Las sagas islandesas relatan la primera exploración y colonización europea a una tierra desconocida hasta la que se llegaba navegando hacia el oeste, o lo que es lo mismo, el primer encuentro entre europeos e indígenas americanos. Esta empresa tuvo lugar a finales del siglo X y la realizó un grupo de noruegos capita-neados por Leif Ericson y patrocinados por Eric el Rojo.
Eric Thorvaldsson, apodado el Rojo, era un noruego de cierta relevancia, instalado en Islandia, de la que tuvo que exilarse por tres años acusado de homicidio. Pasó a Groenlandia, que entonces estaba despoblada, y la llamó Tierra Verde. Allí se instaló con su familia, sus criados, sus esclavos y su ganado. Más tarde se le unieron algunos colonos, con lo que en la costa sudoeste de la isla surgió un poblado bastante próspero, que vivía de la cría de ganado, la caza, la pesca y de la exportación a Noruega de aceite de morsa y de halcones blancos.
Hacia el año 1000, Eric el Rojo, y su hijo Leif supieron de la existencia de aquella otra tierra, situada al oeste, por el relato de uno de sus amigos, un joven noruego llamado Bjarne Herjulfson quien, en su ruta de Islandia a Groenlandia, fue desviado hacia el oeste por un enorme iceberg. Avistó entonces una tierra con mucha hierba y altos árboles, la costeó durante dos días, sin bajar de su barco y, al soplar vientos favorables, puso rumbo nordeste y llegó a Groenlandia. Su aventura abría nuevas posibilidades a Eric y Leif, porque la gran carencia de la colonia groenlandesa era la madera, y el saber de la existencia de árboles a dos semanas de navegación les decidió a intentar llegar hasta allí. Durante todo el invierno prepararon el viaje con intención de partir con la llegada de la primavera. El propio Eric el Rojo pensaba ponerse al frente de la expedición, pero un accidente de última hora le determinó a dejarla en manos de su hijo.
Leif Ericson y 35 compatriotas, con víveres para varios meses y algún ganado (un toro, una vaca y varias cabras) embarcaron en un drakkar. Durante trece días navegaron, entre hielos, vientos e intenso frío, hasta avistar a una tierra árida, lisa, sin rastro de agua, ni de vegetación y desprovista «de toda gracia y bondad», a la que llamaron Helluland, que significa «Tierra de piedras planas», y que posiblemente era algún lugar de las costas de la península del Labrador. Navegaron rumbo sur hasta llegar a un lugar con un río y muchos árboles, al que llamaron Markland, que significa «Tierra de bosques». Continuaron hacia el sur, en busca de tierras más cálidas y, finalmente, arribaron a un buen puerto, en una tierra verde, con árboles y agua dulce. Remontaron un río, que conducía a un lago, junto al cual comenzaron a construir una cabaña grande, donde cobijarse, que rodearon de una cerca de troncos. Descubrieron que en las proximidades de aquel lugar había abundancia de viñas y le llamaron Vinland que significa «Tierra de viñas». Durante mucho tiempo se ha discutido sobre el emplazamiento de Vinland. Parece que fue en Anse-au-Meadow, en Terranova, porque allí se han encontrado los restos de ocho edificaciones de adobe, y numerosos objetos de madera y hierro.
A los pocos días de su llegada, cuando Leif y uno de sus hombres caminaban cerca de la empalizada, una flecha se clavó en uno de sus troncos. Hasta entonces no habían visto ni oído a los nativos, pero desde entonces tomaron precauciones y decidieron ir en su busca para averiguar cuáles eran sus intenciones respecto a ellos. No tuvieron que hacerlo, porque algunos días después el lago se pobló de canoas. Los indígenas venían desarmados y no parecían hostiles. Los noruegos los llamaron «skraelings» que significa «hombres feos», porque así debían parecerles aquellos hombres de tez oscura, frentes estrechas y pelambreras negras y grasientas. Por señas los skraelings les dieron a entender que querían cambiar los fardos de pieles que portaban por sus espadas y cuchillos. Los noruegos no estaban dispuestos a entregarles sus armas, pero hicieron el trueque con los pedazos de una gran colcha escandinava de lana roja. Durante varios días continuó el intercambio de mercancías, hasta que finalmente se terminó la colcha y todos los objetos de los que los nórdicos estaban dispuestos a prescindir. Además el toro de los noruegos había embestido y puesto en fuga a un grupo de skraelings y estos, probablemente avergonzados de haber demostrado su temor ante los extranjeros, no volvieron a presentarse. Los noruegos pasaron allí aquel invierno, pero al llegar la primavera, aburridos y nostálgicos, decidieron regresar. Con vientos favorables durante todo el viaje, llegaron a Groenlandia y no volvieron a Vinland.
