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Duró ciento sesenta y tres días. Los conté años más tarde al releer mi diario. Y ahora ha escrito un libro. Es increíble. La mujer se está convirtiendo en una estrella. En una experta en el perdón, ¡qué irónico! Estudio su foto. Sigue siendo mona: corte de pelo tipo duendecillo, nariz pequeña y agraciada. Pero ahora su sonrisa parece sincera, ya no tiene los ojos burlones. Solo de verla se me acelera el corazón.
Lanzo el periódico a la mesita, pero lo vuelvo a agarrar al instante.
ACEPTA QUE HAS HERIDO A ALGUIEN
Brian Moss – The Times-Picayune
NUEVA ORLEANS. ¿Si pedimos perdón se curarán nuestras heridas o es mejor no revelar ciertos secretos?
Según Fiona Knowles, una abogada de 34 años de Royal Oak, Michigan, enmendar nuestros errores es fundamental para sentirnos tranquilos.
«Requiere valor aceptar que hemos herido a alguien», afirma Knowles. «A la mayoría de las personas no nos gusta mostrarnos vulnerables. Por el contrario, escondemos nuestro sentimiento de culpa esperando que nadie lo descubra. Aceptar que hemos herido a alguien nos libera.»
Y Knowles lo sabe de primera mano. La primavera del 2013 puso a prueba su teoría al escribir 35 cartas pidiendo perdón. En cada una incluyó una bolsita con dos piedras a las que llamó las Piedras del Perdón. Le pedía al destinatario dos cosas muy sencillas: que la perdonara y que le pidiera perdón a su vez a otra persona.
«He descubierto que la gente busca desesperadamente una excusa (una obligación) para reparar sus errores —apunta Knowles—. Las Piedras del Perdón se están esparciendo como se esparcen las semillas de diente de león con el viento.»
Tanto si es por el viento o por la habilidad con la que Knowles ha usado los medios de comunicación, salta a la vista que las Piedras del Perdón han dado en el blanco. Se estima que en la actualidad están circulando unas 400.000 Piedras del Perdón.
Knowles estará el jueves, 24 de abril, en la Librería Octavia para hablar de su nuevo libro, cuyo título le va como anillo al dedo: LAS PIEDRAS DEL PERDÓN.
Al oír la alarma del móvil indicándome que son las cinco menos cuarto, pego un bote: es la hora de ir a trabajar. Meto el periódico en el bolso con las manos temblorosas. Agarro las llaves y mi termo y salgo disparada de casa.
Tres horas más tarde, después de revisar los desastrosos índices de audiencia de la última semana y de haberme informado brevemente del fascinante tema de hoy —cómo aplicarte el autobronceador correctamente—, me siento en mi camerino-estudio con el pelo cubierto con rulos de velcro y el vestido du jour protegido con una funda de plástico. Es la parte del día que menos me gusta. Tras diez años saliendo en la tele, parece que tendría que estar acostumbrada a ello. Pero para que me maquillen tengo que llegar sin maquillar, algo que para mí es como probarme bañadores bajo unos potentes fluorescentes con un espectador mirándome. Solía disculparme con Jade porque tenía que presenciar las simas —conocidas habitualmente como poros— en mi nariz, o unas ojeras tan descomunales que parecía un jugador de fútbol americano con rayas negras pintadas debajo de los ojos. En una ocasión intenté arrancarle de la mano la brocha de maquillaje, esperando ahorrarle la tarea horrenda e imposible de intentar camuflar una espinilla en mi barbilla del tamaño del volcán Mauna Loa. Como decía mi padre, si Dios hubiera querido que una mujer se mostrara con la cara recién lavada no habría creado el rímel.
