Capítulo I
Escuela y educación social: un encuentro necesario
Empezamos este capítulo presentado y analizando algunas de las dificultades más significativas
que soporta el sistema escolar en la actualidad, así como el papel que la educación
social puede jugar en su afrontamiento y resolución. Situaciones que, por otro lado,
obligan a reflexionar tanto sobre la eficacia de las medidas educativas actuales,
como sobre la necesidad de encontrar respuestas a partir de nuevas propuestas y acciones.
La formación y la consolidación de sociedades postindustriales están configurando
nuevos criterios organizativos y lógicas distintas de organización social. Una realidad
que se traduce en nuevas formas de trabajo y de producción flexible y fragmentada,
que genera cambios en el protagonismo del Estado, y en el crecimiento de un modelo
tecnológico, económico y productivo insensible a los factores sociales.
En este contexto se hace cada vez más patente la tensión que mantiene el sistema educativo,
garante del derecho universal a la educación, y que se encuentra en la disyuntiva
que le genera, por un lado, la obligación y la voluntad de dar respuesta a las nuevas
realidades, y, por el otro, las dificultades reales que tiene para hacerlo (García
Molina y Blázquez, 2006). Un dilema que responsabiliza a la escuela a renovar su percepción
del entorno, replanteando sus relaciones con él. Nuevas necesidades y nuevos escenarios
que demandan el diseño de actuaciones especializadas, con metodologías propias, capaces
de priorizar el acompañamiento y promover recursos educativos que sean innovadores,
al tiempo que paralelos o complementarios al marco curricular establecido.
Un currículum que propone unos objetivos muchas veces alejados de las necesidades
y demandas reales de las personas que lo reciben. Todo ello en el ámbito de las sociedades
globalizadas, donde ha cambiado el sentido de la formación en contextos escolares,
que se interpreta cada vez más como un proceso a lo largo de la vida, sujeto a renovaciones,
y no como una etapa final vinculada a la escolarización. Es por esta razón que la
formación escolar se convierte en un proceso global y profundamente social e interactivo
que necesita de otros agentes y de otros espacios. En este nueva realidad, la escuela
está obligada a revisar su papel y a buscar alternativas que le permitan mantener
su sentido y funcionalidad en el contexto más amplio de una formación a lo largo de
la vida.
Es asumiendo esta perspectiva cuando podemos cuestionar tanto la excesiva formalidad
del sistema educativo como su falta de flexibilidad. Es entonces cuando son legítimos
los cambios organizativos, la apertura al entorno y la introducción de variables que
reflejen el amplio espectro de posibilidades que los cambios sociales imponen. Por
eso, y atendiendo a todas estas razones, quizás sea pertinente plantear un nuevo estatus
para la escuela, un modelo del que emerjan nuevos espacios de trabajo educativo en
los que la educación social pueda actuar realizando aportaciones significativas.
Así, en primer lugar, abordaremos la función social de la escuela. Lo haremos teniendo
en cuenta su vinculación a los procesos de equidad educativa, claves interpretativas
de su sentido como institución y como referente educativo por excelencia en las sociedades
modernas. Este prolegómeno nos servirá de marco de referencia para tratar posteriormente
responsabilidades y los retos que esta opción le plantea, así como las transformaciones
que conllevará el hecho de aceptarlas y asumirlas.
En segundo lugar, presentaremos algunas de las problemáticas más significativas de la escuela en la situación actual. Sin abordar todas las posibles,
profundizaremos en las que más preocupan, situaciones que por sí mismas pueden llegar
a cuestionar tanto la eficacia como las posibilidades institucionales de un sistema
escolar que, desafortunadamente, no siempre es coherente con sus objetivos y finalidades.
Finalmente, cerraremos este capítulo abordando algunos aspectos que se derivan de
la relación entre educación social y escuela, así como en las posibilidades que se
generan para ambas. De ahí que hablemos de colaboración y acompañamiento mutuo, de
aportaciones y de espacios comunes. Esta situación convierte la escuela en un ámbito
nuevo para la educación social, que le aporta profesionales, metodologías y sensibilidades
que pueden ayudar a analizar, entender y afrontar algunos de los cambios que le impone
la sociedad, así como las necesidades que esta le genera.
1. La función social de la escuela
Toda institución social cumple la tarea de satisfacer ciertas necesidades de los individuos.
La escuela, como institución social, también realiza importantes y múltiples funciones,
mediante las cuales proporciona unidad, madurez, cohesión, tanto a la sociedad en
general, como a cada uno de sus miembros. En consecuencia, se genera toda una serie
de expectativas sociales con la escuela que van más allá de sus fines instructivos
e individuales, en ocasiones consonantes con ellos, pero en otras, en clara oposición
con los mismos.
Es una evidencia admitida por todos que, a día de hoy, el sentido de la educación
en contextos escolares ha cambiado, y con ella el sentido de la escuela. De esta manera
crece el protagonismo de la dimensión social. Y es que la escuela trabaja con contenidos
sociales (integrados en una determinada cultura), asume unos fines sociales (el desarrollo
económico del país, la formación de una mano de obra cualificada, la elevación del
nivel formativo de los ciudadanos, la nivelación social de los individuos...) y mantiene
claramente una función social (continuidad y/o cambio social, adaptación, control,
selección y progreso).
Una escuela que se encuentra, cada vez más, ante el reto y la demanda de ser capaz
de reconocer la diversidad, integrando en este proceso los diferentes grupos que participan
en ella, y las diversas miradas que la cuestionan y supervisan. Sin embargo, ni este
reconocimiento ni esta maduración son fáciles, ni las mismas políticas públicas, uniformes
y verticales, ayudan demasiado a realizarlo. Si a esta situación añadimos el lastre
que suponen algunas prácticas educativas desarrolladas por algunos profesionales,
el desenlace está servido. De ahí que revisar las experiencias existentes para imaginar
escuelas algo más autónomas, capaces de atender a rasgos culturales distintivos, se
convertirá en una tarea altamente compleja.
Y una sociedad actual que, por otro lado, presenta nuevos desafíos a la tarea, las
actividades y la organización educativa de la escuela. Retos que podemos concretar
en las siguientes reflexiones:
-
Los límites entre los niveles de socialización que se llevan a cabo en la familia
y los que tienen lugar en la escuela.