Thorfinn Karlsefni, un mercader islandés, repitió el intento en el año 1002. Consiguió llegar a la tierra en donde habían estado Leif y los suyos, con tres barcos, 160 hombres, varias mujeres y algún ganado. Durante tres años la colonia se mantuvo, pero finalmente el aislamiento, la soledad y la hostilidad de los skraelings les obligaron a regresar.
Los viajes de Leif Ericson y de Thorfinn Karlsefni no tuvieron apenas repercusión en Europa. Ni siquiera sus propios protagonistas fueron conscientes del alcance de su descubrimiento. Solo sabían que habían llegado a una isla muy arbolada, con muchas viñas y muy buena pesca, situada al sudoeste de Groenlandia. Sin embargo, tampoco su aventura fue completamente olvidada y desde entonces algunos grupos de marineros y de pescadores de las costas de la Europa atlántica acudían a aquella isla a aprovisionarse de madera y a pescar.
A finales del siglo XV, varias naciones europeas buscaban el camino más corto y menos peligroso para llegar a las Indias, a Cathay y a Cipango (China y Japón), los lejanos y ricos países asiáticos de donde procedían las especias, la seda, los perfumes, las porcelanas y otras apreciadas artesanías. El camino hacia los reinos orientales por tierra era enormemente lento y arriesgado y, en consecuencia, fue abriéndose paso la idea de llegar a ellos por mar. Los marinos portugueses lo intentan costeando África. Colón y los españoles inician la larga serie de viajes que buscan el camino hacia Oriente navegando rumbo oeste. A diferencia de las exploraciones de noruegos e islandeses, el descubrimiento de Colón, casi cinco siglos después, tuvo una rápida difusión y una enorme resonancia en toda Europa.
Cristóbal Colón había zarpado del puerto de Palos, al sur de España, el 3 de agosto de 1492. Después de muchos años de insistencia en las cortes de Portugal y de España había conseguido de los Reyes Católicos la ayuda necesaria para reunir una exigua flota: dos carabelas, una nao y una tripulación de 89 hombres. Con ello se proponía realizar un proyecto que maduraba desde su juventud: llegar a las Indias navegando hacia el oeste. Esta audaz idea, aunque basada en una concepción errónea de las dimensiones de la Tierra, le haría protagonizar el más famoso de los viajes y el mayor de de los descubrimientos geográficos que jamás se haya realizado.
Su primera escala fue la isla de la Gomera, en las Canarias, donde concluyó el definitivo aprovisionamiento de víveres y agua y de donde partió el 6 de septiembre. La pequeña flota navegó rumbo oeste durante cinco semanas, favorecida por los vientos alisios y con buen tiempo. El 12 de octubre desembarcaban en Guanahaní, una isla pequeña del archipiélago de las Bahamas, cuya identidad no se ha podido averiguar, y de la que Colón tomaba posesión en nombre de España. La isla estaba habitada por unas gentes de piel cobriza, y de pelo y ojos negros, a los que él llamaba indios, porque estaba seguro de haber llegado a la India. Era gente desnuda, inerme y extraordinariamente ingenua, cuya pobreza y primitivismo, le hacían sospechar que se hallaba lejos de los ricos reinos a los que se había propuesto llegar. Durante casi tres meses exploró las Antillas en busca de esos reinos. Descubrió varias islas pequeñas y las dos grandes islas de Cuba y Haití. Frente a las costas de esta última perdió, en un naufragio, la nao Santa María, la mayor de sus naves, por lo que 39 voluntarios tuvieron que quedarse en aquella tierra desconocida, mientras que el resto zarpaba de regreso a España, el 3 de enero de 1493.
