INTRODUCCIÓN

 

Estaba bajando por la calle Cuarenta y ocho, en el centro de Manhattan, cuando un hombre, vestido con un buen traje y unos zapatos relucientes, bien peinado y con un maletín de piel, me rozó al pasarme. Luego, le vi girar la cabeza y escupir un chicle.

Me fijé en el chicle para no pisarlo. Salió disparado más o menos a un metro frente a mí, rebotó contra un árbol y luego cayó rodando en la acera. Se detuvo justo debajo del siguiente paso que dio el hombre, que siguió caminando sin darse cuenta de que el brillante chicle azul se había pegado a la suela de su zapato.

Me reí en voz alta.

Y luego me puse a pensar. ¿Cuántas veces nos ocurre lo mismo? ¿Cuántas veces hacemos algo creyendo que es en nuestro beneficio, pero que al final se queda pegado a la suela de nuestro zapato, como un chicle? ¿Cuántas veces nos comportamos de una manera que es contraproducente?

A veces, es perfectamente obvio que nuestras acciones van en contra de los objetivos que buscamos, y por lo tanto es fácil evitarlas. Me explicaron la historia de una persona que tenía un alto cargo en un banco de Wall Street. Igual que el banco, se había endeudado sobremanera: había comprado un apartamento muy por encima de sus posibilidades. Cuando supo que no iba a recibir una prima tan cuantiosa como esperaba, arremetió contra su jefe, maldiciéndolo y denigrándolo enfrente de otros empleados del banco. Ahora se ha quedado sin prima y sin trabajo.

En otras ocasiones, la manera en que nos saboteamos a nosotros mismos es más sutil, como una vez que llegué tarde para cenar con mi mujer, Eleanor. Habíamos quedado en el restaurante a las siete, y ya eran las siete y media. Me sentía culpable, pero la reunión con una clienta se había alargado. Al llegar, me disculpé y le dije que no pretendía llegar tarde.

«Nunca pretendes llegar tarde», respondió. Caramba. Estaba enfadada.

«Lo siento, cariño», protesté, «pero era impostergable.» Le expliqué por qué había llegado tarde, dándole detalles sobre la reunión con la clienta, tal vez exagerando un poco para hacerle entender lo importante que era.

Pero, en lugar de calmarla, solo conseguí empeorar las cosas. Ahora estaba enfadada y ofendida.

Lo cual, a su vez, provocó que yo me enfadara y quisiera reafirmarme. «Mira», continué, «estoy esforzándome mucho en el trabajo.»

La conversación fue degenerando a medida que reaccionábamos a las respuestas del otro. En realidad, queríamos lo mismo: disfrutar de una cena agradable juntos. Pero nuestras respuestas espontáneas solo provocaron que nos enfrentáramos más, que nos sintiéramos más separados y que nos enfadáramos más. Precisamente, lo contrario de lo que pretendíamos.

La causa: las reacciones contraproducentes y viscerales.

Al llegar tarde, mi reacción visceral fue darle una explicación. La reacción visceral de Eleanor a mi explicación fue la impaciencia. Mi reacción visceral a su impaciencia fue el enfado. Y la discusión fue subiendo de tono porque seguíamos un guión instintivo y mecánico, por muy ineficaz que fuera.

Lógicamente, yo no pretendía ponerme a discutir con Eleanor. De hecho, si le di una explicación por mi retraso era para que no nos peleáramos. Pero, a fin de cuentas, mi buena intención no iba a arreglar las cosas. Lo importante era que mi acción —explicar por qué me había retrasado— había afectado a Eleanor. Y era evidente que no le había ayudado mucho. Básicamente, había escupido el chicle y acababa de pisarlo.

Cuando las buenas personas tienen malos hábitos

Los objetivos básicos que todos queremos —relaciones satisfactorias, logros de los que enorgullecernos, éxito en el trabajo, ayudar a los demás, tener la mente en paz— son sorprendentemente fáciles de conseguir. Pero, en muchos casos, nuestros mejores esfuerzos para conseguirlos se fundamentan en hábitos y conductas que, dicho en pocas palabras, no funcionan.

