1. El Fantasma de Marley

Marley estaba muerto, no había duda de ello. ¿Sabía Scrooge de su muerte? Por supuesto que sí, no podía ser de otra manera. Marley y él habían trabajado juntos por muchos años. Scrooge fue su único administrador y el único amigo que lo acompañó en su funeral; aunque éste ni siquiera se dolió mucho ante el triste acontecimiento. Pero como Scrooge era un excelente hombre de negocios, se las arregló para hacerle un entierro digno por una verdadera ganga.

La mención del funeral de Marley me hace volver al punto en que empecé. Porque si él no estuviera muerto, nada maravilloso podría salir de la historia que voy a relatar.

Scrooge nunca mencionaba el nombre del viejo Marley. Pero después de tantos años, todavía se leía en la puerta de la bodega: “Scrooge & Marley”. La empresa era de ambos, pues habían sido socios. Y algunas personas conocían el negocio por el nombre de “Scrooge y Otros”, por el nombre de Marley. Sin embargo, a Scrooge no le importaba responder a cualquiera de los dos nombres, le daba lo mismo.

¡Oh!, pero Scrooge era un tremendo tacaño. ¡Un viejo codicioso, aprovechador, miserable y pecador! Parecía no haber fuego sobre la tierra capaz de ablandar el duro hierro de que estaba hecha su alma. Nada que pudiera conseguir de él un pequeño acto de generosidad. ¡Era tan reservado y cerrado como una ostra! Su frío carácter endurecía los rasgos de su viejo rostro, marchitaba sus mejillas y daba a su puntiaguda nariz una apariencia aún más filosa: también enrojecía sus ojos, sus labios se tornaban azulados y su voz sonaba ronca y tosca. Llevaba su baja temperatura interior adonde quiera que iba.

En los crudos días de invierno su oficina era un témpano y ni siquiera en Navidad subía un grado la calefacción. Si hacía frío o calor en el exterior, era algo que no importaba a Scrooge; nada podía alterar su duro y amargo mundo personal. Nunca nadie se detenía en la calle para decirle amablemente: “¿Cómo está, mi querido Scrooge?”, “¿Cuándo vendrá a visitarme?” Ni siquiera los limosneros se molestaban en pedirle algo; ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le preguntaba cuál era el camino hacia algún lugar determinado. Incluso el perro de un ciego, al verlo, conduciría a su amo en otra dirección.

Sin embargo, esto no perturbaba al viejo; por el contrario, era exactamente lo que él quería. Su elección era andar por la vida sin que nadie lo molestara con su simpatía o benevolencia.

Una vez, en víspera de Navidad, el viejo Scrooge estaba sentado en su escritorio, muyocupado llevando la contabilidad. Hacía mucho frío, el viento calaba los huesos; Scrooge escuchaba cómo la gente pasaba por la calle, de un lado a otro, golpeando los pies sobre el pavimento o restregando sus manos para entrar en calor. Aunque eran sólo las tres de la tarde, la luz era tenue y neblinosa. Se veía el destello de las velas titilar a través de las ventanas del barrio.

La puerta de la oficina de Scrooge permanecía abierta para que el viejo pudiera vigilar de cerca a su secretario, quien estaba copiando cartas en una sala oscura y diminuta. Scrooge tenía encendido un pequeño fuego en su chimenea, pero el de su empleado era tanto más pequeño que daba la impresión que sólo un trocito de carbón estaba encendido.

–¡Feliz Navidad, tío! ¡Dios te bendiga! –exclamó una voz en forma entusiasta. Era el sobrino del viejo, que había entrado sin anunciarse. Qué fresco y vital lucía el joven. Sus mejillas brillaban rosadas y radiantes, producto de la rápida caminata por el frío y el hielo.

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–¡Bah! –gruñó Scrooge–, ¡es una farsa!

–¿La Navidad una farsa, tío? –respondió el sobrino admirado–. ¡Estoy seguro que tú no lo dices en serio!, ¿verdad?

–Claro que sí –dijo Scrooge–. ¡Feliz Navidad!¿Qué motivo tienes para estar feliz? ¿Acaso no eres lo suficientemente pobre?

–¿Entonces qué motivo tienes tú para estar tan lúgubre y serio? ¿Acaso no eres lo suficientemente rico? –argumentó el sobrino alegremente.

Scrooge fue tomado por sorpresa y no pudo responder a eso, limitándose a repetir:

–¡Bah! ¡Es una farsa!

–No seas tan pesimista, tío –dijo el sobrino.

–¿Qué otra cosa puedo ser –respondió el tío–, si vivo en un mundo de tontos, como éste?

