4
Le lanzo la piedrecita amarfilada en el regazo como si me quemara.
—¡No! Es demasiado tarde para pedirle perdón. Algunas cosas es mejor olvidarlas.
Y si mi padre viviera, estaría de acuerdo conmigo. «No puedes segar un campo que ha sido arado a no ser que quieras quedarte atascado en el barro», decía.
Dorothy aspira una bocanada de aire.
—Te conozco desde que te mudaste a este lugar, Hannah, una chica con grandes sueños y un corazón enorme. Me contaste la historia de tu maravilloso padre, de cómo te crió él solo desde que eras adolescente. Pero de tu madre apenas me has dicho nada, salvo que eligió a su novio en lugar de a ti.
—¡Y no quiero saber nada de ella! —exclamo con el corazón repiqueteándome en el pecho. Me enfurece que la mujer a la que llevo más de una década sin ver ni cruzar una sola palabra con ella siga teniendo aún tanto poder sobre mí. El peso de la ira, me imagino a Fiona diciendo—. Mi madre hizo una elección y punto.
—Tal vez. Pero siempre he creído que la historia no se acababa ahí —afirma Dorothy mirando a otro lado y sacudiendo la cabeza—. Lo siento. Debería haber compartido mis pensamientos contigo hace años. Siempre me han estado acosando. Me pregunto si yo no habré estado queriéndote solo para mí —añade buscando a tientas mi mano de nuevo y devolviéndome la piedra otra vez—. Tienes que hacer las paces con tu madre, Hannah. Ya es hora.
—Lo has entendido al revés. Yo ya he perdonado a Fiona Knowles. Esta segunda piedra es para buscar el perdón, no para otorgarlo.
Dorothy se encoge de hombros.
—Perdonar o ser perdonada, ¡qué más da! No creo que estas Piedras del Perdón se rijan por unas reglas que deban aplicarse a rajatabla. Su finalidad es restablecer la armonía, ¿no crees?
—Mira, lo siento, Dorothy, pero no creo que conozcas toda la historia.
—Yo creo que tú tampoco.
Me la quedo mirando.
—¿Por qué lo dices?
—¿Te acuerdas de la última vez que tu padre estuvo aquí? Yo todavía vivía en el Evangeline y vinisteis a cenar a mi casa.
Fue la última visita de papá, aunque entonces no me lo podía ni imaginar. Estaba bronceado y contento, y era el centro de atención como siempre. Nos sentamos en la terraza de Dorothy, intercambiando historias y bebiendo unas copas de más.
—Sí, lo recuerdo.
—Creo que sabía que se estaba yendo de este mundo.
Su tono y la mirada casi mística de sus ojos nublados hace que se me ponga la carne de gallina.
—Tu padre y yo hablamos en privado un momento. Compartió algo conmigo mientras tú y Michael ibais corriendo a comprar otra botella de vino. Estaba un poco achispado. Pero en el fondo creo que se quería desahogar.
El corazón me martillea en el pecho.
—¿Qué te dijo?
—Me contó que tu madre sigue mandándote cartas.
Se me corta la respiración. ¿Cartas? ¿De mi madre?
—No, seguro que era el alcohol el que hablaba por su boca. Hace casi veinte años que no me manda ninguna carta.
—¿Estás segura? A mí me dio la impresión de que tu madre ha estado intentando ponerse en contacto contigo durante años.
—Él me lo habría dicho. No. Mi madre no quiere saber nada de mí.
—Pero tú has admitido ser la que cortó con ella.
De pronto me viene a la cabeza una imagen de mi decimosexto cumpleaños. Mi padre está sentado frente a mí en el restaurante Mary Mac’s. Veo su sonrisa, amplia y cándida. Se acoda en el mantel blanco inclinándose hacia mí para contemplarme mientras desenvuelvo mi regalo: un colgante de diamantes y zafiros demasiado lujoso para una adolescente. «Estas piedras son del anillo de Suzanne —me dijo—. Las he hecho engarzar en el colgante para ti.»
