Canto segundo - Sueño de Agamenón

Dioses y hombres descansan durante la noche y solamente Zeus vela. Piensa en cómo satisfacer a Aquiles y destruir a los aqueos. Decide enviar a Agamenón la visita del Sueño pernicioso y el mensajero divino va y halla al Atrida en su tienda. Le dice:

–¿Duermes, hijo de Atreo, domador de caballos? Zeus te manda decir que armes a los aqueos melenudo; se acerca la hora en que se podría tomar la ciudad de los troyanos.

Cumplido el encargo, el mensajero deja al Atrida imaginando que va a tomar la ciudad de Príamo ese mismo día, ignorando el crédulo los sufrimientos y llantos que Zeus reserva a troyanos y dánaos.

Ya se acerca la hora del amanecer cuando el rey ordena a los heraldos convocar a los aqueos. Reunidos, se celebra junto al navío de Néstor el consejo y Agamenón les entera del mensaje y comunica el deseo de probar a los aqueos.

Néstor se levanta:

–Amigos, caudillos y consejeros: si otro nos hubiera informado de este sueño, lo habríamos tratado de mentiroso, pero quien lo ha tenido es el más noble de los aqueos. Propongo que tratemos de poner en armas a nuestros hombres.

Convocadas por los heraldos, afluyen las tropas. Nueve de esos heraldos tratan a gritos de imponer orden y silencio para que pueda oírse a los reyes. Callados todos, el poderoso Agamenón, apoyándose en el cetro hecho por Hefestos, dirige a los argivos estas palabras:

 –Queridos héroes dánaos: sabed que Zeus había prometido que destruiríamos a Troya, y ahora, con engaños, me invita a volver deshonrado a Argos, luego de perder muchos soldados. A los enemigos les han llegado auxilios armados con lanzas que impiden destruyamos la plaza. Han pasado nueve años y vemos que no avanza la empresa que nos ha traído aquí. Voy a daros un consejo que espero seguiréis y es que huyamos hacia la patria, pues hemos de renunciar a Troya.

Al escuchar estas palabras, la asamblea se agita como las olas cuando las empujan los vientos. Se precipitan las gentes y levantan nubes de polvo. Se animan unos y otros a tomar las naves y echarlas al mar; limpian los deslizadores; quitan los puntales que detienen las embarcaciones, y en esa hora interviene Hera, dirigiéndose a Atenea:

–¿Será posible que huyan los argivos? ¿Y dejarán a Príamo y a los troyanos a Helena de Argos, por quien murieron tantos aqueos lejos del suelo paterno? Vuela, ¡oh diosa!, hacia las tropas y procura detenerlas.

Atenea, la de los ojos de lechuza, se lanza desde las cimas del Olimpo hasta llegar a los navíos aqueos, donde encuentra a Ulises, igual a Zeus en la prudencia. El dolor embarga su corazón y su alma. De pie, cerca de él, la mensajera dice:

–Descendiente de Zeus, ¿piensas huir así? Te pido vayas a las fuerzas aqueas y detengas a los hombres e impidas que lancen las naves al mar.

Ulises reconoce la voz de la diosa y busca al Atrida Agamenón para recibir el cetro de los antepasados; con este signo de autoridad en la mano recorre las naves aqueas y habla a las gentes para que no se vayan, con el resultado de que dejan los navíos y las tiendas y marchan tumultuosamente hacia la plaza de las reuniones.

 Ya allí, se sientan. Solo Tersites sigue chillando. Bizco y cojo, el pecho hundido entre los hombros, la cabeza puntiaguda y el pelo ralo, es detestado por Ulises y Aquiles, a los que atacaba sin cesar. Ahora su voz injuria a Agamenón, contra quien los aqueos se manifiestan irritados. De pronto Ulises va hacia él, lo mira de arriba abajo y lo injuria así:

–¡Charlatán, domina esa lengua, pues eres el peor de los mortales que han venido a Troya! Ignoramos lo que ocurrirá para bien o para mal. Si continúas despotricando, no te extrañe que te quite las ropas y te eche a palos, llorando, de la asamblea.–Al decir esto le da con el cetro unos golpes que le hacen doblarse de dolor, en tanto su piel se llena de una hinchazón sanguinolenta. La escena mueve a grandes risas y a comentarios favorables a lo hecho para acallar al injuriador.

