2. IGNACIO DE LOYOLA, DE LA SORBONA A ROMA

1. El Estado Moderno

Para comprender la gestación de la Compañía como organización al servicio del pontífice es necesario tener en cuenta los factores que fraguaron la modernidad. En el siglo XV se había registrado el afianzamiento de las monarquías frente al imperio, al papado y a las noblezas feudales.

La nueva fórmula estatal, sustentada en la concentración del poder en manos del rey, se basó en un ejército permanente, una burocracia que controlaba la administración y una diplomacia estable. Esta organización implicó la fusión de territorios geográfica o históricamente afines. La monarquía autoritaria consiguió establecerse de un modo firme en España, Francia, Inglaterra y Portugal, ni Alemania ni Italia lograrían unificarse hasta 1870.

El ejército pasó de ser señorial a estatal, aunque buena parte de sus efectivos eran mercenarios, que no luchaban por la patria sino por adquirir la soldada. A medida que fue avanzando la Edad Moderna, los ascensos se fueron asociando más a los méritos profesionales que al origen social de los individuos y la artillería adquirió un notable desarrollo.

El sistema polisinodial hace referencia a la forma de gobierno basada en consejos (territoriales y temáticos en el caso de la monarquía hispánica: Consejo de Castilla, de Hacienda, etc.), encargados de asesorar al soberano. La burocracia se fue jerarquizando y especializando para desempeñar con eficacia las directrices emanadas desde el poder. En su mayoría, estos secretarios formaban parte de la nobleza media y baja y de la burguesía letrada.

En la diplomacia sobresalieron dos categorías: los embajadores (enviados con una misión precisa, para representar a su país y al rey) y los cónsules (portavoces de los intereses de un grupo de determinada nacionalidad residente en el extranjero), sin poder olvidarnos del subterfugio del espionaje. Solo el monarca bien informado podía ver reducida la incertidumbre en la toma de decisiones y la frontera mediterránea fue el escenario privilegiado de los agentes dobles y del lenguaje de los embozados bajo las capas.

2. Las nuevas órdenes

La espada y la cruz andaban de la mano, de ahí que si era necesaria una nueva articulación del poder político, no resultaba menos preciso el purificar los hábitos religiosos. El espíritu que impulsó la fundación de la Compañía fue la necesidad de renovación interior de la Iglesia. El universo católico sufría el desprestigio provocado por la simonía y la relajación moral de algunos de sus miembros. Durante el siglo XVI, paralelamente a la eclosión de la Reforma, Carlos V y su hijo Felipe II quisieron una Iglesia mejor, pero también más suya que de Roma. En este sentido es en el que el historiador alemán Leopold von Ranke consideraba que la Contrarreforma no era una reacción frente a los protestantes sino un esfuerzo por mejorar la institución y volver a la pureza evangélica.

Ya Isabel y Fernando dieron pasos en esta línea, consiguiendo crear colegios de formación sacerdotal, la instauración del patronato regio, que implicaba la subordinación del clero a la monarquía, y la materialización del derecho de presentación de obispos en una coyuntura histórica en que la sede romana estaba ocupada por pontífices pro-españoles y las embajadas hispanas (conde de Tendilla, 1486, conde de Haro, 1493) eran prontamente atendidas. Asimismo, los monarcas que conquistaron Granada lograron una posición de preeminencia en el Nuevo Mundo mediante las bulas alejandrinas que legitimaban la conquista en clave evangelizadora.

Frente a los desmanes de la Baja Edad Media —con Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal, como padre de tres hijos— surgió desde dentro un anhelo de limpieza. No era redundante sino necesario el exigir que todo prelado debiera ser célibe y honesto, además de parecerlo. A la vez, la corriente del rigor animada por los principios de búsqueda de la sabiduría, que sustentaban el Renacimiento, llevó a la aparición de congregaciones de observancia acordes con la clausura prieta. Francisco Jiménez de Cisneros, como provincial, aparte de arzobispo de Toledo y confesor de Isabel, fue el principal impulsor de la reforma franciscana, en la que casi resultaron absorbidos al completo los conventuales por los observantes. También avanzaron por esta línea las comunidades de dominicos y agustinos.

En este clima de autocrítica eclesial, en 1540 Paulo III, el papa Farnese, aprobó la Compañía de Jesús con la bula Regimini militantes Ecclesiae como explicaremos detenidamente. En 1562, en Ávila para ser más exactos, del tronco de los carmelitas, una orden que no se había reformado, surgió la rama de descalzas con un grupo de mujeres orantes. Gracias a Teresa de Jesús comenzó la expansión por conventos pobres. Iniciada la reforma, el provincial se volvió atrás. Dice la tradición que la santa se lo reprochó. «Es que ahora soy superior provincial», repuso él. Retiróse Teresa y en voz baja exclamó: «Dios los llama para santos y en provinciales se quedan». Fue apoyada por el franciscano san Pedro de Alcántara y el dominico Domingo Báñez, quien le consiguió autorización del papa Pío IV, estableciéndose en el convento de San José de Ávila (1563). La nueva regla buscaba retornar a la vida sencilla centrada en Dios como la de los primeros eremitas del Monte Carmelo:

Venida a saber los daños de Francia de estos luteranos… fatiguéme mucho… lloraba con El Señor y le suplicaba remediase tanto mal… Y como me vi mujer ruin e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor…, así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo.

También Teresa tuvo que afrontar toda clase de dificultades y persecuciones. Pasó cinco años de reclusión en Toledo, donde redactó Las fundaciones y se convirtió en maestra de vida espiritual sin pretenderlo. Como confiesa en el prólogo de El libro de la vida, escribía por obediencia: «¿Para qué quieren que escriba? Escriban los letrados, que yo soy una tonta y no sabré lo que digo; que me dejen hilar mi rueca, que no soy para escribir».

Surgiría además la comunidad de frailes descalzos (congregación masculina fundada por una mujer). Su adalid, san Juan de la Cruz, acabaría en la cárcel conventual de Toledo por la dura resistencia de los calzados. Fueron largas horas de noche oscura en una mala posada, pero el problema se zanjaría con la intervención en 1580 de Felipe II, que acabaría por marcar una divisoria en el Carmelo en función de la nacionalidad. De hecho cuando, a finales de la centuria, los descalzos se propusieron salir de la Península Ibérica tuvieron que hacerlo separándose de los españoles con una nueva congregación, la italiana, protegida por el papa.

En el resto de Europa hubo igualmente fundaciones. Con León X (1513-1521) surgiría en Roma el Oratorio del Divino Amor, como hermandad de clérigos y seglares fervorosos cuyo fin era difundir la comunión frecuente, cosa desconocida hasta entonces. Los impulsores fueron los cardenales Pedro Caraffa, Sadoleto y Cayetano Thiene. Estos grupos de oración se extendieron por Génova, Vicenza y Venecia. Nacería así la orden de los teatinos (Caraffa era obispo de Theate). Su vida sacerdotal íntegra se extendió rápidamente, hasta tal punto que santa Teresa recomendaba: «sed amigos de los teatinos».

Un santo dulce, también italiano, fue Felipe Neri. Desde joven decidió que confiaría solo en Dios, no en las riquezas y, siendo laico, pronunciaba hermosos sermones para los niños de la calle. Recibió el don de la alegría, en 1548 fundó la Confraternidad de la Santísima Trinidad para atender a los peregrinos y desvalidos que llegaran a Roma. Fue ordenado sacerdote en 1551. Animaba a la población a visitar a los enfermos en los hospitales, una de sus preguntas favoritas era: «amigo, ¿y cuándo vamos a empezar a ser mejores?».

Y en 1535 Santa Ángela de Mérici, cuya festividad se celebra cada 27 de enero, fundó en Brescia las Ursulinas, la primera congregación religiosa femenina enteramente entregada a la educación de niñas y jóvenes. Fue otra Compañía, aunque en este caso de santa Úrsula, en honor a la mártir del siglo IV.

El antropocentrismo humanista

En la época en la que los Médicis propiciaban el esplendor de la cultura florentina, el hombre volvió a ser tomado como patrón de medida y, jugando a Demiurgo, sopesó los entes desde su romana. Cautivado por la entelequia del individuo que aspira a ser Dios, en esta segunda edad dorada de la reflexión filosófica, el humanista Manetti aseguraba que «nuestras son, es decir humanas, puesto que han sido elaboradas por los hombres estas cosas que vemos: todas las casas, todas las ciudades, todos los edificios. Nuestras son las pinturas, nuestras las esculturas, nuestras las artes, nuestras las ciencias, nuestra la sabiduría».

