Capítulo I

Escuela y educación social: un encuentro necesario

Empezamos este capítulo presentado y analizando algunas de las dificultades más significativas que soporta el sistema escolar en la actualidad, así como el papel que la educación social puede jugar en su afrontamiento y resolución. Situaciones que, por otro lado, obligan a reflexionar tanto sobre la eficacia de las medidas educativas actuales, como sobre la necesidad de encontrar respuestas a partir de nuevas propuestas y acciones.
La formación y la consolidación de sociedades postindustriales están configurando nuevos criterios organizativos y lógicas distintas de organización social. Una realidad que se traduce en nuevas formas de trabajo y de producción flexible y fragmentada, que genera cambios en el protagonismo del Estado, y en el crecimiento de un modelo tecnológico, económico y productivo insensible a los factores sociales.
En este contexto se hace cada vez más patente la tensión que mantiene el sistema educativo, garante del derecho universal a la educación, y que se encuentra en la disyuntiva que le genera, por un lado, la obligación y la voluntad de dar respuesta a las nuevas realidades, y, por el otro, las dificultades reales que tiene para hacerlo (García Molina y Blázquez, 2006). Un dilema que responsabiliza a la escuela a renovar su percepción del entorno, replanteando sus relaciones con él. Nuevas necesidades y nuevos escenarios que demandan el diseño de actuaciones especializadas, con metodologías propias, capaces de priorizar el acompañamiento y promover recursos educativos que sean innovadores, al tiempo que paralelos o complementarios al marco curricular establecido.
Un currículum que propone unos objetivos muchas veces alejados de las necesidades y demandas reales de las personas que lo reciben. Todo ello en el ámbito de las sociedades globalizadas, donde ha cambiado el sentido de la formación en contextos escolares, que se interpreta cada vez más como un proceso a lo largo de la vida, sujeto a renovaciones, y no como una etapa final vinculada a la escolarización. Es por esta razón que la formación escolar se convierte en un proceso global y profundamente social e interactivo que necesita de otros agentes y de otros espacios. En este nueva realidad, la escuela está obligada a revisar su papel y a buscar alternativas que le permitan mantener su sentido y funcionalidad en el contexto más amplio de una formación a lo largo de la vida.
Es asumiendo esta perspectiva cuando podemos cuestionar tanto la excesiva formalidad del sistema educativo como su falta de flexibilidad. Es entonces cuando son legítimos los cambios organizativos, la apertura al entorno y la introducción de variables que reflejen el amplio espectro de posibilidades que los cambios sociales imponen. Por eso, y atendiendo a todas estas razones, quizás sea pertinente plantear un nuevo estatus para la escuela, un modelo del que emerjan nuevos espacios de trabajo educativo en los que la educación social pueda actuar realizando aportaciones significativas.
Así, en primer lugar, abordaremos la función social de la escuela. Lo haremos teniendo en cuenta su vinculación a los procesos de equidad educativa, claves interpretativas de su sentido como institución y como referente educativo por excelencia en las sociedades modernas. Este prolegómeno nos servirá de marco de referencia para tratar posteriormente responsabilidades y los retos que esta opción le plantea, así como las transformaciones que conllevará el hecho de aceptarlas y asumirlas.
En segundo lugar, presentaremos algunas de las problemáticas más significativas de la escuela en la situación actual. Sin abordar todas las posibles, profundizaremos en las que más preocupan, situaciones que por sí mismas pueden llegar a cuestionar tanto la eficacia como las posibilidades institucionales de un sistema escolar que, desafortunadamente, no siempre es coherente con sus objetivos y finalidades.
Finalmente, cerraremos este capítulo abordando algunos aspectos que se derivan de la relación entre educación social y escuela, así como en las posibilidades que se generan para ambas. De ahí que hablemos de colaboración y acompañamiento mutuo, de aportaciones y de espacios comunes. Esta situación convierte la escuela en un ámbito nuevo para la educación social, que le aporta profesionales, metodologías y sensibilidades que pueden ayudar a analizar, entender y afrontar algunos de los cambios que le impone la sociedad, así como las necesidades que esta le genera.