Me quedé mirando las gemas gigantescas, recordando las manazas de mi padre hurgando en el joyero de mi madre el día que él se fue, afirmando que el anillo de prometida le pertenecía y que era mío.
—Gracias, papá.
—Y hay otro regalo para ti —añadió agarrándome la mano y guiñándome un ojo—. No tienes por qué verla más, cariño.
Me llevó un momento comprender que se estaba refiriendo a mi madre.
—Ahora ya eres lo bastante mayor como para decidir por ti misma. El juez lo dejó bien claro en el acuerdo sobre la custodia —prosiguió con una cara de lo más alegre, como si este segundo «regalo» fuera el mejor de todos. Me lo quedé mirando, boquiabierta.
—¿Te refieres a no tener ningún contacto con ella? ¿Nunca más?
—Es tu deseo. Y tu madre lo ha aceptado. ¡Qué diablos!, probablemente se ha alegrado tanto como tú de zafarse de sus obligaciones.
Una sonrisa temblorosa apareció en mi cara.
—Mmm… De acuerdo, supongo que me parece bien si eso es lo que tú… lo que ella quiere.
Al notar que estoy a punto de echarme a llorar, miro a otro lado para que Dorothy no se dé cuenta.
—Solo tenía dieciséis años. Ella debería haber insistido para que nos siguiéramos viendo. ¡Debía haber luchado por mí! Era mi madre.
La voz se me quiebra y tengo que esperar unos momentos antes de poder seguir hablando.
—Mi padre la llamó para decírselo. Era como si mi madre hubiera estado esperando que yo lo sugiriera. Cuando él salió del estudio, me dijo simplemente: «Ya está, cariño. Te has librado de ella».
Me llevo la mano a la boca e intento tragar saliva, alegrándome por primera vez de que Dorothy no pueda verme.
—Al cabo de dos años mi madre vino a verme el día que me gradué en el instituto y me dijo que estaba orgullosa de mí. Yo en aquella época tenía dieciocho años y estaba tan dolida con ella que apenas le dirigí la palabra. ¿Qué esperaba mi madre tras dos años de silencio? Desde entonces no la he vuelto a ver.
—Hannah, sé que tu padre lo era todo para ti… —dice Dorothy y luego hace una pausa como si estuviera buscando las palabras adecuadas—. Pero ¿es posible que quisiera mantenerte alejada de tu madre?
—¡Claro! Quería protegerme. Ella me hizo daño una y otra vez.
—Esta es tu historia, tu verdad. Es lo que crees. Pero no significa que sea la verdad.
Aunque esté ciega, es como si la señora Rousseau pudiera ver el interior de mi alma. Me seco las lágrimas.
—¡No quiero hablar del tema! —La otomana emite un chirrido al deslizarse por el suelo de hormigón cuando yo me levanto para irme.
—Siéntate —me dice ella con voz severa y yo la obedezco—.Agatha Christie dijo en una ocasión que dentro de cada uno de nosotros hay una trampilla —apunta encontrando mi brazo y apretándomelo, clavando sus uñas afiladas en mi piel—. Debajo de la trampilla se esconden nuestros secretos más inconfesables. La mantenemos cerrada a cal y canto, intentando desesperadamente engañarnos a nosotros mismos para convencernos de que esos secretos no existen. Algunas personas afortunadas hasta se lo llegan a creer y todo. Pero me temo, querida, que tú no eres una de ellas.
Dorothy busca a tientas mis manos y me quita la piedra de color marfil. La mete en la bolsa de terciopelo junto con la otra piedra y tira del cordón para cerrarla. Con los brazos extendidos, busca a tientas hasta encontrar mi bolso. Al descubrirlo, mete la bolsita dentro.
—No encontrarás tu futuro hasta que te reconcilies con tu pasado. Haz las paces con tu madre.