Tras un azaroso viaje de retorno, el 4 de marzo, Colón finalizaba su fantástica aventura tocando tierra cerca de Lisboa, y en esa ciudad fue recibido amablemente por el rey Juan II. El día 13 del mismo mes llegaba al puerto de Palos, de donde había partido ocho meses antes; de allí marchó a Sevilla, que le acogió calurosamente, y luego a Barcelona, donde estaban los reyes, y en donde fue recibido con todos los honores. Llevaba consigo seis nativos de las islas recién descubiertas, algunos papagayos y otros animales desconocidos en Europa, varias muestras de plantas, algunos objetos y armas, y unas pocas piezas de oro que había conseguido arrancar a los pobres taínos. De la noche a la mañana, aquel hombre fornido, de mediana edad y pelo blanco, genovés de nacimiento y a la sazón nombrado por los reyes de España almirante de la Mar Océana y virrey de los países recién descubiertos, a quien siete meses antes muchos tenían por loco, se convirtió en el hombre más famoso y admirado de Europa. Tanta era la expectación que despertaba, que cuando viajaba, los pueblos se quedaban vacíos, pues todos sus vecinos salían al camino para verlo pasar. Los taínos también suscitaron una enorme curiosidad, pues eran los primeros nativos de aquellas tierras lejanas que veían los españoles. Fueron solemnemente bautizados, apadrinados por los Reyes, el príncipe Don Juan y otros grandes personajes de la corte.
Tras sus otros tres viajes a las Antillas y al continente americano, en el que puso pie en su tercer viaje, Colón perdió popularidad, a la vez que perdía la estima de los reyes, a causa de sus desaciertos como gobernante en aquellas tierras, y por no haber encontrado el oro y las riquezas que lo habían estimulado a emprender su asombrosa aventura, -y a los reyes, a financiarla-. Cuando murió en 1506, ignoraba que había descubierto un continente nuevo y seguía convencido de haber llegado a la India.
Mientras todo esto sucedía en España, Portugal estaba a punto de culminar un proyecto, esforzadamente mantenido durante muchos años, mediante el que buscaba la ruta de las especias navegando hacia el sur, costeando África. Cinco años antes del primer viaje de Colón, Bartolemeu Días había rebasado el cabo de Buena Esperanza y parecía que la ansiada meta estaba ya al alcance de la mano cuando el genovés regresaba triunfante de su primer viaje. Todavía habían de pasar otros cuatro años antes de que Vasco de Gama llegara a la India tras haber rodeado África.
Los reyes de Portugal y España, consideraban que las tierras paganas, que sus flotas habían avistado, y de las que habían tomado posesión, les correspondían por derecho de descubrimiento. Para evitar conflictos y futuras guerras en la expansión ultramarina de ambos países, sus soberanos acudieron a la mediación del Papa, quién en un gesto asombroso de consciente autoridad sobre toda la Tierra, el 4 de mayo de 1493, trazó sobre el globo terráqueo, del Polo Norte al Polo Sur, una raya 100 leguas (557 Km.) al oeste del meridiano de las islas Azores-Cabo Verde y declaró que todo lo descubierto y por descubrir al este de esa línea sería para Portugal, y todo lo descubierto y por descubrir al oeste de la misma sería para España. Pero la parcialidad del Papa, que era español, hacia su país de origen fue tan manifiesta, y tan grande el enfado de Portugal, que un año después representantes de ambas naciones se sentaban en una mesa de negociación en la villa española de Tordesillas. Allí firmaron un tratado por el que la línea que repartía el Mundo entre España y Portugal pasaba de 100 a 370 leguas (2.060 Km.) al oeste del meridiano Azores-Cabo Verde.