Desde el siglo XV un movimiento cultural nacido en ciudades italianas se extendería por toda Europa. El antecedente se encontraba en Petrarca y Boccaccio que, en la centuria anterior, iniciaron el proceso de recuperación de la herencia de la Antigüedad, buscando manuscritos, traduciendo al latín las obras de autores griegos y componiendo otras, como el Cancionero y el Decamerón respectivamente.

La recuperación del saber de la Antigüedad fue uno de los estímulos del siglo XVI. El principal descubrimiento fue el de la obra de Platón ya que, en la Edad Media, la memoria del pensamiento griego se reducía al aristotelismo. Además, se sacó del olvido la obra científica de Pitágoras, Ptolomeo y Euclides, la poesía de Hesíodo y Homero, el teatro de Aristófanes, Esquilo, Eurípides, etc., y la historia de Heródoto, Tucídides y Jenofonte. Los poetas, moralistas e historiadores latinos (Virgilio, Séneca, Marco Aurelio…) también vieron restituida su fama.

El afán de resucitar la cultura clásica ensalzó el antropocentrismo, frente al teocentrismo del Medievo. Así lo expresaría Pico de la Mirandola en De dignitate hominis (1486): «Leí en los libros de los árabes que en el mundo no se puede ver nada más admirable que el hombre».

Esta consideración de la persona como objeto principal de preocupación e interés cristalizó en los intelectuales del Humanismo y se sucedieron las transformaciones en todos los órdenes, desde el arte a la política. También Ignacio pondría en la diana de sus predicaciones a la persona que, mediante la reflexión, había de tomar consciencia de su imbricación con los planes de Dios.

3. Siete años en París

En este ciclo cambiante, de formas de gobierno de nuevo cuño y de liberalización, en cierto modo, de la reflexión sobre Dios como patrimonio de los teólogos, es en el que Íñigo decide marcharse de Castilla. Al seguir importunándolo las fuerzas inquisitoriales, en 1528 partió a Francia. Quería estudiar en la universidad más célebre, la Sorbona, porque para ayudar a la gente, tenía que aspirar a la mejor formación y, de este modo, se incorporó al colegio de Santa Bárbara.

Como todo estudiante tenía que buscar habitación donde pernoctar, compartió cuarto con el saboyano Pedro Fabro y con el navarro Francisco Javier (luego también santos), a los que después ganó para el servicio de Dios mediante los Ejercicios. Le costó bastante convencer a Javier, fue una partida de dados con un maravilloso resultado para las dos partes. Con 19 años el navarro había sido enviado a París, donde estudiaba letras, filosofía y teología. Lo esperaba una pingüe canonjía en el obispado de Pamplona.

Pero con la llegada de Íñigo y su instalación en el colegio de Santa Bárbara se trastocarían sus planes. En ese instante, Javier era un ídolo universitario, con buenas calificaciones, sobresaliente en las carreras deportivas y rico en amigos. Algunos colegas se escapaban de noche para ir de prostitutas, él mismo confesaría no seguirlos por miedo al mal francés (la sífilis, a la que los franceses llamaban mal español). «Javier, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?», le preguntaba Íñigo parafraseando la cita evangélica. También trataba Loyola de favorecerlo económicamente consiguiéndole clases particulares que impartir, habida cuenta de sus dotes intelectuales. Luego se sumaron otros muchachos que habían sentido personalmente el amor de Dios y estaban decididos a dar un giro a sus vidas. Las experiencias fuertes hermanan y esta amistad se haría eterna.

Íñigo, el estudiante tardío, trabajó sin descanso y con provecho, tanto que el 13 de marzo de 1533 consiguió la licenciatura en Letras y, dos años después, el diploma de Artes, bagaje que le permitió esbozar las bases de la Compañía.

En ese año entraron en París Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla y Simão Rodrigues, que se unieron a la pandilla. Viajaron por Flandes y por Inglaterra a fin de conseguir apoyos. Disfrutaban estando juntos, gozaban haciendo planes, eran felices compartiendo ideas. Manifestaba Íñigo su deseo de que todos peregrinaran a la vez a Jerusalén, les narraba la emoción que sintió al caminar por los mismos lugares por los que anduvo Jesús. Con la trayectoria por Alcalá y Salamanca, les advertía que primero debían acabar sus estudios para que nadie les impidiera explicar la doctrina. Concluían aquellos que, cuando fueran maestros en Teología, viajarían a Tierra Santa y se quedarían allí. «Si nos dejan», los prevenía Íñigo. En tal caso, irían a Roma a ponerse a disposición del papa para que los enviara adonde creyera más conveniente.

El 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción de la Virgen, los siete se dirigieron a la capilla de los Mártires, en la colina de Montmartre. Esa luminosa jornada de agosto pronunciaron tres votos: pobreza, castidad y compromiso de peregrinar a Jerusalén. Pedro Fabro, el único sacerdote del grupo, les dio la comunión en este cenáculo improvisado. Acabada la ceremonia, salieron de la cripta para celebrar, cerca de la fuente, una entrañable fiesta campestre. Habían sellado un pacto de simpatía y servicio a Dios. No podían adivinar, ni en sueños, hasta dónde podría llevarlos esta generosa y juvenil promesa.

4. La institucionalización de la Compañía

Cuando Íñigo comenzó a pagar con su salud los excesos en la pobreza y las penitencias, los compañeros, de acuerdo con el médico, lo forzaron a que hiciera una cura «de aires natales», pues necesitaba reponerse y convinieron en que lo mejor era volver por un tiempo a su tierra. Acordaron que se reunirían en Venecia dos años más tarde para intentar el viaje a Jerusalén.

Después de 13 años Íñigo regresaba a Loyola. El hombre que entraba en Azpeitia en 1535 era muy distinto al que conocían sus paisanos. En contra del parecer de su hermano Martín, se hospedó en el albergue de los pobres, dedicándose a enseñar el catecismo a los niños y a arreglar algunos abusos morales que eran notorios, entre ellos el de su propio hermano que tenía una amante. Íñigo vivía pobre y socorría con sus consejos a los marginados: mendigos, enfermos, apestados y retoños abandonados. Decían que era hábil para componer voluntades.

Pasó por Obanos (Navarra), Almazán (Soria), Sigüenza (Guadalajara), Ma drid, Toledo, Segorbe (Castellón) y Valencia, entre otras ciudades. A los tres me ses, en octubre, se embarcó para Génova, desde donde pasó a Venecia y, mientras esperaba la llegada de sus compañeros de París, fijada para 1537, completó los estudios de Teología.

Después de la escena de Montmartre, se adhirieron tres jóvenes franceses: Claudio Jayo, Juan Coduri y Pascasio Broët. Los diez se juntaron en Venecia y predicaron en el norte de la península italiana a la espera de embarcarse hacia Jerusalén. Con entusiasmo preparaba Íñigo su segunda visita a la capital judaica, pero la guerra entre venecianos y turcos hizo infranqueable la ruta a Tierra Santa. Aquel año no zarpaba ninguna nave de peregrinos y, como tenían previsto, trocaron el destino asiático por Roma.

La iglesia de Saint Pierre en Montmartre

La leyenda dice que fue fundada por San Dionisio de París, en el siglo III. Sin embargo, en el lugar se han encontrado escasas señales de ocupación galo-romana, al margen de las numerosas intervenciones posteriores. Theodore Vacquier, el primer arqueólogo municipal, identificó los restos de los muros de piedra del antiguo Templo de Marte. Del dios de la guerra, Montmartre tomó el nombre.

En el siglo IX, el primitivo templo era una parada obligada para los peregrinos en el camino de la basílica de Saint-Denis, que pertenecía en 1096 al conde de Melun. Luis VI compró la iglesia en 1133, a fin de establecer en ella un convento benedictino, y así se reconstruyó el hito merovingio. Fue consagrada de nuevo por el papa Eugenio III en 1147, en una ceremonia real en la que Pedro, el abad de Cluny, y Bernardo de Claraval, el del Císter, actuaron como acólitos.

Al asistir a la iglesia de Santa María de Montserrat los españoles que habitaban en Roma, Ignacio frecuentaba el templo, allí pronunció el primer discurso en los lares itálicos, dejándolos asombrados. Junto a la predicación, otro de los objetivos de la Compañía era la enseñanza y, rodeado de niños, les explicaba la doctrina en la plaza de Campo dei Fiori.

Ignacio y los suyos se acercaron a un grupo social en extremo desamparado que era el de los hijos de familias precarias que vagaban por las calles expuestos a todos los golpes de la miseria. La misma atención prestaron a los menesterosos, sobre todo en el duro invierno de 1538. Afirmaba un miembro de la Compañía que «la casa estaba tan llena de indigentes y enfermos que ya no cabían más porque llegaban hasta trescientos y cuatrocientos».

