Según una teoría, ampliamente aceptada, los primeros pobladores de América fueron hordas cazadoras procedentes de Asia, que penetraron por el noroeste del continente americano en sucesivas oleadas durante la última glaciación (entre los 25.000 y los 10.000 años a.C.), y cuyo paso fue posible porque había entonces entre ambos continentes un puente terrestre, cubierto de nieve y hielo, que no desapareció hasta que los glaciales iniciaron su última retirada (unos 8.000 años a.C.). Sus descendientes fueron poblando lentamente todo el continente americano desde Canadá hasta la Patagonia. Cuando los encontraron los europeos, a finales del siglo XV, llevaban muchos milenios de aislamiento, durante los cuales habían desarrollado unas culturas propias y se expresaban en unas lenguas en nada parecidas a las que se hablaban en el Viejo Mundo. Incluso físicamente aquellos hombres presentaban y presentan bastantes diferencias con sus remotos antepasados asiáticos. La mayoría tienen, como ellos, la piel morena, el pelo negro y liso, los pómulos pronunciados, los ojos rasgados y los varones poca o ninguna barba; pero sus párpados no tienen el pliegue mongólico, sus facciones son más prominentes y su piel menos cetrina. Colón les llamo indios, porque estaba en la creencia de que había llegado a la India, y aun cuando pronto se demostró que estaba en un error y que esa denominación era impropia, los españoles continuaron llamando indios a los naturales de aquellas tierras, y por ese nombre se les ha conocido desde entonces.
En aquel enorme continente, los europeos encontraron unas sociedades a la vez homogéneas y diversas. Homogéneas, porque los indígenas presentaban algunos rasgos físicos comunes, y porque en el plano cultural ninguna nación había salido del paleolítico: no conocían la rueda, no trabajaban el bronce o el hierro, no habían inventado un alfabeto que plasmara sus palabras e ideas. A pesar de todo existía una gran diversidad, no solo por el gran número de naciones y pueblos existentes en tantas y tan dilatadas tierras, sino porque eran muy distintos sus niveles culturales, muy diferentes entre sí las lenguas que hablaban, y mucha la diversidad respecto al color de la piel (algunos muy oscuro, otros, podían pasar por blancos tostados por el sol), la estatura, corpulencia y facciones. En cuanto al nivel cultural, iba desde los que habían llegado a los umbrales de una civilización desarrollada, como los incas o los mayas, hasta los indios antillanos que iban desnudos y vivían de lo que la naturaleza espontáneamente les brindaba.
Puesto que existen algunos rasgos físicos comunes a todos los indígenas de América, etnólogos, antropólogos e historiadores han intentado encontrar unos rasgos psicológicos propios de esta raza. Fue muy corriente esta actitud entre los europeos recién llegados a América en el siglo XVI, sobre todo entre los cronistas de Indias españoles, que extrapolaban sus observaciones sobre el carácter de los indios con los que tenían contacto, a todos los indios, trazando de ellos un retrato psicológico por lo general nada halagüeño: indolentes, inconstantes, taciturnos, melancólicos, vengativos, cobardes, de poca capacidad intelectual, escasa memoria, y con una predisposición congénita para el robo, la mentira y la traición. Con ello tal vez intentaran justificar el trato despectivo que normalmente les dispensaban. En realidad es imposible encontrar rasgos psicológicos comunes a todos los indios americanos, y muy pocos o ningún punto de contacto se pueden encontrar entre los indios antillanos, débiles e inermes, y los audaces y fuertes guerreros de la llanuras norteamericanas, o entre los patagones y los aztecas, o entre los indios amazónicos y los iroqueses de los Grandes Lagos, por poner algunos ejemplos.
Una de las particularidades de la población del Nuevo Mundo era su escasa densidad. Se ha intentado, sin éxito, calcular el número de habitantes del continente americano a la llegada de los europeos. Había inmensos territorios despoblados o solo recorridos de vez en vez por tribus nómadas. Los desplazamientos se hacían en barcas, siguiendo el curso de los ríos, o a pie, porque no tenían caballos ni había otros animales de transporte y carga que los perros en América del Norte, y las llamas, en la del Sur.
Otra de las peculiaridades de la América precolombina es el gran número de familias ligüísticas y de lenguas, y las radicales diferencias entre unas y otras, hasta el punto de que pueblos vecinos y encuadrados en la misma área cultural hablaban lenguas tan diferentes como puedan serlo el alemán y el francés.
Se discute si el término «descubrimiento», que los españoles aplicaron, desde el primer momento, al hallazgo de aquellas tierras y a su toma de contacto con los nativos, es o no adecuado. Fue, efectivamente, un descubrimiento y además un descubrimiento por ambas partes; porque Europa descubría unas tierras y unos seres humanos cuya existencia ignoraba, y los indígenas americanos también descubrían a unos hombres distintos a ellos, pálidos, barbudos, extra-ñamente armados y vestidos, con lenguas y costumbres no menos extrañas.