-
La información y la formación recibidas por niñas, niños y adolescentes desde canales
externos a la escuela desbordan el escenario de los contenidos y los intereses propuestos
por la escuela.
-
Los cambios sociales, los flujos migratorios, los cambios culturales, las nuevas realidades
familiares, la evolución demográfica, la existencia de nuevas necesidades sociales,
las nuevas realidades urbanas, el trabajo de los servicios sociales y culturales,
la nueva cultura del ocio urbano, etc. (Orte, 2008).
-
La tendencia a la sustitución del concepto de ciudadanía por el concepto de clientela
ha socavado uno de los pilares básicos de las sociedades democráticas: la igualdad
básica de todas las personas como portadoras de deberes y derechos, fundamento ético
y político de la educación pública, obligatoria y gratuita (Albertos, 2001).
-
La riqueza y diversidad de ofertas y planteamientos culturales que caracteriza a la
sociedad posmoderna, a la vez que puede liberar al individuo de las imposiciones locales,
puede desembocar, al menos durante un período importante de tiempo, en la incertidumbre
y la inseguridad. Se han perdido los anclajes tradicionales sin alumbrar por el momento
unas nuevas pautas de identidad individual y colectiva (Pérez, 2004: 103).
-
El reto didáctico de diversificar las orientaciones, los métodos y los ritmos en el
espacio de un currículum común y de una Escuela obligatoria y gratuita. Todo ello
para que el alumnado que en sus procesos de socialización desarrolle otras actitudes,
expectativas, conceptos, estrategias y códigos diferentes a los escolares que le permitan
recrear, vivir, reproducir y transformar la cultura escolar (Pérez, 2004).
-
La importancia del dominio de las tecnologías de la información y la comunicación
en los procesos de integración socio laboral en la sociedad actual. De ahí la importancia
de evitar las potenciales consecuencias que se pueden producir si se genera una brecha
digital entre las y los alumnos más desfavorecidos; también de gestionar de manera
coherente el impacto de la sociedad de la información en el mundo escolar (Majó y
Marqués, 2001).
-
La acentuación de los aspectos emocionales en la educación escolar, descrita de manera
clara en el art. 71 de la
LOE[].
Todas estas reflexiones no llevan a concluir que los centros escolares se encuentran
ante el desafío de recuperar e intensificar su función específicamente educativa.
Un reto que implica promover y profundizar una propuesta de valores donde cada alumna
y cada alumno sea capaz de cuestionar e interrogarse sobre la bondad de los esquemas
de pensamiento, sentimientos, experiencias y conducta que ha adquirido, ya sea de
forma espontánea o intencionada, en sus intercambios cotidianos dentro del escenario
vital en el que ha desarrollado su historia personal.
Sin embargo, disertar sobre las funciones de la escuela resulta un tema complejo,
especialmente si tenemos en cuenta los diversos enfoques ideológicos e intereses sociales,
políticos y religiosos que están en juego e influyen de manera directa. Y es que las
funciones que la sociedad le está pidiendo a la escuela no han sido siempre las mismas,
han ido evolucionando ligadas a los cambios en los sistemas de producción y a los
procesos de democratización política. Una constatación que nos conduce a la necesaria
vinculación entre funciones de la escuela y la pertenencia de esta a una determinada
comunidad.
De esta manera, la escuela debería poder adecuar sus funciones a las necesidades de
las ciudadanas y los ciudadanos, a los cambios sociales y a los nuevos signos de los
tiempos. Ello supondrá asumir nuevas competencias, al tiempo que repensar y reestructurar
su organización, sus espacios de actuación y sus tiempos educativos. En caso contrario,
le será difícil formular una respuesta eficaz a los nuevos retos.
Desde esta perspectiva, hay que insistir en la función social y educativa de la escuela.
Se trata de entender la escuela como agente de cambio social y transformación de la
sociedad, convirtiéndose tanto en una de las claves para afrontar los retos expuestos,
como en una justifiación para la incorporación de las ES en ella.
Para que la escuela pueda formar en la vida y para la vida debería superar ciertos
enfoques tecnológicos, funcionalistas y burocráticos. De ahí la importancia de recuperar
su carácter más relacional, cultural, contextual y comunitario, en cuyo ámbito adquiere
importancia el vínculo que se establece entre todos los componentes de la comunidad
escolar, espacio por excelencia donde se refleja el dinamismo social y cultural de
la institución con y al servicio de toda la sociedad, considerada desde una perspectiva
amplia y sistémica.
Pero la función social de la escuela es compleja, tanto si la abordamos desde los
procesos de socialización que comporta para el individuo, como si la referenciamos
con el entorno social que la genera, transforma y le da sentido. Existe una tensión
entre las necesidades del mercado del trabajo y las del desarrollo personal a la hora
de definir la función y la organización y estructura de los sistemas educativos (Azevedo,
2001; Hargreaves y Fink, 2003). ¿Debe diseñarse la escuela desde las competencias
cuya adquisición y desarrollo exige el mundo laboral o, por el contrario, desde las
capacidades que las personas necesitan para llevar adelante una vida plena y satisfactoria
tanto para sí mismas como para aquellas con las que conviven?
La reflexión acerca de la función social de la escuela alude a otro debate que viene
de lejos, pero que sigue siendo de gran relevancia y actualidad: el de la tensión
existente entre calidad y equidad, inclusión y segregación (Ainscow et al., 2001; Terwel, 2005). La polémica en torno a la comprensividad, la atención a la
diversidad de necesidades educativas del alumnado, las controversias sobre la organización
en grupos heterogéneos o por capacidades son, entre otros muchos, algunos exponentes
claros de este debate (Coll y Martín, 2006).
La escuela no puede mostrarse indiferente ante las problemáticas y necesidades de
la sociedad dado que, de una u otra forma, son resultado de sus acciones. Los procesos
de desarrollo y mejora van unidos a los procesos de enseñanza y aprendizaje. Están
además relacionados entre sí, desde el momento en que son claves para asegurar la
calidad necesaria a la hora de construir sujetos activos en su propia transformación
y la de su entorno social, cultural y político (Luhmann, 1996).
En definitiva, la función social de la escuela conlleva un proceso de continua renovación.