Mientras Jade hace milagros, hojeo una pila de cartas y al ver una de ellas me quedo helada. El estómago me da un vuelco. Está metida en medio del montón, solo sobresale la esquina superior derecha del sobre. El gran matasellos redondo de Chicago me tortura. ¡Venga, Jack, te estás pasando! Hace ya más de un año desde la última vez que contactó conmigo. ¿Cuántas veces le tengo que decir que no se preocupe, que le he perdonado, que ya he rehecho mi vida? Arrojo la pila de cartas sobre la repisa que tengo delante de mí, disponiendo el correo de tal forma que no se vea el matasellos de Chicago y abro el portátil.
—«Queria Hannah —leo en voz alta un correo electrónico, intentando sacarme de la cabeza a Jack Rousseau—. Mi marido y yo vemos su programa cada mañana. Él piensa que usted es increíble, dice que será la próxima Katie Couric.»
—¡Levanta la cara, Couric! —me ordena Jade y luego me resigue las pestañas inferiores con un lápiz de ojos.
—¡Sí, claro! Soy una Katie Couric sin el millón de dólares ni los tropecientosmil fans… Y sin las hijas divinas y el marido perfecto con el que se acaba de casar…
—Todo llegará a su tiempo —afirma Jade con tanta seguridad que casi me lo creo. Hoy está especialmente guapa, con sus trenzas rastas recogidas en una cola de caballo salvaje e hirsuta que realza sus ojos negros y su piel morena de ensueño. Lleva los leggins habituales y una bata negra con los bolsillos repletos de brochas y lápices de maquillaje de distintos tamaños y ángulos.
Me difumina el lápiz de ojos con un cepillito de punta plana y yo sigo leyendo.
—«Si quiere que le sea sincera, creo que a Katie le han dado más bombo del que se merece. Mi favorita es Hoda Kotb. Esa chica sí que es graciosa.»
—¡Uy! —exclama Jade—. Te acaban de dar un golpe bajo.
Me echo a reír y sigo leyendo.
—«Mi marido dice que usted está divorciada, pero yo le digo que nunca se llegó a casar. ¿Es verdad?»
Poso los dedos en el teclado.
—«Querida señora Nixon —digo en voz alta mientras tecleo—. Muchas gracias por ver El programa de Hannah Farr. Espero que a usted y a su marido les guste el de la nueva temporada. (Por cierto, estoy de acuerdo… Hoda es comiquísima.) Atentamente, Hannah.»
—¡Eh, no le has respondido a su pregunta!
La fulmino con la mirada por el espejo. Jade sacude la cabeza y agarra la paleta de sombra de ojos.
—No le has respondido.
—He sido amable.
—Siempre lo eres. Demasiado, si quieres oír mi opinión.
—¡Sí, claro! ¿Como cuando en el programa de la semana pasada me quejé de ese chef estirado, Mason (no sé qué más), que respondió a todas mis preguntas con monosílabos? ¿O cuando me obsesiono con los índices de audiencia? Y ahora aparece Claudia, ¡lo que me faltaba!
Me giro para mirar a Jade.
—¿Te he contado que Stuart se está planteando que ella presente conmigo el programa? ¡Yo ya soy historia!
—Cierra los ojos —me ordena Jade aplicándome la sombra de ojos en los párpados.
—Esa mujer solo hace seis semanas que ha llegado a la ciudad y ya es más famosa que yo.
—No tiene ninguna posibilidad —afirma Jade—. Esta ciudad te ha adoptado como una de los suyos. Aunque esto no va a impedir que Claudia Campbell intente quitarte el puesto. Esa tía me da muy malas vibraciones.
—Pues a mí no —respondo—. Es ambiciosa, vale, pero parece un encanto. El que me preocupa es Stuart. Lo único que le importa son los índices de audiencia y últimamente los míos no han sido muy altos…
—¡Mierda! Lo sé. Pero volverán a subir. Solo te estoy diciendo que te andes con cien ojos. La señorita Claudia está acostumbrada a ser la que lo maneja todo. La estrella emergente de la emisora WNBC de Nueva York no va a conformarse ni loca con un espacio de ínfima categoría como un programa de madrugada.