Estoy en casa, descalza en la cocina. Las cazuelas de cobre cuelgan de ganchos de una de las paredes. Son casi las tres de la tarde del sábado y Michael llegará a las seis. Me gusta programar el horno para que cuando él llegue flote en mi apartamento el dulce aroma a pan recién hecho. Es mi flagrante intento de seducirlo con mis artes hogareñas. Y esta noche necesito todos los refuerzos que pueda reunir. He decidido seguir el consejo de Dorothy y decirle a Michael sin tapujos que no quiero irme de Nueva Orleans, es decir, que no quiero separarme de él. El corazón se me acelera solo de pensarlo.
Con las manos grasientas, saco la bola pegajosa del cuenco y le voy dando la vuelta sobre una tabla de cortar pan, espolvoreada con harina. La amaso con el pulpejo de las manos, presionándola, contemplándola mientras se hunde. En el armario que se encuentra debajo de la isla, a un palmo de donde estoy, hay una reluciente máquina Bosch de amasar pan. Es un regalo navideño que mi padre me hizo tres años atrás. No tuve el valor de decirle que soy una sensualista, que prefiero amasarlo yo misma, un ritual de más de cuatro mil años de antigüedad, de cuando los egipcios de antaño descubrieron la levadura. Me pregunto si para las mujeres egipcias era una tarea tediosa más o si las relajaba como me ocurre a mí. La monotonía de apretar y estirar la masa del pan, la transformación química, visible apenas, mientras la harina, el agua y la levadura se vuelven sedosas y glutinosas, me relajan en grado sumo.
Mi madre me contó que la palabra lady se deriva de lavedi; y esta de loaf kneader, que significa «amasadora». A ella le encantaba tanto como a mí hacer pan. Pero ¿dónde aprendió el origen de lady? Nunca la vi leer ningún libro y su madre ni siquiera cursó estudios de secundaria.
Me aparto un mechón de la frente con el dorso de la mano. Dorothy me ordenó hace tres días hacer las paces con mi madre. No puedo dejar de pensar en ella. ¿Es posible que realmente intentara contactar conmigo?
Solamente hay una persona que lo puede saber. Sin dejar pasar un minuto más, me enjuago las manos y agarro el teléfono.
En California es la una de la tarde. Me quedo escuchando el teléfono sonar al otro lado de la línea, imaginándome a Julia leyendo en la terraza de su casa una novela romántica o quizá pintándose las uñas.
—¡Hannah Banana! ¿Cómo estás?
La alegría en su voz me hace sentir culpable. Cuando mi padre murió, la estuve llamando a diario durante un mes entero. Pero luego las llamadas se fueron reduciendo rápidamente a una vez por semana, y más tarde a una vez al mes. La última vez que hablé con ella fue en Navidad.
Le cuento quitándoles importancia los detalles sobre Michael y mi trabajo.
—Todo me va de maravilla —afirmo—. ¿Y tú qué me cuentas?
—La peluquería piensa enviarme a un curso en Las Vegas. Ahora se han puesto de moda los postizos y las extensiones. Tal vez quieras probar esta clase de añadidos a ver cómo te quedan. Son muy prácticos.
—Quizá lo haga —le respondo antes de ir al grano—. Julia, hay algo que necesito preguntarte.
—Lo del piso. Ya lo sé. Tengo que ponerlo en venta.
—No. Quiero que te lo quedes, ya te lo dije. Esta semana llamaré a la señora Seibold para ver por qué está tardando tanto el trámite de ponerlo a tu nombre.
La oigo lanzar un suspiro.
—Eres un encanto, Hannah.
Mi padre empezó a salir con Julia el año que me fui de casa para cursar mis estudios universitarios. Se jubiló prematuramente y decidió que como yo me había inscrito en la Universidad del Sur de California, él también se mudaría a Los Ángeles. Allí conoció a Julia en el gimnasio. En aquella época ella era una treintañera diez años más joven que mi padre. Me gustó al instante, era una belleza con un corazón de oro aficionada a pintarse los labios de carmín y a los objetos de Elvis Presley. En una ocasión me confesó que quería tener hijos, pero eligió a mi padre, que según sus propias palabras, era como un niño grande. Me entristece que diecisiete años más tarde su sueño de tener hijos se haya desvanecido junto con el de su «niño grande». Regalarle el piso de mi padre es una forma de compensarla por todo aquello a lo que renunció.