Desde su estancia en Barcelona, Ignacio quiso ofrecer su consejo y ayuda a las meretrices. En la Roma renacentista donde se afincó la lozana andaluza el número de mujeres que malvivían de la prostitución era extraordinariamente largo. Un reducido número pertenecía a las denominadas cortigiane onorate. Para liberarlas abrió un hogar de acogida que se llamó Casa de Santa Marta.

En otoño de 1537 se ordenaron todos los amigos y celebraron la primera misa, excepto Ignacio, pues confiaba en decirla en la Tierra de Jesús. Luego Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecerse al vicario de Cristo, y los demás se dispersarían por las ciudades italianas. Antes de separarse decidieron que, si alguien les preguntaba quiénes eran, responderían: «compañeros de Jesús». Es el nombre que les pareció más adecuado, pues su ideal era parecerse a los apóstoles, viviendo juntos en desprendimiento y fraternidad.

Como Constantino en vísperas de la batalla de Puente Milvio (cuando atisbó en el cielo del año 312 un símbolo resplandeciente —el crismón—, el cual lo animó a entrar con brío en la lucha que pondría el Imperio en sus manos), el guipuzcoano tuvo una visión de la Trinidad, episodio que repercutiría notablemente en la fundación, pues a partir del trance le quedó aún más claro que el grupo de amigos sería el de los «compañeros de Jesús». Todavía siguió a vueltas con el Santo Oficio, en Roma le llegó una nueva acusación, no siendo declarado inocente hasta el 18 de noviembre de 1538.

A unos 15 kilómetros de la antigua capital del Imperio, Ignacio tuvo otra profunda experiencia espiritual. Orando en la capilla de la Storta, sintió que Dios le decía: «os seré propicio en Roma». Por ello, desistió de viajar a Tierra Santa. Dos años después de su llegada, en 1539, escribiría la Formula instituti, que el papa Pablo III aceptaría con la bula de aprobación Regimini militantis Ecclesiae el 27 de septiembre de 1540. De los nueve compañeros que aparecen en ella, cuatro eran españoles: Laínez, Francisco Javier, Salmerón y Alfonso de Bobadilla.

La fundación fue una empresa colectiva, si bien Ignacio fue admitido siempre como cabeza, en gran medida porque inspiraba seguridad y por su carácter bondadoso, que hacía que los adeptos crecieran a su alrededor. Había nacido formalmente la Compañía de Jesús, que fue declarada exenta de jurisdicción episcopal, de tributación y de tener a su cuidado la dirección espiritual de religiosas.

En 1541 Loyola fue elegido primer general y, además de administrar los asuntos de la orden, culminó la redacción de sus Ejercicios espirituales y empezó a escribir las Constituciones, las cuales son un compendio de los puntos sustanciales del Evangelio adaptados al objetivo de la Sociedad de Jesús, esto es, la tendencia a la perfección interior para desarrollar un mejor servicio a la comunidad.

Agregó un año de noviciado, suprimió la oración coral vigente en todas las congregaciones e incrementó la autoridad del superior general (vitalicia), como responsable de la distribución de oficios y del nombramiento de provinciales y rectores de centros educativos. A partir de la aprobación, comenzó un rápido proceso de expansión, que implicó la fundación de colegios a petición de ciudades interesadas, la reforma de monasterios y las misiones diplomáticas.

Los primeros compañeros ya resultaron viajeros: Rodríguez fue a Portugal, Bobadilla a Nápoles, Javier a la India y Fabro recorrió Alemania predicando los ejercicios espirituales. El andariego Ignacio, anclado en Roma, les daba instrucciones, los orientaba y les escribía. Entre 1540 y 1550 se unieron a la orden célebres personajes, como Jerónimo Nadal, Francisco de Borja, duque de Gandía y virrey de Cataluña, y Juan Alfonso de Polanco, secretario de Ignacio, de los que hablaremos más adelante. También Pedro Canisio, notable teólogo, luego doctor de la Iglesia.

Llamado el «segundo apóstol de Alemania» por su decisivo papel durante la Contrarreforma, Canisio acompañó a Salmerón y a Laínez en el concilio de Trento.El primer jesuita germánico fue nombrado provincial de las tierras centroeuropeas y animó la fundación de colegios y universidades que difundieron la doctrina tridentina, reconquistando para el catolicismo regiones como Baviera en el sur de Alemania y los actuales estados de Renania del Norte-Westfalia, Renania-Palatinado y Sarre, Polonia, Hungría, Austria y Holanda meridional.

5. La autobiografía

Temió Íñigo que, de tanto llorar por devoción en la misa, pudiera perder la vista. No fue así y, gracias a ello, escribió a mano más de 6.800 cartas. Los riesgos de aislamiento de las comunidades que podía acarrear la vocación de misión permanente fueron contrarrestados por el sistema de comunicación epistolar. El fundador pedía a los compañeros que le explicaran cómo realizaban y vivían «nuestro modo de proceder», esa nueva forma de estar en el mundo como religiosos. Las epístolas ponían en contacto a los jesuitas del orbe, todo un acierto pues sin medios tecnológicos los mensajes llegaban. La carta anua era el relato del estado de una provincia escrita anualmente por los provinciales. El secretario Juan de Polanco hacía resúmenes de las noticias que se recibían y las enviaba a todas las casas.

La carta de Laínez de 1547 se considera como su primera biografía. De ella se sirvió Polanco para la redacción del Sumario de las cosas más notables que a la institución y progreso de la Compañía de Jesús tocan pues, como en su introducción a la Vida de Ignacio de Loyola, expuso el padre Ribadeneyra:

Escribiré así mismo lo que yo supe de palaba y por escrito de nuestro padre maestro Laínez, el cual fue casi el primero de los compañeros que nuestro bienaventurado padre Ignacio tuvo y el hijo más querido; y por esto, y por haber sido en los principios el que más le acompañó, vino a tener más comunicación, y a saber más cosas del: las cuales como padre mío tan entrañable muchas veces me contó, antes que sucediese en el cargo a Ignacio, y después que fue prepósito general. Y ordenábalo así nuestro Señor (como yo creo) para que, sabiéndolas yo, las pudiese aquí escribir.

En vida de Ignacio empezaron a tomarse notas y apuntes sobre su trayectoria. Entre los amanuenses merece mención especial el padre Luis González de Cámara, que había ido a Roma con comisión de Juan III de Portugal para observar de cerca el proceder del fundador. Ignacio no desconocía la misión de Cámara, y por eso no le sorprendió el pertinaz interés por saber su vida y «milagros». De hecho, llegaron a un acuerdo: Ignacio le consintió que registrara todas sus palabras. Resultado de estas anotaciones fue la autobiografía. Sin embargo, hubo una época en su vida en que optó por renunciar a su pasado y muchos de los pliegos los hizo quemar. Su Diario espiritual, del que solo se conservan un año y unos meses, revela a un místico que, aunque ha recibido carismas sobrenaturales, es contemplativo en la acción.

La biografía ignaciana ha pasado por tres fases: edificante, crítica y antropológica. En la Contrarreforma se lo presentó como las antípodas de Lutero, durante la Ilustración los protestantes agudizaron la hostilidad hacia las figuras del catolicismo y, en el presente, se insiste en el afán del primer jesuita por adquirir un conocimiento del hombre histórico y de la naturaleza en su totalidad.

Una completa biografía es la de Francisco García, Vida, virtudes y milagros de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús (Madrid 1722), donde el autor toma como fuentes a Ribadeneyra (1572), Maffei (1585), Nieremberg (1631) y Gabriel de Henao (1689). Fue tanto el empeño en ahondar en la faceta taumatúrgica que la biografía de Nieremberg tuvo que ser incluida en el Índice de libros prohibidos porque dio preferencia a las profecías y a los sucesos extraordinarios atribuidos a un santo idealizado.

Dentro de las críticas exteriores, el caso más interesante es el de Hércules Rasiel de Selva, que publicó en francés la Histoire de l´admirable Don Iñigo de Guipúzcoa, chevalier de la Vierge et fondateur de la monarchie des Inighistes (La Haya, 1736-1737), la cual pasó al Índice de 1759. En esta obra se cuenta que el vasco fue condenado a fuego por el colegio de Santa Bárbara, trazando un paralelo con la locura de Don Quijote.