Como es lógico, las demás naciones de Europa, sobre todo Francia e Inglaterra, no se resignaron a tan arbitrario reparto. «¿Donde está el artículo del testamento de Adán que me deshereda del Nuevo Mundo en favor de los reyes de España y Portugal?», decía Francisco I de Francia. Ningún medio más eficaz para mostrar su desacuerdo que ignorar el tratado. Así pues, desde muy pronto otros países empezaron a enviar expediciones por el Atlántico septentrional, rumbo oeste, con el objetivo de llegar a Cathay, Cipango y los demás países de las especias. Estas expediciones recorrían partes de la costa atlántica de Norteamérica en busca de la anhelada ruta del oeste, aunque sus capitanes llevaban también células reales que los autorizaban a posesionarse, en nombre de su soberano, de las tierras que descubrieran, siempre que no estuviera allí asentada alguna otra nación cristiana. De vez en cuando, las naves arribaban a algún buen puerto natural y sus tripulantes desembarcaban para aprovisionarse de agua, de leña y de alimentos frescos; unas veces trababan relaciones con los nativos, otras, ni tan siquiera los avistaban; a veces, estas relaciones fueron amistosas, y otras, el comienzo de una gran enemistad entre los hombres blancos y los hombres rojos.
Cinco años después del descubrimiento de América, John Cabot, como le llamaban en Inglaterra, su país de adopción, o Giovanni Caboto, como le llamaban en Italia, su país de origen, buscaba un paso hacia Oriente por el Atlántico norte. Es el primero de la larga serie de exploradores que habían de seguirle en este empeño. Mucho después, cuando ya se intuían las enormes dimensiones del doble continente americano, todavía se continuaba buscando en el continente septentrional un paso o vía acuática, es decir, un estrecho o un gran río que permitiera la navegación desde el Atlántico al Pacífico. Así pues, el primero de los contactos entre nativos norteamericanos y europeos ocurrió en el año 1497, entre los habitantes de las boscosas islas de Cabo Bretón y Terranova (micmacs y beothucos) y la expedición inglesa al mando de Cabot.
Los micmacs eran una vigorosa tribu de linaje algonquino que poblaba la península de Nueva Escocia y las islas cercanas. Los beothucos, probables descendientes de los skraelings que los noruegos habían encontrado hacía casi cinco siglos, eran una tribu de ascendencia desconocida, cuyo lenguaje no ha podido ser incluido en ninguna de las grandes familias lingüísticas norteamericanas.
Cabot era un navegante aproximadamente de la misma edad que Colón, como él nacido en Génova o tal vez en Venecia, y que como él había viajado mucho en su juventud. En uno de estos viajes, estando en La Meca, supo por unos mercaderes que las especias, con las que comerciaban, las obtenían de caravanas procedentes del nordeste y, al igual que Colón, pensó que se podía prescindir de estos intermediarios navegando hacia el oeste a través del Atlántico. Entre 1480 y 1490 se había establecido en Bristol con su familia, donde había conseguido interesar a algunos comerciantes en su proyecto. Por las mismas fechas en que Colón pedía en la corte española los medios para realizar su empeño y su hermano Bartolomé, en su nombre, hacía la misma petición a Enrique VII de Inglaterra, John Cabot hacía al monarca inglés una solicitud semejante. El rey dudaba, porque aunque la idea le atraía, era un hombre ahorrativo, que evitaba cuidadosamente todo posible dispendio. Pero al llegar a Inglaterra la noticia del éxito de Colón, Cabot consiguió, finalmente, una célula del monarca inglés, muy similar a las capitulaciones que Colón había obtenido de los Reyes Católicos, por la que se le concedía a él y a sus tres hijos permiso para explorar, juntos o por separado, «las islas, provincias y regiones de los mares del Este, del Oeste y del Norte» y a tomar posesión y gobernar, en nombre del rey, las tierras paganas que descubriera, y obtener de ellas los beneficios comerciales que pudiera, siempre que reservara una quinta parte para la corona.
Cabot se proponía encontrar una nueva ruta occidental hacia Asia, navegando desde Bristol por latitudes más septentrionales a la ruta seguida por los españoles y que, según sus cálculos, sería notablemente más corta.