—Julia, una amiga mía me ha contado algo que no me puedo sacar de la cabeza.
—¿Qué es?
—Ella… —digo jugueteando con un mechón de mi pelo—. Cree que mi madre intentó contactar conmigo, que me envió una o varias cartas. No estoy segura de cuándo lo hizo —añado haciendo una pausa, preocupada por si se lo toma como una acusación—. Cree que mi padre estaba al corriente.
—No lo sé. Ya he dado a la beneficiencia una docena de bolsas llenas de diversas cosas. Tu padre guardaba de todo en su casa —comenta riendo y al oírla se me rompe el corazón. Debería haberme ocupado yo de vaciar los armarios del piso de mi padre. Pero he dejado que Julia se encargue de lo más desagradable, como él hacía.
—¿Has encontrado por casualidad una o varias cartas de mi madre, o algo suyo?
—Sé que ella conocía nuestra dirección de Los Ángeles. De vez en cuando le enviaba a tu padre los papeles de la declaración de la renta y qué se yo qué más. Pero lo siento, Hannah. No he visto nada que fuera para ti.
Asiento con la cabeza, incapaz de hablar. Hasta ahora no me había dado cuenta de hasta qué punto deseaba escuchar otra respuesta.
—Tu padre te quería, Hannah. Pese a todos sus defectos, te quería con locura.
Yo ya lo sé. ¿Por qué entonces esto no me basta?
Por la noche me arreglo con especial esmero. Después de darme un baño añadiendo en el agua Jo Malone, mi aceite preferido, me contemplo en el espejo con un sujetador melocotón y unas braguitas a juego, mientras me aliso el último mechón con una plancha. Mi melena, a la altura de los hombros, es ondulada, pero Michael prefiere el pelo liso. Me rizo las pestañas y me aplico rímel, y luego meto el maquillaje en mi bolso. Procurando no arrugarlo, me pongo un vestido corto de tubo de color cobrizo que elijo especialmente para él. En el último instante decido lucir el regalo de mi decimosexto cumpleaños, el colgante de diamantes y zafiros. Las gemas, arrancadas del anillo de prometida de mi madre, parpadean haciéndome guiños como si tampoco se acostumbraran a su nuevo engarce. El colgante ha estado guardado todos esos años en su estuche, no he tenido el deseo, ni el valor, de ponérmelo. Me invade una oleada de tristeza mientras me abrocho la cadena de platino en la nuca. Que en paz descanse. Mi padre no se dio cuenta. No tenía idea de que su regalo simbolizaba la destrucción y la pérdida de algo en lugar de su intento de felicitarme con él por ser ya toda una mujer.
A las 6.37 de la tarde Michael entra en mi apartamento. Hace una semana que no le veo y advierto que le hace falta un corte de pelo. Pero a diferencia de mi cabello cuando está enmarañado, sus imperfectos rizos dorados de color arena enmarcan su rostro a la perfección, dándole el aspecto juvenil de un chico playero. Me gusta tomarle el pelo diciéndole que se parece más a un modelo de Ralph Lauren que a un alcalde. Sus ojos azules y su piel clara le dan un aire distinguido, como el de un hombre de éxito navegando con su yate Hinckley en Cabo Cod.
—¡Hola, belleza! —exclama él saludándome.
Sin detenerse para sacarse el abrigo, me levanta en brazos, remangándome el vestido mientras me lleva al dormitorio. ¡Al diablo las arrugas!
Nos quedamos tumbados el uno junto al otro contemplando el techo.
—¡Por Dios! —dice— ¡Cuántas ganas tenía de hacerte el amor!
Me pongo de lado y deslizo un dedo por su cuadrada mandíbula.
—Te he echado de menos.
—Yo también —dice girando la cabeza y metiéndose en la boca la punta de mi dedo—. ¡Eres increíble, nena! ¿Lo sabías?
Me quedo pegada en la concavidad de su brazo, esperando a que recupere el aliento y empiece el segundo asalto. Me encanta este interludio en el que abrazados y aislados del mundo, el único sonido que se oye es el de nuestra apacible respiración fluyendo al unísono.