En la época contemporánea hay dos frentes: los que se empeñaron en destacar su papel como contrarreformista y antiluterano, y los que resaltaron su encomiable papel dentro de la reforma católica. Entre los primeros están Leopold von Ranke, Maurenbrecher, M. Philippson, Gothein y Böhmer. Con los segundos puede citarse a Antonio Astrain, el clásico historiador de la Compañía en España, Paul Dudon, Leturia, García Villoslada, Ravier y Tellechea.

6. Laínez, el segundo general

Durante los quince años de gobierno, Ignacio marcó un estilo novedoso con respecto al resto de órdenes, pues los jesuitas no tenían hábito propio, ni claustro, ni coro, ni penitencias impuestas por regla, ni tiempo determinado de oración, ni posibilidad de recibir dignidades civiles o eclesiásticas, con el fin de que estuvieran disponibles para cualquier misión apostólica.

El noviciado duraba dos años, al cabo de los cuales se pronunciaban los votos simples, había coadjutores espirituales (sacerdotes) y temporales (encargados de los trabajos), un tercer año de probación tras acabar los estudios, una profesión solemne, y un cuarto voto de obediencia al papa que hacían los profesos respecto a la misiones. Y, ante el «peligro» suscitado por la marea de la Reforma, era necesario reforzar la lealtad hacia el pontífice. La publicística postridentina divulgó la consideración de Ignacio como predestinado por Dios para ser el anti-Lutero, popularizándose la idea de que la Compañía era una corporación creada para aniquilar la herejía.

Frente a la tesis de que el fin justifica los medios, Ignacio propuso hacer todo para mayor gloria de Dios, confiriendo primacía a la obediencia por ser un instrumento de cohesión y eficacia apostólica, dando así al traste con la artificiosa lógica de Maquiavelo. Sin embargo, no todo fue un camino de rosas. Con el apoyo de algunos jesuitas, Felipe II había querido sacar beneficio de la creación de un comisariado independiente de la provincia española. Su objetivo era controlar la independencia que la Compañía gozaba por su obediencia al papa. A su vez, los jesuitas quedaron enemistados con los dominicos cuando el padre Molina, defendiendo el libre albedrío del hombre en la eficacia de la gracia, se enfrentó al padre Bañes.

Ignacio murió en Roma el 31 de julio de 1556 y, hasta el inicio de la primera congregación general, hubo dos años de crisis dentro de la Compañía. Tuvo que producirse una reconciliación entre algunos de los primeros compañeros de Ignacio, especialmente con Bobadilla, que acusaba a Nadal y a Polanco de haber cambiado el estilo de gobierno. Todo se superó con la elección en 1558 de Diego Laínez y Gómez de León como segundo general y la aprobación de las Constituciones, publicadas y difundidas en 1560. En palabras del fundador, Laínez era el personaje a quien más debía la orden. Veintiún años más joven que él, lo relevó en la responsabilidad de liderar y animar a la «mínima Compañía». Sin embargo, su silueta quedó ensombrecida entre el predecesor y el sucesor, Francisco de Borja.

El mayor de los siete hijos de Juan Laínez e Isabel Gómez de León, el cual compartía nombre con el infanzón burgalés que fue padre de El Cid, vino al mundo en la localidad soriana de Almazán en 1512. Su familia, aunque cristiana durante varias generaciones, era de ascendencia judía. Realizó estudios de letras en Sigüenza (1528) y de filosofía en Alcalá de Henares (1528-1532). En la ciudad complutense el joven castellano y su amigo Salmerón oyeron hablar de Íñigo y se trasladaron a París para encontrarse con el peregrino.

Ribadeneyra que conocía bien a Laínez lo describía como un sujeto de pequeña estatura, aspecto delicado, ojos grandes, claros y llenos de vida, mente rápida y exacta, carácter noble, profundo y serio, y mente amplia, firme y fuerte.

Junto al Sena estudió teología (1532-1536) y, después de haber hecho los Ejercicios con Ignacio de Loyola, decidió adherirse al proyecto de aquel primer grupo de siete «amigos en el Señor» que, en la colina de Montmartre, sellaban con voto su deseo de ir a Tierra Santa para vivir y evangelizar perpetuamente.

Desde junio de 1547, Laínez predicó de nuevo en Florencia, Perusa, Siena, Venecia y Padua. En Nápoles hizo las diligencias para la creación de un colegio (1551) y fue capellán de las tropas del virrey Juan de Vega, en la expedición de 1550 contra los berberiscos. El 11 de junio de 1552, Ignacio lo nombraba provincial de Italia.

Enviado a Trento como teólogo pontificio, cuando Ignacio intentó sacarlo del concilio para sustituirlo por Nadal, recibió esta comunicación de Salmerón: «Dos o tres sustitutos de Laínez no harían el trabajo que este hace en el concilio ni contribuirían tanto como él al prestigio de la Compañía».

Al fallecer Ignacio, Laínez era el candidato obvio para sustituirlo al frente de la Compañía. Aunque se encontraba también gravemente enfermo, lo eligieron general en el primer escrutinio. En dicha congregación hubo modificación en dos puntos de las Constituciones por voluntad del papa: el generalato pasaba a ser solo de tres años y no vitalicio, como lo había prescrito Ignacio, y se introdujo el coro siguiendo el modelo de otras órdenes. No obstante, este mandato fue aplicado durante un intervalo, desde 1559 hasta 1565, en que fue suspendido por Pío IV.

Con Laínez la Compañía dio un impulso enorme a los centros educativos. El eje de los ministerios jesuitas se trasladó de las residencias a los colegios. Las peticiones de establecimientos docentes durante su generalato se acercaron al centenar pero, de estas, Laínez aceptó únicamente diez, optando claramente por la calidad frente a la cantidad.

Mientras tanto, el concilio de Trento había vuelto a ser convocado por Pío IV. El 8 de junio de 1562 Laínez, que se encontraba con su secretario Polanco en Poissy (Francia) en un coloquio con los calvinistas, salió hacia la ciudad alpina. Antes visitó Cambrai, Tournai, Bruselas, Amberes y otros lugares donde había colegios, para llegar el 13 agosto y alojarse en una casa en la que los jesuitas tenían una pequeña comunidad.

Pero el concilio supuso una dura prueba para su salud física y psíquica. El 10 diciembre, al lado de Salmerón, Polanco y Nadal, se puso de nuevo en camino para Roma. Pasaron por Padua, Venecia, Ferrara y Bolonia. Siguieron hacia Imola, Forlí y Ancona, para llegar a Loreto y, de ahí, a Roma. El viaje había durado dos meses y dos días, Laínez se encontraba exhausto por las fatigas del camino y los rigores del invierno. La decrepitud lo obligó a una inactividad casi total. Entre sus obras destacan la Vida de San Ignacio y las Disputationes variae ad Concilium Tridentinum spectantes (no publicada hasta 1885). Expiró en Roma el 19 enero de 1565.

Las misiones ocuparon un lugar principal en el interés de Laínez que, dirigiéndose a sus hermanos lejanos, les comunicaba que había mandado hacer oraciones especiales a las casas de Europa. A él se debió la institución de seis nuevas provincias en la Compañía de Jesús: Nápoles, Aquitania, Toledo, Lombardía, Rin y Austria. Bajo su generalato se alcanzó la cifra de 3.000 jesuitas esparcidos por el mundo. Por su influencia, la Compañía fue readmitida en Francia y se abrieron las puertas de Polonia.

En definitiva, Laínez fue un hombre de amplios horizontes y espíritu generoso, un buscador de la Verdad, que quiso entrar a fondo en los principales problemas del convulso siglo de la Reforma.

7. Polanco, el primer historiador de la Compañía

Aunque fue el propio Ignacio el pionero en preocuparse por dejar testimonio para la posteridad de su fundación, el primer historiador de la orden fue Juan Alfonso Polanco, a la sazón secretario de los tres primeros generales. Este burgalés nacido en la Nochebuena de 1517 perteneció a una familia de comerciantes acomodados. Su padre era el regidor de Burgos, Gregorio de Polanco, y su madre, María de Salinas. De los once hijos del matrimonio llegaron a la edad adulta cin co hembras (María, Leonor, Catalina, Ana y Beatriz) y cuatro varones (Gregorio, Luis, Gonzalo y Juan Alfonso). Su bisabuela paterna, Constanza de Maluenda, descendía del rabino converso de Burgos, que llegó a ser obispo de la misma ciudad con el nombre de Pablo de Santa María.