Ulises desea hablar y Atenea invita al silencio. Luego de lamentarse el guerrero por la cobardía de los aqueos, añade:

–Amigos míos, recobrad el ánimo y quedaos para que sepamos si las profecías son o no acertadas. Ayer o anteayer, reunidos cerca de una fuente, junto a los altares, ofrecíamos un sacrificio a los inmortales y ocurrió un gran prodigio. De debajo del altar salió una serpiente que reptó por el plátano, en cuya rama más alta había ocho pajarillos acurrucados entre las hojas. Sin tomar en cuenta su piar, la serpiente devoró las crías, en tanto la madre revoloteaba llorando. Enroscada al árbol, la serpiente la alcanzó por una de las alas y la devoró también. Luego el hijo de Cronos, que había traído el reptil, hizo el milagro de convertirlo en piedra, mientras quedábamos admirados de lo que veíamos. Calcas reveló el designio divino: “Así como la serpiente devoró a las crías y a la madre, nueve en total, así nosotros hemos de combatir el mismo tiempo para tomar, en el año décimo, la ciudad de las calles anchas”. Esto dijo Calcas y esto es lo que va a cumplirse. Quedaos, pues, los aqueos, hasta que conquistemos la ciudad de Príamo.

Fuertes clamores aprueban las palabras de Ulises a quien sigue Néstor:

–¿Qué se han hecho los convenios y promesas? Ahora, como antes, sé fiel a tu designio, Atrida; guía a los argivos en las batallas y deja que mueran contrariados aquellos que quieren volverse antes de saber la verdad o la mentira de la promesa de Zeus. Y tú, príncipe, distribuye a los guerreros por tribus y fratrías, que la fratría ayude a la fratría y la tribu a la tribu. Si lo haces y te obedecen, sabrás quiénes se conducen brava o cobardemente y si es la voluntad de los dioses o el miedo de los hombres lo que impide tomar la ciudad.

–Anciano–dice Agamenón–, a todos sigues aventajando. ¡Ah, si yo tuviera diez consejeros como tú! Aquiles y yo hemos disputado por una mujer; pero si nos entendiéramos quedaría resuelto el asunto troyano a nuestro favor. Ahora id a comer y luego a pelear. Afile cada uno su lanza, prepare el escudo, examine el carro y disponga el ánimo para la batalla.

Los argivos alzan un clamor y se dispersan y corren hacia las naves. Sube el humo de las tiendas de campaña, donde los soldados hacen su comida. Agamenón inmola un toro de cinco años e invita a Néstor, al rey Idomeneo, a los dos Ayax y a Ulises. Menelao llega, atento a las preocupaciones de su hermano.

Una vez que Agamenón impetra a Zeus, satisfechas el hambre y la sed, toma Néstor la palabra y dice a los heraldos que hagan los pregones y reúnan las tropas. Se lanzan los caudillos, acompañados de Atenea, animando a la lucha. Y así como las bandadas de gansos, grullas o cisnes vuelan y se posan entre chillidos, así se dispersan en la llanura las numerosas tribus. Y tal como los pastores reúnen los rebaños, los jefes disponen y ordenan sus hombres para llevarlos al combate. La figura de Agamenón sobresale como un toro en un rebaño de bueyes y vacas.

No sería posible contar la masa de soldados reunidos. Allí están los beocios, los focenses, los locrianos, los abantes, los que vienen de Atenas, los guerreros de Argos, los hijos de Micenas y de Corinto, mandados estos por su hermano Menelao; los pueblos que vienen de la Elide; los cefalenios, los rodios y otros muchos. De todos los guerreros Ayax es el mejor, en tanto falte Aquiles, irritado siempre contra Agamenón.

La ágil Iris, de pies como el viento, se dirige hacia los troyanos para darles una mala noticia. Apropiándose la voz de Polites, hijo de Príamo, habla:

–Anciano, sigues aficionado a los discursos, pero ya está aquí la guerra. Jamás he visto tantas tropas como las que atraviesan la llanura para atacar tu plaza. A ti me dirijo, Héctor, a fin de que hagas lo que debes. Hay en la ciudad aliados que hablan otras lenguas, por ser de razas diversas. Es importante que cada jefe lleve al combate, organizados, a sus conciudadanos.

Héctor reconoce la voz y levanta la asamblea. Corren los soldados a las armas, abren las puertas de la ciudad y se lanzan fuera con enorme alboroto.

Además de Héctor, destacan entre los caudillos Eneas, hijo de Afrodita y del mortal Anquises, y Anfímaco, hijo de Nomió, extravagante que va a las batallas cargado de joyas como una mujer.