Un dinamismo vital para que asuma los nuevos retos formativos alternativos, críticos
y capaces de generar el cambio social. Para poder salir airosa de todo ello necesita
del entorno que la rodea, abrirse a él e implicarse con él, utilizándolo tanto de
fuente de conocimiento y referencia axiológica, como de espacio creativo para la formulación
de propuestas de mejora y progreso social.
Desgraciadamente, la dimensión social de la formación escolar es un objetivo no siempre
asumido, y apenas esbozado en la institución escolar, que sí puede asumirse desde
la educación social, la cual puede cumplir muy bien con ese cometido; eso sí, poniendo
en marcha proyectos de acción socioeducativa no solo en situaciones de inadaptación,
sino también de normalidad y de inclusión. No solo en programas de tratamiento, sino
también y, fundamentalmente, en programas de prevención.
2. Problemáticas socioeducativas de la escuela
España se encuentra entre los países europeos con más problemas de disciplina en sus
aulas, según la primera encuesta sobre las condiciones de trabajo de los profesores
y el ambiente educativo de las escuelas, llevada a cabo por la Organización Europea
para la Cooperación y el Desarrollo (2009). Es también uno de los países donde son
más frecuentes las interrupciones durante las clases, el absentismo de las alumnas y los alumnos o su retraso a la hora de llegar al aula, entre otros
comportamientos que dificultan el trabajo docente. Además, supera la media en otros
problemas más graves como son las intimidaciones o abusos verbales a profesorado y
alumnado y las agresiones entre estudiantes.
Docentes, familias, ES y alumnado están inmersos en los procesos de transformación
y crisis que actualmente afectan a la sociedad: recortes en el Estado de bienestar,
desigualdades sociales, inestabilidad laboral, falta de credibilidad en la política,
fuertes cambios tecnológicos, o el debilitamiento de las organizaciones sociales.
Todos ellos forman parte de la vida cotidiana de muchas de las escuelas aun cuando
no se hayan constituido como temas del currículo ni reciban una atención pedagógica
específica para su tratamiento.
De todo ello resulta un contexto que afecta directamente a la escuela, a su organización
y funcionamiento, pero muy especialmente al papel y la responsabilidad que asume frente
a estas necesidades y situaciones en el momento de diseñar un proyecto pedagógico
orientado hacia la construcción y consolidación de un mundo mejor y más justo.
Los centros escolares, directa o indirectamente, son receptores de problemáticas sociales,
emocionales y psicológicas, y lo son además desde una responsabilidad educativa de primer orden. Esto es así porque se configuran como un espacio de socialización
prioritario para muchas y muchos adolescentes, siendo muchas veces su único referente
«normalizado». Además, reproducen una multitud de conflictos, realidades y situaciones
sociales derivadas de sus problemáticas y sus contradicciones.
Es por ello que cada vez se hace más necesario repensar las dificultades que van surgiendo,
a la luz de los nuevos modelos de organización social, de los nuevos sistemas de comunicación
e información, de la actual concepción y producción de conocimiento y, evidentemente,
de las nuevas formas de entender los valores (Prats, 2009). En el marco de estas iniciativas
proponemos nuestro encuentro entre las ES y el profesorado (aunque no solo).
De entre toda esta amplia y compleja situación, imposible de abordar de manera exhaustiva,
profundizaremos en cuatro situaciones, aquellas que se han transformado en ámbitos
privilegiados de intervención para las ES. No vamos en este capítulo a problematizarlas,
sí a intentar describirlas, utilizando para ello conceptos escolares.
2.1. El absentismo escolar
El fenómeno del absentismo escolar no es nuevo y ha existido siempre, pero cobra un nuevo sentido y magnitud con la
implementación de la escolarización obligatoria y el reconocimiento universal del
derecho a la educación. La no asistencia regular al aula es identificada, por las
administraciones competentes, como una necesidad social que hay que combatir, asumiéndola
desde una doble perspectiva: por un lado, desde la perspectiva educativa, porque es
origen claro de fracaso escolar y de abandono del sistema educativo; por el otro, desde la perspectiva social,
porque puede conllevar futuros procesos de exclusión y pérdida de oportunidades.
Entre sus potenciales causas se encuentran factores tan diversos como la escolarización
obligatoria hasta los 16 años, los procesos de reagrupación familiar, la incorporación
laboral de algunos menores a los negocios familiares, el nomadismo familiar, las situaciones
de pobreza y exclusión social, etc. Sin olvidar que en muchos casos el absentismo constituye una respuesta intencional del propio alumnado que rechaza el sistema escolar,
un claro síntoma de desapego hacia un sistema curricular que no percibe ni como próximo
ni como útil (Elliot, 1998; Willis, 1988).
El carácter dinámico y fluido del absentismo escolar hace, en primer lugar, que su cuantificación sea compleja, obligando a los
centros a utilizar instrumentos cada vez más sofisticados y rigurosos para su control
y registro. La ausencia de una definición institucional consensuada conlleva que las
prácticas de recuento y clasificación de las diferentes situaciones de absentismo sean de naturaleza muy diversa según centros y municipios. La ausencia de una información
estadística regular y fiable contribuye a su invisibilidad, motivo por el cual, aun
siendo una realidad manifiesta en algunos territorios y en determinados centros escolares,
no genera ningún tipo de respuesta institucional (García Gracia, 2005: 353).
El absentismo, como fenómeno, se interpreta de diversas formas. Para algunos autores constituye
una respuesta de resistencia activa del sujeto hacia un medio institucional que no
lo acepta, y que tiene unos determinados detonantes fruto de la interacción entre
individuo y entorno institucional (Rué, 2003). La existencia de situaciones de vulnerabilidad social no hace sino agudizar esta situación. Otros autores constatan la responsabilidad
de la escuela en el proceso del absentismo, especialmente cuando no genera suficientes oportunidades para su alumnado, y no
se preocupa de gestionar una red organizativa que coordine las diversas intervenciones
(García y Moreno, 2003).