Con 14 años empezó a cursar estudios en la universidad de París, institución de la que su tío sería rector y, durante 8 años, se instruiría en letras clásicas y filosofía. En 1541, consiguió un puesto en la Curia Romana como scriptor apostolicus y comes palatinus con un sueldo de 1000 ducados de oro. El mismo año entró en contacto con el grupo de Íñigo, realizando los Ejercicios espirituales con Diego Laínez. Tras esta experiencia renunció a sus cargos y, en 1541, ingresó en la Compañía a la edad de 24 años con la ferviente oposición de su padre, Gregorio, y de sus hermanos Gregorio y Luis. Ello le provocaría el rechazo de sus parientes. En la universidad de Padua, donde estudió teología, entabló amistad con los jesuitas Pedro de Ribadeneyra y Andrés de Brussi. En 1546 predicó los Ejercicios en Bolonia, Florencia y Pistoia y, al año siguiente, fue nombrado secretario personal del general.

A la muerte de Ignacio, seguiría desempeñando el cargo de secretario y consultor (admonitor) en los generalatos de Diego Laínez (1558-1565) y de Francisco de Borja (1566-1572). Durante las fases de interregno ocupó el puesto de vicario general y fue asistente de las provincias de Germania y de Brasil. También resultó decisiva su labor en la redacción de las Constituciones.

Polanco reunía todas las condiciones que se ofrecen como pinceladas del retrato del prepósito general. Nadie conocía como él las entrañas de la institución. Sin embargo, en 1573, con motivo de la congregación que tenía que elegir al cuarto jefe, se le clausuraron las puertas del generalato a causa de la presión de facciones de jesuitas italianos y portugueses así como del propio papa Gregorio XIII, que no querían ni otro español al frente ni a un general tan burócrata. Fueron unos meses cargados de tensión en la vida interna de la Compañía. Everardo Mercuriano se convirtió en el cuarto general y, después de 26 años de ejercicio, Polanco abandonó el puesto de secretario siendo reemplazado por Antonio Possevino.

A partir de este momento, a instancias de Mercuriano, se dedicaría a escribir, como ecuánime y sincero cronista, la Historia de la primera Compañía de Jesús, con el título de Chronicon Societatis Iesus. Como visitador de Sicilia, falleció en Roma el 20 de diciembre de 1576. Nadal, otro hombre clave en los inicios de la organización, fue enviado al colegio de Hall en el Tirol, donde compondría tratados de ascética hasta su defunción en el noviciado de San Andrés, en Roma. No solo en la sede romana se había reducido el poder de los españoles, también en las asistencias, y los perjudicados informaban a Felipe II o a la Inquisición, a través de memoriales, del mal gobierno que padecían.

8. Isabel Roser, una amiga de ida y vuelta

Durante 400 años las mujeres no han podido ingresar públicamente como miembros, actualmente tampoco. Sin embargo, hay que recordar la generosidad que muchas señoras han demostrado hacia la Compañía, ya han sido citadas las primeras damas que ofrecían su casa al Íñigo peregrino. Precisamente, por las vocaciones femeninas frustradas en el camino, el debate se ha mantenido hasta la contemporaneidad.

Las diferencias de roles marcadas por el contexto explican la negativa a la inclusión de mujeres. En la mente del fundador estaba asentada desde el comienzo la idea de que los religiosos se tendrían que desplazar a espacios conflictivos para llevar el Evangelio. Pero no solo era Ignacio quien mantenía este parecer. Teresa de Jesús, arquetipo de las reformadoras de conventos, se oponía igualmente a que las monjas estuvieran fuera de la clausura: «es grandísimo (peligro) monasterio de mujeres con libertad; y que más me parece es paso para caminar al infierno las que quisieren ser ruines que remedio para sus flaquezas». Los tiempos cambian y hoy tenemos congregaciones de monjas que desarrollan su vocación en lugares reservados hace siglos a los hombres, esto es, en puntos de riesgo.

A pesar de ello, hay que destacar que una de las facetas de Ignacio era la capacidad para comprender a la mujer en una época marcada por los prejuicios misóginos que concentraban la tentación en la hembra como descendiente de Eva. Con prisa se acercaban a escucharlo en los círculos catalanes o alcalaínos. También recurrió a ellas en su presentación y posterior consolidación como general de la Compañía. Fueron sus colaboradoras en el trabajo apostólico Margarita de Parma (hija ilegítima del emperador Carlos) o Leonor Osorio (esposa de Juan de la Vega, embajador ante la Santa Sede). A la primera de ellas, conocida como madama, le allanó los matrimonios, el segundo de los cuales se celebró con Octavio de Farnesio, nieto del papa Paulo III. En contraprestación, en sus años de gobernadora de los Países Bajos (1559-1567), impulsó la difusión de la Compañía por esos dominios.

En el siglo XVI sobresaldría Magdalena de Ulloa (1525-1598), viuda de Luis de Quijada, mayordomo de Carlos V, que había fallecido en la revuelta de las Alpujarras en 1570. La aristócrata desempeñaría un decisivo papel en el establecimiento de Villagarcía de Campos (Valladolid), en 1572, donde además de fundarse uno de los principales estudios de gramática se instaló el noviciado de Castilla, antes en Medina del Campo. Un acueducto traía el agua desde 1,5 kilómetros.

Esta señora fue la artífice de los colegios de San Matías de Oviedo (1574) y de la Anunciata de Santander (1592), así como consolidó la casa de penitencia de mujeres arrepentidas de Valladolid, rescató a cautivos del norte de África con el apoyo de los jesuitas Juan de Torres y Gabriel Puerto e intentó que los «egipcianos» (gitanos) abandonaran la vida nómada. El general Everardo Mercuriano concedería a doña Magdalena una «Carta de Hermandad» como «servidora de la Compañía». Cuando falleció en 1598, los jesuitas no se limitaron a lo estipulado en las Constituciones (tres misas por cada una de las fundaciones del difunto) sino que llegaron a la sucesión de sermones y elogios, siendo trasladados sus restos desde Valladolid a Villagarcía.

De las casi 7.000 cartas que componen el epistolario de Ignacio, 89 fueron remitidas a mujeres, siendo el primer texto que se conserva del santo la epístola que dirigió en 1524 a Inés Pascual. Los avances en este campo de teólogos como Hugo Rahner permiten desbancar la imagen misógina propagada por Ribadeneyra, Cepari o Borja.

Pero Ignacio no pudo esconder su asombro cuando Isabel Roser fue a Roma en 1545. Era una buena amiga, durante mucho tiempo le había mostrado su afecto, pero en ese encuentro intuyó que se avecinaban problemas pues sabía que si Isabel Roser había hecho el viaje era para ingresar en la Compañía. De soltera la conocían como Isabel Ferrer. No tuvo hijos y, después de la muerte de su marido, quiso entrar en un monasterio femenino pero ninguno la convencía y, ya es exigir, puesto que Barcelona tenía 12 conventos de monjas.

Ella confió su voluntad al padre Araoz, uno de los jesuitas más jóvenes de la ciudad condal, que la animó a partir hacia Roma. Pero para que desistiera de sus ideas, Ignacio sacó a Araoz de Barcelona. En el Tíber recaló con una dama, Isabel de Josa y Cardona, y con su doncella Francisca. La primera escribió un tratado latino, Tristis Isabella, que se ha perdido y su hijo, Bernardo de Josa, llegó a obispo de Vic. Inusualmente para una mujer católica apostólica y romana, se dice que predicó en la catedral de Barcelona y que se presentó ante el Colegio de Cardenales en Roma durante el pontificado de Pablo III, pronunciando una elocuente exposición sobre la teología de Duns Escoto.

El padre Eguía les enseñó las siete iglesias que Loyola visitara a su llegada a Roma y esto envalentonó a Roser. Ignacio había encontrado su camino gracias a las ayudas de las «discípulas», ¿por qué no iba a intentar una de ellas sumarse a la Compañía?

Isabel se sentaba a escuchar a Ignacio, deseaba imitarlo, mas el maestro le negaba el acceso, aunque ella se considerara ya dentro de la orden. Se desató la guerra. Como mujer fuerte, enérgica y emprendedora que era, pidió por carta a Paulo III que obligara a Ignacio a recibirla como jesuita, alegaba que era viuda y libre. Al fin, leyó los votos el día de Navidad de 1545 en Roma, Ignacio presidió, aunque con reticencia, la ceremonia pues debía obedecer al pontífice. Con ella, ingresaron la señora romana Lucrecia Bradine y la criada Francisca Cruillas. Después de su profesión se incorporaron al trabajo habitual en Santa Marta hasta que uno de los sacerdotes que no aceptaba su presencia comenzó una campaña de descrédito.