El 2 de mayo de 1497, Cabot partía de Bristol en una única nave, que había podido conseguir gracias a la ayuda de sus convecinos. Llevaba con él a su hijo Sebastian y una tripulación de 18 hombres. El 24 de junio arribaban a una nueva tierra, posiblemente la isla de Cabo Bretón, después de haber salvado una distancia de 3.200 Km. Con ello demostraba que su teoría era cierta y que este camino era más corto que el seguido por Colón cinco años antes. (Colón había recorrido más de 4.100 Km. desde la isla de la Gomera a la Guanahaní). Al igual que Colón, Cabot estaba convencido de haber llegado a Asia, y más concretamente, a Cathay. Tomó posesión de la isla en nombre del rey de Inglaterra, y sus hombres raptaron a tres nativos, probablemente para que les sirvieran de guías durante el resto del viaje. Pasaron luego a Terranova, que, en inglés, aún conserva el nombre con el que la bautizaron Cabot y sus hombres: Newfoundland (Tierra recién hallada). A pesar de la riqueza cinegética y pesquera de ambas islas, sus aborígenes eran unos pobres y primitivos hombres de los bosques. Después de explorar la isla durante casi un mes, y puesto que no encontraban rastro de los reinos del Gran Kan, ni de las riquezas que habían ido a buscar, decidieron regresar a Inglaterra, a donde llegaron el 6 de agosto. Allí, Cabot informó al rey sobre las tierras que había visitado y de la enorme riqueza pesquera de unas aguas que prácticamente hervían de peces, sobre todo de bacalaos, por lo que también se empezó a llamar a Terranova la Tierra de los Bacalaos. El rey le concedió el título de almirante y una pequeña renta vitalicia.
Enseguida, los Cabot iniciaron los preparativos de una segunda expedición mayor y mejor provista. El 3 de febrero de1498 el rey otorgaba otra real célula, por la que les autorizaba a reunir hasta seis buques del mismo tamaño y calado que los de la flota real, con los que explorar la costa de Asia hasta establecer contacto con Cipango. Los expedicionarios partieron de Inglaterra a finales de la primavera de 1498, con cinco barcos. Algunos historiadores creen que John Cabot, sintiéndose enfermo no llegó a embarcar, dejando la expedición al mando de su hijo Sebastian. Los ingleses se dirigieron primero hacia el norte, llegando, en el mes de julio, a una latitud en la que la luz del día era continua y los témpanos les obligaron a virar hacia el sur. Posiblemente se trataba de las costas de Groenlandia, de la Tierra de Baffin y de la península del Labrador. Más tarde pasaron a Terranova y desde allí continuaron hacia el sur, bordeando la costa atlántica del continente hasta los 38° de latitud norte, en las inmediaciones de la bahía de Chesapeake.
Los ingleses hacían frecuentes desembarcos, en los que entraban en contacto con los aborígenes, de modo que los Cabot fueron los primeros europeos que encontraron a algunas de las numerosas tribus algonquinas que habitaban esa costa.
A finales del siglo XV, aquella era una de las zonas más pobladas de la América septentrional. Allí, las tribus más fuertes y con mayor número de individuos eran, de norte a sur: micmacs, malecites, passamaquoddys, penobscots, abnakis, pennacooks, massachusets, narragansets, wampanoags, nipmucs, mohe -ganos, mahicanos, pequots, montauks, wappingers, lenni-lenapes y powhatans.
Observaban los ingleses, con creciente inquietud, a aquellas gentes de tez obscura, vestidas y calzadas de cuero y pieles, sus pobres adornos de plumas, caracoles, conchas, dientes de animales y púas de puerco espín, sus pequeños poblados de modestas y reducidas moradas cubiertas de corteza, el primitivismo y parquedad de sus utensilios y de sus armas, y sus escasos cultivos de unas plantas, cuyo valor y utilidad les eran desconocidos y, aunque estaban convencidos de que se hallaban en Asia, cada vez estaban más seguros de que se encontraban muy lejos de las posesiones del Gran Kan, descritas por Marco Polo, y tampoco encontraban señales de una vía acuática por la que poder llegar a Cathay o a Cipango.
Cansados, sin haber hecho uso del monopolio comercial que el rey les había concedido y con un gran sentimiento de fracaso, los Cabot regresaron a Inglaterra y al poco murió Cabot el viejo. Su país de adopción no supo valorar el alcance de sus descubrimientos y, aunque años después apeló a ellos para más legitimar la colonización de Nueva Inglaterra, lo cierto es que tras este viaje y durante mucho tiempo los ingleses perdieron el interés hacia nuevas exploraciones por el oeste.
