno.
—El electro está bien. Estable.
—Está empapado en sudor. Voy a mirarle la glucosa en sangre —dijo y, tras darle un leve pinchazo en el dedo con el que el misterioso barbudo encogió el entrecejo, la analizó en la máquina—. Cuarenta, Rubén. Tiene una bajada de azúcar.
—Rápido, ponle un glucagón y cámbiale el suero por uno glucosado. No creo que el desvanecimiento se deba a la herida, sino a la hipoglucemia.
—Enseguida —dijo siguiendo sus instrucciones. En dos minutos volvió a repetir la prueba—. Comienza a remontar: setenta y siete.
—Ya estamos llegando. La herida no parece demasiado profunda y el sangrado es moderado.
—Menos mal.
El herido intentó abrir los ojos, les miró un instante aunque aturdido.
—Tranquilo tío, de esta te salvas —dijo Rubén para tranquilizarle antes de que volviese a cerrarlos.
—¿Has visto la cantidad de cicatrices que tiene?—preguntó. De modo inconsciente le acarició el dorso de la mano con la yema de los dedos y contempló sus párpados cerrados, sus largas pestañas doradas. —.¿Quién será?
—¿Cicatrices? —repitió observando su gesto afectivo con desconcierto, ella se envaró recuperando su actitud profesional—. Sea quien sea, este tío lleva escrita la palabra «peligro» por todo el cuerpo.