Al poco, Ignacio la convocó a una reunión en casa de los embajadores españoles para que, en presencia de Leonor Osorio, solucionara sus problemas con la Compañía. Isabel actuó de forma impetuosa, le exigió los regalos que le había hecho en Barcelona, Loyola hizo una lista y resultó ser Isabel quien le debía dinero. Al día siguiente recibió una carta de Ignacio: «Vos, Isabel, seréis la buena y piadosa madre que habéis sido por mucho tiempo para mí para una mayor gloria de Dios nuestro Señor». Sus votos habían sido transferidos al obispo diocesano, dejó Santa Marta y, azuzada por sus sobrinos, presentó una denuncia ante la Compañía acusando aquellos a Ignacio de haber querido robar la fortuna a su tía. En ese contexto, el fundador solicitó al pontífice que lo exonerara de la obediencia de mujeres.

Antes de abandonar Italia, Isabel se despidió de Ignacio, sabía que no se verían más, volvió a la Puerta de San Sebastián, quería recordar ese lugar porque por ese umbral el fundador entró en Roma. La larga confesión con Ignacio la reconfortó, pero se sentía triste y decepcionada. En la capilla del Pesebre, en Santa María la Mayor, donde él había celebrado su primera misa en la Navidad de 1538, Isabel pidió olvidar; su comportamiento no había sido el adecuado, pero seguía sin entender por qué no podía ser jesuita. Su cuerpo vacío de alegría salió de Roma en octubre de 1547, el mes y año de nacimiento de Cervantes. De inmediato Loyola solicitaba firmemente al papa Farnesio: «no cargarnos en mujeres en obediencia, de las presentes, ni de las otras por venir», petición concedida por la bula Licet debitum.

Unos días en el campo le permitieron recuperar la paz interior. Dios seguía llamándola a su servicio, tenía que hacerse a la idea de que debía escoger una comunidad ya existente a la que adaptarse. Localizó a las clarisas del monasterio de Santa María de Jerusalén, se sintió interpelada por la imagen de alabastro de Nuestra Señora de la Estrella que con tanto cuidado guardaban. Como era el convento más reciente en cuanto a la fundación, no necesitaba reforma porque vivían en un régimen de pobreza, chocante con el clima de las clarisas ricas de Pedralbes. También su amiga Isabel de Josa se había retirado a un cenobio ilerdense.

En 1554 las guerras de religión volvieron a suspender el concilio de Trento, pero fue admitido en la orden el misterioso Mateo Sánchez. Isabel Roser nunca supo que se trataba del seudónimo de una mujer a la que, por su estirpe, le dejaban flanquear la puerta que a ella le cerraron. Consiguió entender que las circunstancias le venían dadas, no guardó rencor a la Compañía y el 20 de abril de 1554 escribió su última epístola a Ignacio, donde declaraba que rezaba por todos: «beso la mano de Vuestra Paternidad y solicito su bendición». En diciembre fallecía y, un mes más tarde, Ignacio escribía al padre Araoz: «ya conocemos la muerte de la madre Roser y le hemos rendido nuestros deberes de caridad. Descanse en paz».

Ni dama boba ni perfecta casada

Entre los personajes femeninos que, destacando por su contribución a la cultura, se vieron eclipsados precisamente por eso, por ser mujeres, destaca Sofonisba Anguissola (1532-1625), pintora renacentista, natural de Cremona, que llegó a superar los 90 años con el genio sutil y la mente clara para discutir sobre arte, como atestiguó su colega Antonio van Dyck tras su visita de 1624. Lo mismo pintaba escenas costumbristas y divertimentos de niños que estampas oficiales, es esta una peculiaridad de la pupila de la dama, el transitar de la esfera pública a la intimista sin dejar rastro de velocidad o pausa. A pesar de que en el Alcázar de Madrid, en 1686, el retrato que hizo de Felipe II se inventarió a nombre de Juan Pantoja de la Cruz, hoy es la única mujer que exhibe su obra en el Museo del Prado.

También tuvo que abonar el peaje de ser mujer, en un tiempo aprisionado por los señores de media melena y barba, Marietta Robusti, alias «La Tintoretta» (1554-1590). Resulta portentosa la belleza del encuentro de Cristo, vestido de hortelano, y María Magdalena, aparición que la veneciana recreó con la pluralidad de tonos cálidos. Así hace partícipe al espectador de la alegría de la Resurrección. Se cuenta que seguía a su progenitor vestida de muchacho, era grande el afecto mutuo pero también resultaba cierto que, con su dedicación de aprendiz, contribuyó a hacer grande el taller paterno.

«Guarda corderos, zagala, zagala, no guardes fe; que quien te hizo pastora no te excusó de mujer» repetía Luis de Góngora en 1621. Todavía resuenan en los collados las palabras que la pastora Marcela lanzó en El Quijote dos siglos antes del nacimiento de la primera sufragista. Cuando los amigos de Grisóstomo, que se había enamorado de ella, la responsabilizaban del suicidio, levantó la voz para defender su inocencia, proclamando el derecho de toda persona a vivir en soltería más allá de los usos sociales: «El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato?».

Jacoba Pallavicini deseaba tanto ser jesuita que añadía a su firma «de la Compañía de Jesús», y Juana de Cardona escribió dos emotivas cartas a favor de Ignacio para facilitar su ingreso. Ninguna de las dos, ni tampoco Guiomar Coutinho, lograron que sus solicitudes fueran atendidas favorablemente.

En 1995, en la congregación general 34 de la Compañía de Jesús, se abordó el concepto histórico de la mujer en el seno de la Iglesia. Reconociendo el legado de discriminación sistemática contra la hembra, enquistado en las estructuras políticas, sociales, económicas, culturales y lingüísticas, se expresaba la conciencia del «daño que ha causado al Pueblo de Dios la alienación de la mujer, que en algunas culturas ya no se siente en la Iglesia como en su propia casa y no puede por lo mismo transmitir íntegramente los valores católicos a sus familias, amigos y colegas (…) Hemos sido parte de una tradición civil y eclesial que ha ofendido a la mujer». Mas todavía hoy está vetado a la mujer el acceso como profesa a la Compañía.

9. Juana de Austria, la única jesuita

La más pequeña de los hijos supervivientes de Carlos V nació en Madrid el 24 de junio de 1535 y recibió el nombre del santo del día, que además era el de su abuela paterna, Juana de Castilla. A los 8 años de edad hablaba corrientemente latín, castellano y portugués, era ávida lectora y sabía tocar instrumentos. En palacio gustaban de escuchar sus interpretaciones de música sacra y profana.

Huérfana de madre desde los 4, fue criada por Leonor de Mascarenhas (1503-1584), que había acompañado a la emperatriz Isabel desde su matrimonio en Sevilla (1526), hasta su fallecimiento en Toledo (1539). Leonor fue aya de los hijos de la pareja y, en la senectud, según perdió responsabilidades en la casa real, creció su actividad como promotora de conventos, contándose hasta cuatro edificios religiosos, entre Madrid y Alcalá de Henares, los cuales fueron posibles gracias a su patrocinio. Dos de ellos se destinarían a la Compañía de Jesús, dada su amistad con Ignacio de Loyola, al que conoció en la universidad de Salamanca en 1527 y trató en la corte de Valladolid en 1535.

Como sus hermanos, Juana fue criada en un ambiente humanista y de renovación espiritual, en la misma religiosidad recogida que vio a Teresa fugarse con Cristo hacia la libertad mediante el canal de la mística. A la vez que preparaba el ajuar para llevarse a Portugal, la infanta encargaba al librero de la corte que encuadernara en cuero negro y rojo nueve libros: eran sus lecturas, pronto prohibidas al común de los católicos.

Tras la crisis provocada por el caso de Isabel Roser, a Ignacio no le agradó el énfasis con que el duque de Gandía le insistía en la aceptación de Juana, pero la Compañía era una institución religiosa que acababa de nacer y todos los apoyos que pudieran granjearse eran válidos para impulsar los proyectos educativos que se planeaban. Juana conocía desde pequeña a Borja, sabía que había renunciado a todos sus títulos a favor de su hijo Carlos a la muerte de su querida esposa, Leonor de Castro Mello Meneses, camarera mayor de palacio y amiga íntima de la emperatriz Isabel. La joven había reconocido en Borja y en Leonor a los tutores de la casa de su madre, por lo que ejercieron el papel de segundos padres.

El encuentro más decisivo con Francisco de Borja tuvo lugar en abril de 1551, durante la Semana Santa, cuando acudió a Toro para impartir los Ejercicios espirituales a una adolescente de 16 años que estaba a punto de partir a Portugal para unirse a su primo hermano, Juan Manuel. Siguiendo la tradición iniciada por Juana «La Loca» y su hermano Juan, quienes se desposaron con Felipe «El Hermoso» y su hermana Margarita, Felipe se había unido a María Manuela de Portugal y, posteriormente, Juana debería hacerlo con el hermano de aquella.