1. La función social de la escuela

Toda institución social cumple la tarea de satisfacer ciertas necesidades de los individuos. La escuela, como institución social, también realiza importantes y múltiples funciones, mediante las cuales proporciona unidad, madurez, cohesión, tanto a la sociedad en general, como a cada uno de sus miembros. En consecuencia, se genera toda una serie de expectativas sociales con la escuela que van más allá de sus fines instructivos e individuales, en ocasiones consonantes con ellos, pero en otras, en clara oposición con los mismos.
Es una evidencia admitida por todos que, a día de hoy, el sentido de la educación en contextos escolares ha cambiado, y con ella el sentido de la escuela. De esta manera crece el protagonismo de la dimensión social. Y es que la escuela trabaja con contenidos sociales (integrados en una determinada cultura), asume unos fines sociales (el desarrollo económico del país, la formación de una mano de obra cualificada, la elevación del nivel formativo de los ciudadanos, la nivelación social de los individuos...) y mantiene claramente una función social (continuidad y/o cambio social, adaptación, control, selección y progreso).
Una escuela que se encuentra, cada vez más, ante el reto y la demanda de ser capaz de reconocer la diversidad, integrando en este proceso los diferentes grupos que participan en ella, y las diversas miradas que la cuestionan y supervisan. Sin embargo, ni este reconocimiento ni esta maduración son fáciles, ni las mismas políticas públicas, uniformes y verticales, ayudan demasiado a realizarlo. Si a esta situación añadimos el lastre que suponen algunas prácticas educativas desarrolladas por algunos profesionales, el desenlace está servido. De ahí que revisar las experiencias existentes para imaginar escuelas algo más autónomas, capaces de atender a rasgos culturales distintivos, se convertirá en una tarea altamente compleja.
Y una sociedad actual que, por otro lado, presenta nuevos desafíos a la tarea, las actividades y la organización educativa de la escuela. Retos que podemos concretar en las siguientes reflexiones:
Todas estas reflexiones no llevan a concluir que los centros escolares se encuentran ante el desafío de recuperar e intensificar su función específicamente educativa. Un reto que implica promover y profundizar una propuesta de valores donde cada alumna y cada alumno sea capaz de cuestionar e interrogarse sobre la bondad de los esquemas de pensamiento, sentimientos, experiencias y conducta que ha adquirido, ya sea de forma espontánea o intencionada, en sus intercambios cotidianos dentro del escenario vital en el que ha desarrollado su historia personal.
Sin embargo, disertar sobre las funciones de la escuela resulta un tema complejo, especialmente si tenemos en cuenta los diversos enfoques ideológicos e intereses sociales, políticos y religiosos que están en juego e influyen de manera directa. Y es que las funciones que la sociedad le está pidiendo a la escuela no han sido siempre las mismas, han ido evolucionando ligadas a los cambios en los sistemas de producción y a los procesos de democratización política. Una constatación que nos conduce a la necesaria vinculación entre funciones de la escuela y la pertenencia de esta a una determinada comunidad.
De esta manera, la escuela debería poder adecuar sus funciones a las necesidades de las ciudadanas y los ciudadanos, a los cambios sociales y a los nuevos signos de los tiempos. Ello supondrá asumir nuevas competencias, al tiempo que repensar y reestructurar su organización, sus espacios de actuación y sus tiempos educativos. En caso contrario, le será difícil formular una respuesta eficaz a los nuevos retos.
Desde esta perspectiva, hay que insistir en la función social y educativa de la escuela. Se trata de entender la escuela como agente de cambio social y transformación de la sociedad, convirtiéndose tanto en una de las claves para afrontar los retos expuestos, como en una justifiación para la incorporación de las ES en ella.
Para que la escuela pueda formar en la vida y para la vida debería superar ciertos enfoques tecnológicos, funcionalistas y burocráticos. De ahí la importancia de recuperar su carácter más relacional, cultural, contextual y comunitario, en cuyo ámbito adquiere importancia el vínculo que se establece entre todos los componentes de la comunidad escolar, espacio por excelencia donde se refleja el dinamismo social y cultural de la institución con y al servicio de toda la sociedad, considerada desde una perspectiva amplia y sistémica.
Pero la función social de la escuela es compleja, tanto si la abordamos desde los procesos de socialización que comporta para el individuo, como si la referenciamos con el entorno social que la genera, transforma y le da sentido. Existe una tensión entre las necesidades del mercado del trabajo y las del desarrollo personal a la hora de definir la función y la organización y estructura de los sistemas educativos (Azevedo, 2001; Hargreaves y Fink, 2003). ¿Debe diseñarse la escuela desde las competencias cuya adquisición y desarrollo exige el mundo laboral o, por el contrario, desde las capacidades que las personas necesitan para llevar adelante una vida plena y satisfactoria tanto para sí mismas como para aquellas con las que conviven?
La reflexión acerca de la función social de la escuela alude a otro debate que viene de lejos, pero que sigue siendo de gran relevancia y actualidad: el de la tensión existente entre calidad y equidad, inclusión y segregación (Ainscow et al., 2001; Terwel, 2005). La polémica en torno a la comprensividad, la atención a la diversidad de necesidades educativas del alumnado, las controversias sobre la organización en grupos heterogéneos o por capacidades son, entre otros muchos, algunos exponentes claros de este debate (Coll y Martín, 2006).
La escuela no puede mostrarse indiferente ante las problemáticas y necesidades de la sociedad dado que, de una u otra forma, son resultado de sus acciones. Los procesos de desarrollo y mejora van unidos a los procesos de enseñanza y aprendizaje. Están además relacionados entre sí, desde el momento en que son claves para asegurar la calidad necesaria a la hora de construir sujetos activos en su propia transformación y la de su entorno social, cultural y político (Luhmann, 1996).
En definitiva, la función social de la escuela conlleva un proceso de continua renovación. Un dinamismo vital para que asuma los nuevos retos formativos alternativos, críticos y capaces de generar el cambio social. Para poder salir airosa de todo ello necesita del entorno que la rodea, abrirse a él e implicarse con él, utilizándolo tanto de fuente de conocimiento y referencia axiológica, como de espacio creativo para la formulación de propuestas de mejora y progreso social.
Desgraciadamente, la dimensión social de la formación escolar es un objetivo no siempre asumido, y apenas esbozado en la institución escolar, que sí puede asumirse desde la educación social, la cual puede cumplir muy bien con ese cometido; eso sí, poniendo en marcha proyectos de acción socioeducativa no solo en situaciones de inadaptación, sino también de normalidad y de inclusión. No solo en programas de tratamiento, sino también y, fundamentalmente, en programas de prevención.