¡Feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad sino sólo una fecha para pagar cuentas sin tener dinero; una fecha para encontrarse un año más viejo y ni una hora más rico? Si estuviera en mis manos, daría un escarmiento a todos aquellos que se atreven a andar por ahí deseando a otros una “Feliz Navidad”.

–¡Tío, por favor! –replicó atónito el sobrino.

–¡Déjame solo en mi mundo y tú vete al tuyo! –agregó Scrooge indignado.

–No te enojes, tío. ¡Ven a cenar con nosotros mañana!

El viejo respondió que no podía y despidió a su sobrino con impaciencia; éste se retiró muy consternado ante lo testarudo que se mostró su tío. Sin embargo, el incidente no disminuyó en grado alguno el espíritu navideño que lo embargaba y se detuvo en la puerta para saludar al secretario y desearle una Feliz Navidad. El empleado, que estaba muerto de frío, respondió el saludo con gentileza y agrado.

–Ahí hay otro lunático –murmuró Scrooge–. Mi empleado deseando Feliz Navidad, mientras cuenta con sólo cincuenta chelines a la semana y tiene una familia que mantener.

–Scrooge & Marley, creo yo –dijo uno de los caballeros refiriéndose a la lista que tenía en la mano–. ¿Con quién tengo el placer, con el señor Scrooge o con el señor Marley?

–El señor Marley murió hace siete años –respondió Scrooge–, y justamente en una noche como ésta.

–Estoy seguro que la generosidad del difunto está bien representada por el socio que vive –agregó uno de los señores, al tiempo que los dos mostraban sus credenciales.

Scrooge devolvió las tarjetas en cuanto escuchó la palabra “generosidad”.

–En estas festividades, señor Scrooge –dijo uno de los caballeros sacando una estilográfica–, nos hemos encargado de la necesaria tarea de recolectar donaciones para proveer a los pobres de ropas y alimentos.

–¿No hay prisiones? –preguntó Scrooge.

–Muchas –respondió el hombre dejando la pluma sobre el escritorio.

–¿Y las casas de beneficencia, están funcionando todavía?

–Sí, señor, aún. Aunque desearía poder decir que no es así– respondió el caballero.

–¡Oh!, a juzgar por lo que usted dijo al principio, temí que estas instituciones ya no estuvieran cumpliendo con su útil labor.

–Pero, desafortunadamente –continuó diciendo el visitante–, se ven imposibilitadas de entregar ayuda suficiente a los miles de necesitados; por este motivo, algunos de nosotros hemos estado reuniendo un fondo adicional, para poder proporcionar a esas familias carne y alimentos. Así, ellos podrán celebrar la Navidad de una forma más digna, disponiendo también de carbón para calentar sus hogares. ¿Cuál será el motivo de su aporte?

–¡Nada! –contestó Scrooge tajantemente.

–¿Quiere decir que desea hacerlo anónimamente? –agregó el visitante algo confuso.

Quiero que me dejen solo –dijo Scrooge–; ya que me preguntan lo que deseo, ésa es mi respuesta. Yo no encuentro motivo de regocijo en Navidad, por lo que no me interesa hacer feliz a otros; yo sólo ayudo a mantener las instituciones que antes mencioné, las que ya me cuestan bastante dinero, nada más. Buenas tardes, señores.

Dándose cuenta de lo inútil que era insistir, ambos caballeros se retiraron con tristeza.

Atardecía y el clima se tornaba aún más inhóspito. La nieve cubría las calles con una gruesa capa blanca y luminosa. Y la gente caminaba hacia sus hogares llevando en sus corazones el anhelo de compartir en familia aquella noche tan especial. ¡Era víspera de Navidad!

Afuera resonaba la voz de un niño:

“¡Benditos sean, alegres señores, que nada los aflija!”

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Scrooge fingía no oír y movía su regla con más vigor sobre los cuadernos, sacando cuentas sin cesar. Finalmente, llegó la hora en que acostumbraba cerrar la oficina. El viejo miró a su empleado, quien estaba expectante, y en cuanto dio la venia para que se retirara, el secretario apagó su vela sin tardanza y se puso el sombrero.

–¿Usted querrá tomarse libre el día de mañana, verdad? –le preguntó Scrooge con malicia.

–Sería muy conveniente, señor –respondió el pobre hombre con ansiedad.

–No es conveniente ni tampoco justo –replicó Scrooge–. ¿Querría usted que le descontara acaso el pago de ese día?

El empleado, decepcionado, fingió una sonrisa y argumentó tímidamente que era sólo una vez al año. A lo que el viejo respondió que estuviera temprano en su puesto el día veintiséis.

El secretario se retiró y caminó lo más rápido posible para llegar pronto a su hogar. ¡Ansiaba celebrar la víspera con su amada familia!