Desde niña supo el significado de la palabra austeridad. Castilla soportaba grandes cargas tributarias. Nunca deseó vestidos ni joyas, tampoco comprendió el ansia de porcelanas y productos exóticos de la dinastía portuguesa, pero su padre quiso convertirla en reina. La boda se celebró por poderes en el enclave zamorano el 11 de enero de 1552. El novio tenía dos años menos. El enlace la volvió huraña, pues el candidato padecía incontinencia sexual. El embajador español en Lisboa informaba a Carlos V de que «Juana se muestra casi siempre rostrituerta». Para preservar la salud, los médicos redujeron los encuentros de los cónyuges.

Por ruego de sus suegros, los monarcas lusitanos, Juan III y Catalina de Austria (hija de Juana «La Loca»), el padre Borja acudiría a verla a Lisboa en 1553. El hombre que había cuidado su espíritu en Castilla, logró levantarle el ánimo. En la audiencia, le entregó un regalo especial: la baraja piadosa que había creado para ella.

Al poco, el 2 de enero de 1554, la infanta castellana se quedó viuda por culpa de la tuberculosis, aunque se le ocultó la pérdida para no perjudicar a su embarazo. El 20 de enero de 1554 dio a luz a su único hijo, Sebastián, al que tuvo que abandonar con unos meses de vida para regresar a Castilla cuando su hermano Felipe marchaba a Londres para casarse con su tía María Tudor. Igual que había aceptado un matrimonio de conveniencia debía asumir el trayecto de vuelta. Cuentan las crónicas que, mientras se preparaba el retorno, enflaquecía y, en un oratorio, permanecía rezando y llorando, como si presagiara que no iba a ver más al retoño.

Fue el príncipe Felipe quien propuso que Juana se hiciera cargo de la regencia, estimaba que se ganaría tanto el respeto de la nobleza castellana como de la aragonesa, pero a Carlos V, que pensaba retirarse en Yuste, le costó aceptarlo por dos razones: la extrema juventud y el carácter independiente. Siendo una mujer muy bella, la descripción que más se reitera es la de «varonil», exactamente por su firmeza. Al término, Juana se convirtió en regente, pero Felipe II tuvo que dar la razón a su padre en numerosas ocasiones: Juana se resistió a la política fiscal agresiva aplicada a Castilla y, a nivel internacional, apoyó una campaña activa en el norte de África que se saldó con la derrota de Mostaganem (1558).

También el joven rey Sebastián creció bajo la guía de los jesuitas. Fue un beato que dedicaba largas jornadas a la caza. Se convenció a sí mismo de que era un gran capitán de Jesús inmerso en una gloriosa cruzada contra la expansión turca en el norte de África, no se interesó por mujeres ni aceptó que se concertara el matrimonio con su prima Isabel Clara Eugenia y, al alcanzar la edad adulta, organizó una expedición contra Fez. «Tiene buena y santa intención, pero poca madurez» expuso Felipe II al embajador imperial Khevenhüller al enterarse de que se bajaba a Marruecos con la flor y nata de la nobleza portuguesa.

La razón de Estado se impuso sobre el corazón de madre, la correspondencia y los retratos del heredero a diferentes edades mantuvieron vivo el cordón umbilical a ambos lados de la raya. Sebastián quedó al cuidado de la abuela paterna y, lamentablemente, perecería en 1578, con 24 años, en la batalla de Alcazarquivir. En el plano político, esto supuso que España se anexionara Portugal hasta 1668.

Juana desempeñó admirablemente el cargo con sagacidad y respuestas atinadas, rodeándose de un círculo preeminentemente lusitano, con nobles que se habían instalado en Castilla como séquito de su madre. En oposición a Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, se rodearía de una facción en la que figuraba Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, casado con Ana de Mendoza, la aristócrata más influyente del reinado de Felipe II, luego confinada en su palacio de Pastrana.

En la persecución de los herejes, le tocó presidir el auto de fe organizado en Valladolid en mayo de 1559 contra los protestantes. 14 personas fueron quemadas. La hija de Carlos V soportó, con el rostro destapado, las 11 horas que duró el proceso, pero tuvo que abandonar el estrado cuando su ánimo no pudo aguantar más.

A pesar de ser una joven inteligente y de gozar de muchos pretendientes, dedicó el resto de su vida al gobierno de las posesiones españolas y al cuidado de sus sobrinos. Mientras que Felipe iba cambiando de esposas, Juana era la única mujer que permanecía inmóvil en la corte. El rey prudente pecó de insensato al proponerle esponsales con su hijo, el alocado príncipe Carlos, que se opuso de raíz por estimarla como una madre. No hizo falta que Juana se pronunciara en público al respecto. Tiempo atrás, cuando volvió de Portugal dejando allí a su hijo, había puesto a su hermano la cláusula de que no podría desposarla si ella no lo deseaba.

En lo que respecta a su vocación religiosa, había hecho propósito de ingresar como franciscana mas empezó a abrigar la idea de hacerse jesuita en el verano de 1554. No faltaron los rumores que trataron de mancillar su honor hablando, equivocadamente, de un desliz con su director espiritual, Borja, con el fin de restar poder a uno y a otra.

El ingreso fue muy rápido. Tuvo que disolver sus antiguos votos y, el 26 de octubre de dicho año, Loyola reunió en Roma una junta para deliberar la posibilidad. Asistieron Nadal, Polanco, Olave, Luís Gonçalves de Câmara y el doctor Cristóbal y, correspondiendo a la solicitud de Francisco de Borja, aceptaron en la Compañía a la aristócrata. La petición era altamente irregular, pero no se podía dejar caer en el olvido, por lo que le permitieron pronunciar los votos de pobreza, castidad y obediencia como escolar de la Compañía, de acuerdo al contenido de la parte quinta de las Constituciones. Sin embargo, por cuestión de sexo, no se aludió a su auténtico nombre, ya que la aspirante se había presentado con el seudónimo de «Mateo Sánchez» (luego «Montoya»).

La resolución fue secreta y, de este modo, se plasmó desde Roma: «Esta persona, quienquiera que sea, pues con privilegio tan especial, y sola, es admitida en la Compañía, tenga su admisión debaxo de sigillo de secreto y como en confesión; porque, sabiéndose, no fuese ejemplo para que otra persona tal diese molesta a la Compañía por tal admisión. En lo demás esta persona no tendrá para qué mudar hábito, ni casa, ni dar demostración alguna de lo que basta que tenga entre sí y Dios nuestro Señor».

A la regente, todavía de 19 años, le remitió Ignacio la autorización el 3 de enero de 1555. Su compromiso fue serio, puso mucho empeño en auxiliar permanentemente a la Sociedad y, entre otras intervenciones, entregó 3.000 ducados para que el colegio de san Antonio de Valladolid consolidara su compleja fundación, defendió a los jesuitas de los ataques del dominico Melchor Cano y del cardenal de Toledo, Martínez Silíceo, atendió las necesidades del Colegio Ro mano, auspició el establecimiento jesuita en la ciudad belga de Lovaina, impulsó la reforma de los monasterios femeninos españoles por indicaciones de Ignacio y recomendó la Compañía a Paulo V.

Juana no llegaría a conocer en persona a Ignacio, pero la relación fue provechosa para ambos, como apuntaba el fundador en un escrito a Nadal: «la voluntad tan buena del príncipe (Felipe) y la princesa su hermana (Juana de Austria) para con la Compañía nos consuela en el Señor, esperando se servirá de tales medios su divina Majestad para algunas buenas obras de su servicio y bien común».

Aparentemente, la vida de sor Juana siguió siendo la misma pues desde niña la devoción y la corte habían integrado una unidad en su persona. A partir de 1559, con el regreso de Felipe II, se distanció de la vida política para entregarse aún más a la religión. No obstante, mantuvo su apoyo al partido ebolista.

El 7 de septiembre de 1573 murió a causa de un tumor en el monasterio de El Escorial y sus restos fueron depositados en el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Mantuvo en secreto su militancia como jesuita, mas en 1557, por recomendación de su valedor, Francisco de Borja, había fundado un cenobio de clarisas, la sección femenina de los franciscanos. Para erigir tal centro compró las casas del tesorero de Carlos V, donde ella misma había nacido. El edificio es un palacio plateresco castellano, con columnas de mármol de Génova en los patios y salones decorados con azulejos y yeserías de acuerdo a la tradición morisca, pero con formas ya del Renacimiento.