En el periodismo televisivo hay una jerarquía. La mayoría empezamos la carrera saliendo como corresponsales en las noticias en directo de las cinco de la mañana, lo cual significa levantarte a las tres para una audiencia de dos. Solo después de haber realizado durante nueve meses este horario agotador, fui lo bastante afortunada como para presentar las noticias de los fines de semana y al cabo de poco las del mediodía, el espacio televisivo del que gocé durante cuatro años. Naturalmente, presentar las noticias nocturnas es el gran premio con el que todos soñamos, y yo llegué a la WNO en el momento oportuno. Robert Jacobs se jubiló, o, como dicen las malas lenguas le obligaron a jubilarse, y Priscille me ofreció el puesto. Las audiencias se dispararon. Y al poco tiempo ya estaba saliendo por la tele de día y de noche, presentando actos benéficos por toda la ciudad, recaudaciones de fondos y las fiestas del Martes de Carnaval. Para mi sorpresa, me convertí en una celebridad local, algo que todavía no entiendo cómo me sucedió. Pero mi ascenso fulgurante no se acabó aquí, porque la Ciudad de la Medialuna «se enamoró de Hannah Farr, o eso me dijeron, y hace dos años me ofrecieron presentar mi propio programa. La mayoría de periodistas estarían dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguir una oportunidad como esta.
—Pues… siento devolverte a la realidad, nena, pero El programa de Hannah Farr no es de los más importantes.
Jade se encoge de hombros.
—Es el mejor programa de Luisiana, si quieres oír mi opinión. Claudia ya se está imaginando en el plató, acuérdate de lo que te digo. Si se va a quedar aquí, solo se conformará con un puesto, ¡el tuyo!
De repente suena el móvil de Jade y ella consulta en la pantalla quién es.
—¿Te importa si contesto?
—Adelante —digo alegrándome de la interrupción. No quiero hablar de Claudia, la rubia despampanante que a los veinticuatro años es una década entera (y además crucial) más joven que yo. ¿Por qué a su prometido le ha dado precisamente por vivir en Nueva Orleans? ¡Es guapa, talentosa, joven y con novio! Me supera en cualquier aspecto, incluyendo el de las relaciones sentimentales.
La voz de Jade sube de tono.
—¿Lo dices en serio? —le grita a quien la ha llamado—. Papá tiene una cita en el Centro Médico West Jefferson. Te lo recordé ayer.
Se me encoge el estómago. Debe de ser su ex, Marcus, el padre de su hijo de doce años, o el policía Gilipollas, como ella le llama ahora.
Cierro el portátil y agarro la pila de cartas de la repisa, esperando darle a Jade la sensación de privacidad. Hojeo el correo, buscando el matasellos de Chicago. Leeré las disculpas de Jack y luego le escribiré diciéndole que ahora soy feliz, que siga adelante con su vida. Solo de pensarlo me agota.
Encuentro el sobre y lo abro. Pero en lugar de aparecer en el extremo superior izquierdo la dirección de Jackson Rousseau, pone: «WCHI News».
De modo que no es de Jack. ¡Qué alivio!
Querida Hannah:
Fue para mí un placer conocerte el mes pasado en Dallas.
Tu charla en el Congreso de la Asociación Nacional de Presentadores me pareció cautivadora e inspiradora a la vez.
Como ya te dije, la WCHI está creando Buenos días, Chicago, un programa matinal de entrevistas. Al igual que El programa de Hannah Farr, también va dirigido al público femenino. Además de sus partes divertidas y frívolas, Buenos días, Chicago tratará también algunos temas importantes relacionados con la política, la literatura, las artes y noticias de actualidad.
Estamos buscando una presentadora y me encantaría hablar de ello contigo. ¿Te interesaría el trabajo? Además de la entrevista y el vídeo de demostración, pedimos a los candidatos que nos sugieran ideas para crear un programa original.