—¿Quieres que te traiga una copa? —susurro.
Al ver que no me responde, levanto la cabeza. Está con los ojos cerrados y la boca relajada. Lentamente, se pone a roncar. Echo una ojeada al reloj. Son las 6.55, no hace más que dieciocho minutos que ha llegado y ya está durmiendo a pierna suelta.
Michael se despierta sobresaltado, con los ojos abiertos de par en par y el pelo revuelto.
—¿Qué hora es? —pregunta echando un vistazo a su reloj.
—Las ocho menos veinte —respondo deslizando una mano por su suave pecho—. Te has quedado dormido.
Salta de la cama y hurga entre la ropa para encontrar su móvil.
—¡Por Dios! Le dije a Abby que la iría a buscar a las ocho. Tenemos que darnos prisa.
—¿Abby va a reunirse con nosotros? —pregunto esperando que no note en mi voz el chasco que me he llevado.
—Sí —responde agarrando la camisa del suelo—. Ha cancelado una cita para estar con nosotros.
Me enderezo en la cama. Sé que estoy siendo egoísta, pero esta noche quiero hablar sobre Chicago. Y esta vez no me andaré con remilgos.
Me abrocho el sujetador, recordándome a mí misma que Michael es un padre sin pareja, y excelente por cierto. Sus deberes de alcalde apenas le dejan tiempo para nada más. No debo obligarle a elegir entre pasar tiempo conmigo o pasarlo con su hija. Está intentando contentarnos a ambas.
—Tengo una idea —sugiero mirándole mientras teclea un mensaje en el móvil para enviárselo a Abby—. Salid esta noche los dos solos. Y si es posible, ya nos veremos mañana.
—No, te lo ruego. Quiero que vengas con nosotros —me pide contrariado.
—Me apuesto lo que quieras a que a Abby le apetece más estar a solas contigo. Y además hay ese trabajo de Chicago que te conté. Tengo que hablar en privado del tema contigo. Si quieres, podemos vernos mañana.
—Quiero pasar esta noche con las dos mujeres de mi vida —propone arrimándose a mí y rozándome el cuello con sus labios—. Te amo, Hannah. Y cuanto más esté Abby contigo, más te querrá ella también. Necesita vernos como un trío, una familia. ¿No te parece?
Me calmo. Está pensando en nuestro futuro, tal como yo esperaba que lo hiciera.
Nos dirigimos al este por la avenida de Saint Charles, y llegamos al hogar de Michael en Carrollton con diez minutos de retraso. Baja pitando del coche en busca de su hija y yo me quedo sentada en el todoterreno, contemplando la imponente mansión estucada de color crema, donde en el pasado vivía con su mujer.
El mismo día en que conocí a Michael en una subasta para recoger fondos para Saquémoslo a la Luz, descubrí que tenía una hija. Me atrajo el hecho de que fuera un padre sin pareja, como el mío. Cuando empezamos a salir no pensé ni una sola vez en Abby de forma negativa. Me encantan los niños. Ella sería un aspecto positivo adicional de la relación. Juro que eso era lo que creía… hasta que la conocí.
La verja de la entrada se abre y Abby y Michael salen de la casa. Ella es casi tan alta como su padre y esta noche lleva su larga melena rubia recogida con un pasador, exhibiendo sus hermosos ojos verdes. Se sienta en la parte de atrás.
—¡Hola, Abby! —exclamo—. ¡Qué guapa estás!
—Hola —responde ella hurgando en su bolso Kage Spade rosa chillón para buscar el móvil.
Michael se dirige a la calle Tchoupitoulas y yo intento entablar una conversación con su hija. Pero como de costumbre me contesta con monosílabos sin mirarme nunca a los ojos. Cuando tiene algo que compartir, mira directamente a su padre, empezando cada frase con «papá», como si su lenguaje no verbal no bastara para decirme que no existo para ella, como si yo fuera invisible. «Papá, ya sé la nota que he sacado de la prueba de aptitud para entrar en la universidad», «Papá, he visto una película que te habría encantado».
