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La gente siempre te dice que es absurdo amargarte por cosas que no puedes controlar. Casi siempre me sentía de acuerdo. Pero eso era antes de que a mi madre le diagnosticaran el cáncer, antes de que contemplara impotente cómo la enfermedad le iba robando la energía, la sonrisa y, al final, su vida. Antes de que mi padre sucumbiera a un infarto masivo y muriera, justo semanas después de que sus médicos declararan que se encontraba en perfecto estado de salud. Antes de que un hombre me sorprendiera acuclillada en mitad de un macizo de arbustos aromáticos y me despojara de mi ropa, mi dignidad y la paz interior que todavía poseía. Ahora sé que el control es, a lo sumo, una ilusión inofensiva, un engaño inofensivo en el peor de los casos.

Nunca he tenido muchos amigos íntimos. No estoy segura de por qué exactamente. Por norma, soy muy sociable. Me llevo bien con casi todo el mundo. Soy buena conversadora, quizá demasiado. Pero no me vuelco en charlas profundas. Jamás he experimentado la necesidad de ponerme a hablar de mis sentimientos. Nunca he querido compartir los detalles de relaciones que considero privadas. Jocelyn, mi amiga del instituto, a la que hace años que no veo, me decía que era más como un chico que como una chica en ese sentido, que prefería hablar de generalidades antes que de cosas personales, y que si bien era muy buena oyente, nunca hablaba de mis problemas, nunca permitía que la gente se acercara demasiado. Decía que yo tenía problemas de confianza, tal vez porque mi familia era muy rica. Además de distante. No estoy segura de que estuviera en lo cierto. O sea, tal vez intimar con la gente no sea mi punto fuerte. Tal vez siempre me he sentido más cómoda como observadora que como participante. Pero yo soy así. Tal vez por eso soy tan buena en mi trabajo.

En cualquier caso, hace mucho tiempo que Jocelyn desapareció de mi vida. Después de graduarse en el instituto se fue un año a viajar por Europa, y después se matriculó en la Universidad de Berkeley, en California. Yo me quedé en el sur de Florida. Perdimos el contacto, aunque intentó hacerse amiga mía en Facebook hace unos años. Tenía la intención de contestar, pero era justo la época en que mi madre se estaba muriendo y nunca llegué a hacerlo.

Aunque parezca un tópico, mi madre siempre fue mi mejor amiga. Aun no puedo creer que haya muerto. La echo de menos cada día. Pero por más que mi cuerpo se muera de ganas de sentir sus brazos a mi alrededor, de recibir su beso en la frente, con la seguridad de que ese beso conseguirá que todo vaya a mejor, me siento muy agradecida de que no pueda verme ahora. Ni siquiera sus besos podrían arreglar esto.

Soy amiga de Alissa Dunphy, la asociada del bufete para la que estaba trabajando la noche que me atacaron, y de Sally Ogilby, ayudante de Phil Cunningham, el principal abogado de familia del bufete, pero muy pocas veces las veo fuera del trabajo. Alissa está encadenada a su escritorio, decidida a ascender en el bufete antes de cumplir los treinta y cinco, y Sally está casada, es madre de un niño de tres años y espera su segundo hijo, una niña, que nacerá dentro de un par de meses. Eso no le deja mucho tiempo para otros intereses. Tiene una vida muy ocupada. Tenemos vidas muy ocupadas.

Corrección: Teníamos.

Yo tenía una vida muy ocupada. Mi vida era muchas cosas.

Alissa ha llamado cada día desde el ataque, me ha manifestado en repetidas ocasiones cuánto lo lamenta, lo responsable que se siente, pregunta si puede hacer algo para ayudarme a superar este momento difícil. Yo le digo que no puede hacer nada, y casi puedo oír su suspiro de alivio.

—Si necesitas algo, dímelo… —insiste antes de colgar el teléfono.

Necesito recuperar mi vida. Necesito que todo vuelva a ser como antes. Necesito averiguar quién me hizo esto.