2. Problemáticas socioeducativas de la escuela

España se encuentra entre los países europeos con más problemas de disciplina en sus aulas, según la primera encuesta sobre las condiciones de trabajo de los profesores y el ambiente educativo de las escuelas, llevada a cabo por la Organización Europea para la Cooperación y el Desarrollo (2009). Es también uno de los países donde son más frecuentes las interrupciones durante las clases, el absentismo de las alumnas y los alumnos o su retraso a la hora de llegar al aula, entre otros comportamientos que dificultan el trabajo docente. Además, supera la media en otros problemas más graves como son las intimidaciones o abusos verbales a profesorado y alumnado y las agresiones entre estudiantes.
Docentes, familias, ES y alumnado están inmersos en los procesos de transformación y crisis que actualmente afectan a la sociedad: recortes en el Estado de bienestar, desigualdades sociales, inestabilidad laboral, falta de credibilidad en la política, fuertes cambios tecnológicos, o el debilitamiento de las organizaciones sociales. Todos ellos forman parte de la vida cotidiana de muchas de las escuelas aun cuando no se hayan constituido como temas del currículo ni reciban una atención pedagógica específica para su tratamiento.
De todo ello resulta un contexto que afecta directamente a la escuela, a su organización y funcionamiento, pero muy especialmente al papel y la responsabilidad que asume frente a estas necesidades y situaciones en el momento de diseñar un proyecto pedagógico orientado hacia la construcción y consolidación de un mundo mejor y más justo.
Los centros escolares, directa o indirectamente, son receptores de problemáticas sociales, emocionales y psicológicas, y lo son además desde una responsabilidad educativa de primer orden. Esto es así porque se configuran como un espacio de socialización prioritario para muchas y muchos adolescentes, siendo muchas veces su único referente «normalizado». Además, reproducen una multitud de conflictos, realidades y situaciones sociales derivadas de sus problemáticas y sus contradicciones.
Es por ello que cada vez se hace más necesario repensar las dificultades que van surgiendo, a la luz de los nuevos modelos de organización social, de los nuevos sistemas de comunicación e información, de la actual concepción y producción de conocimiento y, evidentemente, de las nuevas formas de entender los valores (Prats, 2009). En el marco de estas iniciativas proponemos nuestro encuentro entre las ES y el profesorado (aunque no solo).
De entre toda esta amplia y compleja situación, imposible de abordar de manera exhaustiva, profundizaremos en cuatro situaciones, aquellas que se han transformado en ámbitos privilegiados de intervención para las ES. No vamos en este capítulo a problematizarlas, sí a intentar describirlas, utilizando para ello conceptos escolares.

2.1. El absentismo escolar

El fenómeno del absentismo escolar no es nuevo y ha existido siempre, pero cobra un nuevo sentido y magnitud con la implementación de la escolarización obligatoria y el reconocimiento universal del derecho a la educación. La no asistencia regular al aula es identificada, por las administraciones competentes, como una necesidad social que hay que combatir, asumiéndola desde una doble perspectiva: por un lado, desde la perspectiva educativa, porque es origen claro de fracaso escolar y de abandono del sistema educativo; por el otro, desde la perspectiva social, porque puede conllevar futuros procesos de exclusión y pérdida de oportunidades.
Entre sus potenciales causas se encuentran factores tan diversos como la escolarización obligatoria hasta los 16 años, los procesos de reagrupación familiar, la incorporación laboral de algunos menores a los negocios familiares, el nomadismo familiar, las situaciones de pobreza y exclusión social, etc. Sin olvidar que en muchos casos el absentismo constituye una respuesta intencional del propio alumnado que rechaza el sistema escolar, un claro síntoma de desapego hacia un sistema curricular que no percibe ni como próximo ni como útil (Elliot, 1998; Willis, 1988).
El carácter dinámico y fluido del absentismo escolar hace, en primer lugar, que su cuantificación sea compleja, obligando a los centros a utilizar instrumentos cada vez más sofisticados y rigurosos para su control y registro. La ausencia de una definición institucional consensuada conlleva que las prácticas de recuento y clasificación de las diferentes situaciones de absentismo sean de naturaleza muy diversa según centros y municipios. La ausencia de una información estadística regular y fiable contribuye a su invisibilidad, motivo por el cual, aun siendo una realidad manifiesta en algunos territorios y en determinados centros escolares, no genera ningún tipo de respuesta institucional (García Gracia, 2005: 353).
El absentismo, como fenómeno, se interpreta de diversas formas. Para algunos autores constituye una respuesta de resistencia activa del sujeto hacia un medio institucional que no lo acepta, y que tiene unos determinados detonantes fruto de la interacción entre individuo y entorno institucional (Rué, 2003). La existencia de situaciones de vulnerabilidad social no hace sino agudizar esta situación. Otros autores constatan la responsabilidad de la escuela en el proceso del absentismo, especialmente cuando no genera suficientes oportunidades para su alumnado, y no se preocupa de gestionar una red organizativa que coordine las diversas intervenciones (García y Moreno, 2003).
El absentismo es un fenómeno construido, elaborado. Una situación que se va gestando lentamente hasta que se convierte en un fenómeno visible y que, cuando emerge, a menudo ya es tarde para paliarlo (Rué, 2003). Desde esta consideración de partida, es posible identificar ciertos indicios o indicadores que influyen de manera directa en su desarrollo, y desde los cuales poder organizar la intervención haciéndola más efectiva. Todo ello hace necesario definir algunos criterios a la hora de plantear acciones socioeducativas eficaces contra el absentismo:
Asumir e intervenir en estos factores exige compromisos y recursos nuevos e innovadores. Y es que el absentismo no necesita solo de una reflexión académica y escolar.

