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Me quito el vestido y los zapatos de tacón para ponerme unos leggins y calzado plano. Con mi bolso repleto de pan recién hecho y un ramo de exuberantes magnolias blancas, me dirijo al Distrito Garden para visitar a mi amiga Dorothy Rousseau. Dorothy vivía en la puerta de al lado cuando yo residía en la sexta planta del Evangeline, un bloque de pisos de la avenida de Saint Charles antes de que se mudara hace cuatro meses al Garden Home, una residencia de ancianos.
Camino con brío por la calle Jefferson y paso por delante de unos jardines con dedaleras, hibiscos naranja y azucenas de color rubí. Pero incluso en medio de esa belleza primaveral, mi mente va saltando de un pensamiento a otro: de Michael y su actitud despreocupada, a la perspectiva de un trabajo que ahora por lo visto es ineludible, y a Fiona Knowles y la piedra del perdón que le acabo de devolver por correo.
Ya son las tres pasadas cuando llego a la antigua mansión de ladrillo. Subo la rampa metálica y saludo a Martha y a Joan sentadas en el porche de la entrada.
—¡Hola, señoras! —les digo ofreciéndoles una magnolia a cada una.
Dorothy se mudó al Garden Home cuando la degeneración macular le acabó robando su independencia. Como su único hijo vive a mil seiscientos kilómetros de distancia, yo fui la que la ayudó a encontrar un nuevo hogar, un lugar donde le sirvieran tres comidas al día y en el que pudiera pedir ayuda simplemente pulsando un timbre. A los setenta y seis, Dorothy capeó la mudanza como una estudiante de primer año que acabara de llegar al campus de la universidad.
Cruzo el magnífico vestíbulo y evito el libro de visitas. Como acudo con regularidad, ya me conoce todo el mundo. Me dirijo al fondo de la mansión y encuentro a Dorothy sola en el jardín trasero. Está sentada en una silla de mimbre con la espalda encorvada y unos auriculares anticuados en los oídos, y tiene los ojos cerrados y la barbilla apoyada en el pecho. Le doy unos golpecitos en el hombro y pega un respingo sobresaltada.
—Hola, Dorothy, soy yo.
Se saca los auriculares, apaga el lector de cedés y se levanta. Es alta y delgada, con una melena blanca lacia y brillante que contrasta con su bonita piel olivácea. Pese a estar ciega, se maquilla a diario para no horrorizar a los que ven, comenta bromeando. Pero maquillada o sin maquillar, Dorothy es una de las mujeres más bellas que conozco.
—¡Hannah, querida! —exclama con su acento sureño tan dulce y persistente como el sabor de caramelo. Busca a tientas mi brazo y al encontrarlo tira de mí para darme un abrazo. Siento como siempre una punzada en el pecho. Huelo el aroma de su perfume Chanel y noto su mano frotándome la espalda trazando círculos. Son las caricias de las que nunca me canso, las que una madre sin hija le da a una hija sin madre.
Huele el aire.
—¿Este aroma es de magnolias?
—¡Qué olfato! —digo sacando el ramo del bolso—. También te he traído un pan de jarabe de arce y canela de los que hago en casa.
Da unas palmadas entusiasmada.
—¡Mi preferido! Me estás mimando demasiado, Hannah Marie.
Sonrío. «Hannah Marie», me parece una forma de llamarme muy maternal.
Dorothy ladea la cabeza.
—¿Cómo es que has venido a verme un miércoles? ¿Es que no te tienes que emperifollar para tu cita?
—Hoy Michael está ocupado.
—¿Ah, sí? Siéntate y cuéntame cómo te van las cosas.
Sonrío a su invitación característica para que me quede un rato y me dejo caer en la otomana, frente a ella. Dorothy me pone una mano en el brazo.
—Cuéntamelo todo.
¡Qué regalo tener una amiga que sabe cuándo necesito desahogarme! Le cuento lo del mensaje de James Peters de la WCHI y lo entusiasmado que Michael se ha mostrado al enterarse.
—«No dejes que nadie sea una prioridad en tu vida cuando tú no eres más que una opción en la suya.» Fue Maya Angelous quien lo dijo —apunta Dorothy encogiéndose de hombros—. Pero si quieres, dime que no me meta en tus asuntos.
—No, me parece bien. ¡Qué estúpida he sido! He desperdiciado dos años de mi vida creyendo que era el hombre con el que me casaría. Pero ahora me temo que esta idea no está en sus planes ni por asomo.
—¿Sabes? Aprendí hace ya mucho a pedir lo que quiero. No es demasiado romántico, pero si he de serte sincera los hombres son unos tarugos cuando intentas insinuarles algo. ¿Le has dicho que su reacción te ha decepcionado?
Sacudo la cabeza.
—No, estaba atrapada, así que le envié un correo electrónico a Peters comunicándole que me interesaba su oferta. ¿Acaso tenía otra opción?
—¡Sí, Hannah, y tanto! No lo olvides nunca. Tener opciones es tu mayor poder.
