Cuentos y mitos nos llevan, con su simbolismo y en diferente grado, a las grandezas y miserias que guardamos. Uno de los cuentos más hermosos e inquietantes que atesora la mitología griega, y que constituye una reflexión profundísima acerca del perdón, es la historia de Dánao, rey de Libia, y su hermano Egipto (rey del país que llevaba su nombre). La envidia y la ambición de este último envenenaban la relación entre ambos. Una enconada enemistad que conservan estas naciones. Al no lograr la reconciliación entre hermanos, Dánao vivía siempre con el miedo de que Egipto invadiese Libia y se apoderase de su reino. Temiendo por su vida y por la de sus cincuenta hijas, acabó embarcando en una patera de cincuenta remos y poniendo rumbo al norte. Por el mismo Mediterráneo y en la misma dirección que hoy transitan lanchas precarias y cascarones de barcos atestados de seres humanos y de familias que intentan huir de la guerra, la persecución, el horror. A ellos se adelantaron en esa huida Dánao, su familia y aquella frágil y abarrotada embarcación, en los tiempos en que la historia era todavía mito y no se habían inventado las oficinas de inmigración.
Arribaron por fin las cincuenta jóvenes y su padre a las playas de Grecia y allí, asentados en la ciudad de Argos, encararon un prometedor futuro. Pero las ambiciones del rey Egipto no se apagaban. Envidioso de la prosperidad de su familia exiliada, se presentó en la remota Grecia con sus cincuenta hijos, con el subterfugio de una pretendida reconciliación y el deseo de que sus vástagos se esposasen con las cincuenta hijas de Dánao. Pero este recelaba de las pretensiones de su hermano. Y razones no le faltaban, pues los cincuenta hijos de Egipto tenían orden de violar y mancillar a sus esposas la noche de bodas. Con tal sospecha, Dánao aleccionó a sus hijas, para que dieran muerte a sus maridos en el lecho nupcial. Cuarenta y nueve de las danaides perpetraron el horrible crimen. Solo una, Hipermnestra, perdonó la vida de su esposo Linceo, porque él había sido respetuoso con ella –delicadísimo ir y venir de perdones– aquella fatídica noche.
Los dioses, muy alterados por el suceso, llevaron a juicio a las danaides. Zeus, Hermes y Atenea dieron su perdón a todas las hermanas menos a Hipermnestra, que debería ser castigada por incumplir el deber de obediencia a su padre. Pero Afrodita logró al final su perdón, tras mucho porfiar y presentar pruebas del amor que había entre la joven y su esposo. Todas las danaides, las cincuenta, fueron, en consecuencia, liberadas.
Sin embargo, a la muerte de todas las danaides, de puro viejas, les estaba esperando un nuevo juicio en el Más Allá. Y allí no hubo perdón para las que no habían perdonado: las cuarenta y nueve asesinas de los cuarenta y nueve violadores fueron condenadas a la pena de llenar de agua un tonel que tenía el fondo agujereado. Labor que no podrán abandonar, ni un momento siquiera, mientras exista la eternidad. Solo la clemente Hipermnestra fue perdonada y llevada hasta el Elíseo. En el que seguramente estará todavía, para que nunca nos falte ese ejemplo excelso del triunfo del perdón.
Perdonar es, según podemos apreciar a la luz de este cuento, una gran complicación: una acción y una emoción que se hallan inevitablemente encadenadas a la contradicción interna. De forma simbólica, los mitos nos ponen en la tesitura de optar desde la libertad interior por la empatía con el otro, o por la obediencia a roles aprendidos. Retribución o restauración del daño. De ello nos habla esta historia. Siguiendo su ruta simbólica, el perdón, es decir, el diálogo con los fondos dañados, nos lleva al Elíseo. El no reconciliarse con los deseos de venganza aprendidos, nos condena a repetir siempre las mismas actitudes. La historia está plagada de estas cuestiones.
¿Debía haber perdonado Odiseo la vida de los pretendientes de Penélope? ¿Hamlet habría sido Hamlet si hubiera perdonado a su tío, el que había vertido veneno asesino en el oído de su padre? ¿Qué impulsa a Jim Hawkins, el joven héroe de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, a perdonar los crímenes del pirata John Silver? Ernst Jünger, uno de los pensadores más célebres del siglo XX, enumera fríamente en su Diario de guerra (1914-1918) a cuantos enemigos de Alemania mató en el frente, con la salvedad de aquel soldado británico que, cuando se hallaba indefenso y ante el cañón de su arma, le mostró tembloroso una fotografía de su familia. Jünger apartó su mirada de él y pasó a su lado sin disparar. ¿Era un asesino despiadado, o un sujeto clemente? Sin duda, los dos perviven en potencia dentro de cada ser humano. Como en el cuento indio de los dos lobos, se trata de alimentar mejor a uno o a otro.
El mismo Cervantes aborda la cuestión cuando Don Quijote ofrece un puñado de consejos a un Sancho encaminado a gobernar la ínsula Barataria, advirtiendo al escudero: “…no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo… muéstrate piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia”.
Acerca de ella se pronuncian igualmente (a veces en defensa del perdón, otras del castigo) los cuentos populares; y sobre ella viene ahora a terciar –o a mediar–, en las páginas de este libro imprescindible, Ana García-Castellano, enorme artista de la voz y de la letra; erudita notable en todo lo que tiene que ver con el género literario de los cuentos populares; pero, sobre todo, persona de sensibilidad agudísima hacia (o frente a) los dolores, tensiones, conflictos que nos atenazan a todos en cuanto seres humanos. Esa capacidad la lleva al punto donde el counselling y los cuentos inician juntos un camino hacia el enigma de la reconciliación.
Tomando cuatro referencias de cuentos que son luminosas celebraciones de la paz, Érase una vez el perdón nos enfrenta a todas estas paradojas para conducirnos a la propia experiencia del daño recibido. Recorrer este camino requiere una escucha atenta a los dinamismos internos y un pulso convencido a la hora de escribir. Como Ana García-Castellano los tiene, no aspira, seguramente, a cambiar la esencia conflictiva de los cuentos, ni a disipar densas y enconadas controversias y paradojas. Trata, más bien, de poner en el primer plano del escaparate de los cuentos –que es un pequeño simulacro del mundo– el espejo donde reconocer los propios impulsos reconciliadores, a través de sus símbolos de injusticia y violencia. En este mundo, de tan difícil arreglo, es posible que eso sea poco, pero significa mucho.
José Manuel Pedrosa
Profesor de Historia de la Literatura Comparada
de la Universidad de Alcalá de Henares