Te saluda atentamente,
James Peters
Vicepresidente sénior
WCHI Chicago
¡Vaya! Así que hablaba en serio cuando me lo comunicó en privado en el Congreso de la Asociación Nacional de Presentadores. Había visto mi programa. Sabía que mis índices de audiencia habían bajado, pero me dijo que tenía un gran potencial y que solo me hacía falta que me saliera la oportunidad de mi vida. Tal vez esta era la oportunidad a la que se refería. Y qué alentador que la WCHI quisiera oír mis ideas para el programa. Stuart raras veces tiene en cuenta mis impresiones. «Hay cuatro temas que los telespectadores quieren ver por la mañana en la tele —afirma Stuart—: famosos, sexo, dieta y belleza.» Pero ¿por qué no ofrecerles un programa que genere polémica?
Me hago ilusiones durante dos segundos. Luego vuelvo a la realidad. No quiero trabajar en Chicago, una ciudad que queda a mil seiscientos kilómetros de distancia. Me gusta vivir en Nueva Orleans. Me encanta la dicotomía de esta ciudad, la elegancia mezclada con el polvo, su música de jazz, sus bocadillos de gambas estilo Luisiana y su sopa de cangrejo. Y lo más importante, estoy enamorada de su alcalde. Aunque quisiera solicitar este trabajo —algo que no pienso hacer—, Michael no me lo permitiría. Pertenece a la tercera generación de «orlannianos» que está criando ahora a la cuarta. Tiene una hija, Abby. Aun así, es agradable sentir que alguien te quiere.
Jade cuelga el teléfono furiosa, se le ve la vena de la frente hinchada.
—¡Menudo gilipollas! Mi padre no puede perderse la cita médica. Marcus insistió en que le llevaría y me ha vuelto a fallar para variar. «No te preocupes», me aseguró la semana pasada. «Pasaré a recogerlo de camino a la comisaría de policía.» ¡No sé por qué he confiado en él!
Por el espejo veo el reflejo de los ojos negros de Jade nublados por las lágrimas. Dándose la vuelta, teclea enfurecida un número de teléfono en su móvil.
—Tal vez Natalie pueda salir del trabajo.
Su hermana es la directora de un instituto. No le será posible ausentarse del trabajo ni por asomo.
—¿A qué hora es la cita?
—A las nueve. Marcus me ha dicho que está muy ocupado y que no puede ir. Sí, claro, estará atado a la cabecera de la cama de su fulana, haciendo su cardio matutino.
Consulto mi reloj: son las 8.20.
—Ve —le digo—. Los médicos siempre te visitan más tarde de la hora establecida. Si te apresuras, llegarás a tiempo.
Jade me mira con el ceño fruncido.
—No me puedo ir. Todavía no he acabado de maquillarte.
Me levanto de un salto de la silla.
—¿Qué? ¿Es que crees que ya no sé maquillarme? —le espeto haciéndole señas con la mano para que se largue—. ¡Venga, vete de una vez!
—Pero y si Stuart se entera…
—No te preocupes. No se enterará. Procura solo volver a tiempo para maquillar a Sheri para las noticias de la noche, porque si no las dos lo vamos a lamentar —le digo señalando con el dedo su cuerpo menudo para que salga al pasillo—. ¡Y ahora vete!
Jade lanza un vistazo al reloj que hay encima de la puerta. Se queda callada, mordiéndose el labio. De pronto se me ocurre que ha tomado el tranvía para venir a trabajar. Agarro mi bolso del armario y busco las llaves del coche.
—Ve en mi coche —le digo entregándole las llaves.
—¿Qué? ¡No, no puedo hacerlo! Y si…
—No es más que un coche, Jade. Es reemplazable —a diferencia de tu padre, pienso, pero no se lo digo. Le meto las llaves en la palma de la mano—. Y ahora lárgate antes de que Stuart venga y se entere de que no te has ocupado de mí.
La cara se le relaja de golpe y me rodea con sus brazos dándome un fuerte abrazo.
