POR QUÉ ESCRIBÍ ESTE LIBRO



A los 14 años, cuando era alumno del grado técnico profesional en la antigua Escuela de Minas de Copiapó y cursaba segundo medio en la especialidad de Técnico en Minas, entré por primera vez a un pique minero y sentí un miedo espantoso. Aun así, y a pesar de dicha experiencia, seguí decidido a cumplir mi sueño de niño: trabajar en minería.

 

La pasada por Copiapó fue una buena antesala de lo que vendría luego en mi vida. Cuando egresé de Geología de la Universidad Católica del Norte, y con la intención de conocer y aprender, inicié un peregrinaje por minas de la III Región consideradas dentro del segmento de la pequeña minería. Allí aprendí de buzones y buitras, de chimeneas y caserones, de chiflones y cogotes, de puentes y pilares, de maray y trapiches, de cacho y cola. Allí aprendí que si quedaba algo en la cola del cacho era porque, con seguridad, la ley de la muestra estaba sobre 4 gramos por tonelada. Allí aprendí que había gente en los cerros tan hombre como para soportar el hambre cuando la veta se broceaba o el lixi no pagaba.

 

En esa época entendí lo que era una suerte de “filosofía minera”: que en los días que uno estaba en el pueblo había que ponerle firme, pues no sabía si volvería a regresar del cerro. Con el nivel de incerteza e inseguridad con el que se trabajaba (y, en algunos casos, se trabaja aún), era poco probable salir con vida de un socavón cuyo techo goteaba ni menos escapar cajeando por un pique.

 

En más de una oportunidad el miedo me inundó. Como cuando estaba reconociendo la mina Vallenarina, allá en la intersección de la ruta norte con el acceso a Taltal. Allí, junto a mi ayudante Juan Pérez Paredes, nos sorprendió un sismo que estuvo al borde de terremoto para los que estaban fuera de la mina pero, para nosotros, que estábamos entre cogotes y puentes, fue el cataclismo más grande de la historia.

 

Aún retumba en mis oídos la “venida de una buitra” en una mina en las inmediaciones de Carrera Pinto. Maldita “saca” que se llevó con ella la vida de un barretero y dejó colgando a otros dos. Maldito planchón que aplastó la vida de aquel muchacho de 22 años, presidente del comité paritario, en la mina Buena Vista, en Michilla.

 

Entonces, cuando supe lo que estaba ocurriendo en San José y teniendo aún el fresco recuerdo de los olores y la falta de aire que había sentido en la mina Cachiyuyo, al norte de Chañaral, podía vivir en carne propia las temibles sensaciones que se viven a los 700 metros de profundidad. A pesar de estar a muchos kilómetros de San José, me sentía allí. Siempre estuve allí.

 

Al día siguiente de llegar físicamente a la mina, le comenté a Walter Véliz que creía necesario, fuera cual fuera el desenlace, escribir sobre lo que estábamos viviendo. Que era nuestra obligación escribir sobre los aspectos técnicos de lo que estábamos haciendo. Que con seguridad (y en ello no me equivoqué) saldrían muchos expertos en el lápiz que tratarían de relatar lo que allí estábamos desarrollando. Que con seguridad (en eso tampoco me equivoqué) muchos se ufanarían de haber encontrado y rescatado a los mineros.

 

Yo estaba convencido de que los ubicaríamos y que encontraríamos la manera de sacarlos. Y de que éramos nosotros, los geólogos, quienes teníamos la responsabilidad histórica y moral de relatar la verdad.

 

Walter no vaciló en aceptar el desafío. En aceptar, como hombre, que diríamos la verdad, más allá del resultado de nuestro cometido.

 

Al pasar de los días fui observando la naturaleza humana y vi cómo algunos perseguían las cámaras de televisión, los flashes y los lentes de los fotógrafos, para arrogarse el cumplimiento de supuestas tareas titánicas. Entonces, reafirmé la necesidad de escribir este libro.

 

Detrás de este relato no han existido intereses económicos ni de figuración. Tal como se lo planteé a Walter desde un principio, debíamos decir la verdad: que este milagro lo construyeron sondajistas y geólogos. Los mismos sondajistas y geólogos que encuentran y generan riqueza a partir de su trabajo (nunca reconocido) y que hacen que Chile viva, se desarrolle y florezca.

 

Qué duda cabe de que Dios y el gran arquitecto se conjuraron en San José, para hacernos entender a los mundanos que cuando se trabaja en equipo los milagros se multiplican. Que cuando las ideas negras y blancas se suman, afloran mágicos tonos grises.

 

Este libro no tiene todo el legado denso y técnico que recogimos en San José −esto, quizás sea para otras largas noches de trabajo− pero tiene la realidad de los hechos y el reconocimiento a quienes realmente sudaron y pusieron el pecho. Aquí están grabados a fuego los nombres del Miño, de Sandra, Paola y Macarena, de Castagno y Sprohnle, del Lalo Hurtado, de Igor y Mijali, de Miguel Pérez, de Kurt y James, de Danko, José y Cristián y de tantos otros que trabajamos por la vida de seres humanos a los que nunca conocimos y que seguimos sin conocer.

 

Felipe Matthews Rojas