Llegamos al restaurante Broussard en el barrio francés —lo ha elegido Abby—, donde una morena esbelta nos acompaña a nuestra mesa. Las lámparas de gas parpadean mientras cruzamos el jardín para entrar en el local iluminado con velas. Advierto que una pareja de ancianos muy bien vestidos se me quedan mirando al pasar por delante de su mesa y yo les sonrío.
—¡Soy una gran fan tuya, Hannah! —exclama la mujer agarrándome del brazo—. Cada mañana me haces sonreír.
—¡Oh, gracias! —respondo dándole unas palmaditas en la mano—. No sabe cuánto se lo agradezco.
Una vez instalados en la mesa, Abby se gira hacia Michael, sentado a su lado.
—¡Qué fastidio! —dice—. Tú eres el que está salvando a la ciudad y en cambio ella es la que acapara la atención de todos. ¡Qué boba es la gente!
Me siento como si volviera a estar en el Colegio Bloomfield Hills y Fiona Knowles se estuviera metiendo conmigo. Espero que Michael me defienda, pero se limita a reír.
—Este es el precio que tengo que pagar por salir con la presentadora más querida de Nueva Orleans.
Michael me aprieta la rodilla por debajo de la mesa. ¡Olvídate del comentario! No es más que una adolescente. Como tú lo fuiste una vez, me digo a mí misma.
De pronto me viene una escena a la cabeza. Estoy en Harbour Cove. Bob aparca el coche delante de la heladería Tastee Freeze, mi madre ocupa el asiento del copiloto. Yo voy sentada con la espalda encorvada en la parte de atrás, mordisqueándome la uña del pulgar. Él me mira por encima del hombro con aquella sonrisa estúpida en la cara.
—¿Te apetece una copa de helado de vainilla con chocolate caliente, Hermanita? ¿O un helado de banana?
Cruzo los brazos, esperando aplacar los rugidos de mis tripas.
—No tengo hambre —respondo.
Cierro los ojos e intento sacarme el recuerdo de la cabeza. ¡Dorothy y sus malditas piedras!
Me concentro en el menú, buscando entre los entrantes un plato que no cueste tanto como el vestido que llevo. Michael, como buen caballero sureño, siempre insiste en pagar la cuenta. Y yo, como soy descendiente de mineros de carbón de Pensilvania, siempre soy muy consciente de lo que cuesta todo.
A los pocos minutos, el camarero vuelve con la botella de vino que Michael ha pedido y le sirve a Abby agua con gas.
—¿Le apetece un aperitivo? —pregunta el camarero.
—Pues… a ver… —responde Michael examinando el menú.
Abby toma el control.
—Tomaremos foie-gras del valle de Hudson, carpaccio de Angus negro y vieiras de Georges Bank. Tráiganos aussi, s’il vous plaît, una terrina de rebozuelos. ¡Papá, estas setas te van a encantar! —añade alzando la vista hacia él.
El camarero desaparece y yo dejo la carta del menú sobre la mesa.
—Abby, ahora que has hecho la prueba de aptitud, ¿has considerado más a fondo la universidad en la que quieres estudiar?
—Pues no —responde agarrando el móvil para ver si tiene algún mensaje.
Michael sonríe.
—Ha decidido ir a la Universidad de Auburn, a la de Tulane o a la del Sur de California.
¡Por fin sale un tema en común del que hablar!
—¿La Universidad del Sur de California? —digo girándome hacia Abby—. ¡Yo estudié en ella! Creo que te encantará California. Abby, escucha, si tienes cualquier pregunta, házmela saber. Con mucho gusto te escribiré una carta de recomendación o haré cualquier cosa que necesites.
Michael arquea las cejas.
—Aprovecha este ofrecimiento, Abby. Hannah fue una de las mejores alumnas de la Universidad del Sur de California.
—¡Oh, Michael, no es cierto! —exclamo. No es verdad, pero me halaga que me haya hecho semejante alabanza.
Abby sacude la cabeza, sin despegar los ojos de la pantalla del móvil.