El absentismo es un fenómeno construido, elaborado. Una situación que se va gestando lentamente
hasta que se convierte en un fenómeno visible y que, cuando emerge, a menudo ya es
tarde para paliarlo (Rué, 2003). Desde esta consideración de partida, es posible identificar
ciertos indicios o indicadores que influyen de manera directa en su desarrollo, y
desde los cuales poder organizar la intervención haciéndola más efectiva. Todo ello
hace necesario definir algunos criterios a la hora de plantear acciones socioeducativas
eficaces contra el absentismo:
-
Los proyectos de seguimiento del absentismo son acciones que proporcionan resultados a muy largo plazo, y su incidencia inmediata
puede parecer magra e insuficiente.
-
El absentismo es un fenómeno multidimensional y complejo que nace muchas veces de unas situaciones
de exclusión social y desamparo de una magnitud que supera tanto a los mismos protagonistas
como a los agentes sociales que intervienen (Castillo, Corominas y Ramon, 2004).
-
El reconocimiento de la escuela como instrumento de promoción y de inserción social,
especialmente si quiere ser respetada y valorada por las generaciones futuras.
-
La obertura de la escuela al entorno potenciando el uso social de sus espacios, especialmente
en barrios con infraestructuras y servicios insuficientes.
-
La secundaria es el final de un ciclo, no de la escolarización ni de la formación.
De ahí que el sistema escolar deba velar por que el alumnado con mayores dificultades
acredite la secundaria y siga participando de una formación superior. Asegurar su
acompañamiento es también reducir futuras situaciones de abandono.
-
Sin el apoyo y la colaboración de la familia, las acciones contra el absentismo están condenadas al fracaso. Es primordial el acercamiento a las familias, y su corresponsabilización
en la formación de sus hijas e hijos.
-
Las situaciones de absentismo ponen de manifiesto la importancia de la transición de la primaria a la secundaria,
donde son necesarias unas fases de adaptación (Valls, 2003), o la conveniencia de
definir las actuaciones contra el absentismo desde el Proyecto de Centro, con intervenciones específicas y reguladas (Adell, 1995).
Asumir e intervenir en estos factores exige compromisos y recursos nuevos e innovadores.
Y es que el absentismo no necesita solo de una reflexión académica y escolar.
2.2. Procesos migratorios y escuela
El alumnado de origen extranjero constituye una parte significativa de la población
escolarizada en el Estado español. Atender a esta realidad ha supuesto el replanteamiento
de algunos parámetros pedagógicos. También recuperar una sensibilidad educativa centrada
en valores como la tolerancia y el respeto, que ahora adquieren una nueva dimensión
y significado en el marco de un renovado contexto multicultural.
En el potencial marco de actuaciones que se despliega, no hay que olvidar que una
proporción importante de las familias inmigrantes experimenta procesos de reconfiguración
interna en términos de estructuras, relaciones y funciones que influyen de manera
fundamental en la educación de sus hijos e hijas. En los nuevos contextos a los que
se incorporan, sus proyectos iniciales se entrecruzan y a veces chocan con los que
desarrollan sus hijos e hijas, y con los discursos y prácticas escolares de las sociedades
receptoras, en las que tiene lugar una parte fundamental de su socialización (Carrasco,
2002; Bretones, 2004, 2009).
Por este motivo, en el desarrollo de cualquier propuesta que asuma una opción ciudadana
(cívica, social, política), sea desde el trabajo en las aulas, desde la planificación
o desde la elaboración de materiales, el tratamiento de las relaciones interculturales
ha de ser un elemento clave, y no un falso compromiso.
2.3. El fracaso escolar
España se ha vuelto a situar en el año 2013 a la cabeza de Europa en abandono escolar
temprano, el que identifica a jóvenes de 18 a 24 años que dejaron sus estudios tras
completar la educación obligatoria o antes de graduarse. Un 23,5 % de los jóvenes
españoles había abandonado la enseñanza prematuramente el año pasado, el doble de
la media comunitaria, situada en el
11,9 %[]. España ya lideró la estadística europea de abandono escolar temprano en 2012 y 2011,
después de que Portugal y Malta encabezaran la tabla la última década (aunque en 2009
Portugal y España compartieron la tasa más alta). Pero los dos países han registrado
una mejoría mayor que España en los últimos diez años, y eso que partían de posiciones
peores: en 2003, Malta tenía un 49,9 % de abandono y Portugal un 41,2 %, mientras
que España apenas superaba el 30 %. El país vecino ha logrado reducir su tasa en 22
puntos y Malta hasta 29 puntos. La mejora de España, mientras tanto, ha sido más modesta
(Gracia, 2014).
El fracaso escolar se configura como uno de los problemas más graves que sufren en la actualidad
los sistemas educativos, teniendo en cuenta que la trascendencia de sus consecuencias
sobrepasa el ámbito escolar donde se genera. Según el Instituto Nacional de Calidad
y Evaluación (2013), casi la tercera parte del alumnado de la ESO obtiene calificaciones
negativas. En la enseñanza media, un 32 % repite curso, un 35 % no acaba con éxito
2.º de la ESO, el 48 % no supera el bachillerato, y en la universidad el abandono
de los estudios ronda el 50 %. La primera consecuencia directa es que el 72 % de la
desocupación de menores de 25 años tiene relación estrecha con el abandono de los
estudios y el fracaso escolar.
Frente la media europea (20 %), el índice español de fracaso se sitúa cerca del 29 %, solo es superado por Portugal, con un 45 %. La comunidad
con más fracaso escolar es Canarias, con un 35,8 %, mientras que Asturias es la más baja con un 14,4
%, seguida de Navarra, con un 17,3 % y el País Vasco con un 17 %.
¿Cómo superar estas barreras? La OCDE (2012) ofrece diferentes propuestas para la
equidad y la calidad en la educación, a través del apoyo a las escuelas y a las y
los estudiantes con mayores dificultades. En concreto, presenta cinco recomendaciones
para la prevención del fracaso escolar y del abandono en la educación secundaria: eliminar la repetición de cursos,
evitar la división temprana del alumnado, ofrecer una mayor capacidad a los progenitores
en la elección de la escuela, administrar los fondos y las ayudas de manera que respondan
a las necesidades de los diferentes centros y diseñar vías equivalentes para el acceso
a la educación secundaria que aseguren la consecución de los estudios.