—¡Oh, gracias! —exclama—. No te preocupes. Tendré mucho cuidado con tu coche. ¡Sigue dando guerra, nena! —añade girándose al llegar a la puerta, es su frase preferida de despedida—. Te debo una, Hannabelle —la oigo decir a medio camino del ascensor.
—Y no creas que me voy a olvidar de este favor. Dale a tu padre un abrazo de mi parte.
Cierro la puerta y me quedo sola en el camerino, dispongo de treinta minutos libres antes del preprograma. Encuentro una paleta de polvos bronceadores y me los aplico en la frente y sobre el puente de la nariz.
Desenrosco la tapa de mi termo de plástico, agarro la carta y releo las palabras de James Peters mientras paso por delante del sofá para dirigirme al escritorio. El trabajo es sin duda una oportunidad fantástica, sobre todo teniendo en cuenta el bajón que ha pegado mi programa. Dejaría la emisora que ocupa el puesto cincuenta y tres en la lista de las cadenas de televisión más importantes del país para formar parte de la que se encuentra en tercer lugar. Al cabo de pocos años seré toda una competidora en programas de difusión nacional como GMA u Hoy. Sin duda mi sueldo se cuadriplicará.
Me siento ante el escritorio. Es evidente que Peters ve la misma Hannah Farr que ven los demás: una mujer sin raíces, una oportunista que se alegrará de hacer las maletas y mudarse a la otra punta del país para obtener un salario más jugoso y un trabajo más importante.
Poso la mirada en una foto en la que salimos mi padre y yo, tomada en la gala de los Premios de la Selección de Críticos de Estados Unidos del 2012. Me muerdo la mejilla, recordando el acontecimiento. Por los ojos vidriosos y la nariz enrojecida de papá se ve que había tomado unas copas de más. Llevo un vestido largo plateado y aparezco con una sonrisa de oreja a oreja. Pero mi mirada perdida y vacía refleja cómo me sentía esa noche, sentada sola al lado de mi padre. No era por no haber recibido el premio, sino por sentirme perdida. Las esposas, los hijos y los padres que no estaban ebrios rodearon a las personas premiadas, riendo y vitoreándolas. Y más tarde se pusieron a bailar describiendo grandes círculos. Yo quería tener lo que ellos tenían.
Levanto otra foto en la que estamos Michael y yo navegando en el lago Pontchartrain el verano pasado. En un extremo aparece la mata de pelo rubio de Abby. Esta sentada a mi derecha en la borda de la embarcación, en la proa, de espaldas a mí.
Dejo la foto en el escritorio. Dentro de un par de años espero tener otra distinta en él, una de Michael y mía delante de una casa maravillosa, junto con una Abby sonriente y quizás, incluso con nuestros propios hijos.
Meto la carta de Peters en una carpeta con una etiqueta que pone «Interesante», donde guardo una docena más o menos de cartas parecidas que he ido recibiendo a lo largo de los años. Esta noche le enviaré a James Peters la nota habitual, agradeciendo su oferta y declinándosela a la vez. Michael no tiene por qué enterarse. Por más estereotipado y anticuado que suene, un trabajo prominente en Chicago no es nada comparado con formar parte de una familia.
Pero ¿cuándo tendré esa familia? Al poco tiempo de conocernos Michael y yo ya manteníamos una sintonía perfecta. A las pocas semanas estábamos hablando de nuestros planes para el futuro. Nos pasábamos horas compartiendo nuestros sueños. Nos planteamos posibles nombres para nuestros hijos —Zachary, Emma o Liam—, especulando sobre el aspecto que tendrían y sobre si Abby preferiría un hermano o una hermana. Buscamos casas por Internet, mandándonos el uno al otro enlaces con notas como: «Es mona, pero Zacarías necesitará un jardín trasero más grande», o «¡Imagínate lo que podríamos hacer en un dormitorio tan grande!» Pero todo esto parece haber ocurrido hace siglos, ahora los sueños de Michael son triunfar en su carrera como político y ha pospuesto cualquier charla sobre el futuro para «en cuanto Abby se gradúe».
