Señora, ved aquí a Lanzarote —dice el rey—, que viene a veros.
Ello habrá de agradaros sobremanera.
La mítica reina Ginebra es una de las principales protagonistas del ciclo artúrico y, sin duda, la reina infiel por antonomasia. La leyenda la hace, además, culpable de la caída del reino de Camelot como castigo a su infidelidad. Es, por tanto, mucho más que un mito. Es un arquetipo. Al igual que Eva o Helena de Troya, Ginebra es «la mujer» a la que se supone débil por naturaleza. De ahí que con sus acciones irresponsables arrastre a la perdición a hombres y reino. Responde pues a una concepción de lo femenino que la historia ha demostrado totalmente falsa pero que ha marcado a las mujeres a lo largo de los siglos.
El ciclo artúrico forma parte de la llamada «Materia de Bretaña» una historia legendaria de ámbito sajón que recoge leyendas celtas y bretonas. Se escribió en el siglo XII con el propósito de espolear el sentimiento patriótico británico pero no tardó en difundirse por el norte y el centro de Europa gracias, entre otras, a la obra de Chrétien de Troyes, el creador de la novela europea, quien en su libro Lanzarote ou le chevalier de la charrette narra la historia del caballero Lanzarote y sus amores con la reina Ginebra .
Ginebra fue, según explica la leyenda y narra Troyes, hija del rey Leodegrance de Cameliard. Una mujer bellísima que se desposó con el rey Arturo de Camelot. Tras apalabrarse el compromiso, Arturo encargó a su fiel caballero Lanzarote del Lago, uno de los Caballeros de la Mesa Redonda, que viajará hasta el lejano Cameliard para recoger a su joven prometida y traerla a su lado.
Con lo que el monarca, ya anciano, no contaba es que la pasión no conoce reglas. Entre Ginebra y Lanzarote, ambos jóvenes y encantadores, nació una irresistible atracción amorosa. No obstante, dama y caballero fueron lo suficientemente leales a sus compromisos para resistirse a ese amor recién nacido y el trayecto se desarrolló tal como estaba previsto. Así pues, una vez en Camelot, Ginebra y Arturo contrajeron matrimonio, Lanzarote asistió al real enlace y todo adquirió visos de normalidad. Lo que no entraba en el guion previsto era que, una vez celebrados los esponsales, Lanzarote partiera a un largo viaje en busca del Santo Grial. Una inesperada decisión que se debió tanto al propósito de redimirse de su ina propiado deseo como a la confianza en que la distancia le ayudaría a olvidar a su amada.
Poco tiempo después, asuntos de gobierno reclamaron a Arturo lejos de la corte. Aprovechando su ausencia, Melegant, rey de un país vecino enemigo de Camelot, raptó a Ginebra y la recluyó en un castillo al que solo podía accederse atravesando un puente sembrado de trampas mortales. Ninguno de los valientes caballeros de la Tabla Redonda se atrevió a acudir al rescate de Ginebra. Solo Lanzarote lo hizo. Salvando múltiples peligros, consiguió llegar hasta Ginebra y, tras luchar con Melegant, le mató en un terrible combate del que salió malherido.
De regreso a la corte, la propia Ginebra curó las heridas de Lanzarote. No contaban con que la intimidad iba a vencer todas sus resistencias. Y, en el mismo lecho del enfermo, consumaron su amor.
No fueron suficientemente discretos. Al regreso de Arturo, tanto el mago Merlín como otros miembros de la corte avisaron al monarca del romance entre Lanzarote y la reina. Arturo, contra lo que esperaban, no se dejó llevar por la ira. Para desespero del resto de caballeros de la corte que vieron en la traición de la reina la oportunidad de desplazar a Lanzarote del favor del rey, Arturo quiso reflexionar hasta pensar que decisión tomar.
Pero los enemigos de los amantes se le adelantaron. Sometieron a Ginebra a una estricta vigilancia hasta sorprenderla con Lanzarote e hicieron pública la infidelidad de la reina. El monarca, obligado por el código de honor caballeresco, hubo de acusar de adúltera a Ginebra, la sometió a juicio y, de acuerdo con las leyes, fue condenada a la hoguera.
Al saberlo, Lanzarote que había conseguido huir, regresó a Camelot a rescatar a su amada. Lo consiguió pero fue tras una dura batalla en la que murieron muchos de los caballeros de la Tabla Redonda defensores del rey. Tantos que, finalmente, Arturo y Lanzarote se encontraron frente a frente. Ambos bajaron las armas. La amistad era más fuerte que la ofensa.
Después de parlamentar, acordaron una tregua. Lanzarote juró que renunciaría al amor de la reina y partió lejos de la corte, donde permanecieron Arturo y Ginebra. Poco después, el caballero Mordred y sus seguidores se enfrentaron a Arturo al que acusaban de ser excesivamente indulgente y traicionar con ello las reglas de la caballería. De las palabras se pasó a las armas y, en plena batalla, el monarca resultó mortalmente herido.
Ginebra, consciente de que su ligereza había causado la discordia en el reino, renunció a todos sus bienes e ingresó en un convento a fin de expiar su culpa. Años después, Lanzarote retirado en sus posesiones, sintió la llamada de Ginebra. Corrió a su encuentro y cuando llegó al monasterio donde estaba recluida supo que acababa de morir. Pidió ver a su amada y al encontrarse frente al cadáver, se desplomó. La leyenda asegura que fueron enterrados en una misma sepultura. La muerte les concedió lo que la vida les había negado.