Por otro lado, cabe destacar que muchos autores coinciden en calificar el concepto
de fracaso escolar de impreciso y ambiguo, cuestionado tanto por su componente negativa para
ser sustituido por el de mejora del rendimiento escolar (Marchesi, 2004), como por
el hecho de ser un significado construido cultural y socialmente. Un significado que
determina su percepción en términos de exclusión, y en la generación del cual intervienen
más agentes y factores que el estrictamente escolar (Calero, Rañé y Riudor, 2011).
En esta línea, hay quien propone cambiar el concepto de fracaso escolar por el de fracaso educativo de la escuela como institución (Consell Superior d’Avaluació del Sistema Educatiu,
2007) o por el de fracaso social, especialmente si este se analiza desde la perspectiva de las múltiples causas que
lo originan (Navarrete, 2007).
Si bien nosotros renunciamos a acogernos a una definición precisa de fracaso escolar, sí proponemos algunos criterios de interpretación siguiendo a autores como
Calero, Rañé y Riudor (2011: 66):
-
Resultado de una construcción acumulativa justificada desde itinerarios escolares
marcados por evaluaciones globales negativas.
-
Un proceso acumulativo de dificultades y necesidades que, como una bola de nieve,
crece al paso de los cursos.
-
Una situación de carácter circunstancial y relativa, que se inicia en la educación
primaria, cristaliza en la ESO y no se puede entender sin tener en cuenta el momento
evolutivo en que se produce: la adolescencia.
-
Un conjunto de dificultades para lograr los objetivos marcados por el sistema educativo
y para adaptarse a un currículo de contenidos determinado, no adquiriendo en el tiempo
previsto los conocimientos y las habilidades que la institución escolar tiene marcados
como objetivos al final de cada etapa.
-
Una pérdida de acreditación que certifique la adquisición de los conocimientos y las
habilidades necesarias para integrarse de manera satisfactoria en la vida social y
laboral.
-
Un desajuste entre el proceso de enseñanza impartido por el sistema escolar en general,
y por las docentes en particular, y el aprendizaje real del alumnado en términos de
comprensión e integración de nuevos aprendizajes.
-
La incapacidad de la escuela para proporcionar al alumnado el grado de madurez adecuado
que puede necesitar para enfrentarse a la vida.
-
La estrecha relación con factores de desigualdad social donde la probabilidad de acceso
al éxito escolar es seis veces mayor entre el alumnado procedente de familias de clase media
que en el procedente de clases trabajadoras (Shavit y Blossfeld, 1993; Fernández Enguita,
Mena y Riviera, 2010).
La utilización del concepto de fracaso escolar ha sido recurrente cada vez que se han planteado reformas y cambios en los
sistemas educativos. Presentado de forma ambigua, se le han asignado significados
y visiones diversas, siendo interpretado muchas veces en base a intereses ideológicos
más preocupados por sus propias políticas que por la resolución del problema (Bonal,
2003). Se fracasa respecto a un currículo determinado y una normativa académica vigente,
pero no necesariamente respecto a otros ámbitos de la vida, aunque los condicione
e influya (Castillo, 2005; Bretones, 2009).
Seguir entendiendo el fracaso escolar como rendimiento insuficiente del alumnado conduce a un callejón sin salida,
entre otras cosas porque la concepción del rendimiento escolar en términos de éxito y fracaso es una visión dicotómica que empobrece la realidad del aprendizaje. Mientras la comunidad
educativa no entienda que si el sistema desprofesionaliza al docente, culpabiliza
al alumnado, y deslegitima la escuela, se está reforzando el escalonamiento social
con base en los méritos escolares, generando un caldo de cultivo para el conformismo
y la exclusión social (Navarrete, 2007).
Pero, ¿bastan medidas de tipo escolar para superarlo? ¿No habría que plantearse otras
cuestiones de fondo relacionadas con la acción educadora y sus condicionantes? ¿Son
suficientes los recursos humanos, funcionales y materiales que la escuela tiene para
conseguir sus metas? ¿Qué aportaciones puede hacer la educación social al sistema
educativo escolar? ¿Cuáles serían las funciones de las ES?
En este sentido, no podemos obviar que absentismo, abandono y fracaso escolar son problemáticas a las que las ES han intentado dar respuesta y minimizar sus efectos desde contextos
externos a la escuela. Lo han hecho asumiendo tareas de seguimiento y apoyo al alumnado
en los centros educativos, de prevención, de compensación, de coordinación con el
profesorado, trabajadoras sociales y otras profesionales del trabajo social, etc.
Se han implicado en los procesos de orientación familiar en relación con los centros
educativos, desde los equipos de atención social básica de cada territorio. Con el
paso del tiempo, este tipo de tareas se han ido extendiendo, sistematizando, consolidando,
y hoy encontramos múltiples programas y proyectos que, tanto desde el ámbito local
como desde los propios centros educativos, tienen como objetivo tratar las situaciones
de absentismo y abandono escolar.
Las ES que (desde hace pocos años) se están incorporando a los centros educativos,
vienen en gran medida a reforzar las políticas sociales instauradas.
2.4. Los problemas de convivencia
Las dificultades de convivencia en la escuela se configuran claramente como un tema
que crea alarma social, y es causa de desgaste notorio tanto entre docentes como entre
el alumnado.
Estas dificultades no se configuran como un conjunto de comportamientos y situaciones
homogéneas, sino que son interpretadas en cada centro con criterios distintos. Esta
realidad obedece, principalmente, a dos razones: el mayor o menor grado de conflictividad
que ofrece el conjunto del alumnado dentro de cada centro escolar y la exigencia normativa
que el claustro de profesores y el equipo directivo tiene interiorizada como necesaria
y coherente.
Las investigaciones realizadas en torno a las características del alumnado que comportan
problemas de conducta y de violencia no son del todo concluyentes. Algunas de ellas
apuntan al problema de la desmotivación como causa de la conflictividad escolar (Ortega
y Del Rey, 2007; Arroyo, 2007); otras, al bajo rendimiento escolar (Serrano e Iborra,
2005); otras también apuntan a la dificultad del alumnado para sentirse aceptado y
reconocido por la escuela y por el sistema social en el que se incluye (Díez-Aguado,
1998).