—Claro. Le puedo decir a Michael que rechazo el trabajo de mi vida porque aún tengo la esperanza de formar un día una familia con él. Sí. Esta opción me daría un cierto poder. El poder de hacer que huyera despavorido.
—¿Estás orgullosa de mí? Ni siquiera he mencionado a mi querido hijo —comenta Dorothy inclinándose hacia mí como si intentara subirme el ánimo.
Me echo a reír.
—Hasta ahora.
—Lo cual te demuestra que Michael está fingiendo que le parece bien que te vayas. Pero debe de estar de lo más angustiado por la idea de que vas a mudarte a la ciudad donde vive tu antiguo novio.
Me encojo de hombros.
—Pues si lo está, no me lo ha demostrado. Ni siquiera ha mencionado a Jack.
—¿Irás a verle?
—¿A Jack? No. ¡Claro que no! —afirmo agarrando el saquito con las piedras deseando cambiar de tema. Es demasiado raro hablar de mi infiel exprometido con su madre—. También te he traído algo más —añado depositando el saquito de terciopelo en sus manos—. Se llaman las Piedras del Perdón. ¿Has oído hablar de ellas?
A Dorothy se le alegra de pronto la cara.
—¡Claro que sí! Fiona Knowles es la que ha empezado este fenómeno. La semana pasada la oí por la radio. ¿Sabías que ha escrito un libro? Va a venir a Nueva Orleans en abril.
—Sí, lo he oído. En realidad estudié secundaria con ella.
—¡No me digas!
Le cuento lo de las piedras que recibí de Fiona en la carta en la que me pedía perdón.
—¡Vaya! Así que tú eres una de las treinta y cinco víctimas. Nunca me lo dijiste.
Contemplo los alrededores. El señor Wiltshire está sentado en una silla de ruedas a la sombra de un roble, mientras Lizzy, la auxiliar preferida de Dorothy, le lee poesía.
—No pensaba responderle. ¿Acaso una Piedra del Perdón puede compensar el daño de dos años de acoso escolar?
Dorothy se queda en silencio, supongo que piensa que así es.
—De todos modos tengo que escribir una propuesta para la WCHI. Y he elegido la historia de Fiona. Ahora ella está de moda y como yo fui una de sus víctimas, la puedo presentar desde una perspectiva personal. Es una historia perfecta por su interés humano.
Dorothy asiente con la cabeza.
—¿Por eso le has devuelto la piedra?
Agachando la cabeza, me quedo mirando mis manos.
—Sí. Lo admito. Lo he hecho con segundas intenciones.
—¿El programa se basará en esta propuesta? —pregunta Dorothy.
—No, no lo creo. Más bien están poniendo a prueba mi creatividad. Pero quiero impresionarlos. Y si no consigo el trabajo, utilizaré la idea en mi propio programa, si Stuart me deja.
»Según las reglas de Fiona, se supone que debo continuar la cadena añadiendo una segunda piedra a la bolsa y mandándosela a alguien a quien haya herido —añado sacando del saquito de terciopelo la piedra amarfilada que recibí de Fiona y dejando la otra dentro—. Y esto es lo que estoy haciendo ahora, ofrecerte esta piedra y mis más sinceras disculpas.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Sí, a ti —afirmo metiendo la piedra en su mano—. Sé que te encantaba vivir en el Evangeline. Y siento mucho no haber cuidado mejor de ti para que pudieras seguir residiendo allí. Tal vez podríamos haber contratado a una ayudante para ti…
—¡No seas ridícula, querida! Aquel piso era demasiado pequeño para compartirlo con otra persona. Este lugar me parece bien. Estoy contenta de estar aquí. Y tú lo sabes.
—De todos modos quiero que aceptes esta Piedra del Perdón.
Levantando la barbilla, clava sus ojos ciegos en mí como si fueran un potente foco.
—No es más que una excusa, Hannah. Estás buscando una forma rápida de continuar esta cadena para crear tu programa para la WCHI. ¿Qué estás planeando? ¿Que Fiona Knowles salga en el plató y puedas mostar la Cadena del Perdón perfecta?
Me vuelvo hacia ella, herida.
—¿Acaso es eso malo?
—Lo es cuando eliges a la persona equivocada —alega buscando a tientas mi mano para devolverme la piedra—. No la puedo aceptar. Hay alguien que se merece tus disculpas mucho más que yo.
La confesión de Jack se desploma de pronto sobre mí partiéndose en un millón de pedazos afilados. Lo siento, Hannah. Me acosté con Amy. Solo una vez. Nunca más volveré a hacerlo. Te lo prometo.
Cierro los ojos.
—Te lo ruego, Dorothy. Sé que crees que le arruiné la vida a tu hijo cuando le dejé. Pero lo que nos sucedió ya es agua pasada.
—No me estoy refiriendo a Jackson —precisa ella pronunciando cada palabra lentamente—, sino a tu madre.