2.2. Procesos migratorios y escuela

El alumnado de origen extranjero constituye una parte significativa de la población escolarizada en el Estado español. Atender a esta realidad ha supuesto el replanteamiento de algunos parámetros pedagógicos. También recuperar una sensibilidad educativa centrada en valores como la tolerancia y el respeto, que ahora adquieren una nueva dimensión y significado en el marco de un renovado contexto multicultural.
En el potencial marco de actuaciones que se despliega, no hay que olvidar que una proporción importante de las familias inmigrantes experimenta procesos de reconfiguración interna en términos de estructuras, relaciones y funciones que influyen de manera fundamental en la educación de sus hijos e hijas. En los nuevos contextos a los que se incorporan, sus proyectos iniciales se entrecruzan y a veces chocan con los que desarrollan sus hijos e hijas, y con los discursos y prácticas escolares de las sociedades receptoras, en las que tiene lugar una parte fundamental de su socialización (Carrasco, 2002; Bretones, 2004, 2009).
Por este motivo, en el desarrollo de cualquier propuesta que asuma una opción ciudadana (cívica, social, política), sea desde el trabajo en las aulas, desde la planificación o desde la elaboración de materiales, el tratamiento de las relaciones interculturales ha de ser un elemento clave, y no un falso compromiso.

2.3. El fracaso escolar

España se ha vuelto a situar en el año 2013 a la cabeza de Europa en abandono escolar temprano, el que identifica a jóvenes de 18 a 24 años que dejaron sus estudios tras completar la educación obligatoria o antes de graduarse. Un 23,5 % de los jóvenes españoles había abandonado la enseñanza prematuramente el año pasado, el doble de la media comunitaria, situada en el 11,9 %[3]. España ya lideró la estadística europea de abandono escolar temprano en 2012 y 2011, después de que Portugal y Malta encabezaran la tabla la última década (aunque en 2009 Portugal y España compartieron la tasa más alta). Pero los dos países han registrado una mejoría mayor que España en los últimos diez años, y eso que partían de posiciones peores: en 2003, Malta tenía un 49,9 % de abandono y Portugal un 41,2 %, mientras que España apenas superaba el 30 %. El país vecino ha logrado reducir su tasa en 22 puntos y Malta hasta 29 puntos. La mejora de España, mientras tanto, ha sido más modesta (Gracia, 2014).
El fracaso escolar se configura como uno de los problemas más graves que sufren en la actualidad los sistemas educativos, teniendo en cuenta que la trascendencia de sus consecuencias sobrepasa el ámbito escolar donde se genera. Según el Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (2013), casi la tercera parte del alumnado de la ESO obtiene calificaciones negativas. En la enseñanza media, un 32 % repite curso, un 35 % no acaba con éxito 2.º de la ESO, el 48 % no supera el bachillerato, y en la universidad el abandono de los estudios ronda el 50 %. La primera consecuencia directa es que el 72 % de la desocupación de menores de 25 años tiene relación estrecha con el abandono de los estudios y el fracaso escolar.
Frente la media europea (20 %), el índice español de fracaso se sitúa cerca del 29 %, solo es superado por Portugal, con un 45 %. La comunidad con más fracaso escolar es Canarias, con un 35,8 %, mientras que Asturias es la más baja con un 14,4 %, seguida de Navarra, con un 17,3 % y el País Vasco con un 17 %.
¿Cómo superar estas barreras? La OCDE (2012) ofrece diferentes propuestas para la equidad y la calidad en la educación, a través del apoyo a las escuelas y a las y los estudiantes con mayores dificultades. En concreto, presenta cinco recomendaciones para la prevención del fracaso escolar y del abandono en la educación secundaria: eliminar la repetición de cursos, evitar la división temprana del alumnado, ofrecer una mayor capacidad a los progenitores en la elección de la escuela, administrar los fondos y las ayudas de manera que respondan a las necesidades de los diferentes centros y diseñar vías equivalentes para el acceso a la educación secundaria que aseguren la consecución de los estudios.
Por otro lado, cabe destacar que muchos autores coinciden en calificar el concepto de fracaso escolar de impreciso y ambiguo, cuestionado tanto por su componente negativa para ser sustituido por el de mejora del rendimiento escolar (Marchesi, 2004), como por el hecho de ser un significado construido cultural y socialmente. Un significado que determina su percepción en términos de exclusión, y en la generación del cual intervienen más agentes y factores que el estrictamente escolar (Calero, Rañé y Riudor, 2011). En esta línea, hay quien propone cambiar el concepto de fracaso escolar por el de fracaso educativo de la escuela como institución (Consell Superior d’Avaluació del Sistema Educatiu, 2007) o por el de fracaso social, especialmente si este se analiza desde la perspectiva de las múltiples causas que lo originan (Navarrete, 2007).
Si bien nosotros renunciamos a acogernos a una definición precisa de fracaso escolar, sí proponemos algunos criterios de interpretación siguiendo a autores como Calero, Rañé y Riudor (2011: 66):
La utilización del concepto de fracaso escolar ha sido recurrente cada vez que se han planteado reformas y cambios en los sistemas educativos. Presentado de forma ambigua, se le han asignado significados y visiones diversas, siendo interpretado muchas veces en base a intereses ideológicos más preocupados por sus propias políticas que por la resolución del problema (Bonal, 2003). Se fracasa respecto a un currículo determinado y una normativa académica vigente, pero no necesariamente respecto a otros ámbitos de la vida, aunque los condicione e influya (Castillo, 2005; Bretones, 2009).
Seguir entendiendo el fracaso escolar como rendimiento insuficiente del alumnado conduce a un callejón sin salida, entre otras cosas porque la concepción del rendimiento escolar en términos de éxito y fracaso es una visión dicotómica que empobrece la realidad del aprendizaje. Mientras la comunidad educativa no entienda que si el sistema desprofesionaliza al docente, culpabiliza al alumnado, y deslegitima la escuela, se está reforzando el escalonamiento social con base en los méritos escolares, generando un caldo de cultivo para el conformismo y la exclusión social (Navarrete, 2007).
Pero, ¿bastan medidas de tipo escolar para superarlo? ¿No habría que plantearse otras cuestiones de fondo relacionadas con la acción educadora y sus condicionantes? ¿Son suficientes los recursos humanos, funcionales y materiales que la escuela tiene para conseguir sus metas? ¿Qué aportaciones puede hacer la educación social al sistema educativo escolar? ¿Cuáles serían las funciones de las ES?
En este sentido, no podemos obviar que absentismo, abandono y fracaso escolar son problemáticas a las que las ES han intentado dar respuesta y minimizar sus efectos desde contextos externos a la escuela. Lo han hecho asumiendo tareas de seguimiento y apoyo al alumnado en los centros educativos, de prevención, de compensación, de coordinación con el profesorado, trabajadoras sociales y otras profesionales del trabajo social, etc. Se han implicado en los procesos de orientación familiar en relación con los centros educativos, desde los equipos de atención social básica de cada territorio. Con el paso del tiempo, este tipo de tareas se han ido extendiendo, sistematizando, consolidando, y hoy encontramos múltiples programas y proyectos que, tanto desde el ámbito local como desde los propios centros educativos, tienen como objetivo tratar las situaciones de absentismo y abandono escolar.
Las ES que (desde hace pocos años) se están incorporando a los centros educativos, vienen en gran medida a reforzar las políticas sociales instauradas.