Algunos autores consideran que el acercamiento al problema debe realizarse desde una
perspectiva sistémica (Viñas Cirera y Doménech, 2001), y no solo desde un análisis
de responsabilidad individual o personal. Los problemas de convivencia son interpretados
como parte del enfrentamiento cotidiano de intereses que se puede dar en cualquier
organización social. Para valorarla haría falta buscar motivaciones complejas y nunca
simplificar. Esto es, un acercamiento desde diferentes niveles: el individual, el
familiar, desde el clima de clase, de la comunidad y desde la misma estructura social
(Martínez García, 2009).
Las aulas actuales no dejan de ser escenarios donde se representa una obra en permanente
cambio, y que requiere un continuo rediseño de los roles de sus protagonistas. En
la gestión del aula es cada vez más importante la introducción y el fortalecimiento
de competencias socioemocionales, imprescindibles para asegurar los objetivos académicos.
3. Educación social y escuela
La educación social es una profesión que se ha ido concretando y definiendo en los
últimos 40 años con el fin de dar respuesta a las necesidades socioeducativas de los
individuos y los grupos sociales. En este proceso se consolidan acciones y profesionales
que trabajan en contextos diversos, con personas y colectivos muy diferentes, con
la finalidad de promover el cambio social desde lo educativo (Amador, Esteban, Cárdenas
y Terrón, 2014).
La educación social es aquella acción sistemática y fundamentada, de soporte, mediación
y transferencia que favorece específicamente el desarrollo de la sociabilidad del
sujeto a lo largo de toda la vida. Promueve su autonomía, integración y participación
crítica, constructiva y transformadora en el marco sociocultural que le envuelve.
Para ello tiene en cuenta, por un lado, los recursos personales, tanto los de profesionales
como los de los sujetos y, por el otro, los recursos socioculturales necesarios del
entorno con el objetivo de crear nuevas alternativas.
La educación social es, pues, una práctica, y en relación con ella, una tarea profesional
con un marcado carácter social y educativo (Sáez y García Molina, 2006), sostenida
sobre acciones mediadoras y de transmisión cultural en las que la praxis se articula
necesariamente alrededor de principios y criterios políticos, y fundamentalmente éticos.
Si atendemos a la definición propuesta por la
Asociación Estatal de Educación Social[] es una profesión de carácter pedagógico, generadora de contextos educativos y acciones
mediadoras y formativas, que son ámbito de competencia profesional de las ES. Desde
esta clave inicial y tomando el derecho de la ciudadanía como justificación principal,
su actividad busca dos objetivos principales: la incorporación del sujeto de la educación
a la diversidad de las redes sociales, entendida como el desarrollo de la sociabilidad
y la circulación social; y la promoción cultural y social, entendida como apertura
a nuevas posibilidades de adquisición de bienes culturales, que amplíen las perspectivas
educativas, laborales, de ocio y participación social.
La estrecha relación de la educación social con la práctica educativa y la intervención
propiamente dicha, además de su reciente trayectoria, son motivo para que algunos
autores puntualicen más, utilizando tres perspectivas diferentes para su conceptualización
(Sáez, 2005; Sáez y García Molina, 2006). Así, es a la vez:
-
Un tipo de práctica educativa social, vinculada a múltiples ámbitos de trabajo que
abarcan esencialmente los asuntos relacionados con la pobreza, la marginación y las
situaciones de abandono y miseria social de la infancia (Santolaria, 1997). Ámbitos
que tradicionalmente se han agrupado en tres: la educación especializada, la educación
de adultos y la animación sociocultural. De su integración nace la educación social
propiamente dicha.
-
Una profesión emergente que debe hacer creíble y necesaria una particular jurisdicción
(vinculada a unas competencias determinadas o a un saber hacer específico), y a unos
ámbitos de trabajo (los espacios de intervención propiamente dichos para desarrollarlo).
En el proceso de construcción profesional han sido definitivas las asociaciones de
educadores y educadoras sociales, y que han culminado con la creación de los diferentes
colegios profesionales y la Asociación Estatal de Educación Social (ASEDES).
-
Una titulación de grado universitario que justifica el diseño de unos planes de estudio
para preparar a los futuros profesionales, y que los acredita para llevar a cabo una
tarea específica, monopolizada por su colectivo. Una formación de una elevada connotación
ética, que posibilite llevar a cabo la intervención con cierto nivel de congruencia
y credibilidad, acorde con las competencias adquiridas y las destrezas demandadas
por la sociedad a la que prestan sus servicios.
Otros autores (Petrus, 2004) afirman que la conceptualización de la educación social
habría que situarla en función de factores diversos como el contexto social, la concepción
política, las formas de cultura predominantes, la situación económica y la realidad
educativa del momento. Lo justifican desde la premisa que el advenimiento de la educación
social está íntimamente ligado a los cambios estructurales del sistema social y al
fortalecimiento del Estado del bienestar y de las políticas democráticas y equitativas.
Nos enfrentamos, entonces, a un concepto cambiante, relativo y que necesita en su
construcción de una continua mirada, de una profunda diagnosis social para comprender
las necesidades. Desde ella se definirán los nuevos campos de actuación de la disciplina,
susceptibles de generar demandas y nuevos compromisos educativos.
Aportaciones más recientes (Amador, Esteban, Cárdenas y Terrón, 2014) sitúan la educación
social como una acción sistemática y fundamentada, de soporte, mediación y transferencia
que favorece específicamente el desarrollo de la sociabilidad del sujeto a lo largo
de toda la vida, promoviendo su autonomía, integración y participación crítica, constructiva
y transformadora en el marco sociocultural que le envuelve, contando en primer lugar
con los propios recursos personales, tanto de la ES como del sujeto, y en segundo
lugar movilizando todos los recursos socioculturales necesarios del entorno o creando,
al fin, nuevas alternativas.
En definitiva, tanto la educación social como las tipologías de profesionales que
genera, resultan conceptos complejos tanto por su novedad como por el hecho de que
se construyan, concreten y expliciten a partir y en respuesta a las nuevas necesidades
socioeducativas. Su finalidad última es el desarrollo y la intervención socioeducativa
(en un sentido amplio), no vinculada ni a etapas ni a tempos, dependiente de necesidades
y sinergias sociales, y muy atenta al entorno en el que trabaja.