La policía cree que fue un acto aleatorio, un delito perpetrado aprovechando la oportunidad, un caso de momento equivocado, lugar equivocado. Aun así, preguntan: ¿es posible que alguien a quien haya investigado, alguien a quien haya arruinado su matrimonio con las fotografías que le tomé, alguien cuyo negocio se haya ido a pique debido a la información que desenterré me odie tanto como para hacer lo que hizo?

Pienso en la declaración que presté ante el tribunal la mañana de mi agresión, el veneno que escupieron los ojos de Todd Elder cuando estaba apoyado contra la pared junto a la puerta de la sala, la palabra «zorra» dibujada en silencio en sus labios. Encaja con la descripción general de un violador. Al igual que Owen Weaver, caigo en la cuenta, al recordar nuestro breve flirteo y su sonrisa que deja al descubierto su dentadura perfecta. Me estremezco cuando siento esos dientes clavados en mi pecho. ¿Es posible?

«¿Recuerdas algo de ese hombre?», me pregunto a diario, repitiendo la pregunta de la agente de policía.

Indago en mi mente, la escudriño en busca del más ínfimo fragmento, con la intención de ser tan constante, metódica e ingeniosa como lo era desde el punto de vista profesional. Pero no encuentro nada. No veo nada.

—Podría haber sido peor —recuerdo que dijo una enfermera—. Podría haberla sodomizado. Podría haberla obligado a hacerle una felación.

—Ojalá —me oigo decirle—. Le habría arrancado la polla de un mordisco.

—La habría matado.

—Habría valido la pena.

¿Es posible que este diálogo tuviera lugar? ¿O sólo lo estoy imaginando? Y si esa conversación fue real, ¿qué más habré reprimido? ¿Qué más hay, tan terrible de ver, tan espantoso de recordar?

Un día típico posviolación: me despierto a las cinco de la mañana después de una o dos horas de sueño. Me sacudo de encima una de las varias pesadillas recurrentes (un hombre enmascarado que me persigue por la calle; una mujer mirando desde su balcón, sin hacer nada; tiburones nadando en círculos alrededor de mis pies en aguas tranquilas), me levanto y busco en el cajón de arriba de mi mesita de noche, localizo las tijeras grandes que guardo allí desde la agresión, y empiezo mi registro matutino del apartamento.

El violador me robó la pistola, y aún he de sustituirla. Pero no pasa nada. He decidido que las tijeras significan algo más visceral, más personal, más satisfactorio. Siempre que pienso en devolverle el golpe al hombre que me atacó (y creo que se repite tanto como el acto de respirar), nunca me imagino disparándole. Pienso en apuñalarle, tal como él me apuñaló. Y si bien no puedo utilizar mi cuerpo como arma del mismo modo que hizo él, todavía puedo desgarrar su carne como él desgarró la mía, y las tijeras se convierten en una extensión de mi brazo, de mi furia.

En esa persona me he convertido. En esa mujer me convirtió.

Empuñando las tijeras miro debajo de la cama, aunque es demasiado baja para que alguien se pueda esconder debajo, y después recorro el largo pasillo de mármol, flanqueado a ambos lados por cuadros heredados de mis padres: una serie de corazones coloridos de Jim Dine, un desnudo de Motherwell, un Gottlieb abstracto rosa y negro, un Calder naranja y negro que parece un pavo. Llevo a cabo un rápido registro del segundo dormitorio que hace las veces de estudio, miro debajo del escritorio de metacrilato y mármol negro sobre el cual descansa mi ordenador, y detrás del sofá cama de pana púrpura donde a veces duerme Heath. Miro en su pequeño ropero y en el cuarto de baño contiguo, inspecciono el armarito diminuto que hay debajo del lavabo, antes de continuar por el pasillo hasta el aseo principal. Después de comprobar que no hay nadie agazapado detrás de la puerta, me acerco al armario del pasillo y busco pies escondidos debajo del perchero de chaquetas. Compruebo que la cerradura de la puerta principal está echada, y después me asomo a la cocina, camino de la zona de estar y el comedor.