El diseño del sepulcro corrió a cargo de Pompeo Leoni. Se trata del primero que ejecutó en España y el precedente más inmediato para los que realizaría en El Escorial. El modelo sigue fielmente el retrato de cuerpo entero que Sánchez Coello le hiciera en 1557. Es el mismo rostro y, de nuevo, de su cuello cuelga la efigie en miniatura de su hermano Felipe II. Está en actitud orante, gesto con el que desea perpetuar su intención de retiro espiritual, aprendida de Borja, que le enseñaba a «apartarse a lugares secretos, e a morar en las partes retraídas e salir muy de tarde en tarde, recogiendo los sentidos, retrayendo los ojos, echando freno a la boca…».

Princesas e infantas solían pasar temporadas en el «cuarto real». Allí vivió y murió su hermana, la emperatriz María, y se educó su sobrina, Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y soberana de los Países Bajos, quien luego regalaría al convento la famosa serie de tapices de Rubens sobre la Eucaristía.

Mary Ward y las formas femeninas de espiritualidad ignaciana

Solo unas décadas después de la muerte de Juana de Austria proliferarían en Europa órdenes femeninas, las cuales, aunque sin poder lucir la marca de la Compañía, bebieron de la espiritualidad ignaciana.

En 1609 la inglesa Mary Ward fundó en Saint-Omer un Instituto Religioso Femenino de vida apostólica, partiendo de un Colegio de Ingleses al estilo de los dirigidos por los jesuitas en la Península Ibérica. La Congregatio Jesu, Congregación de Jesús (CJ) o Instituto de la Bienaventurada Virgen María (IBVM), es conocida en España como Madres Irlandesas o de Nuestra Señora de Loreto. Tras una unificación parcial en 2003, quedan dos ramas: la de Loreto o Instituto de la Bienaventurada Virgen María, producto de la unión entre la vertiente irlandesa y la norteamericana, y la romana o Congregatio Jesu.

El Instituto de la Bienaventurada Virgen María sigue el patrón de la Compañía de Jesús, pues su propósito es «buscar y hallar a Dios en todas las cosas», especialmente mediante la educación, a la vez que mantiene autonomía de la jerarquía eclesiástica, debiendo obediencia únicamente al papa. Su centro administrativo se localiza en Roma.

Las primeras peticiones realizadas por Mary Ward al papa Paulo V fueron rechazadas, por no comprender su alejamiento de la clausura que marcaba la vida de las otras comunidades femeninas. Se decidió Mary Ward a viajar a Roma para pedir audiencia a Gregorio XV e intentar su legitimación. Aunque fue bien recibida por la curia de la iglesia y por el general de los jesuitas, la respuesta se demoró por lo que, tras abrir centros en Lieja, Colonia y Tréveris, aprovechó para extender la congregación por Italia. A la muerte de Gregorio XV, se entrevistó con el nuevo pontífice, Urbano VIII, en 1624, sin obtener una respuesta positiva, fue una actitud «poco consoladora para quien no tuviera su esperanza fundada totalmente en Dios».

Las compañeras fueron llamadas coloquialmente «jesuitesas» y, entre las personalidades que las apoyaron, destacó Isabel Clara Eugenia. En 1625 el nuevo papa ordenó el cierre de las instalaciones del instituto en Italia por no considerar viable una congregación femenina sin clausura. Como Isabel Roser, Mary Ward tuvo que abandonar Roma, en este caso en 1626.

En Alemania encontró el refrendo del príncipe elector Maximiliano I, quien le sugirió que abriera una escuela en Munich. También creó Mary centros en Viena y Praga con el mecenazgo de la nobleza local, mientras Roma la calificaba de «peligrosa». Bajo dictamen de Urbano VIII, en julio de 1628, la congregación de Propaganda Fide decretó la suspensión de todas las casas Instituto por no aceptar la clausura. En junio de 1629 Mary Ward se entrevistó con el pontífice, pensó haberlo convencido, se comunicó por carta con la casa de Munich, pero la epístola fue intervenida y se tildó a Ward como sospechosa de desacato, rebelión y herejía. La Inquisición dictó auto de prisión y el 7 de febrero de 1631 fue encarcelada en el convento de las clarisas de Anger acusada de de cisma. Hasta el 14 de abril de 1630 no pudo retornar a Alemania.

Finalmente, el 13 de enero de 1631 Urbano VIII dictó la bula Pastoralis Romani Pontificis por la que suspendió radicalmente el Instituto con el fin de atajar a otras organizaciones similares a las de las «jesuitesas», surgidas en Bélgica y en la zona del Rin.

Pero Mary Ward no se rindió, lo intentó una vez tras otra. En octubre de 1631 emprendió viaje a Roma sin arredrarse por la epidemia de peste que azotaba los Estados Pontificios. «Santo Padre, ni soy ni he sido una hereje», expresó compungida. «Lo creemos, lo creemos. Nos y todos los cardenales estamos no solo satisfechos, sino edificados por su obediencia. Sabemos que ha conducido piadosamente su Instituto hasta que dispusimos otra cosa; y entonces obedeció inmediatamente, lo que nos ha edificado», respondió Urbano VIII.

El Santo Oficio declaró que Ward estaba limpia de toda sospecha contra la fe y, durante su estancia en Roma, vivió con las compañeras de la congregación, aún en contra de la bula. Munich fue sitiada por las tropas suecas y se temía que las monjas tuvieran que abandonar su casa, mas la epidemia de peste asoló la ciudad y pudieron permanecer con la ayuda de Maximiliano I. El 30 de enero de 1645 murió en la ciudad de York (Inglaterra) sin ver su fundación aprobada por Roma.

La suspensión de la congregación se mantuvo hasta la centuria decimonónica, si bien en 1650 un grupo de monjas inglesas fieles a Ward se estableció en París, sobreviviendo también los grupos de Roma y, especialmente, el de Paradiserhaus de Munich, donde se mantenía la actividad docente. Estas comunidades carecían del respaldo de la jerarquía hasta que en 1680 los obispos de Augsburgo y de Freising las tomaron bajo su protección. Con informes favorables del trono y de estas diócesis se presentó al papado una nueva solicitud de aprobación del Instituto en 1694, la cual fue denegada. Mas en el siglo XXI está presente en 21 países con diferentes iniciativas formativas dirigidas a la mujer.

Por otra parte, a mediados del siglo XVII, el jesuita Guillem de Jossa sirvió de enlace para que las monjas de la En señanza, orden funda da en Francia por Juana de Lestonnac, se instalaran en Barcelona, constituyendo la primera institución educativa femenina en España con un programa educativo avanzado. En la etapa del Corpus de sangre, de lucha con Felipe IV, fueron precisamente los catalanes quienes solicitaron su establecimiento. Cuando llegaron en 1760 a San Fernando, fray Tomás del Valle, el obispo gaditano, reconoció que su método era una óptima solución a la ignorancia femenina: «sería muy útil a la Babilonia de Cádiz (…) La fundación beneficiará a tantas niñas pobres como hay en la Isla (…), a todo género de muchachas medianas, pobres y aun a las mendigas».

Los jesuitas se implicaron en la vida religiosa de las hermanas hasta el punto de intervenir en los asuntos económicos de los cenobios. De forma previa a la fundación de un convento en Alicante por la capuchina Úrsula Micaela Morata, la ciudad de Murcia, donde vivía entonces, sufrió inundaciones que destrozaron la casa. El día de san Calixto de 1651 hubo que sacar a las monjas de la clausura, siendo acogidas provisionalmente por los jesuitas del colegio de san Esteban.

En los siglos XIX y XX se contabilizan hasta 39 institutos religiosos femeninos fundados por un jesuita. El padre Eduardo Rodríguez de Carasa fue director espiritual de la madre Sacramento, fundadora de las Adoratrices (1857). El padre Francisco Butiñá creó las Siervas de San José con la beata Bonifacia Rodríguez de Castro en Salamanca (1874). El padre Pedro Lagaria constituyó en Tudela las Esclavas de Cristo Rey (1928).

Junto a ellos, surgieron organizaciones como la Unión Lumen Dei, con un sector sacerdotal, otro matrimonial y un tercero, femenino. Esta institución fue creada por el padre Rodrigo Molina, como asociación entre Perú y España tanto para obtener recursos económicos como réditos espirituales.

Aunque el fundador no era jesuita, sino sacerdote diocesano, es preciso mentar la Compañía de María, integrada por los marianistas. Fue creada en 1817 por el padre Chaminade y, en 1865, recibió aprobación con la finalidad de educar a la juventud y prestar servicio en las misiones.