Se me ocurre una idea. ¿La perspectiva de perderme podría hacer que Michael se comprometiera por fin conmigo?
Saco la carta de la carpeta, mi idea va ganando peso. Además de ser una oportunidad laboral, me ayudará a acelerar las cosas. Abby se graduará dentro de un año. Ya es hora de empezar a hacer planes. Agarro el móvil, sintiéndome más contenta de lo que he estado en semanas.
Marco el número de Michael, preguntándome si tendré la suerte de pillarlo en un momento inusual de soledad. Alucinará al enterarse de que me han propuesto un trabajo, sobre todo en una plaza tan importante como la de Chicago. Me dirá lo orgulloso que está de mí y luego me recordará todas las razones maravillosas por las que no me puedo ir, siendo él la más importante de todas. Y más tarde, cuando tenga un hueco para reflexionar, verá que es mejor que formalice la situación conmigo antes de que me pierda por alguna razón u otra. Sonrío, embriagada por la idea de estar tan solicitada tanto a nivel profesional como personal.
—¿Diga? Le habla el alcalde Payne —dice con voz apagada, y eso que el día acaba de empezar.
—¡Feliz miércoles! —exclamo deseando que se anime al recordarle que hoy hemos quedado para ir a cenar juntos. En diciembre del año pasado Abby empezó a cuidar niños todos los miércoles por la noche, liberando a Michael de sus deberes paternales y permitiéndonos gozar de una noche a la semana para estar juntos.
—¡Hola, nena! —responde lanzando un suspiro—. ¡Qué locura de día! Hoy me espera un foro vecinal en el Warren Easton High. Realizaremos una sesión de tormenta de ideas sobre la prevención de la violencia escolar. Ahora estoy de camino hacia allí. Espero volver a tiempo al mediodía para la concentración. Vendrás, ¿no?
Se refiere a la concentración de Saquémoslo a la Luz para concienciar a los ciudadanos sobre los abusos sexuales de menores. Me acodo en el escritorio.
—Le dije a Marisa que no podría ir. Al ser al mediodía no tengo tiempo. Lo siento mucho.
—No pasa nada. Ya has colaborado bastante. Yo también voy justo de tiempo y mi aparición será breve. Por la tarde tengo unas reuniones para hablar de la escalada de la pobreza. Sospecho que durarán hasta la hora de cenar. ¿Te importa si cancelamos la cita de esta noche?
¿Para hablar de la pobreza? El tema es demasiado importante como para protestar, aunque sea miércoles. Si voy a ser la esposa del alcalde, es mejor que aprenda a aceptar que es un hombre al servicio de la ciudadanía. Después de todo es una de las cosas que más me gustan de él.
—No. De acuerdo. Pero pareces cansado. Procura dormir un poco esta noche.
—Lo haré. Aunque hubiera preferido hacer otra cosa en lugar de dormir —añade en voz baja.
Sonrío, imaginándome a Michael estrechándome entre sus brazos.
—Yo también.
¿Debería decirle lo de la carta de James Peters? Decido no añadirle otra preocupación más, el pobre ya tiene bastantes.
—Te dejo, nena. A no ser que tengas algo más que decirme.
Sí, quería decirle. Necesito algo. Necesito saber si me echarás de menos esta noche, si yo soy una prioridad para ti. Necesito que me confirmes que nos espera un futuro juntos, que quieres casarte conmigo. Tomo una bocanada de aire.
—Solamente quería ponerte al corriente. Alguien está cortejando a tu prometida —le anuncio con voz alegre y cantarina—. Hoy he recibido una carta de amor.
—¿Quién es mi competidor? —pregunta—. ¡Le mataré, lo juro!
Me echo a reír y le cuento lo de la carta de James Peters y la propuesta de trabajo, esperando transmitirle el suficiente entusiasmo como para que reaccione de una vez.