En cambio, Scrooge cenó solo, como era habitual, en la taberna de costumbre. Después de leer todos los periódicos y de deleitarse el resto de la noche con sus libros de banco, caminó a su casa. Ésta era una enorme residencia que alguna vez perteneció a su difunto socio. Antes debió ser bella, pero ahora carecía de todo encanto, al punto de ser incluso tenebrosa. Scrooge vivía solo y las habitaciones desocupadas las había destinado a oficinas. El patio también tenía un aspecto espeluznante. Era oscuro y estaba casi permanentemente cubierto por la neblina y el hielo.

El llamador de la puerta principal era grande y tenía la forma de la cabeza de un león. Scrooge lo veía mañana y tarde, pero casi no reparaba en él. Sin embargo, esa noche, sin haber tenido ningún pensamiento sobre Marley después de la mención que había hecho de él a los caballeros de la beneficencia, lo que vio en el llamador de la puerta no fue la cabeza del león sino la cara misma del difunto.

¡El rostro de Marley! Esta imagen, a diferencia de los otros objetos en el patio, no se veía difusa. Estaba rodeada de una luz especial, que la hacía claramente distinguible. Los ojos estaban muy abiertos y fijos en Scrooge. El cabello estaba vuelto hacia arriba como si un viento fuerte soplara desde abajo. Y a pesar de no tener una expresión de enojo, ¡era fantasmagórica y horrible! Scrooge se sintió especialmente conmovido, no tanto por la aparición, sino porque la expresión del rostro de Marley era casi el reflejo de la suya.

El viejo observó el fenómeno con atención hasta que el llamador volvió a adoptar la forma normal de cabeza de león. Entonces entró. El sonido que hizo la puerta al cerrarse, resonó en toda la casa como un trueno.

A Scrooge no le asustaban los ecos ni las apariciones sobrenaturales. Así es que aseguró la puerta, encendió una vela y subió las escaleras hacia su habitación. Mientras subía cautelosamente, tuvo la impresión de ver una sombra en movimiento que iba delante de él iluminando el camino. Cuando entró a su habitación, se aseguró de que todo estuviera en orden y, al ver que no había problema, cerró su pesada puerta. Le echó llave a la cerradura dos veces, lo que no era su costumbre, pero esta vez presentía que algo extraño estaba ocurriendo.

Se puso su camisón, sus zapatillas, su gorro de dormir y se sentó frente a la chimenea a comer un tazón de cereal. La chimenea era antigua y estaba decorada con dibujos de distintos personajes de la mitología y de la Biblia. De pronto la imagen de Marley apareció en el lugar de cada una de estas figuras. “¡Una farsa!”, pensó Scrooge y se fue a sentar en su silla mecedora, al otro lado del cuarto. Recostó su cabeza en el respaldo y fijó su atención en una pequeña campana en desuso que colgaba desde el techo. Muchos años atrás había servido para comunicarse con otras habitaciones. Casi imperceptiblemente, la campanita empezó a mecerse, hasta que su vaivén fue más violento y emitió un fuerte sonido, el que fue acompañado por el resonar de las campanas de las otras habitaciones. Esto duró por más de medio minuto, pero al viejo le pareció una hora. Las campanas dejaron de sonar todas a un tiempo. Entonces Scrooge oyó algo como unas cadenas que se arrastraban escaleras arriba, en su dirección.

“¡Aún opino que es una farsa –pensó Scrooge–, no lo creeré!”

En eso, el enorme fantasma de Marley traspasó la pesada puerta y se detuvo justo frente al viejo. Marley se veía igual que antes, con la misma ropa, pero estaba totalmente encadenado y asegurado con gruesos candados y aldabas. Llevaba, además, un vendaje alrededor del cuello, que le cubría parte de la mandíbula. Su imagen era transparente y Scrooge podía ver a través de él. Antes, la gente siempre decía que Marley no tenía vísceras, debido a su frialdad, y Scrooge nunca lo creyó hasta ahora que podía comprobarlo.

–¿Cómo es que vienes ahora?, ¿qué quieres de mí? –le preguntó Scrooge, con absoluto control de sí mismo.

–¡Mucho! –Era la voz de Marley, sin duda.

–¿Quién eres?

–Pregúntame quién fui.

–¿Quién fuiste, entonces? –repitió Scrooge, elevando el tono de su voz.

–En vida fui tu socio: Jacobo Marley.

–No creo en ti –dijo Scrooge, escéptico todavía.

–¿Por qué dudas de la evidencia que te dan tus sentidos?

–Porque –respondió el viejo– pequeñas cosas los afectan, como un leve desorden estomacal; tal vez tú eres un pedazo de filete que me indigestó, o un trozo de queso rancio, ¡o cualquier cosa así!