Hay una tendencia muy difundida a presentar el mundo precolombino como el jardín del Edén, un paraíso en el que los nativos vivían pacíficos y felices, sin rivalidades, sin ambiciones y sin más necesidades que las de conseguir alimento, que era tarea fácil en aquellas tierras fecundas. La realidad es que multitudes de aquellas gentes, sobre todo en Meso y Sudamérica, vivían sometidas a unos caciques, jefes, o reyezuelos arbitrarios y despóticos; temerosos de las visiones, interpretaciones, augurios y profecías de sus sacerdotes, chamanes u hombres medicina, y de los ritos sangrientos que exigían unos dioses crueles; pueblos enteros recurrían a la coca para soportar el cansancio, el miedo y las demás penalidades de su vida; algunos pueblos de América del Sur eran caní-bales; en las constante guerras entre tribus los prisioneros eran sacrificados o reducidos a la esclavitud; la mortalidad infantil era muy alta, y las comunidades que vivían en las tierras más pobres llevaban una vida miserable.
Con todo, los indios, fuera cual fuera su nación o tribu, que vivieron la experiencia del encuentro con aquellos «hombres distintos», y del cambio que supuso la presencia de los blancos, sentían una gran nostalgia de su vida anterior. Y es que su vida cambió radicalmente -y para peor- tras la llegada de aquellos hombres duros, impacientes, autoritarios y codiciosos, que además eran portadores, sin saberlo, de enfermedades ante las que los indios no estaban inmunizados y que, en ocasiones, destruyeron tribus enteras. Así es que el primer contacto solía ir seguido de desconcierto, desórdenes, enfermedades y muertes, sin que influyera para nada la reacción de los indígenas ante los hombres de las caras pálidas, que algunas veces fue recelosa e incluso de abierta hostilidad, pero otras, las más frecuentes, fue de curiosidad y de admiración.
Los primeros pobladores de Canadá y Estados Unidos por lo general eran más fuertes, altos y robustos que los de Meso y Sudamérica, y también más belicosos y agresivos, pero al igual que ellos, eran poco numerosos, se cree que apenas alcanzaban los dos o tres millones de personas pertenecientes a unas cuatrocientas naciones y tribus, las cuales a su vez pueden encuadrarse en grandes familias, linajes o grupos étnicos, que se han podido identificar porque sus idiomas correspondían a la misma familia lingüística.
Estos son los principales grupos étnicos:
—Algonquino, el más numeroso y extendido, sus numerosas tribus poblaban la costa atlántica desde el Labrador hasta Virginia (micmacs, abnakis, massachusetts, mohegans, narragansetts, penobscot, pequots, wampanoags, delawares, powhatans, shawnees, entre muchos otros), más algunas que habían emigrado a los grandes lagos (crees), y aún más al oeste (cheyennes, arapahoes y blackfeet o pies negros).
—Atapasco: tribus vivían en Alaska y norte de Canadá (dogrib, kutchin y sarsi, entre otras), más algunas que habían emigrado hacia el sur (apaches y navajos).
—Iroqués, grupo fuerte y guerrero, que habitaba en el valle del San Lorenzo y en las tierras que ahora ocupa el actual estado de Nueva York (mohawks, oneidas, onondagas, cayugas y senecas), cuando los blancos los encontraron estaban confederados en la llamada Liga de las Cinco Naciones), del mismo grupo étnico formaban parte sus vecinos y enemigos los hurones, y otras tribus que habían emigrado hacia el sur (tuscaroras y cheroquees).
—El gran grupo étnico Siouano, que se extendía por partes de los actuales estados de Dakota del Norte y del Sur, Iowa, Wisconsin y Minnesota, Wyoming, Montana y Missouri, y al que pertenecían las numerosas bandas de los sioux o dakotas, y otras muchas tribus (omahas, osages, winnebagos, crows, catawbas, entre otros).
—Muskogeano, cuyas tribus se situaban en el valle del Tennessee y otros territorios del sudeste (choctaws, chickasaws, creeks).
—Caddoano, tribus que poblaban las riberas del río Brazos, en Texas y Arkansas, y del Red River, en Louisiana (caddos), más algunas tribus que habían emigrado hacia el norte (pawnees, aricaras, wichitas).
—Shoshon, de la familia lingüística uto-azteca, pobladores de la Gran Cuenca, más algunas tribus, que eran ramas desgajadas de ellos y que habían emigrado hacia el sur (utes, hopis y comanches).