En la sala rectangular, una gran mesa auxiliar cuadrada de piedra caliza, que descansa sobre una alfombra de cuero, ocupa el centro del espacio delineado por dos sofás blancos modernos que forman una ele. Cojines decorativos de un púrpura intenso adornan los sofás. Hacen juego con la butaca de terciopelo púrpura situada en la línea divisoria invisible que separa la zona de estar del comedor. Diez limones de plástico llenan un cuenco de mimbre oblongo colocado en mitad de la mesa de cristal del comedor. Una docena de rosas rosas de seda se alzan en un jarrón verde lima que descansa sobre la mesa de servicio apoyada contra la pared que hay frente a la ventana, bajo un cuadro de dos mujeres sin rostro que pasean cogidas de la mano por una playa desierta. No recuerdo quién lo pintó. Un artista local, me parece.

Una falsa palmera erguida junto a la ventana se eleva hacia el techo alto de la sala, de aspecto tan auténtico como cualquiera de las palmeras ubicuas que flanquean las calles. Orquídeas blancas artificiales cuelgan de un candelabro de pared junto a la puerta de la cocina. Todo el mundo supone que las orquídeas son reales, me felicitan por mi buen gusto con las flores. Se quedan estupefactos cuando digo que son falsas, y todavía más cuando confieso que prefiero estas imposturas a las auténticas. Son fáciles y poco exigentes, explico. No tienes que cuidarlas. No se mueren.

También tengo flores de verdad, por supuesto. En los días posteriores a mi violación, recibí como mínimo seis ramos diferentes. Procedían sobre todo de mis colegas del trabajo, y están distribuidos por todo el apartamento. Sean Holden envió dos docenas de rosas rosas. Travis me mandó un enorme ramo de crisantemos. Recordó que me gusta el púrpura, pero olvidó que detesto los crisantemos. Tal vez lo hizo a propósito, o es posible que yo nunca se lo dijera.

Después de asegurarme de que no hay nadie agazapado detrás de las cortinas de la sala de estar, preparado para abalanzarse sobre mí, vuelvo al dormitorio, donde inspecciono la ropa colgada en el ropero empotrado, con el fin de comprobar que no hay nadie oculto detrás de mis vaqueros y vestidos. Examino el dormitorio principal: el retrete aislado, la ducha acristalada, incluso la bañera de esmalte blanco con sus patas de león de latón, por si hay alguien enroscado dentro, como una serpiente en una cesta, a la espera de atacar. Repito la misma maniobra con el cesto de mimbre blanco que hay junto a la bañera, levanto la tapa y remuevo su contenido con las tijeras.

Llevo a cabo este ritual tres veces al día, aunque de vez en cuando varío el orden. Sólo cuando me convenzo por completo de que nadie ha sido capaz de colarse en mi refugio de vidrio que se alza hacia el cielo, abro la ducha. Cuando el vapor llena la habitación, me quito el pijama y entro en el cubículo.

Acompañada de mis tijeras.

Ni siquiera lanzó una ojeada a mi cuerpo desnudo. No puedo soportar la visión de mis pechos. El vello púbico me da asco. No me he afeitado las piernas ni las axilas desde el ataque. Todo me duele: las costillas, las muñecas, la espalda. Hasta la piel. Permanezco bajo el chorro constante de agua caliente hasta que ya no puedo sentir la piel. No me miro en el espejo velado por el vapor cuando salgo. Utilizo una toalla áspera para secarme, hasta dejarme la piel al rojo vivo. Tiro mi pijama a la cesta rebosante, lo cambio por otro y regreso al dormitorio, blandiendo las tijeras.

La habitación está sumida en la oscuridad. El sol aún no ha salido. Conservo las persianas cerradas hasta que llega la luz del sol.

Nunca sabes quién puede estar vigilando.

Le presiento antes de verle, le huelo antes de notar que se mueve encima de mí. Reconozco el olor de inmediato: colutorio, mentolado y fresco. De repente, siento todo el peso de su cuerpo sobre el mío, su codo apretado contra mi tráquea, que me impide respirar, que enmudece mis chillidos antes de nacer. «Dime que me quieres», ordena, mientras me penetra por la fuerza, mientras prende fuego a mis entrañas, como si me estuviera golpeando con una antorcha encendida. «Dime que me quieres.»

—¡No! —chillo, mientras mis manos golpean su pecho, mis pies patean sus muslos, mis dedos arañan su cuello y entran en contacto con la nada cuando manoteo desesperada sobre la cama.