—He eliminado la Universidad del Sur de California de mi lista. Quiero estudiar en otra más estimulante.
—¡Oh, claro! —respondo agarrando la carta del menú para parapetarme tras ella, deseando con toda mi alma estar en cualquier otra parte menos en el restaurante con Abby.
Michael y yo estuvimos saliendo ocho meses antes de que me presentara a su hija. Yo estaba deseando conocerla. Abby acababa de cumplir los dieciséis y estaba segura de que enseguida nos haríamos amigas. Ambas corríamos para mantenernos en forma. Ella colaboraba en la publicación del periódico del instituto. Las dos habíamos crecido sin una madre.
Nuestro primer encuentro fue informal, quedamos para tomar un café y beignets en el Café du Monde. Michael y yo nos reímos del montón de azúcar glaseado que había en nuestros platos y nos comimos una cestita entera de esas pastas deliciosas. Pero Abby decidió que los norteamericanos éramos unos glotones y, recostándose en la silla, se pasó el rato tomando solo café y tecleando en su iPhone.
—Dale tiempo —me dijo Michael—. No está acostumbrada a compartirme.
Al darme cuenta del silencio que reina de pronto en el restaurante, alzo la vista. Michael y Abby están mirando al otro extremo del local y yo también dirijo los ojos hacia esa dirección. Ante una mesa situada en una esquina de la sala, a unos seis metros de distancia, un hombre hinca una rodilla en el suelo. Una morena le mira, cubriéndose la boca con la mano. Él le ofrece un estuche, advierto que le tiembla la mano.
—¿Te quieres casar conmigo, Katherine Bennett?
Su voz está tan cargada de emoción que noto que se me humedecen los ojos. No seas una sentimentaloide, me digo a mí misma.
La mujer lanza un grito de alegría y se echa en los brazos de su amado. Todos los comensales del restaurante prorrumpen en aplausos.
Yo también aplaudo y río secándome las lágrimas. Noto que Abby me está mirando desde el otro lado de la mesa. Me giro y nuestras miradas se encuentran. En su cara hay una mueca, pero no es de alegría o sorpresa, sino una sonrisa burlona. No me cabe la menor duda, esta chica de diecisiete años se está mofando de mí. Miro a otro lado, impactada al descubrirlo. Piensa que soy una boba al creer en el amor… y, posiblemente, en su padre.
—Tenemos que hablar de un asunto, Michael.
Él ha preparado un cóctel Sazerac para los dos. Yo estoy sentada en un extremo de mi sofá blanco y él en el otro. El fuego crepitando en la chimenea inunda la sala de estar con un resplandor ambarino y me pregunto si a Michael el ambiente tranquilo que reina le parece tan falso como a mí.
Hace girar el contenido de la copa en su mano y sacude la cabeza.
—No es más que una adolescente, Hannah. Ponte en su lugar. Le cuesta compartir a su padre con otra mujer. Intenta entenderlo.
Frunzo el ceño. ¿Acaso no fui yo la que le sugerí que saliera a solas con Abby la noche pasada? Me gustaría recordárselo, pero no quiero desviarme del tema.
—No se trata de tu hija, sino de nosotros —le aclaro—. Ya he enviado mi propuesta por correo electrónico y le he dicho a James Peters que estaba interesada en la oferta de trabajo que me hicieron.
Observo su cara, esperando ver un ligero temblor de pánico, una pizca de decepción. Pero se muestra muy risueño.
—¡Vaya, estupendo! —exclama acomodando el brazo a lo largo del respaldo del sofá—. Tienes todo mi apoyo —añade apretándome el hombro.
Siento un nudo en el estómago y me pongo a juguetear con el colgante que llevo puesto.
—No es tu apoyo lo que quiero. Voy a mudarme a un lugar a mil seiscientos kilómetros de distancia, Michael. Lo que quiero…
Me acuerdo de las palabras de Dorothy: Aprendí hace ya mucho a pedir lo que yo quiero.
—Lo que quiero es que me pidas que me quede —digo volviéndome hacia él.