—No es exactamente una oferta de trabajo, pero parecen estar interesados en mí. Quieren una propuesta original para el programa. ¡Qué bien! ¿No crees?
—Sí, ¡fabuloso! Enhorabuena, superestrella. Otra cosa más que me recuerda que eres demasiado buena para mí.
El corazón me da un vuelco.
—Gracias. Me alegro de que seas tan comprensivo —respondo cerrando los ojos con fuerza para intentar seguir hablando sin perder los estribos—. El programa se estrena en otoño. Deben empezar a prepararlo cuanto antes.
—Solo disponen de seis meses. ¡Decídete pronto! ¿Ya habéis fijado el día de la entrevista?
Me quedo sin habla. Me pongo una mano en la garganta, obligándome a respirar. ¡Por suerte Michael no me puede ver!
—Pues… no…, todavía no les he respondido.
—Si nos las podemos arreglar, Abby y yo iremos contigo. Serán como unas minivacaciones. Hace años que no voy a Chicago.
¡Di algo! ¡Suéltale lo decepcionada que estás, que esperabas que te suplicara que te quedaras! ¡Por Dios Santo, recuérdale que tu antiguo novio vive en Chicago!
—¿No te importa que me vaya?
—No me gusta la idea. Las relaciones a larga distinta son un coñazo. Pero nos las apañaremos. ¿No crees?
—Claro —respondo. Pero por dentro pienso en nuestras agendas actuales, incluso viviendo en la misma ciudad no conseguimos hacernos un hueco para vernos a solas.
—Escucha, te tengo que dejar. Te llamaré más tarde. Y enhorabuena, nena. Estoy orgulloso de ti.
Cuelgo el teléfono furiosa y me hundo en la silla. A Michael tanto le da que me vaya. Soy una estúpida. El matrimonio ya no está en sus planes. Y ahora no me queda otra que irme a Chicago. Tengo que mandarle a Peters mi currículo y una propuesta para el programa. De lo contrario pareceré una manipuladora, lo que supongo que he sido.
Poso los ojos en el Times-Picayune asomando por mi bolso. Saco el diario y arrugo el ceño al leer el titular. «ACEPTA QUE HAS HERIDO A ALGUIEN.» ¡Sí, y qué más! Manda una Piedra del Perdón y todo te será perdonado. Estás como una cabra, Fiona Knowles.
Me masajeo la frente. Podría sabotear esta oferta de trabajo, enviarles una propuesta horrible y decirle a Michael que no me han llamado para la entrevista. No. Tengo demasiado orgullo. Si Michael quiere que acepte el trabajo, ¡lo haré! Y además lo obtendré. Me mudaré y empezaré de nuevo. El programa se volverá muy popular y me convertiré ¡en la próxima Oprah Winfrey de Chicago! Conoceré a un hombre, alguien a quien le gusten los niños y que esté dispuesto a comprometerse conmigo. ¿Qué te parece esta nueva Hannah, Michael Payne?
Pero primero tengo que escribir la propuesta.
Camino nerviosamente por el camerino, intentando que se me ocurra una idea estupenda para el programa, algo provocador, nuevo y oportuno. Algo que me haga conseguir el trabajo, que deje a Michael pasmado… y que le haga incluso recapacitar.
Poso los ojos de nuevo en el periódico. Mi ceño arrugado se relaja poco a poco. Sí. Funcionará. Pero ¿lograré hacerlo?
Saco el periódico del bolso y recorto cuidadosamente el artículo de Fiona. Alargo la mano para abrir el cajón del escritorio y tomo una bocanada de aire. ¿Qué diablos estás haciendo? Me quedo mirando el cajón cerrado como si fuera una caja de Pandora. Lo abro por fin.
Hurgo entre los bolígrafos, los clips y los pósits hasta encontrarla. Está en el fondo del cajón, en un rincón, en el mismo sitio donde la escondí hace dos años.
Es una carta de Fiona Knowles pidiéndome disculpas. Y una bolsita de terciopelo con un par de Piedras del Perdón.