Cuando nos sentimos agobiados y estresados por una lista de tareas cada vez más larga, nuestra reacción visceral es trabajar más horas y cargarlas con más trabajo. Hacemos varias tareas a la vez, volamos de una reunión a otra, enviamos correos electrónicos por debajo de la mesa de reuniones y nos levantamos más pronto y nos acostamos más tarde para trabajar más. Nuestra intención es reducir el estrés y la sobrecarga de trabajo. Pero nuestras acciones tienen, precisamente, el efecto contrario: acabamos más estresados y con más trabajo.

O tal vez decimos algo que creemos que impresionará positivamente a la otra persona, pero, en realidad, lo que provocamos es rechazo. O queremos ayudar a una amiga, pero, de alguna forma, le hacemos sentir peor. Damos una arenga a los miembros de nuestro equipo, pero, sin saber por qué, los desanimamos.

Y siempre nos quedamos perplejos. ¿Qué ha pasado?, nos preguntamos. La consecuencia es que luego nos pasamos días intentando reparar el daño de estas reacciones viscerales que no han tenido el efecto deseado. Malgastamos infinitas horas y mucha energía pensando en lo que hemos dicho, hablando con los demás sobre cómo lidiamos con una situación, planeando nuestro próximo movimiento, y tal vez incluso dando un rodeo hasta el baño para no cruzarnos con alguien que, sin querer, hemos ofendido en el pasillo.

Cuatro segundos para mejorar nuestros hábitos

Pero tengo buenas noticias: no es difícil solucionar este problema. De hecho, todo lo que necesitas son cuatro segundos. Cuatro segundos es el tiempo que se requiere para respirar hondo. Esta breve pausa es todo lo que necesitas para darte cuenta de dónde te estás equivocando y cambiar de dirección un poco.

Y realmente quiero decir un poco. Las alternativas que voy a sugerirte en las siguientes páginas son increíblemente fáciles. Te proporcionarán los resultados que quieres y no deberás marear la perdiz incansablemente. Son formas de pensar, de hablar y de actuar —formas de ser— más sencillas que los comportamientos que has aplicado hasta ahora y mucho más eficaces. Requieren menos tiempo y energía. Te ayudan a ser hiperproductivo sin tener que ser híper.

En mi anterior libro, 18 minutos: Encuentre su foco, controle las distracciones y consiga hacer lo realmente importante, proponía una forma de concentrarse mejor y organizar el día alrededor de lo más importante. Te pedía que fueras estratégico y consciente de lo que hacías.

En 4 segundos, te enseñaré a ser estratégico y consciente —a la velocidad de la luz— de cómo haces las cosas. 18 minutos te ayudaba a concentrarte en los objetivos importantes. 4 segundos te ayudará a sacar el máximo partido de esta concentración.

Después de todo, no es suficiente con organizarte el tiempo de forma excelente: también tienes que utilizarlo de forma excelente. Cómo actúes durante estas horas determinará tu éxito: cómo organizas tu mente, cómo te relacionas con los demás, cómo hablas y actúas en el trabajo y con tu equipo. El propósito no es solo sobrevivir a una vida ajetreada, sino sacar el máximo partido de tus esfuerzos y relaciones personales.

Aprenderás a reemplazar reacciones viscerales, que hacen perder tiempo y energía, por nuevos hábitos y comportamientos que ahorran tiempo, recargan energías y son productivos. En este mundo que se mueve a pasos agigantados, aprenderás nuevas formas de vivir, trabajar y relacionarte que te darán paz y resultados.

Ha nacido un nuevo hábito

¿En qué podía haber cambiado mi actitud cuando llegué tarde para, en lugar de pelearnos, disfrutar del valioso tiempo que iba a pasar con mi mujer? Me podía haber tomado cuatro segundos —tiempo suficiente para respirar hondo, calmarme, cambiar de perspectiva—, resistir la tentación de explicar mi retraso y reconocer que Eleanor me había estado esperando:

«Discúlpame por haber llegado tarde. Me has estado esperando sentada aquí durante media hora y es algo frustrante. Y sé que no es la primera vez. Me doy cuenta de que parece que estar con un cliente me da derecho a llegar tarde. Esto es una falta de respeto a tu tiempo y siento mucho haberte hecho esperar tanto rato».