2.4. Los problemas de convivencia

Las dificultades de convivencia en la escuela se configuran claramente como un tema que crea alarma social, y es causa de desgaste notorio tanto entre docentes como entre el alumnado.
Estas dificultades no se configuran como un conjunto de comportamientos y situaciones homogéneas, sino que son interpretadas en cada centro con criterios distintos. Esta realidad obedece, principalmente, a dos razones: el mayor o menor grado de conflictividad que ofrece el conjunto del alumnado dentro de cada centro escolar y la exigencia normativa que el claustro de profesores y el equipo directivo tiene interiorizada como necesaria y coherente.
Las investigaciones realizadas en torno a las características del alumnado que comportan problemas de conducta y de violencia no son del todo concluyentes. Algunas de ellas apuntan al problema de la desmotivación como causa de la conflictividad escolar (Ortega y Del Rey, 2007; Arroyo, 2007); otras, al bajo rendimiento escolar (Serrano e Iborra, 2005); otras también apuntan a la dificultad del alumnado para sentirse aceptado y reconocido por la escuela y por el sistema social en el que se incluye (Díez-Aguado, 1998).
Algunos autores consideran que el acercamiento al problema debe realizarse desde una perspectiva sistémica (Viñas Cirera y Doménech, 2001), y no solo desde un análisis de responsabilidad individual o personal. Los problemas de convivencia son interpretados como parte del enfrentamiento cotidiano de intereses que se puede dar en cualquier organización social. Para valorarla haría falta buscar motivaciones complejas y nunca simplificar. Esto es, un acercamiento desde diferentes niveles: el individual, el familiar, desde el clima de clase, de la comunidad y desde la misma estructura social (Martínez García, 2009).
Las aulas actuales no dejan de ser escenarios donde se representa una obra en permanente cambio, y que requiere un continuo rediseño de los roles de sus protagonistas. En la gestión del aula es cada vez más importante la introducción y el fortalecimiento de competencias socioemocionales, imprescindibles para asegurar los objetivos académicos.