Unas reflexiones que nos permiten plantear algunas líneas interpretativas a tener
en cuenta en el momento de conceptualizar la educación social como profesión:
-
Su carácter eminentemente técnico (que no tecnocrático) y aplicado, ubicado en el
marco de una actividad profesional, de carácter plural, variado y complejo por la
multiplicidad de contextos de actuación.
-
La estrecha vinculación entre educación social y realidad social, especialmente relacionado
con las necesidades y las nuevas problemáticas de la ciudadanía y de la comunidad.
-
La interpretación integral, holística y globalizadora de la educación como un proceso
de crecimiento y formación, en clave personal y comunitaria, a partir de la promoción
cultural y la socialización.
-
El horizonte de transformación de la realidad social en aras de una sociedad más equitativa
y justa y la salvaguarda y la promoción de los derechos de la ciudadanía y la consolidación
del Estado del bienestar y las libertades.
-
La capacidad de diagnóstico y conocimiento de las nuevas circunstancias sociales,
desarrollando metodologías creativas para los procesos plurales de intervención.
-
El proceso de construcción como disciplina que se desarrolla a partir de la práctica
profesional, un ejercicio de la profesión que sigue en proceso de abertura a nuevos
contextos de actuación y a nuevas realidades sociales y personales.
¿Y a dónde nos conducen estas afirmaciones? En primer lugar, al hecho de plantear
que la educación social es también educación escolar, al menos si la entendemos como
una escuela extensa e intensa tanto en su recorrido como en sus contenidos. Y lo puede
ser en el momento en que es transmisora de conocimientos culturales o de una cultura
amplia a través de la cual el sujeto dispondrá de instrumentos que le ayuden en su
socialización, en su crecimiento personal, en la toma de decisiones sociales o éticas.
Las docentes tratan de transmitir contenidos de lengua, matemáticas, tecnología, arte,
cultura, etc., con la intención de producir efectos de socialización (integración,
adaptación...) en el alumnado (Núñez, 2005). Por su parte, este proceso retiene e
integra los contenidos recibidos. En esta relación las ES profundizan la función y
el cometido de las docentes, interpretando el contexto, promocionando la cultura,
ofreciendo otros espacios donde también hacer operativos y concretar los contenidos
del currículo.
En segundo lugar, a la dificultad de establecer y concretar los límites entre la mal
llamada formalidad educativa y la no formalidad. Una diferenciación entre educación
formal y no formal basada muchas veces en criterios arbitrarios que no contemplan
el hecho educativo como un proceso global, integral y continuado. Criterios metodológicos
que consideran la educación no formal como la que se realiza fuera del marco institucional,
la que está fuera de los procedimientos considerados convencionalmente escolares (aula,
etapa educativa y currículo). Criterios estructurales que solo tienen en cuenta la
pertenencia o no de una u otra al sistema educativo reglado, caracterizado por una
estructura educativa jerarquizada que se orienta a la provisión de títulos académicos
(García Aretio, 1992: 11-12).
Finalmente, a subrayar el encuentro: la ciencia pedagógica sigue siendo en ambos casos,
tanto para docentes como para ES, el referente teórico clave que orienta las metas
y los retos, ofreciéndoles pautas, criterios e instrumentos para realizarlo.
3.1. El sentido de la educación social en la escuela
La educación social y la escuela no han mantenido tradicionalmente demasiadas relaciones.
En parte porque se han reconocido como realidades complementarias que intervienen
en contextos diferenciados y disponen de metodologías propias y específicas. En parte
porque se les han asignado espacios educativos diferentes, con destinatarias y contenidos
en el mejor de los casos independientes entre sí, cuando no opuestos o no complementarios.
La escuela se ocupa, principalmente, del aprendizaje de un currículo más o menos establecido
y cerrado, en un espacio físico de carácter formativo, estructurado (según objetivos
didácticos, duración o soporte) y que otorga una certificación al final de un período
de tiempo.
La educación social, en cambio, atiende a otros aprendizajes: aparentemente sin estructura
ni currículo, especializados, personalistas, flexibles y adaptados al contexto social
donde implementa su actividad.
Este dualismo interpretativo ha tenido como resultado una distinción excesivamente
esquemática de la realidad que concibe los dos contextos como subsistemas encontrados,
en algunos casos complementarios, pero en otros incluso en sostenida oposición. Por
esta razón, algunos autores proponen usar la doble distinción formal y no formal como
un recurso de utilidad clasificatoria (Cardareli y Waldman, 2009). Otros hablan de
la necesidad de romper el muro que se ha levantado con cierta complacencia entre los
entornos formales e informales de desarrollo, y empezar a experimentar modos flexibles
de trabajo conjunto (Álvarez, 1999: 74).
Pero en la práctica, existen suficientes razones para interpretarlos como uno solo:
el educativo, donde el creciente proceso de complejidad social hace imposible que ninguna institución
ni profesión pueda asumirlo en todas sus dimensiones de manera exclusiva. Así, la
superación del dualismo conceptual, unida al análisis de las diferencias y las semejanzas
entre educación formal y no formal, posibilita un nuevo acercamiento colaborativo,
que permite encontrar y definir espacios de encuentro.
Esta nueva perspectiva toma especial relevancia si tenemos en cuenta algunos cambios
recientes. En primer lugar, se ha producido una creciente interacción entre los procesos
de formación escolar y la formación no escolar, que ha conducido a la necesaria complementariedad
entre las propuestas (Longas, 2000). En segundo lugar, las ES se han dejado de identificar
como profesionales de la educación no formal por excelencia, para convertirse en dinamizadoras de una intervención educativa más
global e indivisible. Comprometidas con las dos instituciones en las que los más jóvenes
pasan el tiempo: la escuela y la familia, además de los múltiples contextos que de
ellas se derivan y que definen su cotidianidad (Candado, Caride y Cid, 2007).