Abro los ojos.

No hay nadie.

Me incorporo. Mi respiración tarda unos minutos en serenarse, hasta alcanzar algo parecido a la normalidad. La televisión continúa encendida. Cojo el mando a distancia de la mesita de noche y la apago. No tengo ni idea de qué hora es, de qué día es, de cuántas horas han transcurrido desde que estuve despierta por última vez.

El teléfono suena y pego un bote, lo miro hasta que cesa su horroroso aullido. El reloj de la mesita de noche me informa de que son las ocho y diez. Doy por sentado que de la mañana, aunque no estoy segura, y la verdad es que me da igual. Me levanto, saco las tijeras del cajón de arriba de la mesita de noche y empiezo a inspeccionar el apartamento. Cuando salgo al pasillo, el teléfono vuelve a sonar. No le hago caso.

El teléfono suena a intervalos durante los diez minutos que tardo en comprobar que ningún peligro me acecha en el apartamento. Está sonando cuando vuelvo al dormitorio. Debe de ser la policía, pienso, y levanto el aparato justo cuando para de sonar. Me encojo de hombros y me quedo inmóvil varios minutos, pero el teléfono se niega con tozudez a sonar de nuevo.

Acabo de salir de la ducha cuando oigo voces, seguidas del sonido de pasos, gente que ha irrumpido en mi apartamento. Agarro mi albornoz blanco demasiado grande de su gancho, al lado de la ducha, y me envuelvo con él, al tiempo que levanto las tijeras hasta el pecho y entro en el dormitorio, sin parar de repetirme que son imaginaciones mías. Es imposible que alguien haya accedido a mi apartamento. No hay nadie recorriendo mi pasillo. Nadie está susurrando ante la puerta de mi dormitorio.

Pero sí.

Una voz acuchilla el aire.

—¿Bailey? ¿Bailey, estás ahí?

Seguida de otra voz, una voz de hombre.

—¿Señorita Carpenter? ¿Va todo bien?

Mis rodillas flaquean. Se me seca la garganta. La habitación da vueltas a mi alrededor.

Una mujer aparece de repente en la entrada, y la cabeza de un hombre joven oscila sobre su hombro izquierdo. La mujer mide un metro sesenta de estatura, tiene el pelo rubio y corto, y ojos castaños bien separados. Tiene el estómago distendido, pesado debido al bebé que lleva dentro.

—¿Sally? —mascullo, mientras me esfuerzo por recobrar la voz y bajo las tijeras.

—¿Va todo bien? —pregunta el joven que hay detrás de ella. Sólo en este momento se definen sus facciones y reconozco a Finn, uno de los empleados del edificio que suele encargarse del mostrador de recepción—. La hemos llamado una y otra vez.

—Estaba en la ducha —contesto, mientras intento contener los chillidos—. ¿Cómo han entrado aquí?

—Ha sido culpa mía —se apresura a explicar Sally—. Me asusté mucho cuando no contestaste al teléfono. Tuve miedo de que te hubiera pasado algo, de que tal vez te hubieras hecho algo…

No es necesario que termine la frase. Ambas sabemos lo que ha estado a punto de decir.

—Lo siento muchísimo, señorita Carpenter —tercia Finn, mientras traslada su peso de un pie al otro—. No era nuestra intención asustarla.

—No te enfades —insiste Sally—. Yo le obligué.

Asiento. Las normas de la comunidad estipulan que el edificio posee duplicados de las llaves de todos los apartamentos para casos de emergencia. No cabe duda de que Sally creyó que se trataba de una emergencia.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No te acuerdas? Te dije anoche por teléfono que me pasaría por tu casa camino del trabajo.

—Se me fue de la cabeza.

La verdad es que no recuerdo en absoluto la llamada de anoche.

—¿Eso son unas tijeras? —pregunta Sally, y sus ojos se abren de par en par todavía más.

Las guardo en un bolsillo del albornoz.

—Siento una vez más haber irrumpido en su apartamento —se excusa Finn, mientras retrocede por el pasillo hacia la puerta, que cierra en silencio detrás de él.