Sin embargo los viajes de los Cabot contribuyeron a divulgar la noticia de la riqueza pesquera de Terranova —ya conocida por pequeños grupos de marinos y pescadores desde finales del siglo X— y desde principios del siglo XVI, pescadores vascos, normandos y bretones acudieron regularmente a faenar a sus costas y a las de Maine y Nueva Escocia, aunque habían de pasar aún muchos años antes de que los europeos intentaran la colonización de aquellas tierras.
Dos años después del segundo viaje de Cabot, Portugal, no obstante su hallazgo de una ruta meridional y africana hacia la India, intentaba también la aventura del paso por el noroeste. La expedición estuvo al mando de un marino de la noble familia Corte-Real, descendientes de Vasco Annes da Costa, a quien sus contemporáneos habían apodado Corte-Real por el lujo y ostentación de su palacio y de su vida. Gaspar Corte-Real era, a la sazón, capitán de la isla Terceira (Azores), y su elección para ir al frente de la expedición no era en absoluto casual pues su padre, Joao Corte-Real, en 1472, había tomado parte de una expedición danesa y portuguesa, al mando del noruego Didrik Pining, en busca de una ruta alternativa hacia los países de las especias, por el Mar del Norte. Aquella expedición se había limitado a recorrer las costas de Groenlandia, y constituyó un gran fracaso, pero Joao no la olvidó y transmitió a sus hijos el afán de emprender una aventura semejante. Ese afán culminó en el año 1500, con la salida de Gaspar Corte-Real de Lisboa con dos carabelas, armadas por cuenta propia.
Tras haber avistado Terranova y haber recorrido toda su costa oriental, descubrió una hermosa bahía, a la que llamó Concepción, y navegando rumbo oeste arribó a las heladas costas del continente, que empezó a recorrer desde los 50° hacia el norte, dándole el nombre de tierra del Labrador. Allí apresaron los portugueses a más de cincuenta indígenas —posiblemente inuits— con la idea de llevarlos a su país y venderlos como esclavos. Hacia los 60° encontraron un río cubierto de nieve al que llamaron el río Nevado. El frío era tan intenso, que hizo a los expedicionarios perder todo ánimo de seguir explorando aquellas tierras desoladas y con uno de los peores climas del Planeta, de modo que apresuraron su regreso a Portugal. No se sabe por qué Corte-Real bautizó a la península, que había descubierto, con el nombre que ha conservado hasta ahora, tal vez porque creyó aquellas tierras aptas para la labranza o porque pensaba dedicar a los nativos, de los que se había apoderado, al cultivo de la tierra. Hay quien dice que el nombre se lo pusieron los españoles que pescaban en aquellas costas; pero como ningún cultivo se da en ellas, ni nada que recuerde a un labrador, algunos piensan que la palabra procede del francés «Le bras d’or», que los marinos daban a las entradas favorables a la navegación, y que en este caso era el estrecho de Belle-Isle, que separa la península del Labrador de la isla de Terranova.
Gaspar Corte-Real hizo un segundo viaje en 1501, en el que descubrió una tierra arbolada, a la que denominó Tierra Verde, luego se dirigió hacia el norte y, a la altura del Labrador, se perdió la nave en la que viajaba, aunque otro barco de la expedición logró salvarse y llegar a Portugal, donde dio cuenta del descubrimiento. Su hermano Miguel, partió con otra expedición en su busca y tampoco regresó.
Aún hicieron los portugueses otro viaje a América. En 1520-1521 João Álvares Facundes encabezó una expedición que navegó desde las Azores a la isla de Cabo Bretón, donde fundó una colonia que en 1526 ya no existía.