Ortega y Sánchez (2011) resaltan la oportunidad que representan para la escuela las
estrategias de trabajo especializado y de atención a la inclusión que asume la educación
social. Para estos autores no existe contraposición entre la educación social entendida
como transmisión de cultura y contenidos, y la socialización e integración de los
individuos en la sociedad de su época. Conciben que lo primero sea una parte o estrategia
de lo segundo y que no exista ninguna oposición entre ambas opciones. Previenen, al
respecto, del problema generado por el proceso de especialización que ha asumido la
escuela en la difusión del conocimiento, otorgándose de manera exclusiva el papel
de agente cultural por excelencia. Esta opción se ha impuesto al resto de las posibles funciones, fines
y tareas, relativos a la socialización, el desarrollo de la personalidad o la identidad
de los sujetos hasta el punto de anular la identidad de los sujetos. Es por ello que
se abre un amplio campo donde la educación social adquiere pleno sentido.
Para otros autores el sentido de las ES en la escuela radica en el nuevo rol, características
y funciones que asume la educación en nuestros días, fruto de la complejidad social
(Caballo y Gradaílle, 2008).
De esta manera, la incorporación de las ES a los centros educativos puede ser una
respuesta acertada, dada la complejidad de la sociedad actual, siempre que se prime
la capacidad de movilización frente a las estructuras organizativas estáticas que
impiden el cambio natural y necesario de los sistemas (Sánchez Martínez, 2008).
Una incorporación justificada, pero no exenta de cuestiones de forma (de qué manera
lo hacemos) y de fondo (qué contenidos y funciones le asignamos). Las posibilidades
son muchas, y las educadoras pocas. No se trata de sustituir a nadie, tampoco de complementarlo.
Nos referimos a un cambio más significativo.
3.2. Las aportaciones de la educación social al marco escolar
Como hemos visto, educación social y escuela pueden compartir espacios de relación.
Y es que cuando hablamos de espacio educativo no solo nos referimos al medio físico
sino especialmente a las diversas interacciones que se producen en él. Dentro del
marco escolar podemos mencionar la organización con los elementos de su estructura,
la disposición de los espacios, la normativa y sus consecuencias, las interacciones
entre las personas así como los roles que generan, las actividades que se realizan,
o la composición de los distintos grupos que conforman la trama institucional.
El espacio y el ambiente son parte sustancial del proceso de enseñanza-aprendizaje,
no solamente como lugares donde se realiza la intervención educativa, sino también
como partes constitutivas del mismo. Por eso el concepto espacio educativo nos sirve
para entender mejor la compleja realidad del proceso educativo, y aporta elementos
para intervenir más adecuadamente en contextos diferentes.
Los espacios educativos en el contexto de la escuela, antes centrados esencialmente
en el aula, se han multiplicado y diversificado, no solo por lo que se refiere a los
lugares y a las actividades, sino también a la presencia de nuevos actores educativos.
Así, podríamos destacar:
-
El ámbito de las TIC y las redes informáticas de información y conocimiento.
-
La incorporación, dentro del currículo ordinario, de las metodologías de análisis
de la realidad y valoración crítica del entorno socioeconómico y de los sucesos cotidianos
que lo configuran.
-
El nuevo escenario multicultural, donde es necesario establecer puentes interculturales
que refuercen la cohesión social y el reconocimiento de la diferencia.
-
Las actividades extraescolares vinculadas a ejes tan plurales como el deporte, la
música, la socialización o el refuerzo de las competencias.
-
La creciente integración de actividades de observación, descubrimiento y experiencia,
en el currículo escolar (excursiones, visitas culturales, actividades de convivencia...).
-
La revalorización de los espacios informales de la escuela (patios, biblioteca, campos
deportivos, pasillos...) como espacios educativos donde no solo se pueden desarrollar
actividades, sino que pueden ser objeto de proyectos propios.
-
La preocupación por aumentar la presencia del contexto social más próximo (barrio
y ciudad o pueblo) en el marco de las actividades escolares, incorporando algunos
de sus elementos más característicos (folklore, celebraciones, centros de interés,
historia, tradición...).
-
El aumento tanto de la sensibilidad como de los organismos para asegurar la participación
de las familias, del alumnado y de otras agentes educativas y sociales del territorio,
en el ámbito de lo escolar.
-
La activación de campañas específicas para la convivencia, la igualdad y la promoción
de los valores democráticos y de respeto, centrados en una ética de los derechos humanos,
y preocupadas por salvaguardar y fortalecer los instrumentos y los espacios de convivencia
entre los diversos componentes de la comunidad escolar.
No cabe duda de que las ES pueden tener un papel privilegiado a la hora de actuar
con los equipos docentes de los centros escolares en el desarrollo y la promoción
de espacios educativos que superan los estrechos límites de las aulas. La pluralidad
de espacios educativos que plantea la escuela es un abanico de posibilidades para
la intervención de las ES, y constituye un primer ámbito de reflexión y diseño conjunto,
abierto tanto a la creatividad como a la concreción de un marco educativo más general
y compartido.
Por eso, la intervención de la educación social en el marco escolar no se debería
limitar a la asistencia económica o personal, al acompañamiento afectivo y al control
social de personas y de colectivos en dificultad o vulnerabilidad social. Las posibilidades
que genera van más allá de acuerdo con los objetivos que comparte con la escuela.
Nuevos retos sociales, no solo en el ámbito del conocimiento, sino también en el desarrollo
de las competencias, que justifican la implicación de la educación social. Un proceso
que transforma a las ES en pasadoras de cultura, mediadoras entre las exigencias del
espacio social y las personas que habitan en él, agentes que propician el conocimiento
de saberes, herramientas y recorridos que toda persona necesita para vivir en esta
sociedad global y local (García Molina y Blázquez, 2006: 44). Acompañando, orientando
y enseñando al alumnado a utilizar, disfrutar y hacer suyos los bienes culturales
y los recursos que posibilita el marco social.
En definitiva, se trata de incorporar a profesionales que posibiliten junto al resto
una escuela con capacidad de vivenciar y construir de un modo mucho más significativo
el aprendizaje social, permitiendo al alumnado concretar en realidades los deseos
de ser, hacer y saber vivir como ciudadanas y ciudadanos. Una oportunidad para que
la escuela resignifique su papel seductor, convirtiéndose en un espacio educativo
compartido, de personas de y con derechos, comprometidas con su crecimiento personal
y comunitario. Una comunidad donde cada uno de sus componentes aporte de manera cooperativa,
compartida y responsable aquellos elementos de que disponga para la transformación
y la mejora de la sociedad y el mundo en que vivimos.