3. Educación social y escuela

La educación social es una profesión que se ha ido concretando y definiendo en los últimos 40 años con el fin de dar respuesta a las necesidades socioeducativas de los individuos y los grupos sociales. En este proceso se consolidan acciones y profesionales que trabajan en contextos diversos, con personas y colectivos muy diferentes, con la finalidad de promover el cambio social desde lo educativo (Amador, Esteban, Cárdenas y Terrón, 2014).
La educación social es aquella acción sistemática y fundamentada, de soporte, mediación y transferencia que favorece específicamente el desarrollo de la sociabilidad del sujeto a lo largo de toda la vida. Promueve su autonomía, integración y participación crítica, constructiva y transformadora en el marco sociocultural que le envuelve. Para ello tiene en cuenta, por un lado, los recursos personales, tanto los de profesionales como los de los sujetos y, por el otro, los recursos socioculturales necesarios del entorno con el objetivo de crear nuevas alternativas.
La educación social es, pues, una práctica, y en relación con ella, una tarea profesional con un marcado carácter social y educativo (Sáez y García Molina, 2006), sostenida sobre acciones mediadoras y de transmisión cultural en las que la praxis se articula necesariamente alrededor de principios y criterios políticos, y fundamentalmente éticos.
Si atendemos a la definición propuesta por la Asociación Estatal de Educación Social[4] es una profesión de carácter pedagógico, generadora de contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, que son ámbito de competencia profesional de las ES. Desde esta clave inicial y tomando el derecho de la ciudadanía como justificación principal, su actividad busca dos objetivos principales: la incorporación del sujeto de la educación a la diversidad de las redes sociales, entendida como el desarrollo de la sociabilidad y la circulación social; y la promoción cultural y social, entendida como apertura a nuevas posibilidades de adquisición de bienes culturales, que amplíen las perspectivas educativas, laborales, de ocio y participación social.
La estrecha relación de la educación social con la práctica educativa y la intervención propiamente dicha, además de su reciente trayectoria, son motivo para que algunos autores puntualicen más, utilizando tres perspectivas diferentes para su conceptualización (Sáez, 2005; Sáez y García Molina, 2006). Así, es a la vez:
  1. Un tipo de práctica educativa social, vinculada a múltiples ámbitos de trabajo que abarcan esencialmente los asuntos relacionados con la pobreza, la marginación y las situaciones de abandono y miseria social de la infancia (Santolaria, 1997). Ámbitos que tradicionalmente se han agrupado en tres: la educación especializada, la educación de adultos y la animación sociocultural. De su integración nace la educación social propiamente dicha.
  2. Una profesión emergente que debe hacer creíble y necesaria una particular jurisdicción (vinculada a unas competencias determinadas o a un saber hacer específico), y a unos ámbitos de trabajo (los espacios de intervención propiamente dichos para desarrollarlo). En el proceso de construcción profesional han sido definitivas las asociaciones de educadores y educadoras sociales, y que han culminado con la creación de los diferentes colegios profesionales y la Asociación Estatal de Educación Social (ASEDES).
  3. Una titulación de grado universitario que justifica el diseño de unos planes de estudio para preparar a los futuros profesionales, y que los acredita para llevar a cabo una tarea específica, monopolizada por su colectivo. Una formación de una elevada connotación ética, que posibilite llevar a cabo la intervención con cierto nivel de congruencia y credibilidad, acorde con las competencias adquiridas y las destrezas demandadas por la sociedad a la que prestan sus servicios.
Otros autores (Petrus, 2004) afirman que la conceptualización de la educación social habría que situarla en función de factores diversos como el contexto social, la concepción política, las formas de cultura predominantes, la situación económica y la realidad educativa del momento. Lo justifican desde la premisa que el advenimiento de la educación social está íntimamente ligado a los cambios estructurales del sistema social y al fortalecimiento del Estado del bienestar y de las políticas democráticas y equitativas.
Nos enfrentamos, entonces, a un concepto cambiante, relativo y que necesita en su construcción de una continua mirada, de una profunda diagnosis social para comprender las necesidades. Desde ella se definirán los nuevos campos de actuación de la disciplina, susceptibles de generar demandas y nuevos compromisos educativos.
Aportaciones más recientes (Amador, Esteban, Cárdenas y Terrón, 2014) sitúan la educación social como una acción sistemática y fundamentada, de soporte, mediación y transferencia que favorece específicamente el desarrollo de la sociabilidad del sujeto a lo largo de toda la vida, promoviendo su autonomía, integración y participación crítica, constructiva y transformadora en el marco sociocultural que le envuelve, contando en primer lugar con los propios recursos personales, tanto de la ES como del sujeto, y en segundo lugar movilizando todos los recursos socioculturales necesarios del entorno o creando, al fin, nuevas alternativas.
En definitiva, tanto la educación social como las tipologías de profesionales que genera, resultan conceptos complejos tanto por su novedad como por el hecho de que se construyan, concreten y expliciten a partir y en respuesta a las nuevas necesidades socioeducativas. Su finalidad última es el desarrollo y la intervención socioeducativa (en un sentido amplio), no vinculada ni a etapas ni a tempos, dependiente de necesidades y sinergias sociales, y muy atenta al entorno en el que trabaja.
Unas reflexiones que nos permiten plantear algunas líneas interpretativas a tener en cuenta en el momento de conceptualizar la educación social como profesión:
  1. Su carácter eminentemente técnico (que no tecnocrático) y aplicado, ubicado en el marco de una actividad profesional, de carácter plural, variado y complejo por la multiplicidad de contextos de actuación.
  2. La estrecha vinculación entre educación social y realidad social, especialmente relacionado con las necesidades y las nuevas problemáticas de la ciudadanía y de la comunidad.
  3. La interpretación integral, holística y globalizadora de la educación como un proceso de crecimiento y formación, en clave personal y comunitaria, a partir de la promoción cultural y la socialización.
  4. El horizonte de transformación de la realidad social en aras de una sociedad más equitativa y justa y la salvaguarda y la promoción de los derechos de la ciudadanía y la consolidación del Estado del bienestar y las libertades.
  5. La capacidad de diagnóstico y conocimiento de las nuevas circunstancias sociales, desarrollando metodologías creativas para los procesos plurales de intervención.
  6. El proceso de construcción como disciplina que se desarrolla a partir de la práctica profesional, un ejercicio de la profesión que sigue en proceso de abertura a nuevos contextos de actuación y a nuevas realidades sociales y personales.
¿Y a dónde nos conducen estas afirmaciones? En primer lugar, al hecho de plantear que la educación social es también educación escolar, al menos si la entendemos como una escuela extensa e intensa tanto en su recorrido como en sus contenidos. Y lo puede ser en el momento en que es transmisora de conocimientos culturales o de una cultura amplia a través de la cual el sujeto dispondrá de instrumentos que le ayuden en su socialización, en su crecimiento personal, en la toma de decisiones sociales o éticas.
Las docentes tratan de transmitir contenidos de lengua, matemáticas, tecnología, arte, cultura, etc., con la intención de producir efectos de socialización (integración, adaptación...) en el alumnado (Núñez, 2005). Por su parte, este proceso retiene e integra los contenidos recibidos. En esta relación las ES profundizan la función y el cometido de las docentes, interpretando el contexto, promocionando la cultura, ofreciendo otros espacios donde también hacer operativos y concretar los contenidos del currículo.
En segundo lugar, a la dificultad de establecer y concretar los límites entre la mal llamada formalidad educativa y la no formalidad. Una diferenciación entre educación formal y no formal basada muchas veces en criterios arbitrarios que no contemplan el hecho educativo como un proceso global, integral y continuado. Criterios metodológicos que consideran la educación no formal como la que se realiza fuera del marco institucional, la que está fuera de los procedimientos considerados convencionalmente escolares (aula, etapa educativa y currículo). Criterios estructurales que solo tienen en cuenta la pertenencia o no de una u otra al sistema educativo reglado, caracterizado por una estructura educativa jerarquizada que se orienta a la provisión de títulos académicos (García Aretio, 1992: 11-12).
Finalmente, a subrayar el encuentro: la ciencia pedagógica sigue siendo en ambos casos, tanto para docentes como para ES, el referente teórico clave que orienta las metas y los retos, ofreciéndoles pautas, criterios e instrumentos para realizarlo.