Más de veinte años después, cuando ya los españoles habían recorrido extensas zonas de las costas de Florida y del Golfo de México, Francisco I de Francia se sintió tentado por la aventura del paso hacia Asia por el noroeste. Con ello perseguía no solo el hallazgo del tan buscado camino, sino también asestar un golpe a su enemigo Carlos I de España, quién por derecho de descubrimiento reclamaba la colonización en exclusiva de todo el continente americano. También el soberano francés eligió, para ponerlo al frente de su empresa, a un italiano de mediana edad, llamado Giovanni da Verrazano, nacido en Greve, cerca de Florencia, hacia 1480. La expedición partió de Francia, en enero de 1524, con una sola nave, cincuenta hombres y víveres para ocho meses. Tras una parada en la isla de Madera, el 1 de marzo llegaban a las proximidades del cabo Fear, en Carolina del Norte, donde los expedicionarios efectuaron un primer desembarco. Costearon luego hacia el norte, y el 17 de abril la expedición entró en la bahía que ahora se llama de Nueva York, descubriendo el río Hudson y la isla de Manhattan, y por eso el puente que cruza el estrecho entre Staten Island y Brooklyn lleva en su honor el nombre de Verrazano.
Verrazano exploró la bahía hasta convencerse que no era el paso del noroeste que estaba buscando; lo mismo hizo más tarde con la bahía de Narragansett, y siempre hacia el norte, llegó a Terranova. De allí, por haberse quedado sin víveres, partió para Francia, a donde llegó el 8 de julio de aquel año. Verrazano había dado el nombre de Nova Gallia a todos los territorios cuyas costas había recorrido, aunque muchos de ellos habían sido previamente visitados por los Cabot en su segundo viaje. Preparó una relación para el monarca describiendo aquella tierra, pero el rey, absorto en la guerra que mantenía contra España, no pudo volver su atención hacia las rutas y tierras del oeste hasta diez años después.
Se cree que entre 1527 y 1528 Verrazano costeaba de nuevo el continente americano, posiblemente esta vez por el sur, y que en la costa de Brasil fue capturado y comido por los indios. Otros dicen que se involucró en acciones de piratería y que fue apresado y ahorcado por los españoles.
En septiembre de aquel mismo año de 1524 partía otra expedición con el mismo destino: el paso noroeste. Estaba al mando del piloto portugués Estavao Gomes, o Esteban Gómez como se le llamaba en España, a cuyo servicio estaba desde hacía años. Tenía mucha experiencia como navegante, pues era un sobreviviente de la expedición de Magallanes y Elcano, que entre 1519 y 1522 había dado la vuelta al Mundo, y por ello fue elegido para llevar adelante esta empresa por el emperador Carlos I. Navegó directamente desde España a Norteamérica con una sola nave, y recorrió una parte enorme de la costa atlántica norteamericana, deteniéndose especialmente en la zona comprendida entre la bahía de Nagarransett —o quizá la de Buzzard— y el cabo Breton. Las noticias que nos han llegado de esta expedición son tan escasas que no se sabe si avanzaba de norte a sur o de sur a norte, pero el mapa de Diego Ribero de 1529 da fe de la extraordinaria extensión de sus exploraciones. Es seguro que costeó toda la zona que luego se llamó Nueva Inglaterra, que remontó el río Penobscot hasta el lugar que ahora ocupa Bangor, que descubrió un río, al que llamó San Antonio y que luego fue llamado Merrimac, y un cabo al que llamó de las Arenas, y ahora se llama cabo Cod. De vuelta a España, en agosto de 1525, envió desde La Coruña un mensaje al emperador, en el que con otras noticias del viaje le daba cuenta de que había traído consigo esclavos de Las Indias. Pedro Mártir de Anglería, humanista de la corte, cuenta que al correr esta noticia de boca en boca, se fue deformando hasta acabar en que Gómez había «traído clavo de las Indias» —el clavo es una de las especias que tanto buscaban los europeos— y que, por tanto, había encontrado el camino para llegar a ellas. Aunque no era así y aunque parte de las tierras descubiertas por Gómez lo habían sido ya por Verrazano, el viaje fue útil para apoyar las aspiraciones de España a estas tierras por derecho de descubrimiento. El ya citado mapa de Diego Ribero señala la zona situada sobre la actual Florida como la «Tierra de Ayllon», sobre ella aparece otra zona muy extensa, con el nombre de «Tierra de Esteva Gomes», y otra más al norte que llama «Tierra de Corte Real». A pesar de la importancia y amplitud de estas exploraciones, Pedro Mártir expresaba el sentir general de los españoles respecto a aquellos territorios: era hacia el sur y no hacia el norte helado por donde debían trazar su camino los que buscaban en el orbe nuevo su fortuna.