Es más fácil decir esto que hacerlo. Mi reacción visceral, intuitiva, refleja, es justificar mi retraso en lugar de reconocer los sentimientos de mi mujer. Me hace sentir mejor, puesto que no es mi culpa haber llegado tarde: existe una razón específica. Pero la respuesta intuitiva es contraproducente. Aunque a mí me hace sentir mejor, a Eleanor —que ha estado esperándome— le hace sentir peor. Refuerza la sensación de que fuera lo que fuese lo que me hizo llegar tarde era claramente más importante que ella. Y así, sin ni siquiera darme cuenta, nuestra agradable cena se había ido al garete.

Por otro lado, pensar en cómo mi retraso ha afectado a Eleanor y prescindir de explicaciones, aunque no siga una cadena lógica, le hace sentir mejor. La razón es que le demuestro que pienso en ella. Y admito que no hay ninguna buena explicación para hacerla esperar. Así, salvo nuestra agradable cena.

Y ha nacido un nuevo hábito. Cuando llego tarde, mi reacción visceral sigue siendo esgrimir una disculpa, pero no justifico por qué he llegado tarde ni doy una excusa. En lugar de esto, me hago cargo de que la otra persona me ha estado esperando.

Hay, además, otra ventaja con este nuevo hábito: ya no llego tarde tan frecuentemente. Explicarle a Eleanor cómo le afecta mi retraso me hizo cambiar de forma más general. Quiero valorar su tiempo o el de cualquier otra persona. Y no quiero que se sientan frustrados. De alguna forma, reconocer y admitir a Eleanor cómo mi comportamiento le afectaba me hizo considerar mi comportamiento de manera diferente. En otras palabras, mi nueva respuesta automática cuando llego tarde no solo ha mejorado mi relación con Eleanor, sino que también ha mejorado mi comportamiento en general.

Este es el poder de un hábito productivo.

Pero modificar nuestros hábitos no es algo fácil. Nuestras respuestas intuitivas son, por definición, intuitivas. Son hábitos que consideramos naturales y que son difíciles de cambiar. Incluso si no funcionan, confiamos en ellos, porque es lo que conocemos. Cuando tenemos que hacer frente a una situación, es nuestra forma de reaccionar. Conocer una respuesta automática nueva y efectiva es haber ganado media batalla. La otra media es utilizarla en un momento de estrés. He escrito 4 segundos para ayudarte en ambos procesos.

En la Primera parte, «Cambia tus automatismos mentales», aprenderás a retomar el control sobre tu comportamiento y tus acciones —a corto y largo plazo— para que sirvan a tus intereses, te lleven hacia tus objetivos y te hagan feliz. Aprenderás a controlar tus impulsos y tentaciones. Te volverás más calmado y tranquilo. Los consejos de la Primera parte te ayudarán a que tengas los pies en la tierra.

En la Segunda parte, «Fortalece tus relaciones», mejorarás tu capacidad para gestionar emociones difíciles —las tuyas y las de otros— y te convertirás en un experto en reaccionar y responder productivamente en situaciones y conversaciones difíciles. Los consejos de la Segunda parte te ayudarán a relacionarte mejor con aquellos que te rodean.

En la Tercera parte, «Optimiza tus hábitos laborales», aprenderás a trabajar —y liderar— de una manera que inspire motivación, lealtad y compromiso a quienes te rodean. Evitarás cualquier tendencia que aliene a tus compañeros o que incite enfrentamiento. En lugar de esto, alentarás la motivación, el positivismo y la colaboración. Los consejos de la Tercera parte te ayudarán a liderar con valentía y responsabilidad, y obtendrás resultados.

Albergo la esperanza de que 4 segundos te ayude a superar todos aquellos comportamientos y hábitos perjudiciales. Aunque tal vez no desaparezcan completamente tus impulsos contraproducentes, espero que los consejos de estas páginas te ayuden a controlarlos y a desarrollar nuevos hábitos que favorezcan los objetivos que realmente quieres, para que tengas los resultados que buscas. La cantidad de tiempo que ahorrarás tomando las decisiones correctas es inconmensurable. El impacto positivo —en tu vida, en tus relaciones personales y en tu trabajo— será inestimable.

Solo puedo suponer que el tipo con el chicle en la suela del zapato aún no se ha dado cuenta. Probablemente, todavía esté dejando una estela pegajosa y azul a su paso. Pero tú no tienes por qué.