3.1. El sentido de la educación social en la escuela

La educación social y la escuela no han mantenido tradicionalmente demasiadas relaciones. En parte porque se han reconocido como realidades complementarias que intervienen en contextos diferenciados y disponen de metodologías propias y específicas. En parte porque se les han asignado espacios educativos diferentes, con destinatarias y contenidos en el mejor de los casos independientes entre sí, cuando no opuestos o no complementarios.
La escuela se ocupa, principalmente, del aprendizaje de un currículo más o menos establecido y cerrado, en un espacio físico de carácter formativo, estructurado (según objetivos didácticos, duración o soporte) y que otorga una certificación al final de un período de tiempo.
La educación social, en cambio, atiende a otros aprendizajes: aparentemente sin estructura ni currículo, especializados, personalistas, flexibles y adaptados al contexto social donde implementa su actividad.
Este dualismo interpretativo ha tenido como resultado una distinción excesivamente esquemática de la realidad que concibe los dos contextos como subsistemas encontrados, en algunos casos complementarios, pero en otros incluso en sostenida oposición. Por esta razón, algunos autores proponen usar la doble distinción formal y no formal como un recurso de utilidad clasificatoria (Cardareli y Waldman, 2009). Otros hablan de la necesidad de romper el muro que se ha levantado con cierta complacencia entre los entornos formales e informales de desarrollo, y empezar a experimentar modos flexibles de trabajo conjunto (Álvarez, 1999: 74).
Pero en la práctica, existen suficientes razones para interpretarlos como uno solo: el educativo, donde el creciente proceso de complejidad social hace imposible que ninguna institución ni profesión pueda asumirlo en todas sus dimensiones de manera exclusiva. Así, la superación del dualismo conceptual, unida al análisis de las diferencias y las semejanzas entre educación formal y no formal, posibilita un nuevo acercamiento colaborativo, que permite encontrar y definir espacios de encuentro.
Esta nueva perspectiva toma especial relevancia si tenemos en cuenta algunos cambios recientes. En primer lugar, se ha producido una creciente interacción entre los procesos de formación escolar y la formación no escolar, que ha conducido a la necesaria complementariedad entre las propuestas (Longas, 2000). En segundo lugar, las ES se han dejado de identificar como profesionales de la educación no formal por excelencia, para convertirse en dinamizadoras de una intervención educativa más global e indivisible. Comprometidas con las dos instituciones en las que los más jóvenes pasan el tiempo: la escuela y la familia, además de los múltiples contextos que de ellas se derivan y que definen su cotidianidad (Candado, Caride y Cid, 2007).
Ortega y Sánchez (2011) resaltan la oportunidad que representan para la escuela las estrategias de trabajo especializado y de atención a la inclusión que asume la educación social. Para estos autores no existe contraposición entre la educación social entendida como transmisión de cultura y contenidos, y la socialización e integración de los individuos en la sociedad de su época. Conciben que lo primero sea una parte o estrategia de lo segundo y que no exista ninguna oposición entre ambas opciones. Previenen, al respecto, del problema generado por el proceso de especialización que ha asumido la escuela en la difusión del conocimiento, otorgándose de manera exclusiva el papel de agente cultural por excelencia. Esta opción se ha impuesto al resto de las posibles funciones, fines y tareas, relativos a la socialización, el desarrollo de la personalidad o la identidad de los sujetos hasta el punto de anular la identidad de los sujetos. Es por ello que se abre un amplio campo donde la educación social adquiere pleno sentido.
Para otros autores el sentido de las ES en la escuela radica en el nuevo rol, características y funciones que asume la educación en nuestros días, fruto de la complejidad social (Caballo y Gradaílle, 2008).
De esta manera, la incorporación de las ES a los centros educativos puede ser una respuesta acertada, dada la complejidad de la sociedad actual, siempre que se prime la capacidad de movilización frente a las estructuras organizativas estáticas que impiden el cambio natural y necesario de los sistemas (Sánchez Martínez, 2008).
Una incorporación justificada, pero no exenta de cuestiones de forma (de qué manera lo hacemos) y de fondo (qué contenidos y funciones le asignamos). Las posibilidades son muchas, y las educadoras pocas. No se trata de sustituir a nadie, tampoco de complementarlo. Nos referimos a un cambio más significativo.