—Yuma, asentado en partes de California y en las riberas del Colorado. —Penutiano de la costa del Pacífico (yokuts, maidus, miwoks, wintuns).
Existían además otros grupos menores como el Kutenai, Salishano, Nadené, Wakashano, y algunos otros pueblos cuyos lenguajes no se han podido encuadrar en ninguna de las familias lingüísticas norteamericanas.
Sin embargo, como el pertenecer a un mismo grupo étnico y tener idiomas con raíces comunes eran menos determinantes en la vida y la cultura de los pueblos que la pertenencia a un mismo entorno, a los indios se les suele clasificar en áreas culturales, que a su vez se identifican con las zonas geográficas que poblaban.
—El área cultural ártica, a la que pertenecen los esquimales o inuits y los aleuts, habitantes de la zona que comprende las costas del océano Glacial Ártico de este a oeste, y la parte norte de Alaska. Ambos pueblos presentan rasgos físicos y culturales muy diferentes al resto de los nativos americanos por haber entrado en América procedentes de Siberia muchos siglos después (entre los 3000 y 1000 años a.C.).
—El área cultural subártica o de la taiga, que se extendía, de costa a costa, por todo el Canadá, excepto sus extremos más septentrionales y meridionales. Tierra de largos y duros inviernos, llena de lagos, lagunas y ríos, de abundante caza, era la cultura propia de varias tribus algonquinas y atapaskas, nómadas y cazadoras.
—El área cultural de los grandes bosques de noreste, que se extendían bajo la parte oriental de la zona subártica y estaban limitados al oeste por el Missisipi; por el interior se extendían desde los Grandes Lagos hasta los actuales estados de Virginia, Tennesse y Kentucky, y por la costa, desde Nueva Escocia hasta Carolina del Sur. En esta zona vivían los iroqueses y muchas tribus algonquinas, todas sedentarias y cazadoras, aunque también practicaban una agricultura de subsistencia basada en el maíz, judías y calabazas, además del tabaco.
—El área cultural del sudeste era propia de muchas naciones y tribus de ascendencia muskogeana, aunque también las había de ascendencia siouana (catawbas, yuchis), iroquesa (cheroquees) y desconocida (timucuas, chitmachas, natches). Eran agrícolas y sedentarias, aunque practicaban la caza y la pesca cuando se les presentaba la ocasión. Poblaban los actuales estados de Florida, Georgia, Carolina del Sur, las zonas no costeras de Carolina del Norte y Virginia, Alabama, Misisipi y Louisiana.
—En la parte central de Norteamérica, entre el Misisipí y las Montañas Rocosas se extienden las grandes llanuras, entonces cubiertas de altas hierbas, en las que se alimentaban enormes manadas de búfalos, por lo que también se la ha llamado la cultura del búfalo. Las naciones y tribus que la poblaban eran cazadoras y nómadas, aunque algunas habían sido sedentarias hasta que se posesionaron del caballo en el siglo XVIII; vivían en tiendas cubiertas con pieles de búfalo, y se las considera el arquetipo de los pieles rojas (sioux, crows, osages, iowas, cheyennes, pies negros, arapahoes, pawnees, comanches y kiowas, entre otros), pertenecían a varios grupos étnicos y hablaban lenguas de familias distintas, aunque se entendían entre ellos con el lenguaje de los signos.
—El área cultural de la Meseta del Columbia, entre las Montañas Rocosas y la Sierra de las Cascadas, una zona pobre en lluvias pero abundante en ríos con mucha pesca, era la propia de varias tribus penutianas, kutenais y salishanas, pescadoras y recolectoras, que no practicaban ningún tipo de agricultura.
—Al sur de la Meseta se extiende la zona semidesértica de la Gran Cuenca, de temperaturas extremas, cuyo punto culminante en sequedad y aridez es el Valle de la Muerte, en el sudeste de California. En esta área vivían, en condiciones muy duras, los pueblos de ascendencia Shoshon y de familia lingüística Uto-azteca (shoshones, utes, paiutes y bannoks), que se alimentaban de la poca caza que encontraban, y de insectos, semillas y sobre todo de raíces, que conseguían excavando la tierra, por lo que los blancos los llamaban los «cavadores».
—El área cultural del Suroeste, se extendía por los actuales estados de Nuevo México, Arizona y parte de Texas. Muchas tribus, a pesar de la aridez del suelo y la escasez de lluvias eran agrícolas y sedentarios, entre ellas estaban los únicos indios que vivían en casas de piedra y barro (los indios pueblo), aunque otros eran nómadas, cazadores y recolectores (apaches y navajos)
—El área cultural del Noroeste. Esta zona que se extiende desde las costas de Alaska hasta las de California es muy lluviosa y abundante en agua, en bosques, en recursos y alimentos, encuadraba una serie de pueblos de diferente ascendencia, que vivían en grandes casas de madera, trabajaban muy bien este material, se alimentaban preferentemente de pescado y no cultivaban.