—La ducha se ha alargado bastante —comenta Sally.

—Lo siento.

—No te disculpes. Fui yo la que se puso como loca e irrumpí en tu apartamento. ¿Has desayunado ya? He traído muffins.

Levanta una bolsa de papel marrón.

Preparo té, nos sentamos a la mesa del comedor, comemos muffins y fingimos que es un día normal y que somos gente normal que sostiene una conversación normal.

—¿Ya habéis decidido cómo se va a llamar el bebé? —pregunto. Sally lleva en casa unos veinte minutos, y creo que todavía no hemos hablado de eso, aunque no estoy segura. Tan sólo la he estado escuchando a medias.

—Aún no. Pero creo que estamos haciendo progresos. —Continúa cuando yo no hago más preguntas que abunden en el tema—. Yo sugerí que se llamara Avery, pero Bobby se puso enseguida como loco. Ya sabes que mi amado esposo se decanta siempre por nombres más tradicionales, como en el caso de Michael.

Michael es su hijo de tres años de edad. Sally quería llamarle Rafael, por el tenista Rafael Nadal, o Stellan, por un actor sueco al que siempre ha admirado, pero su marido insistió en algo más tradicional. Se manifestó en favor de Richard o Steve. Pactaron Michael justo cuando la cabeza del bebé estaba asomando, y Sally todavía no está convencida de haber tomado la decisión correcta. «Estaba abierta de piernas, con la mano del médico metida hasta la garganta», me contó en una ocasión. «Yo chillaba como una loca. Has de admitir que me encontraba en cierta desventaja por culpa de ese hombre.»

Me encojo al pensar en la imagen.

—¿No te gusta el nombre? —pregunta Sally.

—¿Qué?

—También estaba pensando en Nicola o Kendall.

—Me gusta Avery —le digo. La imagen se desvanece, pero persiste en mi imaginación, y se suma a una galería de imágenes similares.

—¿Sí? Me alegro mucho. Avery es mi favorito. ¿Qué te pasa? ¿No te gusta el muffin? Me dijeron que estaba relleno de arándanos, no sólo por encima para que se vean.

Los arándanos saben a pelotas de goma.

—Es delicioso —miento. Las bayas se pegan a mi paladar, como si fueran chicle, y ni siquiera los constantes esfuerzos de mi lengua consiguen desalojarlas.

—Odio cuando compras un muffin creyendo que está relleno de bayas, y resulta que sólo hay unas cuantas por encima —dice Sally—. Es una estafa. —Sonríe—. Hoy tienes mucho mejor aspecto. ¿Has dormido bien?

—Mucho mejor —contesto, utilizando sus palabras.

Me palmea la mano por encima de la mesa.

—Todo el mundo en el trabajo pregunta por ti.

—Qué amables.

—Me han dado recuerdos para ti.

—Salúdales de mi parte también.

Silencio. Acaba el resto del té, captura con la yema del dedo las últimas migas que han caído sobre la mesa y se las mete en la boca.

—Bien, creo que debería irme.

Me pongo en pie de inmediato.

—Gracias por pasar.

—Sí, y por darte un susto de muerte.

—Ya estoy bien.

—Tienes buen aspecto —comenta, y el entusiasmo forzado de su voz subraya la mentira—. Los morados casi han desaparecido por completo.

Sólo los que puedes ver, pienso.

—Bien —dice, y se inclina hacia delante para darme un abrazo vacilante. Por suerte, su abultado estómago impide que se acerque demasiado—. Nos veremos pronto.

—Estupendo.

—¿Algún plan para el resto del día? —pregunta, mientras yo abro la puerta.

—Nada en especial.

—Hace un día estupendo —comenta, como si fuera extraño. Miami está rebosante de días estupendos—. Tal vez deberías salir a dar un paseo.

—Tal vez.

Señala mi pelo mojado.

—Será mejor que te lo seques antes de que pilles un resfriado.

¿De qué sirve secarlo cuando voy a ducharme otra vez dentro de unas horas?

Cierro la puerta cuando sale y la observo a través de la mirilla mientras anadea por el pasillo hasta los ascensores. Después corro al cuarto de baño y vomito el té y el muffin de arándanos.