3.2. Las aportaciones de la educación social al marco escolar

Como hemos visto, educación social y escuela pueden compartir espacios de relación. Y es que cuando hablamos de espacio educativo no solo nos referimos al medio físico sino especialmente a las diversas interacciones que se producen en él. Dentro del marco escolar podemos mencionar la organización con los elementos de su estructura, la disposición de los espacios, la normativa y sus consecuencias, las interacciones entre las personas así como los roles que generan, las actividades que se realizan, o la composición de los distintos grupos que conforman la trama institucional.
El espacio y el ambiente son parte sustancial del proceso de enseñanza-aprendizaje, no solamente como lugares donde se realiza la intervención educativa, sino también como partes constitutivas del mismo. Por eso el concepto espacio educativo nos sirve para entender mejor la compleja realidad del proceso educativo, y aporta elementos para intervenir más adecuadamente en contextos diferentes.
Los espacios educativos en el contexto de la escuela, antes centrados esencialmente en el aula, se han multiplicado y diversificado, no solo por lo que se refiere a los lugares y a las actividades, sino también a la presencia de nuevos actores educativos. Así, podríamos destacar:
No cabe duda de que las ES pueden tener un papel privilegiado a la hora de actuar con los equipos docentes de los centros escolares en el desarrollo y la promoción de espacios educativos que superan los estrechos límites de las aulas. La pluralidad de espacios educativos que plantea la escuela es un abanico de posibilidades para la intervención de las ES, y constituye un primer ámbito de reflexión y diseño conjunto, abierto tanto a la creatividad como a la concreción de un marco educativo más general y compartido.
Por eso, la intervención de la educación social en el marco escolar no se debería limitar a la asistencia económica o personal, al acompañamiento afectivo y al control social de personas y de colectivos en dificultad o vulnerabilidad social. Las posibilidades que genera van más allá de acuerdo con los objetivos que comparte con la escuela.
Nuevos retos sociales, no solo en el ámbito del conocimiento, sino también en el desarrollo de las competencias, que justifican la implicación de la educación social. Un proceso que transforma a las ES en pasadoras de cultura, mediadoras entre las exigencias del espacio social y las personas que habitan en él, agentes que propician el conocimiento de saberes, herramientas y recorridos que toda persona necesita para vivir en esta sociedad global y local (García Molina y Blázquez, 2006: 44). Acompañando, orientando y enseñando al alumnado a utilizar, disfrutar y hacer suyos los bienes culturales y los recursos que posibilita el marco social.
En definitiva, se trata de incorporar a profesionales que posibiliten junto al resto una escuela con capacidad de vivenciar y construir de un modo mucho más significativo el aprendizaje social, permitiendo al alumnado concretar en realidades los deseos de ser, hacer y saber vivir como ciudadanas y ciudadanos. Una oportunidad para que la escuela resignifique su papel seductor, convirtiéndose en un espacio educativo compartido, de personas de y con derechos, comprometidas con su crecimiento personal y comunitario. Una comunidad donde cada uno de sus componentes aporte de manera cooperativa, compartida y responsable aquellos elementos de que disponga para la transformación y la mejora de la sociedad y el mundo en que vivimos.