—El área cultural de California estaba integrada por muchos pueblos de diferente ascendencia y que hablaban muchas lenguas (se han identificado más de 100). La tierra, a pesar de la escasez de lluvias, era abundante en recursos, y el clima suave. Eran pueblos cazadores y recolectores que nada sembraban, excepto tabaco, y cuyo alimento principal era la bellota reducida a harina.
Bajo los elementos esenciales y comunes de estas grandes áreas culturales, en cada nación y en cada tribu subyacían los rasgos propios de sus respectivos grupos étnicos.
A pesar de las grandes diferencias existentes entre las diferentes naciones y tribus norteamericanas, en casi todas, había una estructura social que concedía a los clanes (grupos de familias emparentadas por línea materna) una importancia semejante a la de la propia familia. Las comunidades estaban gobernadas por jefes, y era frecuente que existiera un jefe civil y un jefe de la guerra. Generalmente eran religiosos y profesaban un gran respeto a sus sacerdotes o chamanes u hombres medicina; muchos creían en un gran espíritu creador y en dioses menores, que identificaban con las fuerzas de la naturaleza o con algunos animales, también creían en la existencia de un lugar feliz al que iban los espíritus de los muertos. Casi todos se vestían con pieles, que curtían maravillosamente, y gustaban de pintarse y tatuarse el cuerpo y la cara. Tenían profusión de ceremonias en las que invocaban a sus dioses con cánticos y danzas, o con las que celebraban los acontecimientos importantes ocurridos en la comunidad. Respetaban a la Naturaleza, de la que tomaban solamente lo necesario para subsistir. La tierra no era de propiedad privada, sino comunal, incluso en las tribus sedentarias y agrícolas. En la guerra, para la que se pintaban de manera especial, eran maestros en el arte de las razias y guerrillas, pero no soportaban las situaciones bélicas prolongadas porque carecían de organización logística y tenían que abandonar la lucha para cazar y alimentarse. No guerreaban de noche ni durante el invierno, atacaban profiriendo gritos espantables, escalpaban [arrancar la piel de la cabeza con el cabello adherido] a las víctimas y solían ser muy crueles con los prisioneros.
La guerra, la caza, la pesca, la participación en los ceremoniales religiosos y en sus largas reuniones tribales, eran prácticamente las únicas ocupaciones de los varones indios. Las mujeres curtían las pieles, cultivaban la tierra, recolectaban sus cultivos y las plantas silvestres, acarreaban la leña y el agua, tejían mantas, esteras, telas y cestos, confeccionaban zapatos y vestidos, encendían y mantenían el fuego, preparaban las comidas y criaban a los hijos. El desigual reparto de tareas comenzaba desde la infancia, los niños varones tenían una niñez feliz y desocupada, jugando la mayor parte del día, pero las niñas permanecían junto a las madres ayudándolas en sus quehaceres. Aunque la antropóloga india Bea Medicine se ha esforzado en presentar a la mujer india como más avanzada que la europea de su misma época, la realidad es que muchas tribus practicaban la poligamia y que las mujeres realizaban los trabajos más duros de la comunidad.
Al producirse los primeros contactos con los blancos, los pieles rojas generalmente no se mostraban hostiles con ellos. Cuando reaccionaban con odio y violencia, era más que probable que se debiera a que ya se habían tropezado con otros blancos que los habían maltratado (con cazadores de esclavos, sobre todo), pero solían ser amistosos con los que realmente eran sus primeros visitantes.
Los indios, al ver a los blancos tan seguros de sí mismos, tan ricos en objetos preciosos, y que además eran dueños de unas armas tan eficaces, seguramente pensaron: he aquí unos seres extraordinarios que vienen de un mundo situado al otro lado del mar y con los que es conveniente estar a bien; y su segundo pensamiento probablemente fue: estos hombres poderosos me pueden ayudar a librarme de mis enemigos. Porque lo cierto es que la mayoría de las tribus odiaba a sus vecinos y guerreaba constantemente con ellos para saquear sus almacenes de víveres, o para hacer esclavos, o para impedir que los otros hicieran lo propio con ellos. La conquista de América por los blancos hubiera sido imposible si hubiera existido un sentimiento de solidaridad entre las naciones aborígenes y éstas se hubieran unido contra los invasores extranjeros. Por el contrario, no solo permanecían impasibles cuando los blancos atacaban a sus vecinos, sino que les ayudaban a exterminarlos, y nunca se dio el caso de que los blancos atacaran a una tribu sin que alguna otra tribu no colaborara con ellos en esta empresa.