Aunque Scrooge no tenía la costumbre de bromear, ahora lo hacía para distraerse y evitar caer en el pánico. De hecho, el fantasma estaba rodeado de una atmósfera terrorífica.

El espectro comenzó a impacientarse y emitió un fuerte grito que hizo que Scrooge se sujetara de la silla para no caerse. Entonces Marley se quitó el vendaje que llevaba alrededor del cuello y su mandíbula bajó a la altura de su pecho.

Scrooge cayó de rodillas e imploró:

–¡Piedad! ¿Por qué me molestas, espantosa aparición?

–Hombre, ¿crees en mí o no? –insistió el fantasma.

–Sí, creo –aceptó el viejo–. Pero, ¿por qué los espíritus bajan a la tierra y vienen a mí?

–Cada hombre debe dejar que el espíritu dentro de él salga al más allá entre sus conocidos. Debe viajar muy lejos y a todo lo ancho; y si ese espíritu no va más allá en la vida, está condenado a ese mismo destino después de su muerte. ¡Pobre de mí que no compartí en la tierra! No estaría ahora encadenado por toda la eternidad... –dijo el fantasma y soltó otro grito.

–¿Por qué estás encadenado? –inquirió Scrooge sorprendido.

–Llevo las cadenas que forjé en mi vida. Yo mismo las hice eslabón por eslabón y metro por metro. Las hice por mi propia voluntad y por libre albedrío las llevo ahora. ¿Es algo que te parece ajeno? –dijo Marley.

Scrooge tembló.

–Las cadenas que tú te has forjado eran tan largas y gruesas como éstas, siete navidades atrás. Imagina cómo serán ahora –agregó el fantasma.

–Por favor, dime algo más. Consuélame –rogó Scrooge, aterrorizado con estas verdades.

–Ebenezer Scrooge, no me corresponde a mí darles alivio a tus pecados. Eso está en manos de otros ministros. Yo soy un prisionero.

–Pero tú siempre fuiste un buen hombre de negocios... –dijo Scrooge.

–¡Negocios! –exclamó la aparición–. La humanidad fue mi negocio, la caridad y la benevolencia estuvieron a mi servicio, pero no yo al de ellas. Ésta es la época del año en que más sufro. ¿Por qué caminé evitando la mirada de los hombres buenos? Jamás acepté sus bendiciones, porque eran hombres pobres y trabajadores. ¡Nunca los ayudé!

Scrooge, al oír esto, se estremeció invadido por el temor.

–¡Escúchame –gritó el fantasma de Marley–, ya debo irme. No sé por qué ahora tú puedes verme, puesto que todos estos años he estado a tu lado sin que tú percibieras mi presencia. Estoy aquí esta noche, Ebenezer, para advertirte que aún tienes una oportunidad de escapar a mi fatal destino.

–Tú siempre fuiste un buen amigo, gracias –respondió Scrooge un poco más aliviado.

–Te visitarán tres Espíritus –continuó diciendo el fantasma–. Espera al primero mañana, cuando la campana del reloj toque la una; espera al segundo, la noche siguiente a la misma hora, y el tercero llegará en dos noches, cuando suene la última campana de las doce. Ya no volverás a verme y, por tu bien, intenta recordar lo que te he dicho.

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Cuando hubo terminado de decir esto, el espectro tomó la venda que se había sacado y la volvió a enrollar alrededor de su cuello y mandíbula. Entonces la aparición caminó alejándose; a cada paso que daba, la ventana se levantaba un poco y, para cuando llegó a ella, ya estaba totalmente abierta. El espectro indicó a Scrooge que se acercara y el viejo lo hizo. Cuando ya estaba sólo a unos pasos, el fantasma de Marley levantó la mano e hizo un gesto para que se detuviera allí. En ese momento, Scrooge oyó otros ruidos en el aire, sonidos de lamentación y arrepentimiento. Marley desapareció saliendo al exterior. Scrooge se acercó a la ventana con curiosidad y miró afuera. El aire estaba plagado de espíritus burlones; todos usaban cadenas como Marley. Ninguno estaba libre. Scrooge vio que a algunos de ellos los había conocido personalmente en vida. Éstos se quejaban porque habían perdido la posibilidad de intervenir, para bien, en los asuntos de los mortales. Tras un momento, tanto las apariciones como las voces se esfumaron y todo volvió a ser como antes de regresar a casa.

Scrooge bajó el batiente de la ventana y se cercioró de que la puerta estuviera bien cerrada. Estaba tal como él la había dejado. Trató de decir “¡Qué farsa!”, pero se detuvo en la primera sílaba. Y como estaba muy cansado, tanto por la conversación con el fantasma, como por lo tarde que era, se fue directo a la cama y se durmió al instante.